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sábado, 11 de febrero de 2017

Cómo ser Carson McCullers

11/Febrero/2017
Laberinto
Hernán Lara Zavala

El sur de Estados Unidos es una región totalmente diferente del resto del país y así lo demuestra el tipo de escritor que ha surgido en él, así como el tipo de imaginación que caracteriza sus obras. Los primeros grandes narradores norteamericanos (Melville, Hawthorne, Poe), así como sus héroes de independencia (Washington, Jefferson, Adams, Franklin), provenían del noreste, en especial de Washington, Virginia, Filadelfia, New York y Massachusetts, que constituyen el origen y el corazón político del país.

La literatura del sur de Estados Unidos se ha caracterizado por la composición mixta de los personajes. Conviven blancos, negros, mulatos y a veces hasta los grupos indígenas que antaño poblaban la región. Cuando hablo de la literatura del sur de Estados Unidos me refiero a lo que William Faulkner calificaba como The Deep South, es decir, los estados de Louisiana, Mississippi, Alabama, Georgia, Florida, Tennessee, South Carolina y Arkansas.  No incluyo Texas. Arizona, Nuevo México y California, que se encuentran más al sur y cuya influencia étnica es, sobre todo, de carácter hispana y mexicana. No obstante, escritores como John Steinbeck aprendieron, gracias a la influencia de William Faulkner, a tratar la literatura regional con alcances universales a través de la rica mezcla de razas y costumbres.
Es verdad que en buena parte de las novelas del sur se trata a los negros (muchas veces llamados peyorativamente niggers, incluso por ellos mismos) como seres inferiores —pues formaban parte del sistema de esclavitud y de la explotación de los campos por los dueños de las grandes fincas de algodón, tabaco y caña de azúcar— pero también es cierto que la mayor parte de los novelistas norteamericanos del sur comprendieron desde un inicio la nobleza de estos grupos explotados.  

En La cabaña del tío Tom (1851–1852) de Harriet Beecher, subtitulada Vida entre los más desprotegidos, se muestra una clara tendencia antiesclavista así como una enorme empatía hacia la raza negra. Lo mismo sucede con Huckleberry Finn, de Mark Twain, que trata con afecto y humor a Jim, un esclavo negro que se alía con Huck, un jovencillo huérfano, para navegar en una balsa por el río Mississippi (Old Man River) con el anhelo de alcanzar su libertad de la esclavitud y el otro su libertad como paria. Faulkner, en El sonido y la furia, escribe sobre la decadencia de una familia blanca del sur —los Compson— pero cuando hace la evaluación final del destino de los personajes, concluye: “They endured”, es decir, los negros “resistieron”.

Los escritores del sur tienen entonces características muy propias —estilísticas, formales y geográficas— que les han permitido crear una especie de movimiento literario autónomo y original en su propio país. ¿En qué consiste dicho movimiento? En mostrar las contradicciones inherentes al sur de Estados Unidos donde chocan dos razas, dos civilizaciones, dos modos de vida, y en donde una larga tradición aristocrática y explotadora se vio truncada por la imposición de valores pragmáticos y democráticos del norte. Pero además de la constante presencia de la cultura negra en la vida cotidiana, existe otra marcada inclinación de los autores sureños hacia lo gótico, lo extraño, lo violento, lo misterioso, lo bizarro y lo grotesco. El término que se suele utilizar en inglés es el de uncanny, es decir, lo extraordinario que surge como parte de un fenómeno en el cual algo que parecía conocido y familiar mostrará su lado raro y estremecedor. Estos son los casos de las obras de autores como William Faulkner, Tennessee Williams, Flannery O’Connor, Eudora Weltty, Truman Capote, Harper Lee, Walker Percy y, por supuesto, de Carson McCullers.

II

Carson McCullers, cuyo nombre original era Lula Carson Smith, nació en un pequeño pueblo del estado de Georgia (Columbus), el 19 de febrero de 1917. Como a William Faulkner y a tantos otros escritores del sur, el poblado donde nació le sirvió de inspiración para desarrollar buena parte de su obra literaria que, aunque no es muy abundante, ha tenido un impacto definitivo en la literatura norteamericana. Su primera novela lleva el sugerente título de El corazón es un cazador solitario (1940), de corte autobiográfico. Ocurre en un oscuro lugar del estado de Georgia y trata, como gran parte de su obra, del aislamiento espiritual de los habitantes del pueblo, entre los que destacan dos sordomudos, uno bajo y rollizo (Antonapoulos), y el otro alto y delgado, John Singer, el personaje principal, además de Mick, la alter ego de la propia autora. Carson McCullers fue también una de las primeras escritoras norteamericanas en incursionar en el tema de la homosexualidad y de la ambigüedad sexual.
En términos generales, los protagonistas de McCullers buscan superar su estado de enajenación, así como sus limitaciones físicas y emocionales, a través de la búsqueda del amor. En la mayor parte de sus historias priva un ambiente de violencia, de perversión, de injusticia y de extrañeza en donde al final aflora la sensación de frustración, dolor y rencor. Los escenarios de sus historias son las casas viejas y desoladas de los pueblos, las pequeñas tiendas y fábricas, las calles polvorientas, los cafés, las pensiones, los cotton gins, la iglesia del pueblo y, ocasionalmente, las holgadas casas de los militares que viven cerca de sus campamentos.

Su segunda novela, El reflejo en tus ojos dorados, tuvo una polémica recepción entre la crítica. La historia tiene como argumento un crimen en el que participan de manera indirecta todos los protagonistas. Algunos críticos juzgaron la obra con dureza por considerar a sus personajes demasiado excéntricos, perversos y amorales: dos parejas, el capitán Penderton y su atractiva esposa Leonora son vecinos del mayor Langdon y de su mujer Alison, que a su vez tienen a su servicio a un mozo de origen filipino de nombre Anacleto. Estos cinco personajes constituyen el centro de la acción que se verá alterada cuando un soldado raso de nombre Ellgee Williams (el personaje de los ojos dorados al que alude el título) se obsesiona con Leonora a quien le cuida su caballo en los establos del campamento y a quien mira una noche por casualidad en su casa completamente desnuda. Y dado que él jamás en su vida había visto un cuerpo femenino, la visión de Leonora se convertirá en una enfermiza obsesión que lo llevará a irrumpir durante las noches en su alcoba para admirarla. El narrador comenta sobre la heroína: “Leonora Penderton no le temía a ningún hombre, bestia o demonio y a Dios jamás lo había conocido”.

Ambas familias, los Penderton y los Langdon viven en los alrededores de un campamento militar y sostienen ambiguas y procaces relaciones entre sí. El mayor Langdon es amante de Leonora, y Alison, la esposa del mayor, se corta un día los pezones como acto de venganza contra la infidelidad de su esposo. El cómplice y aliado de Alison es el mozo filipino, Anacleto (que ama el ballet, la música clásica, pinta acuarelas y habla francés), que odia a los dos maridos y a Leonora. Alison piensa huir con Anacleto una vez que logre divorciarse de Langdon. Por su parte, el capitán Penderton, esposo de Leonora, es un ser ambiguo que fluctúa entre lo masculino y lo femenino con cierta propensión a enamorarse de los amantes de su esposa hasta que conoce al soldado Williams, por quien siente un sospechoso odio que linda con una incontenible pasión: “En su corazón el capitán sabía que este odio, tan apasionado como el amor, permanecería con él durante todos los días de su vida”.  

Lo más interesante de El reflejo en tus ojos dorados es que los personajes de Carson McCullers nunca obedecen a motivaciones racionales sino que se mueven instintivamente y al margen de toda ética. Ésa es una de sus características esenciales, que llevó a que autores como Tennessee Williams reivindicaran la novela de McCullers bajo el argumento de que “la obra está basada en el sentido de lo grotesco que representa la raíz oscura más significativa del arte contemporáneo”.

McCullers tiene otras novelas que le ganaron fama como La invitada a la boda (The Member of the Wedding), de 1946, que refleja la crisis emocional y los conflictos psicológicos de Frankie, una inquieta adolescente que está bajo el cuidado de una nodriza negra de nombre Berenice y de su padre, dueño de una joyería, Royal Quincy Adams. La historia de Frankie es la de un Tomboy que vive una crisis emocional que le lleva a despreciar las apariencias físicas, que odia a la sociedad en la que vive. Un buen día una negra le lee la palma de la mano y le augura que asistirá a la boda de un pariente cercano que cambiará su vida y su destino, lo cual la hará abrigar esperanzas que solo la conducirán a la desilusión y a la frustración.

Pero tal vez la obra más célebre de McCullers sea La balada del café triste (1951), que fue llevada al cine con Vanessa Redgrave como actriz principal y que fue adaptada para el teatro por Edward Albee. Se ubica, una vez más, en un pequeño pueblo del sur donde no existe mayor diversión que la de asistir a un pequeño café que perteneció a una tal Amelia Evans, una mujer alta, de casi dos metros de estatura, “con músculos y huesos tan fuertes como los de un hombre”. El lugar había sido anteriormente una tienda que Amelia heredó de su padre y que un buen día, gracias a la aparición de un jorobado pariente de Amelia apodado Cousin Lymon, se convirtió en el café donde se reuniría el pueblo a beber, a oír música de una pianola y a conversar. El café le infundirá vida al pueblo triste y rabón. Hay un tercer personaje que interviene en la trama, Marvin Macy, que, como sucede en las novelas de McCullers, regresará al pueblo para crear un conflicto con los otros dos protagonistas hasta que se dé un enfrentamiento entre ellos. 


Los tres personajes son, de algún modo, freaks, en el mejor estilo de McCullers: la heroína es más macho que hembra, viste de overol y botas de hule salvo los domingos, cuando usa un vestido rojo. Es fuerte y trabajadora y tuvo un matrimonio con Marvin Macy que duró diez días y que terminó cuando ella lo echó a la calle con cajas destempladas. Marvin Macy está descrito en la novela como un hombre fuerte y bien parecido aunque tiene reputación de “mal bicho”, “peor que la de cualquier joven del lugar”, y eso lo hace un desadaptado. La gran ironía de esta historia, sin embargo, es la súbita aparición en el pueblo de un enano contrahecho, jorobado, débil, que apenas le llega a la cintura a Amelia y que se dice su primo y logra seducirla y conquistarla al grado de que se queda a vivir con ella en la parte de arriba de la tienda para establecerse como una pareja incestuosa y grotesca. He aquí la descripción que hace McCullers de dicha relación: “Ha llegado el momento de hablar de amor. La señorita Amelia amaba a su primo Lymon.  Eso era claro para todos…, ellos dos vivían en pecado”. Pero esta relación se verá truncada el día en que Marvin Macy regresa al pueblo y se establece un triángulo enfermizo y patético que constituye la parte uncanny tan típica de su narrativa.

Acaso lo más interesante de La balada… sea la indagación de McCullers hacia los misterios y las inmensas complejidades del amor–pasión tan afines a su narrativa pero que siempre resultan un tanto inescrutables. Para la autora, toda relación amorosa se divide así: el que ama y la amada (o amado), es decir, el amante y el objeto amado, aunque ambos sean radicalmente diferentes. A menudo el ser amado es tan solo un estímulo para el amante y por ello para McCullers resulta mejor ser el amante que el amado “pues sabe en el fondo de su corazón que el amor es algo solitario”. Aquí es donde se tocan las diversas historias de la obra de McCullers a las que hemos aludido: en el tratamiento de los amores frustrados. En el caso de La balada del café triste, Macy ama a Amelia pero ella no lo ama a él. Amelia ama a su primo Lymon pero en el momento en que aparece Macy, Lymon se sale de sus cabales y se convierte en su perrito faldero. La visión amorosa de McCullers se basa en la idea de que el aislamiento espiritual solo puede superarse a través del amor pero a veces ese amor trae implicada la traición. El desenlace de la novela es irónico y humorístico y se da en la escena climática en la que se pelean a golpes Amelia y Macy para saber quién se quedará con Cousin Lymon.

Todas estas historias góticas, originales y perversas son parte de la extraña narrativa que surgió del talento único de Carson McCullers, que murió a la edad de 50 años. 

miércoles, 18 de febrero de 2015

Cartas a un señor en París

Dicimbre-Enero/2014
Tierra Adentro
Jorge Carrión, Fernanda Trías y Hernán Lara Zavala

El 26 de agosto de este año, Julio Cortázar habría cumplido cien años. En Tierra Adentro ya nos habíamos declarado fanáticos del Gran Cronopio cuando le dedicamos la portada de nuestro número 177. Sin embargo, no quisimos dejar pasar la oportunidad de revisitar a este autor aprovechando la cercanía de su centenario, que coincide a su vez con las celebraciones por los cincuenta años de la publicación de Rayuela, una novela —o antinovela, como se define a sí misma— que marcó a varias generaciones de escritores en todo el mundo. Si bien la influencia de la obra cortazariana es innegable, en fechas recientes su relevancia ha cambiado de forma y ha abierto espacios a otras obras y escritores que trabajan en el mismo espacio literario y vital. Convocamos a Fernanda Trías (Uruguay), a Jorge Carrión (España) y a Hernán Lara Zavala (México), para hablar de lo que Rayuela representó en su formación como lectores y escritores.

Estimados: Les escribo este correo largamente retrasado sobre la conversación en torno a los cincuenta años de Rayuela, su vigencia, y la de la obra de Cortázar. El plan es simple: discutir de manera relajada sobre el tema en cuestión; pasarla bien, sobre todo. Se me ocurre comenzar preguntando: ¿ha desplazado Los detectives salvajes a Rayuela en el imaginario de los lectores?
—René López Villamar
Lo primero que hay que dejar claro es que Los detectives salvajes es hija de Rayuela. Sin las estructuras narrativas que imaginó Cortázar, sin esa libertad creativa, no sería posible la novela de Bolaño. Él mismo lo dijo en varias ocasiones, entre ellas en el discurso de aceptación del Rómulo Gallegos. Aunque sí es cierto que la convivencia en nuestra época de ambas obras se ha vuelto una competición, al menos en potencia. No obstante, diría que se leen ambas. Es decir, no se leen las grandes novelas de Carpentier, Asturias o Donoso; pero sí hay espacio para las novelas extensas de Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar y el inesperado heredero de todos ellos: Bolaño. Quizá, en términos sociológicos, se ha adelantado la lectura de Rayuela a la adolescencia y la de Los detectives salvajes parece que es más propia de la juventud. Pero eso es generalizar: hay que ver lo que importa, la experiencia de lectura de cada cual.
—Jorge Carrión
Tengo la impresión de que Rayuela es una novela experimental típicamente cortazariana, que ni tiene parangón ni tuvo seguidores, aunque sí infinidad de lectores. Rayuela, como Ulises de James Joyce, llevó a su máxima expresión un tipo de novela que cerró más caminos de los que abrió. Son novelas tan definitivas que tuvieron una enorme importancia en la historia de la literatura pero que en última instancia condujeron a callejones sin salida. Hay muchos discípulos de Cortázar, pero no continuadores de Rayuela.
De algún modo, la rayuela o “mandala” venía gestándose, estilísticamente, desde los primeros cuentos y novelas, muy en especial en el libro Imagen de Keats, donde Cortázar toma como pretexto al poeta John Keats y lo mezcla con sus traducciones, interpretaciones, comentarios, anécdotas, chistes, biografía y autobiografía. Digamos que Cortázar percibía el mundo como una rayuela. El método principal de la novela es el de la fragmentación y el collage en el que todo cabe para lograr la unidad de la obra. Su técnica experimental y aleatoria le permite todo tipo de juegos y malabares que van desde las diversas posibilidades de lectura del libro, hasta las citas de autores reales y ficticios, las conversaciones filosóficas, los capítulos líricos, las parodias, el surrealismo, el absurdo, etcétera.
Como en todo Cortázar, siento más el placer del texto en su tono fresco, humorístico, desenfadado y creativo que en sus disquisiciones metafísicas. Para mí, Rayuela ha envejecido en su ánimo innovador pero se ha mantenido viva en sus mejores capítulos, que pueden leerse casi al margen de la anécdota que, por otro lado, no es particularmente rica ni interesante. La Maga, la heroína de la novela, nunca significó gran cosa para mí. En todo caso disfruté más la creación de personajes como Berthe Trépat que la acerca al esperpento. En cuanto a la comparación de Rayuela con Los detectives salvajes, no encuentro ni el más mínimo atisbo de influencia o parangón. En todo caso siento la impronta de José Agustín, en particular en el caso de De perfil.
—Hernán Lara Zavala
Hola a todos, acá una representante rioplatense. Me parece interesante la lectura que hace Jorge, aunque busqué el discurso de aceptación del Rómulo Gallegos de Bolaño y no logré encontrar la mención a Cortázar. De todas maneras, las filiaciones en la literatura suelen ser involuntarias. Por eso sí veo un lazo entre las dos novelas en cuanto a la idea de “la bohemia”, que ahora llamaríamos épica juvenil, porque no sé si la bohemia como concepto puede seguir existiendo. Sería interesante saber si los jóvenes siguen leyendo Rayuela como yo la leí hace veinte años o más. Por supuesto, no tengo esas estadísticas, así que son puras conjeturas. Sin embargo, si tuviera que regalarle un libro a un adolescente, eligiría Los detectives salvajes. Me pregunto cómo leería hoy un adolescente ese mundo de referencias culturales de Rayuela. A su vez, el juego de las múltiples lecturas imagino que no le resultaría novedoso, porque ahora, con internet, es normal leer así, saltando de un lado para el otro. Eso me hace acordar a lo que dijo Piglia, que las tablas de lectura de Rayuela son “el lector salteado” de Macedonio Fernández. (Hablando de filiaciones voluntarias e involuntarias.)
—Fernanda Trías
Quizá este puede ser un camino adicional de discusión: pareciera que el mundo del siglo XXI ha asimilado mucho de lo que Rayuela proponía como juego. Hace años hubo un proyecto de reproducir la novela en cientos de sitios, cada reproducción enlazando sólo un capítulo, por ejemplo. Y aparte hay cosas curiosas: ¿tendría sentido el juego de Oliveira y la Maga en una época para encontrarse en la que todos hacemos check-in para indicar dónde nos encontramos todo el tiempo? ¿El lector necesitará pronto notas al pie para entender Rayuela? ¿Esto afecta o no su vigencia como obra?
—RLV
Varias respuestas.
En efecto, me traicionó el recuerdo. Bolaño citó mucho la maestría de Cortázar, de quien dijo que “era el mejor”. En “Derivas de la pesada”, su radical intervención en el campo literario argentino (creo que como poeta se sentía chileno y como narrador, argentino; con esos “rivales” quería medirse), dice irónicamente: “No es necesario escribir libros originales, como Cortázar o Bioy, ni novelas totales, como Cortázar o Marechal, ni cuentos perfectos, como Cortázar o Bioy”. Entiendo que cuando habla de originalidad y de totalidad se refiere a Rayuela. En cualquier caso, estoy convencido de que es su gran modelo conceptual y estructural. En sus cartas a Porrúa, Cortázar habla de “antinovela”, y esa es la idea que articula Los detectives salvajes. Se trata de escribir una novela antimonumental, con los materiales innobles de su época (el diario adolescente, los testimonios transcritos casi en bruto de unas entrevistas); una novela aparentemente precaria, pero muy sofisticada, como pudo serlo Rayuela en su momento histórico (cuya lengua también suena coloquial, ese argentino tan novedoso en su momento).
Me interesa esa idea de la bohemia que Fernanda ha trabajado en su novela La ciudad invencible, precisamente ambientada en Buenos Aires. Creo que cada generación inventa su propia forma de bohemia. Temporal, pero bohemia al fin y al cabo. Y que Rayuela ha sido leída por todas las generaciones desde su publicación. Otro tema es si Rayuela es una novela que conecta con los jóvenes lectores europeos y latinoamericanos (e incluso norteamericanos: Cortázar es una influencia rastreable en muchos autores de Estados Unidos nacidos en los sesenta, setenta y ochenta, como Mark Z. Danielewski o Blake Butler), mientras que Los detectives salvajes es una novela que en América Latina puede llegar antes, pero que en Europa o en Estados Unidos llega en la etapa universitaria. No lo sé.
Parte del éxito de Rayuela tiene que ver con su traducción directa en el turismo cultural. Si la traducción es la forma más extrema de la lectura, la traducción en pasos, visitas y fotografías sería la forma ultrarradical. Yo fui a París por Rayuela. Y quién sabe si también a Buenos Aires. El Instituto Cervantes de París tiene su propia ruta en la página web. El mundo de Cortázar, por ser un mundo en que se remezclan vida y obra, se presta al fetichismo, a la geolocalización. En tiempos del GPS los paseos a ciegas de la Maga y Oliveira todavía tienen más sentido y son más románticos: porque a la idealización se le une la nostalgia.
Lo que más me interesa de Cortázar no es la perfección de sus cuentos, ni sus ensayos mejorables, ni su poesía ingenua, ni siquiera sus obras maestras (“El perseguidor”, “Casa tomada”, Rayuela), sino su capacidad de investigación, de hallazgo, de prueba y error, de sorpresa, de apertura a todas las formas artísticas de su época. Cómo incluyó en su prosa la música, cómo dialogó con pintores, cómo firmó guiones de cómic, cómo practicó la deriva post-situacionista en Los autonautas de la cosmopista, cómo creó collages que son arte contemporáneo (Último round, La vuelta al día en ochenta mundos), cómo dialogó con sus lectores, editores y críticos en cartas absolutamente memorables, recorridas por la curiosidad. Cómo convirtió su vida en un laboratorio que engendraba libros. Creo que hay pocos autores en español tan abiertos al mundo y a las artes. Tal vez Lorca.
—JC
De acuerdo. También veo puntos de contacto entre Rayuela y Los detectives salvajes, las distintas hablas coloquiales, los idiolectos de los personajes (sus características particulares que no son cien por ciento “realistas” —al menos puedo afirmarlo en lo que respecta a la uruguaya de Los detectives salvajes—) y su estructura con fragmentos intercambiables. Pero lo importante es que, para cualquier parricidio, es necesario que haya habido un padre y Rayuela fue innovadora, más allá de que, como bien dijo Hernán, hoy no nos resulte tan novedosa (a eso habría que sumarle el hecho de haber “presagiado” un modo de lectura). La pregunta de por qué Rayuela parece haber perdido prestigio entre los escritores (nótese que no digo “los lectores”) del Río de la Plata y no en España o México, me parece interesante. Por una parte, ni Cortázar ni Rayuela tienen la culpa de que París, como escenario, se haya vuelto un poco snob. También la sensibilidad amorosa de Rayuela tiene algo “tanguero” que hace chirriar los dientes en el Río de la Plata actual, la verborragia no se amolda a lo que predomina hoy, desde las historias mínimas hasta las frases secas y despojadas, cosas así. Si hoy escribo “Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”, me tiran con tomates. Puig, sin embargo, también trabaja lo cursi y trabaja con materiales innobles, pero envejeció de otra forma.
En cambio en los cuentos, como “Casa tomada” o “El perseguidor”, que coincido con Jorge son notables, no pasa esto. Es tarde en el Sur, pero me quedo con ganas de comentar el resto del correo de Jorge. Mañana la seguimos, bonne nuit.
—FT
Sobre la bohemia, sí, es cierto, pero inevitablemente uno añora la bohemia que ya pasó. Tiendo a asociar la bohemia con cierto idealismo, donde el ocio se entiende como una forma de resistencia; prima una sensación de que está pasando algo “ahí” (algo que es preferible a otra cosa), las personas/personajes se definen a partir de una pertenencia a un grupo y el grupo tiene una manera compartida de ver el mundo (y aunque los integrantes de la cofradía tengan ideas opuestas y discutan o incluso se peleen, sigue primando la sensación de que ese modo de vida es preferible a otro). Hoy, la idea misma de pertenencia a un grupo es muy complicada.Tal vez exista de facto, pero uno nunca se atrevería a afirmar que esos cinco o seis escritores que gravitan en torno a un lugar (como podría ser el Varela Varelita en Buenos Aires) forman un grupo, mucho menos le pondrían un nombre. Hay una inocencia en eso que ya nadie se permite. Por eso Onetti, con su desencanto, está tan vigente. Digo esto y, sin embargo, Cortázar mismo me refuta. Oliveira parece distinguir entre dos tipos de bohemia (al menos), cuando dice “[...] no había querido fingir como los bohemios al uso que ese caos de bolsillo era un orden superior del espíritu o cualquier otra etiqueta podrida”. Entonces estarían los bohemios al uso y los otros (bohemios ¿a la antigua?) que no le asignan a esa forma de vida (el caos, las vidas “vomitadas de música y tabaco y vilezas menudas”) un mayor valor. La bohemia al uso sería entonces la snob. Me pregunto cuál sería la bohemia al uso de hoy, tal vez la bohemia trashumante. Ahora, por ejemplo, está quedándose en casa el escritor galés Richard Gwyn, y la bohemia trashumante se pone en marcha: nosotros lo recibimos porque es amigo de amigos, hablamos de libros, de traducción, tomamos vino y todos los clichés… La relativa facilidad para viajar ha ampliado los límites de esos “grupos”. Gwyn me dice que le encanta Cortázar, leyó Rayuela y por supuesto no ve esa prosa pomposa que a algunos nos rechina en el Río de la Plata. Sin embargo, no le gusta Philip Larkin, por los mismos motivos. Es decir que la cercanía tiene un papel en todo esto. (Recordemos que César Aira es muy crítico de Cortázar: “El mejor Cortázar es un mal Borges”).
Yo no recorrí París siguiendo a Rayuela, pero es innegable que Rayuela ha marcado mi idea de París, lo que no es poca cosa (de Buenos Aires pienso en Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato). Si alguien me dice “Del lado de allá”, siempre pienso en París, o al menos en Europa (nunca podría ser Nueva York, por ejemplo); sin embargo “acá” y “allá” bien podrían ser las coordenadas norte/sur y no este espacio dividido por el océano Atlántico.
En Rayuela me gusta la manera en que se habla de Montevideo, una Montevideo decadente. Creo que en determinado momento Oliveira dice que el río estaba lleno de pescados muertos (risas).
—FT
En realidad, creo que cuando se habla de esta novela como de una lectura iniciática, adolescente, se piensa en la pequeña parte que es una historia de (des)amor, los capítulos neorrománticos, muy deudores de Nadja de André Breton; pero en realidad la mayor parte de la novela es una suerte de enciclopedia sobre literatura, música, pintura, historia, en sintonía con lo que en esa misma época estaban haciendo otros autores europeos, como Georges Perec.
—JC
Hoy en el avión, de Santiago de Chile a Santa Cruz, Bolivia, se sentó a mi lado un chico joven, de veintipocos, y el libro que tenía en la mano era Los premios. Hablamos un buen rato y me dijo que había leído Rayuela dos años antes, siguiendo el mapa, y que le había fascinado. Lo que más le interesaba, dijo, no eran las historias en sí, sino la manera de contarlas, el “cómo”. Al final resultó que el chico estudiaba cine, y me dijo algo que me gustó: que ese encuentro (el hecho de que él se sentara justo en el asiento de al lado cuando nosotros estamos teniendo este diálogo sobre Cortázar) podría haber ocurrido en Rayuela.
Para mí lo más interesante, o debería decir, lo que me sigue interesando, es justamente esa parte enciclopédica que menciona Jorge. Por eso recuerdo con fascinación “El perseguidor”, aparte de que el retrato de la locura que hace en ese cuento es fabuloso.
—FT

Que seas tú mi interlocutora me hace pensar en las Rayuelas de nuestra época. Los libros excesivos, que rompen moldes. Las Rayuelas que se imponen, como La casa de hojas, de Danielewski; y las que no, como La novela luminosa, de Levrero. En el contexto del boom fue paradójicamente mucho más sencillo que una novela se difundiera en el conjunto de la lengua. Y que influyera globalmente. La influencia de Rayuela fue instantánea, la de Bolaño o Danielewski necesitó varios años, la de Levrero se puede rastrear localmente pero se instala todavía en el porvenir (que en realidad es el lugar de la literatura).
—JC
Sería buenísimo tener una novela de Levrero con la estructura de Rayuela, porque una estructura así se prestaría bien para historias con ribetes oníricos o fantásticos. Para mí la estructura sigue teniendo mucho potencial (la idea de los capítulos descartables, también), más ahora en la época del hipertexto. Cuando te mencionaba “El perseguidor” ayer, es porque de algún modo ahí ya están los problemas de Rayuela; el mismo Cortázar dijo que “‘El perseguidor’ era una paqueña Rayuela”. Levrero, a diferencia de Cortázar y Danielewski, no se interesaba por la novela total; sin embargo, su manera de escribir, espontánea, sin orden (aunque vivió luchando por imponerse un orden, y de esa lucha nacen La novela luminosa y El discurso vacío), más bien intuitiva, es similar al modo en que Cortázar escribió Rayuela. Leí en alguna entrevista que lo primero que escribió fue el capítulo de la tabla con la que querían unir las ventanas. Fue un episodio que Cortázar vio en la calle, y luego lo escribió con la idea de que iba a ser un cuento, pero cuando terminó de escribirlo se dio cuenta de que ahí no había un cuento, y a partir de esa escena y de esos personajes empezó a escribir el resto (o sea, lo anterior, el pasado en París). El hecho de que la escritura de Rayuela fuera así, hecha de fragmentos, de cositas que Cortázar tenía escritas en libretas o sueltas y que luego fue integrando a la novela, creo que hace a su estructura y a su estilo. Porque el material llama a la forma. Sobre los libros excesivos, yo creo que —como los malos poetas de Fogwill (risas)— se necesitan más libros excesivos.
—FT
Pienso que ya casi estaría todo. Sin embargo quisiera que cerráramos la conversación abordando una última cuestión: recuerdo en la correspondencia de Cortázar que la escritura de Rayuela le parecía necesaria porque se oponía a esas novelas de “pelotudos ontológicos” (estaba pensando en Sabato) y le parecía que era necesario plantearse la novela de otra manera. Parece que hoy la literatura se encuentra en el punto opuesto del péndulo, y aun así hay quienes descartan a Cortázar (no sólo al de Rayuela) como un formalista, cuya obra carece de sustancia y es puro juego verbal. Es algo en lo que difiero, pero quisiera saber cuál es su postura y qué tanto ha cambiado el perfil de un escritor “comprometido”, desde Cortázar hasta nuestros tiempos.
—RLV
Yo diría que, por un lado, están los supervivientes de la época de Cortázar, como Juan Goytisolo o Mario Vargas Llosa, que siguen actuando como intelectuales de aquellos tiempos, en medios como El País, que también actúan así porque hay un público que siente que esa continuidad es posible y necesaria. Por el otro lado, está el compromiso que se justifica por la intensidad política de ciertas zonas, pienso en David Grossman en Israel o en los escritores venezolanos o mexicanos de nuestro cambio de siglo. Sin esa intensidad crónica, violenta, es difícil poder creer en la figura del intelectual clásico.
—JC
Lo que pasa es que hoy hay batallas que se juegan en distintos frentes, por lo que la idea de escritor comprometido es más amplia o más diversa. Estoy de acuerdo con Jordi sobre la importancia de esos autores que trabajan la crónica o el testimonio del horror. Pienso también que trabajar el lenguaje (es decir, con el lenguaje) ya es un compromiso político. Escribir una novela de denuncia con un lenguaje plano, que repite las fórmulas de la gran estructura que nos oprime, es para mí igual de inútil. Por supuesto que esto es una opinión muy personal. Ahora recuerdo el maravilloso texto de Diamela Eltit, El padre mío, que es la desgrabación íntegra de unas entrevistas realizadas a un esquizofrénico que vivía en la calle. El resultado no sólo es sumamente político sino poético y conmovedor. Además diría que un escritor comprometido sería también el que utiliza los espacios de visibilidad que se le abren a partir de sus libros (que no tienen por qué tener ningún contenido abiertamente político) para generar conciencia sobre los temas que le preocupan.
—FT

Aurora Bernárdez, traductora

Mientras se llevaba a cabo esta conversación, falleció en París Aurora Bernández (1920 – 2014), quien fuera la primera esposa de Julio Cortázar y su albacea literaria. Si bien asumimos que será imposible separar su figura pública de su relación con el autor de Rayuela, queremos tomar esta breve nota para agradecerle sobre todo por su labor como traductora. Bernárdez tradujo, entre otros, a Ray Bradbury, Gustave Flaubert, William Faulkner, Vladimir Nabokov, Jean-Paul Sartre, Albert Camus. Con sus traducciones no sólo ayudó a divulgar toda una generación de autores que ahora nos resultan indispensables, sino que tenían siempre una calidez y claridad que supieron acercar a toda una generación de lectores hispanoparlantes a grandes obras de otras latitudes. Por ejemplo, en Justine, de El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, supo conferir muy bien el exotismo y el sabor mediterráneo de la ciudad egipcia. Donde la prosa árida de Durrell recuerda a la de su maestro Henry Miller, la traducción de Aurora Bernárdez emparenta la Alejandría de la entreguerra con el Macondo de García Márquez, la Ciudad de México de Carlos Fuentes y el París de Cortázar, que fue también su París.







domingo, 26 de mayo de 2013

Fuentes y el boom

26/Mayo/2013
Confabulario
Hernán Lara Zavala

¿Existió realmente el boom?  Yo creo que sí y no se dio, por cierto, mediante generación espontánea.  Independientemente del innegable talento de los autores, de los diversos apoyos que les brindaron ciertas editoriales, de una crítica que estuvo a la altura para reconocer el surgimiento de ese fenómeno cuyo nombre pone triste a tanta gente, el boom existió como una montaña, una torre o un elefante.
Gran parte de los críticos ubica el inicio del fenómeno literario, editorial y publicitario bautizado como el boom en el año de 1962, fecha de publicación de La ciudad y los perros de Vargas Llosa, que obtuviera el premio Seix Barral y con la cual se supone que arrancó una nueva etapa de la literatura escrita en español.  Lo cierto es que Emir Rodríguez Monegal en Narradores de esta América aclara que en realidad la primera obra que abrió fuego para plantear los cambios estilísticos e ideológicos propuestos por el boom latinoamericano fue La región más transparente de Carlos Fuentes publicada en 1958.
En opinión de Rodríguez Monegal Fuentes sería el pionero para resolver, en la práctica primero, a través de su novela, y después en la teoría, mediante su ensayo La nueva novela hispanoamericana del año de 1969, el dilatado debate sobre “civilización y barbarie” planteado por Sarmiento.   En la novela de Fuentes esta dicotomía se vislumbra como el México del campo traído a fuerza de hambre a la gran ciudad de México.  Por otra parte, en su ensayo Fuentes reformulará ese viejo debate para cambiar no sólo las dos categorías en conflicto sino el carácter de la propia tesis.  El escritor colombiano R. H. Moreno Durán planteó lo siguiente a la luz del boom:  “Ya no se trata de oponer la ‘civilización’ a la ‘barbarie’, la disyunción sería ahora “imaginación o barbarie”, una ruptura no sólo del esquema inicial sino de dos ámbitos diferentes, que funden un mismo debate lo ficticio y lo estético con lo real y lo social.”
No nos engañemos: los integrantes del boom son indiscutiblemente cuatro:  Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa.  Dentro del grupo se han tratado de trepar, o los ha colado la crítica, escritores tan diversos y valiosos como Guillermo Cabrera Infante, José Donoso, Álvaro Mutis, Mario Benedetti, Manuel Puig, Severo Sarduy, Fernando del Paso y tantos más que, sin negar sus méritos, son importantes pero el hecho es que el boom lo constituyen cuatro y, como los Beatles, en el grupo ya no cabe ni uno más.
¿Qué cambió el boom?  Planteó una redefinición de los géneros literarios para ampliar la libertad  de mezclarlos indiscriminadamente; buscó tramas premeditada y acaso innecesariamente complejas evitando la linealidad y propiciando la participación del lector en la integración y la evaluación final de la historia;  multiplicó las voces de la novela y sus efectos polifónicos; ejerció todo tipo de experimentaciones tanto a nivel anecdótico como estilístico para imprimirle un efecto lúdico a la anécdota; se apropió del lenguaje de la gente común e incorporó diversos lenguajes vernáculos locales; revaluó el elemento fantástico como parte de la realidad cotidiana y exploró los vicios sociales y políticos latinoamericanos con una mirada más crítica, más ideologizada y más comprometida.
Fuentes efectivamente fue pionero entre los escritores latinoamericanos al convertir a una ciudad, la de México, en el gran personaje de su novela.  A él le siguió Vargas Llosa con La ciudad y los perros en donde los habitantes del microcosmos del internado Leoncio Prado salen a explorar y a vivir las calles de Lima;  García Márquez inventó su propia geografía al crear Macondo a partir de las evocaciones y leyendas de su familia en Aracataca en tanto que Julio Cortázar, aunque escribió la mayor parte de sus cuentos en Francia, lo hizo con los ojos puestos en Argentina y en su novela Rayuela logra finalmente tender un puente entre París y Buenos Aires.
De acuerdo con Ángel Rama Vargas Llosa fue reconocido por la crítica antes que Julio Cortázar y Cortázar antes que Borges, lo que “contribuyó a un aplanamiento sincrónico de la historia narrativa americana que sólo con posteridad y dificultosamente la crítica trató de enmendar”.  En su libro sobre la novela hispanoamericana Fuentes apostaba por sus pares y contemporáneos sí, pero no por ello dejó de reconocer la herencia de sus antecesores inmediatos:  Onetti, Rulfo, Arreola, Lezama Lima, Roa Bastos, Borges, Carpentier, Asturias, Arguedas, Reyes, Feliserto Hernández,  Marechal, Macedonio Fernández y Roberto Artl.
Entre los integrantes del boom se estableció desde el inicio una camaradería y una afinidad literaria poco común entre escritores que les permitió trabajar como grupo y enfrentar a los escépticos europeos y estadounidenses que ya habían declarado la muerte de la novela.  No obstante, su surgimiento no se puede soslayar la enorme influencia que ejercieron los narradores norteamericanos de la llamada “generación perdida” para la renovación temática y estilística de la narrativa de nuestros países.  Durante la segunda parte del siglo XX Onetti, Rulfo, Yáñez— en una primera etapa— y Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez posteriormente recibieron la benéfica influencia de William Faulkner, John Dos Passos y Ernest Hemingway.
Los cuatro tenían inquietudes políticas tempranas: sentían la obligación de ejercer un compromiso social que les permitiera denunciar y sacar a nuestros países de la pobreza y la injusticia impuesta por las dictaduras y las oligarquías y así lo manifestaron desde el principio, tanto en su literatura como en su vida pública, identificados abiertamente como pensadores de izquierda;  filosóficamente eran los herederos en latinoamerica de Marx y Lenin, de Luckàcs, de Sartre y de Camus, de Wright Mills, de Franz Fannon y de José Carlos Mariátegui que eran los pensadores en boga.  Pero el momento clave llegó con la Revolución Cubana de la que todos fueron entusiastas receptores, simpatizantes y promotores.  Pero el ideal revolucionario que los animaba y los unía pronto empezó a resquebrajarse y, al paso de los años empezaron a surgir ciertas divergencias entre las posturas políticas de cada uno de ellos.  A partir del caso Padilla se iniciaron las disensiones frente al proyecto revolucionario cubano que finalmente se tradujeron en el distanciamiento, la crítica y la ruptura de Fuentes y de Vargas Llosa con la dictadura de Fidel, contrario a Julio Cortázar y Gabriel García Márquez que se solidarizaron con él y le brindaron su apoyo hasta el final.
Acaso como efecto de la fama los cuatro sufrieron algún resbalón.  Fuentes aceptó ser embajador de México en Francia durante el gobierno de Luis Echeverría con la consigna de “Echeverría o el fascismo” pero pronto se dio cuenta de su error y cuando nombraron embajador en España a Díaz Ordaz renunció y se retiró de por vida de los cargos políticos para convertirse en una especie de consciencia moral latinoamericana desde el ejercicio de la literatura y las tribunas del periodismo.  La ideología de Vargas Llosa fue girando poco a poco hacia la derecha y sucumbió a la tentación de lanzarse como candidato a la presidencia del Perú, como una responsabilidad indeclinable frente al desastroso futuro que se vislumbraba en su país, decisión que por poco le cuesta su carrera literaria.  Cortázar apoyó la revolución Sandinista y decidió alinearse con Daniel Ortega hasta sus últimas consecuencias. Luego del Nobel Gabriel García Márquez ejerció su influencia política mediante su periódico y su revista de los que imperceptiblemente se fue alejando poco a poco. Con una gran discreción ayudó a muchos disidentes a salir de Cuba pero jamás rompió con Fidel de quien es amigo y protegido hasta la fecha.
Lo cierto es que políticamente hablando de los cuatro grandes del boom Carlos Fuentes resultó el más equilibrado, el más independiente y objetivo sin perder por nunca la conciencia crítica.  En cuanto a su postura política sufrió ligeros cambios (debemos recordar que en una ocasión los Estados Unidos le negaron la entrada a Puerto Rico y por otro lado en Cuba Roberto Fernández Retamar lo caricaturizó como Calibán) pero mantuvo hasta el final su carácter enérgico, recto y fuerte frente a las condiciones políticas del mundo con una actitud objetiva, comprometida y siempre progresista.
¿Fueron realmente grandes, literariamente hablando, los cuatro integrantes del boom?  Sin lugar a duda y cada uno de ellos con méritos indiscutibles e inigualables salvo por el hecho de que todos poseían una gran furia creadora.
El mayor de ellos era Julio Cortázar, nacido en 1914.  “Tan joven y tan viejo como un Rolling Stone”, diría Joaquín Sabina, pues en efecto a pesar de su edad Cortázar era el eterno joven tanto en su trato personal como en su vida y su literatura.  Se distinguió por ser miniaturista y relojero, el maestro de la forma breve, del humor, lo lúdico y los malabares de la palabra: era el cuentista de lo fantástico cotidiano, heredero de Borges y Felisberto Hernández.  El prestidigitador enigmático e inteligente de los actos cotidianos transportados a niveles metafísicos de prosa despierta, entusiasta, juguetona, seductora y divertida, “siempre a la izquierda y sobre el rojo”.
Le sigue en edad Gabriel García Márquez, el fabulador de mitos y leyendas que llevaron al límite los hallazgos y postulados de” lo real maravilloso” de Alejo Carpentier, del surrealismo practicado por Asturias y Cardoza y Aragón y la milagrosa influencia de Rulfo en Pedro Páramo.  Con García Márquez fantasía y realidad perdieron sus fronteras a través de una prosa simultáneamente desenfadada, irónica, humorística y poética que parece escrita con una pluma que sonríe al tiempo que plasma sus historias.  La mayor parte de sus novelas tienen títulos tan afortunados que se han convertido en emblemáticos.  Tal vez la obra de Gabriel García Márquez constituya la mayor influencia en la percepción de la parte mágica e hiperbólica que todos los pueblos guardan en el subconsciente y por lo mismo es quien más influyó en la literatura universal.
El benjamín y precursor del boom, Mario Vargas Llosa resultó ser el narrador nato dentro del grupo, el novelista por excelencia que cuenta anécdotas amenas y llenas de suspenso inspiradas en personajes de la vida real, identificables, convincentes, obsesivamente realistas.  Sus novelas siempre resultan interesantes, rápidas y llenas de diálogos convulsos, vertiginosos y sincopados; es el maestro de la aventura política que se inició reflexionando sobre los males del Perú pero que después proyectó su búsqueda hacia otras latitudes en donde pudiera desfacer entuertos y denunciar abusos.  Es el humorista serio y el erotómano contenido; el intelectual del sentido común, inteligente, culto y poco dogmático pero cuyas posiciones políticas  no siempre llegan a convencer.  El erizo que con los años se fue trasformando en zorro y del Perú saltó a América Latina y de ahí al mundo entero.
Y finalmente la figura que hoy nos convoca: Carlos Fuentes:  auténtico pionero del boom a quien el resto del grupo le encargaba dar discursos y dictar conferencias en su representación por su mente lúcida, su facilidad de palabra, su presencia imponente, su manejo de lenguas y sus maneras histriónicas.  El autor de “la nueva herejía” según Luis Harss, refiriéndose a que él escribió las novelas contra la revolución “institucionalizada” así como contra “las buenas conciencias”.

"Fue el más fecundo de los cuatro y escribía indistintamente relatos realistas y fantásticos. Es el novelista de prosa lírica, sinuosa y discursiva a la vez, el narrador que cuenta al tiempo que reflexiona.

Sus experimentos formales son complejos, riesgosos, intelectuales y por lo general involucran diversos juegos con el sentido del tiempo.  Es el teórico que jamás dejó de reflexionar sobre los derroteros de la narrativa hispanoamericana.  Es el gran promotor del boom sí, pero también del postboom.  Lector generoso y entusiasta siempre al día y que apoyó a los autores más jóvenes durante varias generaciones.
En cierto modo su búsqueda literaria lleva el sentido opuesto a la de Vargas Llosa.  Fuentes empezó como un zorro que observaba a México, América Latina y España a través de la novela y de la historia pero, con el paso del tiempo, se fue convirtiendo en un erizo cada vez más ensimismado y obsesionado y con nuestro país, con su destino.

Pasado, presente y futuro de México, sus realidades y fantasías, así como los vaivenes sociales y políticos, se despliegan de forma panorámica en la enorme capilla de su literatura.
Carlos Fuentes nos ha dejado a todos sus lectores, mexicanos o no, una vastísima obra.  La parte final de su vida se caracterizó por entregarnos mínimamente un libro al año —cuento, novela, ensayo, teatro, ópera, crítica de artes plásticas, memorias, reflexiones.  Qué difícil llevarle el paso.  Ahora, a un año de su partida, sus incontables libros nos aguardan para que podamos ponernos al día y estudiarlos junto con las obras de juventud que tanta fama y prestigio le dieron desde sus inicios.  Merecen ser leídos con atención pues están cargadas de amor, pasión y sabiduría a México y a los mexicanos.  Gratitud a Carlos Fuentes que nos ha legado una inmensa obra que lo mantendrá vivo por muchos, muchos años.

sábado, 5 de febrero de 2011

Así escribo (Hernán Lara Zavala)

Febrero/2011
Nexos
Hernán Lara Zavala

Escribir ante el espejo

Escribir es un acto de comunicación contra uno mismo. Soy el tipo de escritor que necesita estar solo para concentrarse. Mis amigos formados en el periodismo escriben donde caiga y en las condiciones más adversas, como lo exige la naturaleza de su oficio. Otros escriben en cafés. Se llevan su cuaderno, piden algo de beber, se instalan en una mesa del rincón e inician la tarea. Autores tan prolíficos como David Martín del Campo o César Aira escriben de este modo sus novelas.

Mi amigo Marco Aurelio Carballo me preguntaba en alguna ocasión cuáles eran mis hábitos de escritura y si necesitaba un ritual para comenzar. Le contesté que mi tiempo ideal de escritura es durante las mañanas, luego de desayunar, cerca de las nueve, sin bañarme ni acicalarme, a veces en pijama, a veces en fachas o en shorts. Le comenté que no necesito ritual aunque muchas mañanas, antes de levantarme, leo fragmentos de algún libro por placer, no para imitar a su autor sino para que me infunda ganas de escribir, para que me dote de energía potencial, de inspiración. Pero lo único que necesito es tiempo, silencio y soledad.

El tiempo es más o menos prolongado (dos horas mínimo) y la intimidad absoluta. El espacio puede ser cualquiera pero el ideal es el estudio en mi casa con sus fetiches, mi ordenado desorden y con los libros que necesito a la mano. Escribo en una suerte de tapanco rodeado de ciertas imágenes —mis ídolos con pies de barro— que me alumbran y me fustigan: Shakespeare, Cervantes, Kipling, Stevenson, Conrad, Joyce, Faulkner, Lowry, William Trevor y San Gregorio Hernández a quien no sé por qué razón me he encomendado desde hace ya varios años. De no estar en mi estudio mi condición se restringe a la soledad pues si hay otra persona, sea quien sea, la camarera del hotel, alguno de mis hijos o mi esposa me impide la concentración y la posibilidad de perderme en mi imaginación. Nunca escucho música, no porque no me guste sino porque me distrae. Antes escribía con pluma fuente y tinta sepia en blocks rayados de color amarillo tamaño oficio cuyas páginas resultaban equivalentes a una cuartilla, que luego mecanografiaba. Desde 1987, cuando estuve en el International Writing Program en Iowa, me convertí a la computadora. Soy fanático de la Macintosh y nunca le he sido infiel. Escribo directamente sobre la pantalla aunque me auxilio con mis libretitas de notas con las que siempre cargo para trazar breves bosquejos, hacer apuntes, registrar bitácoras y elaborar notas que me servirán cuando quede solo y a mis anchas. Nunca corrijo en pantalla sino en papel.

Al hablar del tiempo pienso sobre todo en la fase de calistenia por la que tiene que pasar necesariamente todo escritor. A mis alumnos muchas veces los reconvengo en sus trabajos porque se nota que empezaron a escribir en frío y eso salta en los principios de sus cuentos o ensayos. La escritura requiere un proceso de calentamiento y no es sino hasta después de un rato que las palabras fluyen. El momento cumbre llega cuando ya no me doy cuenta de que estoy escribiendo sino que ya me hallo una octava por arriba de mi percepción normal, donde la imaginación se pierde entre personajes y situaciones y se establece una comunicación secreta de entes reales y ficticios, recuerdos, ocurrencias e invenciones.

Por cuestiones de trabajo a veces me veo en la necesidad de escribir en cuartos de hotel. Esto significa que si viajo y dispongo de una mañana o de una tarde libre muchas veces aprovecho ese momento de relativa paz y absoluta privacidad para ponerme a escribir. Pero a menudo me sucede algo horrible. Dispongo de los preciados espacios, tiempo y soledad pero, para mi desgracia, la mayoría de los hoteles no tiene escritorio o mesa de trabajo sino un tocador con una silla y un espejo enfrente. Por eso cuando me trato de concentrar y levanto la vista del papel o de la lap me veo mí mismo y siento que hay alguien más en el cuarto contra el que voy a tener que luchar si acaso deseo escribir algo que realmente valga la pena.