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domingo, 3 de agosto de 2014

César López Cuadras, maestro secreto de la narconarrativa

3/Agosto/2014
Confabulario
Oswaldo Zavala

En abril de 2013, Ediciones B puso en circulación la novela Cuatro muertos por capítulo, unos días después de la muerte de su autor, el escritor sinaloense César López Cuadras (1951-2013). Desde la primera página, el libro rompe con la redituable mitología que domina en la narconarrativa actual para a cambio ofrecer una de las más fascinantes interpretaciones literarias que se ha escrito del fenómeno en los últimos veinte años. Pancho Caldera, ex chofer de los Simental, una familia de traficantes arrinconada por unas cuantas opciones de supervivencia y finalmente destruida por la tragedia, accede a contar su caída a una joven estadounidense que intenta escribir un guión cinematográfico. Pero Pancho advierte: “Lo interesante de la historia no es el asesinato entre hermanos, mi güera. Hechos horrendos de ese calibre suceden todos los días; y basta abrir la sección de nota roja de cualquier periódico para empaparse las manos en sangre con los crímenes más horribles, mismos que, en la siguiente entrega, serán borrados del top-ten delshow blood por otros más espeluznantes”.

Aunque construye el relato a partir del motivo más fundamental en toda narrativa de violencia (el bíblico asesinato entre hermanos), López Cuadras se aleja del efectismo habitual del periodismo que reproduce la gran mayoría de narconovelas. Sin la absurda fantasía de cárteles, capos y sicarios que someten a policías, militares y políticos por igual, Cuatro muertos por capítulo recrea con maestría un mundo independiente del imaginario oficial que insiste en un país controlado por traficantes, pero que en realidad sigue gobernado por el poder oficial y su implacable monopolio de la violencia legítima. Así, Pancho aconseja a la estadounidense: “Desconfíe de los que hablan en nombre de la ley”.

El primer efecto de la desmitificación que lleva a cabo López Cuadras opera sobre aquello “que los periódicos llaman narcotráfico, pero quienes hemos habitado en sus tripas, engullidos, regurgitados y vueltos a tragar, si es que no arrojados por el culo, le llamamos ‘el negocio’ a secas”. Luego de esa reconfiguración léxica, López Cuadras transforma la tan conocida historia universal del narco en México que se repite en las biografías magnificadas de figuras como Rafael Caro Quintero, Amado Carrillo o Joaquín El Chapo Guzmán. Ajeno a la inverosímil vida y obra de capos que protagonizan incontables narcocorridos, películas y novelas, López Cuadras imagina críticamente la vida de traficantes provincianos limitados por los poderes reales del Estado.

Para no revelar las claves de la trama, me limito a reproducir tres lecciones cruciales que hacia el final de la novela Pacho Caldera ofrece a la estadounidense para comprender el narco: 1) “ya no es posible distinguir entre buenos y malos” pues narcos y policías trabajan en “franca asociación”; 2) los supuestos “cárteles” no tienen el poder internacional que se les atribuye y ninguno “ejerce, ni en espacios reducidos, un control absoluto del mercado”; y 3) “todos los traficantes pierden, desde los más pequeños hasta los más grandes, sea porque caen en prisión, los maten o los desplacen desde los verdaderos centros del poder”. El agudo juicio a esos “verdaderos centros del poder” se combina en la novela con una memorable serie de personajes que muestran la solidez narrativa de López Cuadras, sólo comparable, a mi juicio, con libros como Contrabando (2008) de Víctor Hugo Rascón Banda, El lenguaje del juego (2012) de Daniel Sada, Septiembre y los otros días (1980) de Jesús Gardea o incluso 2666 (2004) de Roberto Bolaño.

Los notables logros del proyecto literario de López Cuadras, irónicamente, son en su mayoría tan desconocidos en México como esos libros de Rascón Banda y Gardea o tan mal leídos como los libros de Sada y Bolaño. Ganador del Premio Sinaloa de las Artes, López Cuadras es autor de cuatro novelas y un libro de cuentos, una bibliografía por ahora principalmente admirada entre algunos escritores y académicos. Como ha señalado Geney Beltrán Félix en una reseña, López Cuadras es acaso “uno de los secretos más inexplicablemente relegados de la narrativa mexicana”. Buscar en una librería un ejemplar de su primera novela, La novela inconclusa de Bernardino Casablanca (1996), resulta tan infructuoso como encontrar libros de Gardea, incluso los editados por el Fondo de Cultura Económica. Una suerte similar ha corrido Contrabando de Rascón Banda, que ganó el premio Juan Rulfo de novela en 1991 pero que debió esperar a 2008 para ser publicada póstumamente por la editorial Mondadori: durante la pasada Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, los sobrantes de esa única edición se remataron entre los puestos de libros que se encuentran a un costado del palacio.

En los circuitos literarios mexicanos tan acostumbrados a las balas y la sordidez, las novelas que no recurren a los lugares comunes tan redituables de la narcoviolencia, la marginación y la pobreza, pierden su lugar de enunciación y dejan de ser “literatura del norte”, como si el norte fuera únicamente comprensible a través de cuernos de chivo operados por sicarios estrafalarios y capos que se deleitan con sangre mientras acarician un tigre de bengala en la sala de su casa. Si Del Valle-Inclán hubiera vivido en nuestro tiempo, habría encontrado redundante hablar del esperpento y se habría dado cuenta de que las representaciones innovadoras de la violencia radican ahora en la fusión de la métrica del siglo de oro con el habla popular, como hizo Daniel Sada, en el insólito barroco del desierto de Jesús Gardea, en la sobriedad política de Víctor Hugo Rascón Banda, o en las estrategias de representación de las comunidades rurales sinaloenses de López Cuadras.

En uno de los cuentos más notables de López Cuadras, “El león que fue a misa de siete” —incluido en La primera vez que vi a Kim NovakCuentos y relatos de Guasachi, reeditado en 2010 por la Universidad Autónoma de Sinaloa—, una iglesia de pueblo es asediada por un león que decide descansar en la humedad fría de la cantera santa, “rompiendo abruptamente su rutina elemental, desolada y polvorienta”. El pueblo es el mítico Guasachi inventado por López Cuadras, cuya originalidad convierte el infierno insufrible de Comala en un llevadero páramo de mujeres hermosas, beisbol, cerveza Pacífico, incluso algún traficante no tan malintencionado pero con supina mala suerte. Ese es también el escenario de La novela inconclusa de Bernardino Casablanca, publicada por Ediciones Arlequín. A diferencia de las interminables listas de “cronistas” que se limitan a plagiar a Truman Capote, López Cuadras convierte al autor de A sangre fría en personaje y lo lleva a Guasachi para ayudar a un joven escritor a descifrar el enigmático crimen del dueño de un burdel. El negocio se llama Casablanca porque Bernardino, según una de las putas, le da un aire a Humphrey Bogart. Pero más que París, en la obra de López Cuadras siempre nos quedará una cerveza para combatir el calor y ayudarnos a investigar un crimen en el que convergen los poderes oficiales y los fácticos, en el que el narco es apenas una tímida razón más para justificar el orden de las redes criminales de Sinaloa. Bernardino puede parecer ícono de cine, pero nunca uno de esos resobados narcos que aparecen en La reina del sur de Arturo Pérez-Reverte, el arquetipo de todas las narconovelas best-seller.

Truman Capote se emborracha en Guasachi, se interesa por sus insólitos personajes y guía al joven escritor para terminar su novela: “Quizá no tenga nada que ver con la verdad. Pero es una posibilidad. Eso es lo importante: tienes una brillante conjetura, y con ella puedes hacer una buena novela; lo demás, la verdad incluso, tíralo a la basura. No permitas que la verdad te decepcione”. Una historia de amor y traición, inserta en una historia de poder y corrupción, hacen del asesinato de Bernardino Casablanca el eje simbólico de un modo de vida que va más allá de la eterna guerra de cárteles por la plaza y se asoma a una comunidad viva, azarosa, subyugada por inercias del poder que sobrepasan la idea de que todo en México es reducible al narco y no a la rapiña de las clases políticas, la avaricia desfondada de los empresarios y la buena puntería de policías y soldados sin remordimientos a la hora de dormir.

Uno de los personajes más entrañables y estremecedores de López Cuadras es un niño que habita en el fondo de esa ballena que por costumbre llamamos narco. En un magistral episodio de Cuatro muertos por capítulo, el niño camina al lado de su padre en la densidad de la sierra: “Por aquí, por el Montoso, se da mucho el café debajo de los árboles. Una vez vi una mata y le pregunté a mi apá: Qué es eso, y él me contestó: Café. Y por qué está colorado. Porque está verde, dijo él, y pasé muchos días sin entender, y hasta pensé que me estaba vacilando, pero no: a los diyitas bien que entendí. Y luego fui yo y le dije: El café es rojo cuando está verde. Aya, pinchi, dijo él, que como es señor sí puede decir malas palabras, y de dónde sacaste eso de rojo. Porque por aquí a lo rojo le decimos colorado. La maestra me enseñó, le contesté, y se me quedó mirando como si yo supiera más cosas que las que él sabe, y pensé, es en la escuela donde me enseñan esas cosas que no me enseñan en la casa, pero no lo dije”.

El niño rebasa el destino trazado por su padre, un humilde sembrador de marihuana, y se convierte en un exitoso traficante sólo porque aprende a conocer los alcances del negocio y también a respetar sus límites. El primero entre ellos, no desafiar nunca el poder del Estado: “El problema es que, si matas a uno, mandan a diez, y si matas a los diez, mandan al ejército, y entonces sí, todo el mundo a correr. Antes, cuando llegaba la tropa, sólo se quedaban en las casas los viejos, las mujeres y los chamacos; pero desde que les dio por arrasar parejo, los ranchos quedan desolados. Familias enteras desaparecen. Así que, cuando sabemos que vienen en camino, o escuchamos el retumbar de las hélices del boludo, a correr y que santo Malverde nos proteja”.

La complejidad narrativa de López Cuadras puede resumirse en el protagonista de Cástulo Bojórquez (FCE, 2001), que no es el reiterativo “narco” unidimensional que imaginan Juan Pablo Villalobos, Yuri Herrera, Orfa Alarcón o Élmer Mendoza. Cástulo “fue sembrador de amapola, narcotraficante, salteador de caminos, presidiario, policía judicial, parrandero, esposo intermitente, amante furtivo, padre de quince hijos conocidos e hijo pródigo de una madre que moría de desvelo con el rosario en la mano”. Un personaje así desborda los arquetipos y sólo puede cobrar vida en una novela construida con precisión y sin concesiones al lector, y que por sí sola, según Adriana Valderráin en un texto publicado en Letrarte el 18 de abril, 2013, “basta para colocar al sinaloense entre lo más granado no sólo de su estado natal, sino de las letras mexicanas”.

Que la obra de López Cuadras no sea asediada por las grandes editoriales comerciales seguirá siendo un misterio. Por ahora, podemos leer Cuatro muertos por capítulo porque Ediciones B tuvo el acierto de publicarla sin esperar éxitos de venta inmediatos. Debemos al sello Arlequín nuevas y cuidadosas ediciones de La novela inconclusa de Bernardino Casablanca y de la polémica novela breve Macho profundo (1999), una doble diatriba contra el machismo y el feminismo extremos. Aunque no siempre disponible en sus librerías, el Fondo de Cultura Económica aún reimprime Cástulo Bojórquez. Finalmente, los magníficos cuentos deLa primera vez que vi a Kim Novak (1996) aún existen en papel gracias a la Universidad Autónoma de Sinaloa, que actualmente prepara con el mismo FCE una coedición de El delfín de Kowalsky, la última obra inédita de López Cuadras.

Si el lector exigente, como ese niño imaginado por López Cuadras, se interesa en descubrir por qué el café rojo está verde, por qué Truman Capote puede encontrar consuelo en la cerveza Pacífico bajo el sol sinaloense, por qué los leones duermen en las iglesias o por qué el narco es un negocio entre políticos, empresarios, policías y uno que otro traficante propenso a la tragedia, entonces acaso habrá comprendido una función de la verdadera literatura: imaginar el mundo con inteligencia crítica para evitar que eso, que a falta de otra palabra llamamos realidad, no nos decepcione nunca.

domingo, 14 de julio de 2013

2666 y el rostro del narco

14/Julio/2013
Confabulario
Oswaldo Zavala

En 2666 (2004), la novela póstuma de Roberto Bolaño, hay una escena en un bar de Santa Teresa —como se sabe, basada en la fronteriza Ciudad Juárez— en la que un policía judicial llamado Juan de Dios Martínez observa en la terraza del local a un hombre vestido de ranchero, sentado de espaldas, y cuyo rostro nunca puede ver directamente. El policía especula que se trata de un narcotraficante. Frente al ranchero está un joven acordeonista y una violinista, quienes intentan atraer su atención:
Lo más triste de todo, pensó Juan de Dios Martínez, era que el narcotraficante o la espalda trajeada del supuesto narcotraficante, apenas se fijaba en ellos, ocupado en conversar con un tipo con perfil de mangosta y con una fulana con perfil de gata.

Cuando los músicos por fin llaman la atención del supuesto narco y sus acompañantes, algo ocurre que intriga al policía:

El tipo con perfil de mangosta se levantó de la silla y le dijo algo al oído al acordeonista. Luego volvió a sentarse y el acordeonista se quedó con un gesto de disgusto dibujado en los labios. Como un niño a punto de echarse a llorar. La violinista tenía los ojos abiertos y sonreía. El narcotraficante y la tipa con perfil de gata pegaron sus cabezas. La nariz del narco era grande y huesuda y tenía un aire aristocrático. ¿Pero aristocrático de qué? Salvo los labios, el resto de la cara del acordeonista estaba desencajada. Ondas desconocidas atravesaron el pecho del judicial. Este mundo es extraño y fascinante, pensó.

El supuesto narco permanece siempre anónimo, sin rostro, y es el único que no se distingue por un atributo animal (mangosta, gata). Su identidad imaginada le confiere de inmediato una función social específica que excede a la persona convencional y despliega violencia y poder sin tener que moverse de la mesa: es un narco. Cuando aparece su perfil por un instante, el judicial piensa en la aristocracia, en una élite que no consigue situar dentro del esquema de la sociedad conocida. La escena ilustra así la problemática manera en que se articula el imaginario del narco que predomina en la mayoría de las llamadas “narconovelas” en México: historias basadas en reflejos limitados de un fenómeno cuya realidad nos resulta inaccesible, lo real del narco únicamente posible a través de la construcción imaginaria de ciertos trazos de su violencia vista a una distancia infranqueable, donde la sensación del poder de una élite se intuye pero no puede conocerse.

A casi una década de su primera edición, 2666, la novela más ambiciosa y compleja de Bolaño, ha sido leída por la crítica académica a través de modelos teóricos que intentan rebasar la noción de una tradición literaria nacional. Con ello, algunos críticos sugieren entender la novela como una reflexión sobre procesos históricos mundiales que revela el violento fracaso de la modernidad occidental que experimentan en común, en el contexto del libro, México, Estados Unidos y Europa. Sharae Deckard, por ejemplo, propone comprender la estructura de 2666 como “sistemáticamente histórico-mundial, uniendo una semiperiferia particular (Ciudad Juárez) y una coyuntura histórica particular (el capitalismo tardío del milenio) con un vasto alcance geopolítico”. De modo análogo, Sergio Villalobos analiza 2666 como una “articulación planetaria del mundo a través de la guerra global”, siguiendo aquí la noción propuesta por el historiador italiano Carlo Galli para comprender las dinámicas mundiales que desactivan los conceptos decimonónicos de soberanía, territorio y nación. Estos acercamientos, desde luego válidos y productivos, se preocupan por trazar el arco histórico con el que Bolaño vincula la esclavitud africana, el holocausto y los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, fenómeno que Jean Franco, en su reciente libro Cruel Modernity, estudia como “un incidente en un colapso mundial”.

No obstante, 2666 ofrece también una aguda representación crítica de los primeros años del siglo XXI en México que la crítica encandilada por la globalización ha pasado por alto. Como explica el sociólogo Luis Astorga, la máquina presidencial del PRI sometió durante siete décadas a generaciones enteras de narcotraficantes. No se trató de una relación de complicidad o de tolerancia, sino de una total subordinación del crimen organizado al poder político. Con la caída del PRI en el 2000, el narco dejó de ser parte de la agenda oficial de Los Pinos. Y mientras Bolaño escribía, el país ya se despeñaba hacia una profunda crisis de gobernabilidad con la fragmentación del poder político y el debilitamiento del Estado que trajo la consolidación del neoliberalismo como única estructura aceptable de gobierno. Esta crisis alcanzó su punto álgido con la presidencia de Vicente Fox, que se distinguió, según Astorga, por “la inexistencia de una política de seguridad de Estado” que permitió “un mayor grado de autonomía de policías, militares y traficantes respecto del poder político”. Entre sus muchos aciertos, 2666 da cuenta de esa fragmentación del poder. En ese sentido y contra el juego de temporalidades sugeridas por su título, la novela es el fiel reflejo de su época, en particular con su representación del norte de México en “La parte de los crímenes”. Esa sección —la más abundante de las cinco que integran el libro— se estructura alrededor de los dos fenómenos de violencia sistémica más importantes de la frontera: los cientos de asesinatos de mujeres que comenzaron a reportarse desde 1993 —el último año de la presidencia de Carlos Salinas de Gortari— y el narcotráfico. En 2666, ambos fenómenos surgen de las mismas condiciones de posibilidad en un país post-PRI: las redes locales de complicidades oficiales y extraoficiales que en Santa Teresa regulan el flujo de drogas y disciplinan la violencia sin la intervención de fuerzas federales. Consideremos, por ejemplo, el episodio en que Pedro Negrete, jefe de la policía de Santa Teresa, contrata al joven Lalo Cura para trabajar como “hombre de confianza” de su “compadre” Pedro Rengifo, un prominente empresario local. Cuando Lalo Cura salva la vida de la esposa de Rengifo durante un atentado perpetrado por dos sicarios, entre ellos un policía estatal, Negrete reclama al empresario el haber expuesto al joven pistolero de un modo innecesario. Negrete decide entonces convertir a Lalo en detective, pero es hasta mucho después que este último se entera de que el empresario Rengifo es también un narcotraficante.

Esta íntima relación entre policías locales, empresarios y narcos reaparece más adelante cuando otro policía comenta con Lalo Cura el asesinato de la reportera de radio Isabel Urrea, cuya agenda personal confirma el orden político local en la investigación del crimen:

Encontré los teléfonos de tres narcos. Uno de ellos era Pedro Rengifo. También encontré los números de varios judiciales, entre ellos un jefazo de Hermosillo. ¿Qué hacían esos teléfonos en la agenda de una simple locutora? ¿Los había entrevistado, los había llevado a la radio? ¿Era amiga de ellos? ¿Y si no era amiga quién le había proporcionado esos teléfonos? Misterio.

En 2666, el negocio del narco opera ahora entre gobernadores, procuradurías estatales y empresarios que construyeron fueros semiautónomos e independientes del poder federal central, reconfigurado en el vacío de poder que inauguró la elección presidencial de 2000.

La cuidadosa representación del narco que Bolaño lleva a cabo en su novela sólo es comparable a un puñado de novelas. Destaco entre ellas Contrabando (2008), de Víctor Hugo Rascón Banda, en la que el poder del narco y el poder del estado son uno y el mismo. En la misma década, sin embargo, el campo literario mexicano ha celebrado el éxito comercial de numerosas narconovelas que independientemente de su nivel de realismo promueven la narrativa oficial que explica el fenómeno del narco a partir de una sempiterna lucha de cárteles y la mitológica vida y muerte de capos como Joaquín El Chapo Guzmán. Novelas como Fiesta en la madriguera (2010) de Juan Pablo Villalobos, Perra brava (2010) de Orfa Alarcón o Trabajos del reino (2008) de Yuri Herrera, imaginan al narcotráfico en México exactamente del modo en que el Estado describe el fenómeno: como una apocalíptica infestación de cárteles de la droga que en ciertos territorios periféricos del país actúan desde un afuera hipotético del Estado mexicano. Lo que estos libros denominan “narco” en México está constantemente mediado por discursos hegemónicos generados por el Estado, por estrategias de representación que mitifican a las organizaciones criminales y que son visibles en estudios académicos, investigaciones periodísticas y textos literarios que poco se diferencian entre sí pero que describen reiteradamente un mismo conjunto limitado de imágenes que opera a su vez como el paradigma de representación dominante en toda discusión sobre el tema.

Para articular una representación crítica sobre el narco no basta, como suponen algunos, con abandonar el léxico recurrente (“sicario”, “plaza”, “cártel”, el “narco” mismo). Es necesario, como hace Bolaño, producir narrativas que relocalicen al Estado y a sus lógicas de poder en el centro de esas discusiones, es decir, reposicionar al Estado como el significante central del narco. 2666 se adentra en los laberintos del poder oficial y descubre al narco siempre inscrito bajo el nombre de los empresarios, de los policías y de los políticos gobernantes, siempre adentro de las estructuras de Estado. Como con el personaje de Lalo Cura, el lector se sorprende de encontrar narcos que no buscan apagar una insaciable sed de sangre y que no viven de modos excéntricos y ridículos en búnkers amurallados. El arquetipo oficial del narco se disuelve en 2666 con el personaje de ese empresario que entre sus múltiples negocios además invierte en el comercio de la droga, siempre vigilado y controlado por la policía y la política local.

Resistir la tentación de la complaciente mitología del narco que ha dado fama y fortuna a tantos novelistas mexicanos que sueñan con alcanzar el éxito de La reina del sur, es una de las muchas enseñanzas de la obra de Bolaño. Al volver a la escena sobre el narcotraficante cuyo rostro nunca vemos en 2666, se advierte la dramática imposibilidad de observar lo real del narcotráfico, que siguiendo a Lacan, está apenas insinuado en el orden de lo simbólico. Como intenta el policía de Bolaño, es necesario asumir una imaginación crítica que nos permita narrar el narco más allá de las vestimentas y las acciones que lo vuelven igual a sí mismo, es decir, idéntico a su recurrente cliché. Es imprescindible esclarecer las redes de poder en las que opera, elucidar desde lo literario las coyunturas políticas y económicas que lo condicionan, y finalmente preguntarse, con ese personaje de Bolaño, qué aristocracia representan, a que élite, en verdad, pertenecen.