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domingo, 20 de mayo de 2012

Un icono laico

26/Junio/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

El discurso de Elena Poniatowska en el funeral de Carlos Monsiváis reitera que en México no hacer hagiografía es un milagro. Aquí la izquierda es de derecha: a sus intelectuales les da envoltorio de santones.
¿“Monsi” por Monseñor? Analícese el Buen Discurso sobre Monsiváis: se le retrata como santo popular, redentor reventado, Jesús chilango, ¡San Chido!
Su canonización y la insistencia en su “don de ubicuidad” evidencian que en el imaginario secreto su identidad es la santidad.
Y, aunque parezca contradictorio, en la “nueva literatura mexicana” no se quiere mucho a Monsiváis ¡por el mismo catolicismo de clóset! Ante sus ojos, Monsi-Malo cometió el pecado de estar politizado, infierno tan temido de un trío de generaciones derechitas. Para ellas, Monsi es impuro porque tenía “ideología” y era popular, ¡qué naco!
(En México, los alternativos son elitistas.)
Monsiváis, sin duda, cargó con lastres del PRItérito (hizo crítica selectiva, quedó callado ante tropelías de amistades políticas) y usó el retruécano, el re-contra-código y la ironía para decir y no decir lo que desdecía. Monsiváis era Kant imitando a Cantinflas. What?
En la televisión sus ocurrencias sólo las reíamos sus lectores para no sentirnos solitos.
Si Wittgenstein y Monsiváis hubiesen hablado abiertamente de su homosexualidad habrían hecho una obra menos críptica, en detrimento de su gracia retórica y en ganancia de su función social. En política de la identidad, Monsiváis tuvo recato.
Estoy convencido de que Gloria Trevi y Juan Gabriel nunca entendieron que se burlaba de ellos. Y no lo entendieron porque Monsiváis, a todas luces, era fan.
Cacique en literatura, monaguillo en política, Loco Mía en espectáculo y angloparlante en religión y, en todo lo demás, valiente ambivalente. Así fue Monsiváis, nacionalista or not?
Su ambivalencia (y anfibología) hace posible que los políticos que ridiculizaba en sus columnas, ya muerto, lo postulen como gloria nacional.
Whitman versaba que todo poeta —Monsiváis fue poeta de la prosa antipoética— es contradictorio (contenedor de multitudes). Gracias a su estupenda contra-dicción, Monsiváis innovó la prosística. Era un neobarroco o, mejor dicho, un Novobarroco que rebasó los géneros literarios tradicionales hacia una estrategia crónica: la omnivoracidad.
Monsiváis, cúmulo único, no renovó su estilo pero con su estilo renovó una literatura.
En una época en que lo políticamente correcto es ser sarcástico y apolítico —ser Bart Simpson—, Monsiváis fue más radical. Se atrevió a ser icono laico, literatura queer entre líneas y —escándalo mayor para los neo-puristas— escritor comprometido, ¡lo cual ya pasó de moda según Vogue, Letras Libres y Cosmopolitan!
Antisolumne ante todo y, a la vez, museo y tianguis, biombo y Biblia, 1968 y PRD, Monsiváis, DF de las Letras.

El género Monsiváis

Julio/2010
Letras libres
Juan Villoro

Durante décadas, la presencia de Carlos Monsiváis en un sinfín de presentaciones de libros, coloquios, manifestaciones y convites fue vista como algo obvio e inevitable. “Soy un lugar común de la Portales”, dijo alguna vez. Su comparencia en tantos sitios sugería la posibilidad de que contara con replicantes. Lo extraño –el fracaso del evento– hubiera sido que las cosas sucedieran sin tomarlo en cuenta.

Desde muy pronto dejó de ser un mero testigo de los hechos para incorporarse a ellos como protagonista indirecto. Era demasiado célebre para pasar inadvertido. Su cabellera revuelta, su chamarra de mezclilla, su gran mandíbula cruzada por la sonrisa de quien aún no sabe qué pensar (o ya sabe pero prefiere no decirlo), determinaban el acontecer. El icono estaba ahí. Ignorarlo era como no advertir que ya llegó Blue Demon. Al verlo, los cantantes alteraban su repertorio y los ponentes sus citas. Con frecuencia, le pedían que subiera al estrado. No podía ser un cronista neutro de la realidad porque contribuía a crearla. La cultura de masas lo imitó y posó sin recato para él.

Esto no perjudicó su escritura porque los sucesos desnudos le interesaban poco. No buscaba la trama de lo real, sino su representación. En su caso, el editorialista no se separaba del narrador. Uno de sus recursos favoritos consistía en recolectar o inventar declarantes anónimos que discutían los hechos. La voz de la ciudad, el coro griego, el patio del mundo, el rumor popular fueron sus auténticos protagonistas. Las anécdotas, los detalles, la ropa, los sabores, los sueños y las manías de sus testigos nunca le interesaron tanto como lo que pudieran opinar. Sus crónicas eran un simposio interrumpido por sucesos, la asamblea donde distintos oradores polemizaban para contar la historia.

Monsiváis entendía su oficio como un tumultuoso acto de presencia, no sólo a través de los textos, sino de su activísima producción oral. Retratista de voces, recibía el homenaje de los ecos. Identificarse con sus palabras significaba propagarlas. A veces, el rumor de lo que había dicho parecía más veloz que sus declaraciones.

La ironía, el dislate, los datos exactos y las paradojas que ponía en juego en sus escritos alimentaban su conversación. El género Monsiváis era un continuo que pasaba de la página a las llamadas telefónicas, los apodos que ponía con temible certeza, los programas de televisión, los aforismos con los que respondía preguntas al término de sus conferencias. El registro de su oralidad daría para varios libros. Al menos uno de ellos debería estar integrado por parodias e imitaciones. Con técnica teatral, alertaba sobre las debilidades propias y ajenas, llevándolas a un disfrutable exceso. Odiaba hacerse el amable y despreciaba la cortesía protocolaria. Ante la pedantería y la falsa erudición, reaccionaba con firmeza. Si alguien le preguntaba por una magnífica película coreana, respondía: “Me molestó mucho lo que sucedió con las copias que no pudieron ser exhibidas en Uzbekistán.” “Si confundes, quedas de maravilla”, me dijo después de enfrentar a un sabelotodo.

En 2009, en el Festival Hay de Cartagena de Indias, un norteamericano se dirigió a él con una mezcla de interés e insolencia: “Me gustó lo que dijo, pero nadie me puede decir quién es usted, ¿podría recomendarme alguno de sus libros?” Monsiváis fingió paciencia franciscana y contestó: “Me limitaré a dos: El llano en llamas y Pedro Páramo. Algunos maledicientes dicen que no los escribí yo, pero nunca les respondo a mis detractores.”

Su interés por los liberales del siglo xix mexicano también tiene que ver con la combinación de periodismo y oratoria, la discusión que convierte a cada acto público en parte de la Obra. La cultura como proselitismo non-stop.

Medir el tamaño de su ausencia es imposible porque intervino en demasiadas zonas del arte y la política, en forma no siempre evidente. Fue el mayor árbitro entre lo culto y lo popular y uno de los principales dictaminadores del gusto en un país que no sabía que tantas cosas distintas valieran la pena.

Coleccionista de artesanías, grabados y fotografías, también lo fue de las palabras con que los poderosos se incriminan sin saberlo. Su columna “Por mi madre, bohemios” fue el museo del ridículo de los obispos, los políticos y los grandes empresarios de México.

En su casa recibía borradores de desplegados, cartas de renuncia, respuestas para una polémica. “Si mandas eso, te hundes”, mascullaba entre dientes a algún solicitante, y sugería modificaciones que luego aparecían como ideas ajenas. Su impronta de ghost-writer está en numerosos textos, no siempre asociables con sus intereses.

También actuó en películas, escribió letras de canciones, hizo sketches de teatro de revista. Todo esto ingresó en su escritura y volvió a salir de ahí, modificado por los lectores.

El Monsiváis oral y el Monsiváis escrito crearon un género intransferible, el de la realidad comentada, la leyenda instantánea que aspira a colectivizarse, el mito exprés que no tiene copyright.

La condición fragmentaria y dispersa de su obra se explica en gran medida por su renuencia a verse como autor único y definitivo. Necesitaba palabras ajenas para parodiarlas, citarlas in extenso, polemizar con ellas. Sus ideas más genuinas surgían de una dramaturgia en la que intervenían los otros, aliados o adversarios, santos provisionales o diablos de pastorela.

Solía llegar a las conferencias con una carpeta en la que guardaba apuntes para las más distintas circunstancias. Ese hipertexto portátil era emblema de sus pasiones múltiples, que no admitían la conclusión. Su obra es desconocida en la medida en que sólo un mínimo porcentaje se ha publicado en libros. Su futuro como prolífico autor de libros póstumos reclama un editor que no caiga en pecado de beatería y se atreva a discriminar y organizar con imaginación los materiales.

Monsiváis fue una forma de la atmósfera. Sus miles de cuartillas y sus participaciones en todos los foros llegaban con previsible constancia. Con su muerte, lo que dábamos por sentado adquiere inaudita desmesura. Carlos Monsiváis dejó de pertenecer a la vida diaria para incorporarse al género que redefinió: la leyenda. ~


La otra raza cósmica de Vasconcelos

21/Agosto/2010
Laberinto
Evodio Escalante

Lo menos que puede decirse es que estamos ante una auténtica sorpresa. A más de cincuenta años del fallecimiento del más controvertido de nuestros pensadores, nadie imaginaría que andaba por ahí volando en el aire un libro inédito de José Vasconcelos. La publicación de La otra raza cósmica resulta por este motivo un hallazgo notable, producto directo del interés de Heriberto Yépez por destacar la figura de quien es para él el primer intelectual post-nacional que ha dado el país. En trance de escribir un libro sobre Vasconcelos, y hurgando en la de por sí abundante bibliografía del “escritor mexicano que más ideas ha tenido”, Yépez encontró unas conferencias que habría sustentado Vasconcelos en la Universidad de Chicago en 1926 y que no fueron incorporadas a las obras completas del autor: eran por lo tanto completamente desconocidas entre nosotros. Las tradujo en excelente español y les encontró un título a la vez propicio y provocador. Por la cercanía temporal y por la veta temática (la primera edición de La raza cósmica es de 1925), nos encontramos, en efecto, ante lo que bien podría ser la otra cara de una misma moneda: la tesis mesiánica de una raza mestiza que estaría destinada a implantar una nueva época en la historia del mundo, inaugurando con ello una etapa definitiva de progreso, armonía y disfrute estético, permanece en lo esencial la misma, aunque eso sí, atemperado en este caso el proverbial anti-yanquismo del autor por la doble circunstancia de dirigirse a un público norteamericano culto y, acaso, (atrevo la conjetura) porque ya avizoraba Vasconcelos que cierta simpatía de los círculos dirigentes del país anglosajón podría hacerle falta a la hora en que emprendiese sus futuras campañas políticas.
No por ello, de ningún modo, es un libro oportunista. De hecho, La otra raza cósmica podría antojarse en varios sentidos superior a su precedente inmediato. No se nos olvide que la prosa de Vasconcelos, arrebatada y arbitraria en largos pasajes, podía ser en sus momentos de felicidad estilística tan sugerente y fluida como la de su amigo Alfonso Reyes. Pero no se nos olvide tampoco que era un visionario, un pensador ebullente y original, muchas de cuyas ideas se diseminaron con éxito en nuestro medio, y que el propio Reyes en sus textos sociales llegó a reciclar de manera explícita algunos de sus conceptos como puede constatarlo quienquiera que revise las páginas de su famoso Discurso por Virgilio (1931). La prosa que ahora Yépez como buen “partero de las ideas” rescata del limbo de la inexistencia pertenece a la mejor estirpe vasconceliana: suelta, inventiva, magnánima, elevada y poderosa pero también flexible. El Vasconcelos demócrata e idealista brilla en estos textos con un resplandor que le permite codearse sin complejos con cumbres como Sarmiento, Bolívar y Andrés Bello. Así de poderoso y efectivo es el talante de su logos.
El libro está dividido en tres secciones, lo que corresponde a las tres conferencias impartidas por el autor: I. Similitud y contraste; II. La democracia en América Latina; y III. El problema racial en Latinoamérica. El filósofo de la historia y el experto en asuntos de geopolítica que quería ser Vasconcelos emergen desde los primeros renglones del texto. Impresionan su visión global de la historia de México, su idea del “desarrollo interrumpido” de las etnias indígenas de nuestro país, su manera de alabar el instinto de mestizaje con el que llegaron aquí los españoles, su visión ciclónica del paisaje americano, su descripción tumultuosa de la altiplanicie como escarpa geográfica que obliga al titanismo de sus habitantes, y más en lo amplio, su visión de la América toda como dividida en tres grandes zonas o regiones que imponen modos distintos de civilización, desde la América del Norte hasta la Patagonia. Como ombligo de su ejercicio de anatomía geográfica: las selvas, las zonas tórridas, que se yerguen como tremendo reto al impulso constructor de los hombres. Vasconcelos reitera aquí una tesis que ya había sostenido en La raza cósmica: “El mundo futuro será de quien conquiste la región amazónica.” En la versión de Chicago leemos: “Existe un periodo destinado a llegar en el cual la humanidad, apropiadamente provista con una adecuada técnica, se echará a cuestas la conquista y la explotación de la zona tórrida. (…) tengamos en mente que la raza que conquiste los trópicos será la ama del futuro.”
Si en La raza cósmica excluía de modo tajante a los Estados Unidos de su proyecto de fusión universal, en la medida en que ese país representaría “el último gran imperio de una sola raza”, las conferencias de Chicago se limitan a proponer un contraste que estaría obligado a fructificar: mientras que Norteamérica se ha desarrollado de acuerdo con una ley de similitud de razas, esfuerzos y condiciones, Latinoamérica encarnaría una suerte de ritmo variado de cambios y contrastes, que es el elemento mismo del mestizaje. Será el futuro, adelanta el filósofo, quien habrá de decidir si se impone la llamada Ley de similitud o si resulta más productiva la Ley de contrastes.
Surge el asunto estético. ¿Por qué lo blanco nos parece siempre lo más bello? Vasconcelos establece un interesante relativismo cultural, no exento de agudeza. Si sucede así, nos dice, es porque el criterio blanco de belleza es el que predomina en la era actual de la historia. Lo que no quiere decir que siempre tenga que ser así. A lo que agrega un interesante argumento que acaso no hubiera disgustado a los seguidores de Marx: la belleza física está relacionada con la serenidad y la paz mental propia de las clases dominantes. “En otras palabras —observa Vasconcelos—, una raza de esclavos no puede ser bella porque el trabajo duro y la miseria tienden a dejar su impronta en el cuerpo.” Entiéndase bien: no el trabajo como realización de las facultades humanas, sino como actividad ardua y brutal, que lastima los miembros y deforma los rostros.
El capítulo sobre la democracia contiene los alegatos más poderosos del libro. Lo que está en el caldero es el problema del inveterado caudillismo latinoamericano, modelo de dominación oriental o despótica que impide que la justicia y el respeto ante los demás triunfen en nuestras tierras. Si en La raza cósmica el tema apenas aparecía mencionado en una tacaña frase (“el cesarismo es el azote de la raza latina”), en los discursos de Chicago Vasconcelos se explaya con inteligencia y conocimiento de causa. Sus juicios sobre algunos de nuestros principales personajes históricos como Iturbide, Fray Servando, Benito Juárez, Lerdo y Madero me parecen agudos y ponderados, nada qué ver con la visión maniquea de una desafortunada historia de México que escribió varios años después ya despechado por el tremendo fraude que sufrió durante las elecciones presidenciales del 29. Sin ahondar más en el tema, me limito a decir que en la visión de Vasconcelos, mientras que es el despotismo el que ha hundido en la miseria a los pueblos latinoamericanos, son los gobiernos democráticos, sobre todo si están encabezados por hombres de cultura (como Sarmiento, Montalvo o Bello) los que conducen a la prosperidad. No por ello, empero, deja de reconocer que el gran déspota Porfirio Díaz también impulsó de modo sustantivo el crecimiento económico del país, aunque en definitiva lo condena en tanto que todo tirano, ejemplo de dominio unipersonal, “está destinado a traer una nueva era de odio, destrucción y caos”.
El capítulo final está dedicado a exaltar el papel de la raza mestiza. Por principio de cuentas, el autor añade una observación interesante que le desconocíamos, en el sentido que los indígenas mesoamericanos no constituyen de ninguna manera una raza primitiva. Acepta que pueden ser una raza decaída, en la que de seguro hay vestigios de la gran época de la Atlántida, pero no primitiva como tal. Un enorme paso adelante si se considera que para su contemporáneo el “humanista” Reyes los antiguos pobladores del Anáhuac son —y la frase me suscita escalofríos— “un pasado absoluto” (véase de nuevo el antes mencionado Discurso por Virgilio). Por lo demás, Vasconcelos sostiene que el mestizo representa un elemento totalmente nuevo en la historia, sin verdaderos asideros en el pasado, lo que de modo necesario lo proyecta hacia el porvenir. Retomo el argumento en su aspecto medular: “…el mestizo no puede remontarse por entero a sus padres, ya que no es exactamente como ninguno de sus ancestros, y al ser incapaz de vincularse plenamente con el pasado, el mestizo está siempre dirigido al futuro, es un puente hacia el porvenir.” Ningún país como México, añade el autor, puede mostrar “todos los signos y los efectos de esta peculiar psicología mestiza”.
No todo, empero, es miel sobre hojuelas. Su valoración del zapatismo, por ejemplo, revela no sólo un dejo peyorativo contra los campesinos alzados en armas sino igualmente una consideración muy unilateral acerca de las comunidades indígenas en general, las cuales, según esto, “carecen de estándares civilizatorios en los cuales apoyarse.” Su diversidad, opina Vasconcelos, resulta una limitación. El indio, enfatiza: “No tiene lenguaje propio, (y) nunca tuvo una lengua común para toda la raza.” La lengua de España resulta así elevada a canon insuperable de todo proceso civilizatorio. Lo cual ya es mucho decir…
En fin. Estoy consciente de que resumo de manera apresurada y parcial un libro muy rico en argumentos del mejor Vasconcelos. En estos días que corren, cuando ciertos personajes de la academia se entregan al deporte de menospreciar los variados aportes de este pensador… sin siquiera haberlo leído, me parece que la aparición de La otra raza cósmica es una buena oportunidad para iniciar la tarea pendiente.


domingo, 1 de abril de 2012

Aura o el deseo de sí

1/Abril/2012
Jornada Semanal
Antonio Soria

Lo dijo el propio Carlos Fuentes: “Aura es mi novela emblemática del tiempo y del deseo” y, como es de sobra conocido, mucho antes de que el autor diese esta definición tan sucinta como explícita, e incluso antes de haber escrito en torno a la génesis de la que habría de convertirse en una de sus obras capitales –definición necesariamente osada tratándose, como se trata, de un opus literario que abunda en insoslayables–, este relato de precisión explosiva, novela-relámpago, narración-latigazo, había suscitado ya unanimidad en torno a la certeza de hallarse, como los siguientes años se encargaron de corroborar, ante un clásico de la literatura mexicana que accedió a tal condición prácticamente tan pronto como la primera edición salió de la imprenta.

Cinco décadas después de su primer bautizo lector, no se cuentan por miles, ni por decenas de miles, sino por generaciones enteras a los lectores que hoy, como en 1962, ven ceder su voluntad y su noción convencional de realidad ante el vértigo de incredulidad vencida que gobierna y define a Aura desde la primera y hasta la última línea. Creada en los tiempos literarios del llamado boom latinoamericano y del realismo mágico –conceptos igual de traídos, llevados, enarbolados y negados–, la novela tuvo desde siempre los atributos suficientes para trascender el momento, circunstancialmente favorable, en que fue dada a conocer.

¿Quién, que se considere lector –no se diga incluso buen lector–, desconoce la historia que se cuenta en Aura? A menos que suceda lo mismo que con otras obras llamadas “clásicas”, más referidas y mencionadas que leídas, puede considerarse de dominio común el pequeño y autónomo universo compuesto por el quinteto de personajes que entran en juego aquí: el joven profesor e historiador Felipe Montero; el general Llorente, muerto hace muchos años; su viuda, la anciana Consuelo; Aura, la jovencísima y hermosa sobrina de ésta y, de modo preponderante, la vieja casa marcada con el número 815 de la calle de Donceles en el centro de Ciudad de México.

Sabe, pues, el lector cuál es el desenlace de esta historia que mezcla sin retorno posible pasado y presente; conoce, porque la experimentó con Felipe Montero, la renuncia a las categorías racionales básicas a cambio de la consumación del deseo; y no ignora, por supuesto, la subversión que, a nivel múltiple, plantea Fuentes en la síntesis impresionante de los menos de cien folios que Aura ocupa: la ya mencionada subversión de la linealidad cronológica; subversión del cometido formal que se espera de la fe religiosa; subversión, a través de una fascinación insuperable, de las posiciones relativas supuestamente obvias entre deseo y repulsión; y subversión, en fin, de las categorías que también se suponen lógicas de contexto, materia, realidad…

Visitar la propia casa

Igualmente sabido es que decenas de cientos o miles de páginas se han escrito sobre Aura, interpretándola, explicándola, profundizando en su complejidad de engañoso rostro sencillo. Sin desmedro de la validez de aquellos ríos de tinta, estas líneas quieren enfatizar la relevancia del que quizá sea, de los cinco mencionados, el personaje menos atendido: la casa situada en Donceles 815, donde –fuera del brevísimo lapso inicial, antes de que Felipe Montero se presente en ella– toda la historia se desarrolla.

Como bien han apuntado muchos, la casa es a la vez residencia de la magia –esa variante de la subversión– y espacio propicio para vivir, como la anciana Consuelo, en un tiempo detenido o al que ella busca detener. Añádase a esta perspectiva un factor psicológico, cuya universalidad puede explicar la vigencia literaria de Aura medio siglo más tarde: si la Casa es arquetipo que manifiesta, materialmente, el estado mental de sus habitantes, aquí Montero sustituye, uncido a la belleza de los ojos –ventanas del alma– de Aura, su propia psique de “historiador joven, escrupuloso, ordenado”, por la que le es ofrecida en Donceles 815: ámbito hurtado a la temporalidad que, por ajeno, debería suponerse inviolable pero que desde un inicio no lo es, como queda de manifiesto en las puertas de la Casa –“ya no esperas que alguna se cierre propiamente; ya sabes que todas son puertas de golpe”–, así como en la manera en que Montero la habita: renunciando sin mayor resistencia a una remota y anónima casa de huéspedes donde había vivido hasta ese momento –una suerte de estado provisional de su propia mente–; recorriendo completa esta nueva-vieja Casa como no lo hacen la anciana ni Aura; acomodándose sin remilgos a las costumbres inveteradas de aquéllas; descubriendo patios y presencias que sólo para él son reales; pero sobre todo, y a través de la carne de Aura-Consuelo, poseyendo el espacio, penetrándolo, que es decir re-integrándose, tomando posesión de sí mismo, como bien sabe el lector que ocurre al final, cuando Montero se reconoce en uno de los viejos daguerrotipos que integran los legajos del fenecido –aunque ahora sepamos que no es así– general Llorente.

“Dar dentro de sí mismo un salto tan fuerte, que termine en los brazos del otro”, decía Cortázar en una obra publicada sólo un año después de Aura: eso precisamente puede afirmarse que sucede con Montero-Llorente y Aura-Consuelo, entregados, uno sin saberlo a ciencia cierta y la otra con la absoluta conciencia requerida para guiar a ambos, al encuentro con ese Otro que siempre termina siendo el mismo.

Efectivamente, amor y deseo más allá de la vejez y la muerte son las primeras claves de la contundencia temático-formal de esta enorme pieza narrativa, pero bajo esos signos, de suyo poderosos, fluye el rumor aún más fuerte del torrente donde navega otra búsqueda fundamental: la de la identidad propia, y el símbolo de ésta es la Casa inserta en pleno centro bullicioso de la ciudad pero al mismo tiempo silenciosa, separada y distante; capaz de albergar a un tiempo floración vital y decadencia, erotismo puro y decrepitud; hecha de recintos oscuros y tragaluces repentinos; sede dual de la realidad que ofrecen los sentidos, pero también de esa otra que elaboran las ideas, sin que muchas veces pueda determinarse –lo sabe cualquiera que alguna vez a sí mismo se haya visitado– cuál va primero.

domingo, 18 de marzo de 2012

Neruda: No invoco tu nombre en vano

18/Marzo/2012
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

La polémica sobre la muerte de Pablo Neruda –¿natural, inducida?– que ha levantado polvo en los últimos meses por las declaraciones de su chofer, Manuel Araya, sobre el posible homicidio de su antiguo patrón, habla del lugar que ocupa el bardo chileno en el mundo de la poesía. La exhumación que ha ordenado la autoridad podría modificar la versión oficial. Se dice que padecía leucemia acompañada de un cáncer de próstata, que hubo de complicarse con el derrocamiento y muerte de Salvador Allende, entrañable amigo del poeta, y a quien cedió –Neruda– la candidatura a la presidencia; el autor de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada murió veinticuatro horas antes de salir en un avión rumbo a México, viaje que patrocinaba el presidente Luis Echeverría al nombrarlo “invitado del gobierno mexicano”. El poeta e investigador Víctor Toledo afirmó hace unos días para El Clarín de Chile: “Hasta donde sé la enfermedad de la próstata de Neruda era controlable (…) Neruda quería y podía seguir luchando.”

La hipótesis se basa en la inconveniencia que Neruda representaba para el régimen de Pinochet: “hubiera sido uno de los principales líderes, recordemos su capacidad de convocatoria, su pasión política profunda”, como el propio Toledo lo desmenuza en el completísimo volumen El águila en las venas. Neruda en México, México en Neruda (BUAP, 2005), que mereció la medalla de honor presidencial de Chile en el centenario del poeta (1904-2004).

Neruda en Latinoamérica es el cantor del mito. Es voz que clama por la unidad latinoamericana, es el mago de la epopeya (no necesitó ser antologado para sobrevivir en su obra) tanto como el Che –que cargaba consigo un ejemplar del Canto general– de la vigente utopía de Bolívar.

¿Qué hubiera sucedido –hace casi cuarenta años– si no le hubieran suministrado la letal inyección de dipirona, si hubiera abordado el avión, si se hubiera asilado en México con el grupo que ansiosamente lo esperaba en la nave que nunca abordó?

Las amistades de Neruda en México fueron más aleatorias con las artes plásticas que con los propios poetas mexicanos (la influencia arrasadora del muralismo en el Canto general no es mito), sus afectos por Siqueiros y Rivera, hombres de carácter recio –y reacio–, dejan entrever que hubiera entablado, sin duda, una estrecha amistad con el veracruzano Salvador Díaz Mirón. La ideología en Neruda es otro rumbo que merece estudios profundos. Su colección de caracolas, sus afinidades con López Velarde, Alfonso Reyes, Juan José Arreola y Efraín Huerta, están pendientes aún.

Si la historia es lo que recordamos, el régimen pinochetista –hoy sus allegados se han apropiado, irónicamente, de la Fundación Neruda (su heredad al pueblo)– se caracterizó por el ajuste de cuentas, el terror y la persecución. No sería extraño encontrar evidencias de que, efectivamente, fuera asesinado con la discreción que, a través de los siglos, nos ha mostrado la Iglesia con sus papas.


sábado, 17 de marzo de 2012

“El día en que no trabajo me siento un güevón miserable”

17/Marzo/2012
Laberinto
José Luis Martínez

En su casa de San Jerónimo, Carlos Fuentes habla de Aura y La muerte de Artemio Cruz, recuerda al sociólogo Charles Wright Mills, al que dedicó la segunda de estas novelas, y a Luis Buñuel. Afirma que siempre estuvo abierto a una reconciliación con Octavio Paz, su amigo por más de tres décadas, expresa su interés por los jóvenes escritores latinoamericanos y sostiene que a su edad —83 años— no piensa retirarse, porque escribiendo no sólo aplaza a la muerte, sino que se mantiene “más o menos joven”.

Se cumplen 50 años de la publicación de Aura y La muerte de Artemio Cruz. ¿Cómo celebrará la aparición de estas novelas?

Con nuevas ediciones y esperando que haya nuevos lectores. Es muy halagüeño que libros publicados hace tanto tiempo se reediten constantemente y sean leídos por los jóvenes —cuando hago firma de libros, la mayoría de quienes acuden están entre los 16 y 25 años—. Esta vitalidad es algo que un escritor nunca espera, uno espera que los libros se mueran muy pronto y éstos han vivido bastante.

¿Tiene algún significado especial para usted el año de 1962, cuando fueron publicados?

No, porque no quiero atorarme en conmemoraciones. Lo que sí tengo presente es mi trayectoria, mi vida, que está llena de momentos gratos y de algunos muy amargos. He perdido dos hijos, a mis padres. Esto duele eternamente pero trato de valorar lo bueno que me ha ocurrido.

En la dedicatoria de La muerte de Artemio Cruz, escribe: “A Ch. Wright Mills, verdadera voz de Norteamérica y compañero en la lucha de Latinoamérica”. ¿Cómo recuerda al autor de La imaginación sociológica, que este 20 de marzo cumplirá 50 años de muerto?

Como un hombre íntegro, muy valiente. Era muy impopular en el medio universitario y político de su momento porque siempre decía lo que pensaba. En una ocasión lo acompañé a la Universidad de Columbia, donde era profesor, y cuando entramos al salón todos le voltearon la espalda, una cosa horrible, porque estaba a favor de Cuba y había criticado a los norteamericanos.

Murió muy joven, tenía 46 o 47 años, pero dejó una obra de una magnitud enorme. Usted lee los libros de Charles Wright Mills y parece que fueron escritos el día de ayer; son de una actualidad extraordinaria. Hace medio siglo predijo todo lo que sucede en Estados Unidos.

A Octavio Paz y Marie-Jo les dedicó Zona sagrada. ¿Cómo fue su amistad con Octavio Paz, quien por cierto escribió el prefacio de Cantar de ciegos? ¿Por qué no hubo reconciliación con él, su amigo de tantos años?

Yo no sé, fuimos amigos treinta años y un buen día dejamos de serlo por la voluntad de él. Habría que preguntarle por qué, pero ya no está.

Se ha dicho que usted fue quien no quiso la reconciliación.

No, no, no, yo siempre estuve abierto. Lo quería mucho y fuimos amigos mucho, mucho tiempo. Treinta años es una larga amistad.

En Las buenas conciencias usted escribe: “A Luis Buñuel, gran artista de nuestro tiempo, gran destructor de las conciencias tranquilas, gran creador de la esperanza humana”. ¿Cómo fue su amistad con Buñuel?

Fue muy intensa. Si él estaba en México, me reservaba de las cuatro a las siete cada día para visitarlo. Hacerlo era visitar a una gente no sólo extraordinariamente generosa, inteligente y creativa, sino al siglo XX. Participó en las grandes batallas culturales de su siglo, estuvo en la Residencia de Estudiantes de Madrid con García Lorca y Dalí, formó parte del grupo surrealista, estuvo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y luego en el cine mexicano, en el cine español, en el francés. Tenía una carrera brillante, con grandes logros. Para mí fue uno de los grandes privilegios de mi vida tener su amistad y poder contar con él esas tres o cuatro horas preciosas en que iba a verlo.

En Adán en Edén, usted dice: “Padre mío, no dejes que lo sacrifique todo a la influencia y a la gloria literarias; dame un rincón, madre mía, en el que pueda darle yo más valor a un hijo, a una esposa, a un amigo, que a todos los laureles de la tierra”. ¿Cree realmente en eso?

Sí, absolutamente; no sólo lo creo, lo practico. Mi mujer, mis hijos, mis amigos, cuentan mucho, son realmente propiamente mi vida.

En La gran novela latinoamericana, en sus artículos, en sus conferencias, siempre ha manifestado interés por las nuevas generaciones de escritores. ¿Por qué?

Porque si no me vuelvo viejo. Desde que comencé a escribir me ha importado el pasado de la literatura en lengua castellana, pero también su presente y su futuro. El futuro está en manos de los jóvenes. Si no los leo no me entero de lo que es o va a ser el futuro. Actualmente tenemos escritores excelentes, y creo que vivimos un buen momento de la literatura latinoamericana a pesar, por ejemplo, del desinterés de los editores norteamericanos que antes aceptaban muy bien nuestra literatura y ahora no; le tienen grandes reservas.

De los nuevos escritores mexicanos, ¿a quiénes considera los más destacados internacionalmente?

No quiero olvidar a nadie, pero sí quiero mencionar que han sido traducidos y editados en el extranjero Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Juan Villoro…

Mire, hace dos años fui a la Feria del Libro de París, que estuvo dedicada a México, y estaban invitados 42 escritores mexicanos. ¿Cuál era la condición?, que estuvieran publicados en francés. ¿Usted se imagina?: ¡42 escritores mexicanos publicados en Francia!, ¡esto es la locura! Durante mucho tiempo sólo estuvimos publicados Paz, Rulfo y yo. De manera que hay una literatura muy potente y si a lo que se hace en México usted añade lo que se escribe en Argentina, Chile, Perú, Colombia, es un batallón de nuevos escritores latinoamericanos muy importante, como nunca lo habíamos tenido antes en nuestra historia.

¿Qué opina de Cristina Rivera Garza?

Cristina tiene un talento enorme, su libro Nadie me verá llorar es una de las grandes novelas de la generación joven de México. En ella logra que el personaje [Matilda Burgos] transite del burdel al manicomio, abarcando toda la historia de México y recordando lo que olvidamos. Es muy interesante en esa novela el uso de la memoria para denunciar la falta de memoria. En un momento determinado ella es un número nada más. En La Castañeda [en donde está internada] no tiene nombre siquiera. Este es un apunte muy importante de la condición femenina y de nuestra historia: la facilidad con que olvidamos lo que ya hicimos; por eso lo repetimos, y mal. La novela de Cristina es una novela de primer orden para el México actual.

¿Qué nuevos libros suyos vienen en camino?

Estoy terminando un libro que se llama Personas. Son mis recuerdos de gente como Alfonso Reyes, Luis Buñuel, Fernando Benítez, William Styron, Pablo Neruda, Julio Cortázar, Mario de la Cueva, gente que he conocido y ya no está con nosotros. Son veinte capítulos —cada uno de alrededor de veinte cuartillas—, veinte personalidades a las que quiero recordar. Y luego un libro que saldrá para la FIL de Guadalajara que se llama Federico en su balcón. Es sobre Nietzsche, ya está terminado pero no quiero amontonar demasiados libros porque el director [de Alfaguara] va a decir “y éste qué se trae”.

Con tantas cosas por vivir, con tantos proyectos, ¿piensa en la muerte?

La aplazo constantemente. Tengo dos hijos que murieron, y claro que la tengo presente. Pero escribo en nombre de ellos, y de esa manera la aplazo o creo que la aplazo. Aquí me tiene usted a mi edad todavía escribiendo libros, no me he retirado ni pienso retirarme. Su pregunta es muy ambivalente porque le puedo decir sí y le puedo decir no. Pero yo pienso escribir hasta el último día, y trabajar hasta el último día. El día en que no trabajo me siento enfermo, me siento mal, me siento un güevón miserable. El trabajo lo mantiene a uno más o menos joven.

Además de que, como decía Fernando Benítez, usted siempre escribe como si estuviera haciendo su primer libro.

Tiene razón. Nunca he tenido la intención de decir: “Ay, ya hice tantas cosas y me retiro”. No, siempre digo: “Ay, ya viene mi primer libro, que es el próximo; ojalá me resulte bien, ojalá le vaya bien”, porque lo escribo como si fuera el primero. Tiene usted toda la razón, y por eso creo que voy a vivir muchos años a pesar de la voluntad y la fortuna.




El cauce desconocido

Desde que se publicó La región más transparente, en 1958, la crítica destacó la destreza de Carlos Fuentes para construir una historia a partir de muchas voces. En esa primera novela el coro incluye personajes tan distintos como Federico Robles (banquero y ex revolucionario), Norma Larragoiti (clasemediera torreonense) o Teódula Moctezuma (habitante de vecindad). En La muerte de Artemio Cruz, publicada cuatro años más tarde, Fuentes dejó claro que esas voces no tienen por qué provenir forzosamente de una multitud, pues con frecuencia habitan dentro de nosotros.

A medio siglo de su aparición, esta novela sigue dando cátedra sobre el arte de narrar: Artemio Cruz, un moribundo que se desdobla en el momento de hacer el balance final, es narrado gracias a tres voces que se alternan y que se dirigen al protagonista de forma distinta: yo, , él. Cada una de ellas cuenta el pasado a su modo: lo reconstruye, lo adapta a sus conveniencias o sencillamente lo inventa. De ese modo nos sitúan en los instantes decisivos en la vida de Artemio Cruz: de teniente del ejército revolucionario se transforma en hacendado, más tarde en legislador, en hombre de negocios, y finalmente en dueño de un periódico que utiliza para presionar a sus rivales políticos y comerciales.

Muchos han señalado a Artemio Cruz como un personaje profundamente humano en sus contradicciones. Pero bien visto, no tiene más contrapuntos internos que cualquiera de los personajes que le rodean e incluso que cualquiera de nosotros. “¿Quién no será capaz, en un solo momento de su vida, de encarnar al mismo tiempo el bien y el mal, de dejarse conducir al mismo tiempo por dos hilos misteriosos?”, se pregunta en su lecho de muerte.

Pongo como ejemplo el caso de Catalina, la esposa de Artemio: a pesar de odiarlo se casa con él. Se siente dividida al ignorarlo de día y por las noches gozar con él en la cama. Entonces se pregunta: “Dios mío, ¿por qué no puedo ser la misma de noche que de día?”. No sólo es dual y contradictoria, admite que se desconoce.

Ese desconocimiento de uno mismo es uno de los puntos medulares de la novela: casi a la mitad, en un pasaje narrado con maestría, una voz le recuerda a Artemio que, aunque existen partes de él mismo que no conoce, eso no quiere decir que no existan: “Esa arteria correrá manchada, espesa, encarnada, durante setenta y un años, sin que tú lo sepas. Hoy lo sabrás. Se va a detener. El cauce se va a secar”.

Como ocurre en el resto de sus novelas, Fuentes abre una brecha entre los personajes y el lector. ¿Cómo lo hace? Estableciendo un desafío: con frecuencia existen distintas explicaciones para el mismo hecho, lo que nos obliga como lectores a pensar y a cuestionar lo que aparece frente a nuestros ojos. Allí, en el salto de lo individual a lo colectivo, nos hace recordar que tal como el cuerpo no se compone sólo por aquellas partes de las que estamos conscientes, tampoco los laberintos del poder y de la historia se limitan a lo que vemos y oímos. Hoy que estamos en la antesala de una nueva elección presidencial, releer La muerte de Artemio Cruz es una excelente forma de afinar el pensamiento crítico.

Vicente Alfonso (Torreón, 1977) es autor, entre otros libros, de la novela Partitura para mujer muerta.




Las tres edades de Aura

La primera lectura fue en 2001. Vi una noticia en la televisión: un libro, una escuela de monjas, una maestra en apuros. Mi madre me comentó algo sobre el autor: Carlos Fuentes. El libro le faltaba el respeto a la religión y por eso fue censurado, comentó. La palabra censura sonaba diferente.

En la biblioteca de mi tía encontré el libro censurado y, como si estuviera a punto de realizar un acto muy peligroso, me aventuré a leerlo. No me escondí físicamente, aún recuerdo el sillón que hoy ha sido tapizado. Sabía que si me escondía sería más sospechoso. Escogí una hora en la que todos estuvieran lo suficientemente ocupados como para no enterarse de lo que hacía.

De esa primera ocasión recuerdo los sueños que tuve esa noche: una atmósfera húmeda y una oscuridad peculiar inclusive para las pesadillas. Todo eso resultado de la casa lúgubre de Donceles 815, una casa que se quedó a oscuras porque los edificios poblaron los alrededores. Cuando cerré el libro sabía un poco de nada: Consuelo de Llorente había contratado a Felipe Montero (¿o a mí?) para escribir las crónicas del capitán Llorente y tenía una sobrina, Aura (que servía riñones, nada más), un conejo llamado Saga (ici Saga), y sus ojos eran peculiarmente verdes.

Aura aparecía en el plan de estudios del primer año de preparatoria. Como muchos libros leídos en ese periodo, fue olvidado; comprado por todos porque la lista lo indicaba pero leído por casi nadie. Si a esto le añadimos la rebeldía adolescente, había un deseo ansioso por preguntar: “Carlos ¿quién?” El cuerpo tan hormonal y un canon impuesto eran como para volverse locos.

Al leer la novela cuatro años después logré entender las razones de la censura. Mi mente adolescente leyó convencida las escenas eróticas, tan repugnantes por la presencia de unos ojos que miraban. Sin embargo, Aura no logró impresionar a mis nada impresionables compañeros. No, ni el sexo, ni siquiera por sacrílego. La presencia de la religión en la novela era una razón muy grande como para mantenerse alejados de ella.

Diez años después de la primera, una tercera vez. Aura vuelve a protagonizar una pesadilla ansiosa. La viuda de Llorente me parece aún más repulsiva y tenebrosa con su sensualidad latente en su cuerpo infértil. Lejos de racionalizar aquel miedo infantil que me dejó sin dormir aquella noche, ahora entiendo por qué Aura no envejece: el que seas el protagonista de la novela genera una intimidad con la casa donde no hay tiempo y al parecer tampoco lugar. El miedo y el morbo la legitiman: los santos que observan, la fotografía de Consuelo y el gato, un edredón lleno de migajas, las ratas. Fuentes juega con la mente del lector y eso prolonga el efecto y lo evoca tantas veces como Aura sea leída.

Hay algo diferente en Aura esta última vez. Se lee diferente: el libro no posee esas letras apretadas de la segunda vez, ni el olor a viejo de la primera. Hace un mes salió de la imprenta la primera edición ilustrada que cambia una vez más la sensación generada. Dos colores: rojo y morado, no por nada colores litúrgicos. Ilustraciones que tienen mucho encaje: yo no imagino a Consuelo cubierta de encaje, yo sólo pienso en sus arrugas. El capítulo del clímax de la historia, aquel que generó la noticia (y censura) que me motivó a leer el libro, está en hojas moradas: lector, aquí está lo interesante, no leas más, aquí está el sexo.

Hoy no me parece necesario mencionar el nombre del autor de la novela, muchos como yo sólo hemos leído Aura. Lo que sí no hay que olvidar es el nombre de ella, de Aura, ¿o de Consuelo?, ni mucho menos que la belladona genera un delirio muy parecido a la vida.

Paola Gómez (Ciudad de México, 1990) es directora de la radio universitaria por internet Elocuencia 8080.

domingo, 26 de febrero de 2012

De la escritura como ausentamiento

26/Febrero/2012
Jornada Semanal
Julio Prieto

En un cuaderno inédito, hacia 1939, Macedonio Fernández anota: “Artistas: el inventor de colmos de Importunación –El extremador de redondeces.” En arte, según esto, habría dos posibilidades: a) importunar, perturbar inventando algo nuevo; b) agradar perfeccionando lo ya inventado. Dos extremos, dos programas para el arte: la ética de la invención, la estética del pulir y redondear. Claro que esos extremos –inventar, redondear– en cierto modo se dan en toda obra de arte. Por un extremo, la obra de arte se aproxima a lo “ilegible”, corre el riesgo de inventar hasta el punto de hacerse invisible, al diferir al futuro sus condiciones de inteligibilidad; por el otro, se expone a la redundancia, a agotarse en la nitidez de lo que meramente agrada en el presente. En las letras latinoamericanas (y más allá de ellas) pocos se entregaron al extremo de la invención de manera tan colmada de futuro como Macedonio Fernández.

Es sabido que en el siglo XX hubo un modo relativamente codificado de hacerse visible “importunando”: es lo que suele llamarse arte “vanguardista” –o bien eso que Octavio Paz denominara la “tradición de la ruptura”. La obra de Macedonio Fernández no es por cierto ajena a una voluntad de “importunar y perturbar” asociable a las vanguardias históricas, y de hecho tiene vínculos específicos con los movimientos de vanguardia que surgen en Buenos Aires hacia 1920. Pero no es menos cierto que su escritura pone en juego un arte de la invisibilización que no acaba de concordar con ciertas inercias –ciertas estridencias en el “hacerse visible”– típicas de los movimientos de vanguardia. Macedonio es, si se quiere, un vanguardista “ex-céntrico”: un irónico caballero porteño propenso a inventar “colmos de importunación”, así como a lo que en una de sus humorísticas semblanzas autobiográficas llama “una asiduidad de faltar casi enternecedora”. Como el personaje homónimo de su Museo de la novela de la eterna, Macedonio tiene algo de “inexistente caballero”: en él llaman la atención el ingenio y radicalidad inventiva de sus “artefactos de importunación” no menos que la sutileza con que pone en juego un arte del ausentamiento –cuestión no baladí en quien concibe la escritura como una suerte de disappearing act. Parafraseando a otro excéntrico escritor rioplatense, el Vizconde de Lascano Tegui, autor de una narración deliciosamente peregrina, De la elegancia mientras se duerme (1925), en Macedonio habría que hablar de “la elegancia mientras se importuna”.

Artefactos de importunación: la “novela que no comienza” –en sus varias versiones: la novela diferida por un interminable sucesión de prólogos (el Museo de la novela de la eterna), la novela que sólo comienza (Una novela que comienza–; el “título-texto” (es decir, el título que prescinde de un texto subsiguiente) o el “paréntesis de un solo palito” –recurso coherente con el programa de “escribir mal y pobre”–; la narración que aspira a “propinar un chichón en la frente del leer”, propósito inseparable de la drástica reducción (¿o ilimitada expansión?) de la literatura al logro de un momento de Conmoción Conciencial que desvanezca en el lector la ilusión del yo –punto en que la “ex-ficción” macedoniana se confunde con su escritura filosófica, y en particular con su tesis del “almismo ayoico”.

Mención aparte entre los colmos de importunación macedonianos merece el proyecto de histerización del espacio público que Macedonio pone en juego en los años veinte en su humorística campaña presidencial: proyecto de política-ficción en que la campaña electoral se solapa con la ejecución de una “novela salida a la calle” (una novela fugada del libro que es también el Museo de la novela, cuyo elenco de personajes “inexistentes” es encabezado por un “Presidente”, indisimulado alter ego del autor). En el capítulo 6 del Museo de la novela se enumeran algunas estrategias de “histerización”: diseminación aleatoria de objetos irritantes (escaleras de peldaños desiguales, peines con púas por ambos lados, cucharillas de café pesadas como armarios roperos, armarios roperos livianos como plumas), distribución municipal de “pelmazos”, gordos y cojos que entorpezcan el tráfico por las calles hasta un punto insoportable –todo lo cual haría inevitable el advenimiento de un Presidente redentor de tantas ignominias...

En cuanto al arte del ausentamiento, sería difícil no ver cómo la elusiva peripecia biográfica de Macedonio se confabula con su singular concepción de la escritura. De un lado, Macedonio pone en juego una figura autorial nomádica que se construye por así decir “en esfumato”, a partir de una peculiar dinámica de apariciones y desapariciones. Es una figura que hasta hoy forma parte de la mitología urbana de Buenos Aires y que empieza a esbozarse en 1920, cuando tras la muerte de su esposa, Elena de Obieta, Macedonio pasa de provecto ciudadano y pater familias a una vida de escritor vagabundo –una vida de pensamiento y escritura itinerante que transcurre entre oscuras pensiones y casas de amigos, entre la capital porteña y distintas localidades de provincia. Es la época en que entra en contacto con los círculos vanguardistas de Buenos Aires –la época en que comparte proyectos con Oliverio Girondo, Norah Lange, Xul Solar, Gómez de la Serna– y, crucialmente, la época en que inicia un intenso diálogo con Borges –momento decisivo que marca el punto de un cruce de ideas y visiones artísticas de largas consecuencias en las letras del siglo XX.

De otro lado (o por otra vertiente del mismo lado), Macedonio practica una suerte de escritura “en fuga”. En la visión macedoniana, la literatura interesa menos como técnica de representación que como una suerte de arte del desaparecer: lo que Macedonio llama Prosa de Belarte es algo en que se solapan un cierto ethos de la discreción criolla –“‘Cuanto menos bulto más claridad’ debe ser criollo, tiene gracia, disimulo”, anota en uno de sus cuadernos– y un ejercicio del humor como pensamiento del no-lugar. Es una práctica que continuamente pone a la deriva los lugares establecidos y que aplica un principio de descarrilamiento discursivo. En el Museo de la novela, Macedonio razona: “Todo en arte debe jugar, derogar”. Consecuente con esa idea, su escritura se especializa en el abandono del lugar y en el arte de trenzar “el hilo del tema con tema de otro hilo”: en ella continuamente estamos pasando de la ficción a la metafísica, de la metafísica al humor, del humor al desgarrón lírico o a la visión mística… Es decir, es una escritura que ostenta en alto grado la cualidad de umbralidad: una querencia por los pasajes y zonas de transición entre los discursos –por las zonas de penumbra cultural e institucional. De ahí su tendencia al cultivo de la escritura en forma de “inframínimos”, para tomar prestada la noción de Marcel Duchamp, otro notorio inventor de “importunaciones” que en 1918 vivió ocho meses en Buenos Aires sin que al parecer sus pasos se cruzaran con los de Macedonio (aunque sus visiones artísticas se crucen en tantos sentidos: desde la investigación de lo inframince a la propuesta de un arte “no retiniano” o lo que Macedonio llama “el etcétera en pintura”). Un arte de lo infratextual y lo paratextual (formas mínimas o marginales como el brindis, el chiste, el prólogo, la nota a pie de página) que Macedonio opone a la tradición de la “Tonelada Estética.” De ahí, también, la alacridad en la invención de microdisciplinas y formas discursivas “desaparecientes”: la Astronomía de Balcón o Astronomía Poca, la Estética de la Siesta, la Metafísica del Impensador, la Novelística “por fuera” del texto o la Sombrología, que define así en una nota publicada en 1948 en la revista cubana Orígenes: “Investigación del carácter por el perfil de sombra de la persona en las paredes.”

La elegancia del “importunar” y la escritura “en desaparición” son indisociables de una concepción del humor cuya sutileza y capacidad inventiva tal vez no tenga otro parangón en las letras modernas que el humor cervantino. Más allá del cultivo del chiste, el humor en Macedonio es un modo de pensar el lado de ausencia de las cosas, los continuos y paradójicos entrelazamientos del ser y el no ser. Un ejemplo clásico: “Fueron tantos los ausentes que si llega a faltar uno más no cabe.” Otro, que rescato de uno de sus cuadernos:

–Me parece que lo he conocido a Ud. antes.
–Por mi parte, no recuerdo.
–¿No sería en Tucumán, el año pasado?
–No, no puede ser porque allí no he estado nunca.
Queda reflexionando el otro; luego responde:
–¡Ah! Entonces, como yo tampoco he estado en
Tucumán, deben haber sido otros dos.


Macedonio es entonces un vanguardista peregrino: un anacrónico caballero criollo y quijotesco –un humorístico pensador de inexistencias cuyo ingenio “importunador” (cuya capacidad de conmover e inquietar), como el de aquel famoso y no menos “inexistente” caballero andante, radicaría en la fuerza perturbadora del anacronismo. El anacronismo tiene múltiples dimensiones en Macedonio, empezando por el hecho de iniciar su andanza literaria con una generación de retraso. Contemporáneo de Darío y Lugones (nacido en 1874, de hecho es un mes mayor que Lugones), Macedonio dejó pasar la brillante oleada del modernismo escribiendo oscuros ensayos de metafísica, y sólo iniciará lo que llama su “aventura de arte” una vez cumplidos los cincuenta años, estimulado por las propuestas de los jóvenes ultraístas. (El desinterés de Macedonio por el programa estético del modernismo no es de extrañar en quien se propusiera explorar en arte el “descompás” –un descompás acorde con lo “arrítmico” de la vida. La visión artística de Macedonio estaría resumida en la pregunta que le hace en cierta ocasión al musicólogo Carlos Paz: “¿Sería posible una música sin ritmo?”) Ese “destiempo” de la escritura es un elemento insoslayable de la invención macedoniana –en cierto modo podríamos hablar de un arte del retardo, así como Duchamp llama a una de sus obras: “retardo en vidrio”. Crucial en el anacronismo macedoniano es la dimensión prospectiva y utópica del destiempo que emerge en el proyecto de la “novela a venir”. Lo que llega con retardo está ligado a lo que se adelanta a su tiempo: la novela que no acaba de empezar, que se escribe en el modo de la promesa, en una serie de anuncios, fragmentos y primicias que conforman el mito de la novela macedoniana (de suerte que cuando en 1967, quince años después de la muerte de su autor, finalmente se publicó el Museo de la novela, no fueron pocos los que expresaron su sorpresa de que Macedonio, más allá de prometer la “Primera Novela Buena”, se hubiera tomado el trabajo de escribirla). Novela cuyo retardo no es ajeno al hecho de que en cierto modo sea una obra necesariamente póstuma: una obra de conclusión “imposible” que más allá de que su composición, como el Gran vidrio duchampiano o el Work in Progress, de Joyce, se extienda a lo largo de varias décadas (los primeros esbozos del Museo de la novela son de los años veinte, las últimas versiones de los años inmediatos a la muerte de su autor, en 1952), encontraría su realización en las distintas reescrituras de esa “novela a venir” que Macedonio deja abierta a las generaciones futuras –“la dejo libro abierto”, propone en uno de sus provisorios finales, en la esperanza de que futuros lectores sabrán escribirla mejor. Predicción que en más de un sentido corrobora la historia de la literatura argentina (si no buena parte de la latinoamericana), entre cuyas líneas más inventivas se encuentra la diversa actualización de la “novela a venir” macedoniana. Otro modo de decir que Macedonio, el “inexistente” caballero, sigue escribiendo en ausencia, sigue saliendo a aventuras de lectura y escritura –y a buen seguro seguirá extraviándose y extraviándonos por los invisibles caminos de la invención.

sábado, 18 de febrero de 2012

Recuerdo de Julián Meza

18/Febrero/2012
Laberinto
José María Espinasa

Julián Meza fue un gran amigo. Eso lo dicen incluso quienes se peleaban a tiro por viaje con él. Cuando lo conocí, hacia finales de los años setenta, venía de un prometedor inicio como novelista —había ganado, creo, una mención, en algún concurso, con la que sería su primera novela, El libro del desamor— y una militancia política más o menos a la izquierda de la izquierda, en el maoísmo de la época. De ambas cosas renegaba ya, ejercía una implacable crítica del dogma reflexivo y perseguía los ejemplares de la mencionada novela en las librerías de viejo para hacerlos desaparecer. Sin embargo, tanto el interés por el discurso político, un género de la ficción apasionante para él, como por la narrativa, que practicaría con singular éxito en textos como Un famélico en busca de salvación, La feria de los lacayos y La saga del conejo, no decaería nunca.

A principios de los años setenta vivió en Francia y adquirió un sólido conocimiento de su cultura y su realidad intelectual. Su perfil era, al menos por esa época, claramente afrancesado, sólo que resultaba extraño en esos años, cuando se prestaba cada vez menos atención al pensamiento galo, que parecía haberse detenido (para nosotros) en Lacan y Foucault, apenas con un poquito de Deleuze. En cambio, Julián nos hablaba de pensadores marxistas antidogmáticos y heterodoxos, como Claude Lefort y Cornelius Castoriadis, Kostas Papaioannou y Kostas Alexos. También de Cioran y la deslumbrante lucidez de un rumano —un bárbaro— que escribió en el mejor francés del siglo XX. La mirada de Julián era implacable y apenas sentía que un autor estaba ingresando en el discurso dominante lo abandonaba, no sin antes someterlo a una crítica feroz.

Ya hacia finales de los años setenta, o tal vez a principios de los ochenta, Julián regresó a México como abanderado de los nuevos filósofos franceses, luego de una breve “militancia” en la antipsiquiatría. Sus detractores lo llamaban Julián Mezá con afectado acento. Y sus amigos recogimos el mote con afán festivo justo cuando él ya se alejaba de los tópicos de esa nada nueva filosofía y regresaba desde otro ángulo a los maestros pensadores que tanto combatía. Julián descubría, además, a los escritores del Este, no sólo a Milán Kundera, y le hablaba de ellos a quien se dejara. Su curiosidad intelectual no se quedaba quieta y buscaba compartir aquellos autores que lo deslumbraban, lejos de guardarlos para consumo propio, como es común en la cultura mexicana. Nunca tuvo ambiciones de propietario, mucho menos de terrateniente intelectual. Si la labor de lectura define a un escritor, a Julián le quedaba el mote: era ante todo un lector.

Esa actitud tan vital y admirable fue, sin embargo, la que lo fue apartando de los círculos del poder literario. Si era reactivo ante todo poder ejercido es natural que a los poderes de facto, así fueran los literarios, les resultara incómodo. Esa lejanía no trajo como consecuencia una soledad en el medio intelectual, sino que se rodeó de amigos y terminó siendo más bien un escritor de mi generación, veinte años más joven, que de la suya. Por eso no me sorprendía escuchar la admiración que sentían por él sus alumnos en el ITAM, y de la claridad con la que exponía y comentaba los textos de su lectura más fiel y apasionada: Jorge Luis Borges. Sí me sorprendía, en cambio, ver que no sólo su literatura sino el propio escritor argentino, cuya persona cansada y cancina era la antítesis de Julián, le resultara tan apasionante.

Solía reunirse a comer o a cenar —era también un entusiasta del buen comer— alrededor de platillos cocinados por él mismo o por amigos, y aderezados con buenos y abundantes vinos. No pocas de esas reuniones terminaban como el rosario de la aurora. Para reencontrarse uno o dos días después como si nada hubiera pasado. Nunca se dejó contaminar por el rencor y el resentimiento. Siempre pensamos que el hígado acabaría pasándole la factura, y sin embargo fue un cáncer de pulmón el que acabó llevándoselo. Dejo aquí también constancia de otra condición extraña y entrañable de Julián: sabía ser también amigo de las mujeres, no sólo admirarlas sino tratarlas con cariño, ser receptivo a sensibilidades que a una cultura inevitablemente sexista le eran ajenas.

En los años ochenta, cuando fui editor de las publicaciones de la UAM en Difusión Cultural, literalmente lo obligué a recoger de revistas y suplementos sus textos y así armar Cándidos y tartufos, un libro excepcional que recoge sus pasos críticos antes mencionados. Con ese libro tuve el privilegio de iniciar una colaboración editorial que me llevó a publicarle cuatro libros más, incluida la reedición de Cándidos y tartufos, ya en Ediciones Sin Nombre, y a formar parte del selecto grupo de editores que fuimos además sus amigos: Joaquín Diez Canedo (Joaquín Mortiz y Fondo de Cultura Económica), Jesús Anaya (Planeta), Diego García Elío (El Equilibrista), Carlos González Manterola (Espejo de Obsidiana), Ana María Jaramillo (Ediciones Sin Nombre) y otros que se me escapan.

Hasta hace unos días seguíamos hablando con él de proyectos editoriales, la publicación de Sicilia, la piedra negra —que se había editado en España pero que prácticamente no había circulado en México—, un libro sobre Grecia que estaba por terminar, antologías sobre Blanchot, sobre Lefort, sobre Edgar Morin, una de sus últimas pasiones, conversaciones condimentadas por comentarios sobre nuestra triste realidad política y económica rematadas por las carcajadas escépticas que le fueron tan cercanas. Regresábamos a veces a Bataille o a Cioran. El talento de Julián como escritor está en su capacidad para volver el insulto un arte —como hizo en sus bestiarios—, pero también en su capacidad para elogiar sin reticencias, para celebrar en el sentido más pleno de la palabra, tal como celebró la vida.

domingo, 12 de febrero de 2012

Musil El hombre sin atributos y el filisteo burgués

12/Febrero/2012
Jornada Semanal
Annunziata Rossi

Para el entrañable Huberto Batis

I

En un capítulo de la segunda parte de El hombre sin atributos, del austríaco Robert Musil, uno de los numerosos personajes de la novela, el general Stumm von Bordwehr, conversando con el protagonista Ulrich Anders (anders: diferente, alusivo a su diversidad), expresa más o menos así su desconcierto respecto al industrial prusiano Dr. Paul Arnheim, otro personaje central de la primera parte de la novela: “No puedes imaginar lo avaro que es. ¡Perdona, más bien quería decir, con cuánta dignidad trata este género! Yo no tenía idea, por ejemplo, que diez centavos por cada tonelada de mercancías transportadas por ferrocarril, fuera un asunto por el cual [Arnheim] debiera de molestarse cada rato, citando a Goethe o la Historia de la filosofía.”*

Estas son líneas que de manera casi lapidaria definen al industrial alemán que, llegado al vértice de la riqueza y del poder, quiere dar una justificación espiritual a la posesión, al dinero. A lo largo de toda la novela Ulrich, alter ego de Robert Musil, reitera cómica y sarcásticamente la mistificación del industrial Arnheim que busca conciliar el alma con el capital, las ideas con el carbón, al comentar con humorismo las observaciones que el ingenuo o falso tonto Stumm le va haciendo.

Para el personaje de Arnheim, Musil se inspiró en una figura real de su tiempo, la del prominente industrial judío-prusiano, escritor y hombre de Estado, Walter Rathenau, quien fuera asesinado en 1922 por los freikorps nacionalistas, responsables también del asesinato de los dirigentes de la Liga Espartaco. No interesa aquí comparar a Paul Arnheim con el Rathenau de la realidad porque, para crear a sus personajes, Musil, al igual que otros escritores, acostumbraba tomar como modelos a muchos de sus contemporáneos que jugaban un papel importante en la cultura del tiempo, para abandonarlos después y construir figuras autónomas que son casi siempre personajes límite.

El hombre sin atributos acompañó a Robert Musil hasta su muerte, al igual que En busca del tiempo perdido a Marcel Proust. El protagonista, Ulrich Anders, es “el hombre sin atributos” que, al contrario de lo que podría suponerse, dispone de un exceso de cualidades, virtudes e intereses “verdaderos” –y a lo largo de su novela, Musil reitera con insistencia el adjetivo verdadero para oponerlo a lo no verdadero, a lo no auténtico–, es decir, los atributos no codificados por el conformismo y los intereses materiales de la sociedad burguesa. Según Ulrich, los atributos admitidos y exaltados en el mundo burgués son sólo abstracciones que toman el lugar de la persona que vale sólo en relación con lo que produce, y cuyas cualidades se evalúan por su capacidad de ganar dinero y poder. Por contribuir, en pocas palabras, con sistema social vigente. En este sentido, el “hombre con atributos” en la novela, resulta ser el rico industrial y constructor de cañones Paul Arn­heim, quien llena de sutilezas sus conversaciones sobre el alma. En fin, en la novela de Musil, la famosa frase griega de Protágoras, “el hombre es la medida de todas las cosas” se convierte en “el dinero es la medida de todas las cosas”.

II

Iniciada en l913 (un año anterior a la declaración de guerra de Austria a Serbia, que involucraría a toda Europa y llevaría a la caída del imperio austrohúngaro), El hombre sin atributos refleja y compendia la incertidumbre y desorientación del imperio austrohúngaro, las cuales explicarían en parte las oscilaciones y la paralela incapacidad de decisión y vacilaciones del protagonista Ulrich.

Ulrich Anders, hijo de un jurista de clara fama, entra a la vida seguro de estar destinado a “algo bello y grande”; en la vida busca una acción en la cual canalizar sus inquietudes sin lograrlo, justamente por el exceso de sus cualidades que lo mantienen indeciso, siempre en un estado de indeterminación entre una u otra cosa, de espera y de disponibilidad; por otro lado, su coherencia no le permite llegar a compromisos que su integridad detesta y rechaza, como veremos en su relación con Arnheim. De Ulrich, André Gide dice que es un hombre sin definición, y Pietro Citati lo define como “aquel cuyo destino se cumple no cumpliéndose nunca”. En efecto, Ulrich es el hombre potencial que no elige porque la elección significaría la exclusión de sus otros atributos y anularía la integridad de su persona. Por otro lado, sabe que lo que hoy es elección puede no serlo mañana, superada por el tiempo que en su fluir es mutable, así como mutable es la identidad humana. Escoger una carrera sería para Musil una amputación, lo que se aproximaría a “la barbarie del especialismo”, como Ortega y Gasset llama a la especialización en un capítulo de La rebelión de las masas. Formula su conflicto con estas palabras: “Un hombre que quiere la verdad se vuelve científico, un hombre que quiere dejar libre juego a su subjetividad se vuelve probablemente escritor, ¿pero qué pasa con un hombre que quiere algo intermedio entre los dos?” La respuesta es evidente: el ensayo, la experimentación, la búsqueda y, finalmente, la escritura que le permite mantener unidas sus múltiples cualidades para observar la realidad en sus múltiples aspectos. Para Musil la literatura se volverá, como observa justamente José María Pérez Gay en su exhaustivo ensayo sobre el escritor austríaco, “una forma de leer y actuar autobiográficamente la realidad” (El imperio perdido.)

En su recorrido, Ulrich pasa de una experiencia a otra. Luego de abandonar su inicial carrera militar, se dedica una temporada a la ciencia obteniendo con sus primeras obras gran éxito, la abandona después para dedicarse a la psicología y a la filosofía (como el mismo Musil, quien se doctora con una tesis sobre El análisis de las sensaciones entre físico y psíquico, de Ernst Mach), pero tampoco quiere vincularse con los filósofos, que son unos violentos, que no disponen de un ejército y por eso se adueñan del mundo encerrándolo en un sistema. Para saber qué quiere, Ulrich se concede un año durante el cual se le presenta en el camino la “Acción Paralela” –núcleo central de la narración– creada para festejar las celebraciones del emperador Francisco José, quien está por cumplir ochenta y ocho años de edad y setenta de gobernar el vasto imperio austrohúngaro. Compuesto por un aglomerado de países con tradiciones y costumbres heterogéneas, el imperio está minado por los movimientos irredentistas que amenazan su desintegración. Sin embargo, ese imperio agonizante es un país de genios, cuyo ocaso se acompaña con un florecimiento deslumbrante –desde la Checoslovaquia de Kafka y Rilke hasta la Bulgaria de Elías Canetti– en todos los campos de la cultura: narrativa, poesía, pintura, teatro, música, filosofía, ciencia, medicina y el nuevo psicoanálisis.

La crítica situación política del imperio hacía difícil e imposible la tarea que se proponía la Acción Paralela: encontrar una idea unificadora que simbolizara al espíritu, la esencia universalista del imperio. El germanista italiano Ladislao Mittner define la Acción Paralela como “el centro inexistente de la novela, cuyo sentido es no tener y no poder tener un centro; lo que logra es sólo presentar todos los aspectos contrastantes de la gran crisis europea, que se manifiesta con más evidencia en el ambiente político y cultural de Viena”. Clarisse, un personaje central de la novela de Musil, con una bella y acertada metáfora afirma más o menos lo mismo, la absurdidad de la búsqueda de un centro unificador. Si se pudiera seccionar toda nuestra vida, dice, tendría el aspecto de mi anillo –y se lo desliza del dedo para enseñarlo–, quiero decir que en el centro no hay nada, está vacío y, sin embargo, es el centro lo que cuenta. Ulrich también termina por abandonar la Acción Paralela que logrará manifestar lo fragmentario, lo absurdo, lo contradictorio de un mundo en desintegración, y que concluye demagógicamente con el trillado lugar común del “rearme para mantener la paz” y, asimismo, con la obtención de Arnheim de los campos de petróleo de Galitzia.

El encuentro Arnheim-Ulrich se realiza en Viena en vísperas de la primera guerra mundial, en casa de la prima de Ulrich, Hermelinda Tuzzi. Arnheim llega de la industrializadísima Alemania declarando con énfasis que quiere descansar del materialismo, del vacío racionalismo del mundo moderno, de los cálculos, etcétera, para gozar en Viena del encanto barroco de la antigua civilización austríaca (todavía ligada a una mentalidad aristocrática feudal, en un país poco industrializado y hostil a la industrialización). En realidad, el industrial constructor de cañones Arnheim esconde motivaciones inconfesables: quiere acaparar los campos de petróleo de Galitzia, y lo logrará, paradójicamente, mediante la Acción Paralela. Ulrich y el rico constructor de cañones Paul Arnheim, que llena de sutilezas sus conversaciones sobre el alma, representan dos polos opuestos que se enfrentan con desconfianza, aunque con la mundana educación de las personas civilizadas.

La contraposición entre Paul Arnheim, hombre de la realidad y de la acción, y Ulrich Anders, hombre de la búsqueda y, por ende, de la disponibilidad, del ensayo y de la experimentación, responde a la contraposición entre lo “real” y lo “irreal” posible, motivo central de la novela de Musil. Ya en la pieza teatral de Musil Los exaltados (publicada en 1921 y que obtuviera en 1923 el Premio Kleist) uno de los protagonistas, Thomas, anticipa el tema cuando declara que lo que acontece carece de importancia respecto a lo que podría acontecer.

La pasión de Arnheim por la bella Diotima –nombre que Ulrich da a su prima Hermelinda, para aludir irónicamente a la célebre Diotima, la única mujer que, entre tantos hombres, discute sobre la naturaleza del amor en El banquete, de Platón– trastorna su vida ya disociada. Empieza la colusión entre alma y negocios, entre amor y capital. Arnheim, que carece por completo de humorismo, teme el ridículo de un matrimonio tardío con una divorciada cualquiera (aunque exesposa de un alto funcionario del imperio). El industrial alemán es un hombre consciente de su responsabilidad y, al entregar su alma, puede sacrificar sólo los intereses pero no el capital, que tiende a la acumulación. Es decir, el dinero-poder se vuelve una cualidad “ontológica” que, incorporada en su sustancia humana, condiciona también sus relaciones eróticas; no le queda pues más remedio que sacrificar el amor, sin ser capaz de resolver el problema con sinceridad no sólo ante Diotima sino ante sí mismo, mistificando la renuncia con motivaciones nobles, espirituales y morales. El espíritu, en suma, se vuelve un hecho de consumo.

Empieza entre los dos enamorados, Arnheim y Diotima, el dueto –de opereta– de la renuncia, por supuesto espiritual. Se esfuerzan ambos por alcanzar los nobles modelos de la comunión platónica, intercambiándose lugares comunes, estereotipos entremezclados con miradas y suspiros que el pequeño gordo general Stumm von Bordwehr intercepta con interés. Ella musita: “¡Ah, poder encontrar una idea que nos salve!” (se refiere a la Acción Paralela, que ella dirige). Él, refiriéndose al amor que los une, exclama: “Sólo un puro, intacto pensamiento de amor nos puede liberar.” Y juntos, repiten: “Las almas se unen cuando los labios se separan”, concluyendo: “Vendrá el tiempo en que las almas se tocarán sin la mediación de los sentidos.” Estos suspiros amorosos se entremezclan con otros más prácticos, como la necesidad de llevar el pensamiento a la cumbre del poder, de conciliar el ánima con la economía. Bajo la influencia de Arnheim, la “colosal gallina” (como en cierto momento la llama Ulrich), declarará que la actividad comercial es poesía. Entre el capital y el amor que une a Arnheim y Diotima, el que triunfa, pues, es el capital, mismo que –quiere convencernos Arnheim–, es una fuerza espiritual.

Esta mediocre pareja hace resaltar la conmovedora belleza del sentimiento que unirá en la tercera parte de la novela a los dos hermanos gemelos Ulrich y Agathe. Agathe es el alma, la encarnación de las tendencias subconscientes y místicas de Ulrich, quien representa el lado intelectual, la exactitud; dos polos: alma-exactitud, sentimiento-razón, que se complementan y se funden a través del incesto –símbolo de la unidad primigenia, de la totalidad que anhela Ulrich– y cuyas interminables conversaciones sobre el amor –diálogos sagrados– constituyen, en la línea de Platón y del neoplatónico florentino Marsilio Ficino, unas de las más bellas páginas de la novela. El amor de afinidad –si se quiere, narcisista– será para ellos el medio para entrar en la utópica dimensión del reino milenario de la perfección, para unir alma y espíritu. En su diario de l930, Musil escribe que su poema “Isis y Osiris” (hermanos-esposos, según la costumbre egipcia) contiene in nuce toda su novela.

Compleja es, también, la relación que el industrial alemán sostiene con Ulrich, el hombre sin atributos. Arnheim, al que todos admiran o envidian, advierte que el otro no sólo no lo acepta sino que lo desprecia, porque Ulrich se da cuenta de los chanchullos del industrial-filósofo iluminado y manifiesta su aversión al filisteísmo alemán, aun queriendo –como él mismo dice– respetar “la fe nibelúngica”. A lo largo de la novela se siente una sorda antipatía de Ulrich hacia Alemania, cuyo programa pangermanista contrastaba con el universalismo europeo austríaco. Hay que recordar que Alemania, a su vez, había siempre considerado con espíritu crítico y con suficiencia el “epicureísmo”, la “sensualidad”, la frivolidad y la joie de vivre de la católica Austria, cuya capital continúa viviendo la turbulencia y el glamour de la belle époque.

III

Ulrich Anders es, por cierto, un irresoluto (el mismo Musil confiesa en sus diarios que el rasgo que más lo ha atormentado en su vida es la indecisión), pero no es un irresoluto por inercia sino por falta de “verdaderas” convicciones, y no abandona nunca la búsqueda. Su actitud de espera, de vacilaciones, de contradicciones ha sido a menudo comparada con la incapacidad de decisiones firmes que privaba en Austria, la Kakania de Ulrich, donde todo puede acontecer y nada acontece, un compendio de contradicciones que Ulrich subraya con humorismo. En Kakania se piensa en un modo y se actúa de otro: el país es liberal, pero el gobierno clerical, el parlamento “creado para ejercer la libertad queda cerrado para que no ejerza”. En Kakania se hace hoy lo que se deshizo ayer y se castiga hoy lo que se perdonó ayer. Le falta al país una línea de conducta coherente, porque no se sabe cuál puede ser; se vive al día, “se va tirando”, como dice un dicho italiano: “si tira a campare”.

Ulrich quiere y no quiere, al punto de que uno de los protagonistas lo acusa de ser un perfecto hijo de Kakania. Sus teorías disuelven todas las cosas en lo indeterminado. Y todo es indeterminado porque todo es confuso. Agathe le reprocha: “Me das consejos maravillosos y luego me preguntas si son válidos. La verdad en tus manos es una fuerza maltratada.” Clarisse, la protagonista que se volverá loca y querrá salvar al mundo, le lee un pasaje de Nietzsche sobre el empobrecimiento del hombre moderno por debilitación de la voluntad y le reprocha que, si es capaz de pensar algo, tiene que ser capaz de hacerlo. Pero Ulrich no quiere comprometerse con algo que no sea completamente coherente con sus ideas y, por otro lado, como se dijo, oscila frente a una toma de decisión que lo obligaría a un papel fijo en un mundo en transformación. A Gerda Fishel le dirá que él es hombre capaz de huir a lo largo del pararrayos y hasta por la más angosta cornisa, si no estuviese convencido de que todos los que intentan huir regresan al padre. A veces, en los momentos de desesperación, desea ser arrollado, en una lucha cuerpo a cuerpo, por los acontecimientos, incluso absurdos y delictuosos, con tal de que sean válidos. Hay que recordar que, inicialmente, Ulrich se identifica con el asesino y enfermo de la mente Moosbregger, otro personaje importante de la novela, sobre el cual Musil se anticipa, a la edad de diecisiete años, con Monsieur le vivisecteur. En El hombre sin atributos, Musil afirma ser Moosbregger. Él relaciona el arte con el delito, así como Thomas Mann lo relaciona con la enfermedad.

Al abandonar la Acción Paralela y a los protagonistas alrededor de ella, Ulrich se convence de que el mundo de la realidad no tiene sentido, que es insubstancial. Dice de su tiempo que es inepto, sin vida, sin amor, sin religión. Los hombres repiten por rutina comportamientos que en otras épocas respondían a pasiones, creencias ahora inexistentes, de las cuales sólo queda la cáscara, la apariencia desteñida de un mundo, en su momento, de vida auténtica, cuando la forma coexistía con los valores, con el contenido. Los actos de la vida se han vuelto gestos mecánicos, vacíos de contenido moral, sentimental, intelectual. El resultado es, como dice Claudio Magris, una “enciclopedia de negaciones”, en la que no falta ninguna de las voces que constituyen la realidad de su tiempo: voces desgastadas, escombros con los cuales la humanidad, incapaz de experimentar lo irreal, sigue conformándose.

Sin embargo, Ulrich sigue su búsqueda afuera del mundo de la historia. Si la realidad no tiene sentido, se dice, hay que abolirla. Hay que escoger lo esencial, el mundo de las puras posibilidades. Ulrich entrará a la experiencia mística sin abandonar la esperanza de que la fuerza que en el reino milenario se presenta para dos pueda ser reforzada hasta la tumultuosa comunidad de todos; porque la solución individual no basta para satisfacer su necesidad de totalidad, que implica la unión entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo individual y lo social.

Mucho se ha escrito de Ulrich como el hermano mayor de la larga progenie de ineptos, inadaptados, abúlicos, faltos de voluntad, de los irresolutos cuya reflexión prevalece sobre la acción siempre postergada: hombres lenti all’azione, como los llama Eugenio Montale, hollow men según otro poeta, T. S. Eliot.

Ahora bien, si Ulrich es el hermano mayor de esa progenie, nace espontánea la pregunta: ¿de quién es hijo, quién es su progenitor? Si vamos al siglo XIX, le encontramos un padre en Oblomov, de la novela homónima de Iván Goncharov publicada en l959. Por cierto, Oblomov no es un irresoluto, ni un intelectual lúcido como Ulrich, más bien es un alma cándida y sensible que, llena de esperanza y de ilusiones, termina por descubrir que no puede adaptarse a la vida productiva que considera banal y prefiere la vida mediocre y soñolienta de la provincia. Oblomov es el héroe de la renuncia y de la abulia, de las respuestas “¿para qué?” y “¿por qué?” a los amigos que buscan estimularlo a la acción. Su actitud de renuncia a la vida activa ha generado el término oblomovismo, síndrome de un fenómeno inminente que se manifiesta casi siempre en mundos en vía de desaparición o en crisis. Oblomov, con palabras que recuerdan las de Ulrich, lamenta que el mundo no tiene ni centro ni dirección; es decir, que marcha sin intenciones, y que los hombres duermen o están muertos, aun cuando se muevan todo el día en un inútil activismo sin contenido. En la novela de Goncharov encontramos a otro personaje opuesto a Oblomov y ligado a él por el cariño: es su dinámico y entrañable amigo de infancia Stolz, de origen alemán (no es Arnheim, por supuesto) que quiere atraerlo a la esfera del trabajo como el contenido más alto de la vida. Sin embargo, Oblomov, al igual que Ulrich, considera que el éxito, como contenido de la vida, es demasiado poco y que no tiene sentido luchar por él.

Coincidencia curiosa pero no fortuita: al retroceder tres años en el tiempo, encontramos del otro lado del Atlántico a un pariente de Oblomov: se trata de Bartleby, el enigmático y perturbador protagonista de la novela homónima de Hermann Melville. Bartleby, copista que cumple escrupulosamente con su trabajo, de repente rechaza con imperturbable aplomo el trabajo extra que se le pide, recurriendo a la fórmula: “Preferiría no hacerlo” (I would prefer not to), que deja asombrado a su jefe, el narrador de la historia. Bartleby terminará por “preferir” no trabajar del todo y “preferirá” permanecer instalado en la oficina, de la cual su jefe tendrá que mudarse para poder deshacerse de él… El síndrome de Bartleby, escribe Enrique Vila-Matas (“Bartleby y compañía”), es un mal endémico de las literaturas contemporáneas.

Sin embargo, creo que el síndrome de ese mal endémico se manifiesta mucho antes en el Hamlet del to be or not to be. En su Journal (julio de 1931), André Gide, al traducir la obra de Shakespeare, descubre algo que, él dice, no había sido notado antes: el joven príncipe danés había estudiado en la universidad alemana de Wittenberg y de la influencia de “la metafísica alemana dependería su carácter “germanizado”, de duda e indecisión. “Al regreso de Alemania –escribe Gide– él no puede más actuar; él raciocina. Considero pues a la metafísica alemana responsable de sus indecisiones.”

Me parece interesante añadir algo de lo que escribe Luigi Pirandello en un capítulo de su El difunto Matías Pascal. En un teatro de marionetas de Roma, durante una representación de la Electra, de Sófocles, el dueño de la casa donde se hospeda Matías Pascal bajo el nombre falso de Adriano Meis, pregunta a su huésped:

–Dígame, si en el momento culminante, cuando la marioneta que representa a Orestes está por vengar el asesinato de su padre, de repente se abriese una grieta en el techo de cartón del teatrito, ¿qué pasaría?

Matías, que no sabe responder, explica:

–¡Pero es muy fácil, señor Meis! Orestes quedaría terriblemente desconcertado por aquella grieta en el cielo. […] Sentiría todavía los impulsos de la venganza, querría seguirlos con ansiosa pasión, pero sus ojos irían allí, a esa grieta, de donde toda suerte de malos influjos penetrarían en la escena y dejaría caer los brazos. Orestes, en suma, se volvería Hamlet. Toda la diferencia, señor Meis, entre la tragedia antigua y la moderna consiste en esto, créame bien: en una grieta en el cielo de cartón del teatrito.

* Todas las citas son traducidas del italiano
(L’ uomo senza qualità, Einaudi, Turín, 1957).


domingo, 8 de enero de 2012

La palabra clara de Gabriela Mistral

8/Enero/2011
Jornada Semanal
Ximena Ortúzar

El nombre de Gabriela Mistral se vuelve universalmente conocido el 12 de diciembre de 1945, fecha en que recibe el Premio Nobel de Literatura, el primero para América Latina. Cincuenta y seis años antes –el 7 de abril de 1889– había nacido en Vicuña, pequeño pueblo del norte de Chile. Fue hija de Juan Jerónimo Godoy y de Petronila Alcayaga, quienes la llamaron Lucila. Su niñez, marcada por situaciones adversas –su padre abandona el hogar cuando ella tiene tres años y sus estudios primarios son interrumpidos por una injusta acusación de robo–, no anulan su férrea decisión de estudiar: nada ni nadie le cerrará las puertas del conocimiento.

Autodidacta, lee cuanto llega a sus manos. A los trece años tiene acceso a la magnífica biblioteca personal de un periodista. Se acerca así a los novelistas rusos, a los pensadores franceses, a los filósofos universales y a los grandes poetas.

A los quince años comienza a dar clases como ayudante en una escuela rural del poblado de Montegrande, donde su hermana Emelina es maestra.

En periódicos de la zona publica cuentos, poemas y artículos, firmados a veces como Lucila Godoy y otras con los seudónimos de Alma, Alguien y Alejandra Fussler. A los dieciséis se inicia como maestra rural en una escuela primaria de la ciudad de La Serena. Está capacitada para hacerlo, pero quiere legitimar su labor y obtener el título. Solicita el ingreso a la Escuela Normal de esa ciudad, pero es rechazada porque, a juicio del capellán de esa escuela, las ideas contenidas en sus escritos son “ateas y revolucionarias, incompatibles con la misión de formar niños.” Sin título, sigue como educadora.

Trasladada a la escuela de La Cantera, caserío cercano a La Serena, conoce a Romelio Ureta, empleado ferrocarrilero con quien, se cree, tuvo un breve romance mal correspondido. Tiene diecisiete años y sufre su primera decepción amorosa.

El 25 de noviembre de 1909 él se suicida. Ella escribe –en su memoria– los Sonetos de la muerte y con ellos gana –en diciembre de 1914– el primer premio de los Juegos Florales de Santiago, certamen de literatura organizado por la Sociedad de Artistas y Escritores de Chile. Los firma como Gabriela Mistral, seudónimo que adopta en homenaje a dos de sus poetas favoritos, Gabriele D’Annunzio y Frédéric Mistral, y que usará el resto de su vida. Tiene entonces veinticinco años. Sigue dedicada a la docencia y sigue escribiendo poesía.

Aunque en 1910 convalida sus conocimientos en la Escuela Normal N°1 de Santiago y obtiene, por su preparación y experiencia, el título oficial de Profesora de Estado, sus colegas no la reconocen como tal. Recorre el país enseñando, de norte a sur. En 1918 Pedro Aguirre Cerda, ministro de Educación –que en 1936 será presidente de la República–, le concede el título honorífico de Profesora de la Lengua Castellana y la nombra directora del Liceo de Punta Arenas. Dirigirá después un liceo en Temuco y otro en Santiago. Pese a sus avances, no está conforme. Nada le ha sido fácil en Chile. Y no lo será.

México, alternativa y desafío

Sin haber publicado un libro, sus versos recorren América Latina y llegan a Europa. Su prestigio como educadora crece también. En 1922, José Vasconcelos, secretario de Instrucción Pública, la invita a México para integrarse al proceso de la primera reforma educativa de grandes dimensiones tras la Revolución mexicana, con una misión concreta: alfabetizar. Gabriela Mistral tiene treinta y tres años. Chile vive tiempos de “ausencias y abandonos”. Decide alejarse y ser, ella misma, “La Extranjera” que describe en su poema de ese nombre.

México le ofrece la invaluable oportunidad de desarrollar en plenitud su idea de un quehacer educativo innovador, que intentó en las escuelas rurales chilenas y para el cual no tuvo apoyo. Esa invitación es una alternativa y un desafío. Asume el compromiso y se entrega plenamente a la labor educacional. Va en busca de quienes necesitan saber leer y escribir; lo hace “en trenes de locomotora a vapor, entre revolucionarios, en carreta tirada por caballos o bueyes... y sin miedo al vértigo [cruza el país] en los primeros aeroplanos”.

Aporta a México el sistema básico de enseñanza de las primeras letras en comunidades de campo y marginales –creado por ella y hoy vigente en toda América– y sugiere la creación de la Escuela Nocturna para trabajadores, que experimentó en Punta Arenas, ciudad austral de Chile, entre 1918 y 1920.

En México escribe –a solicitud de Vasconcelos– Lecturas para mujeres, editado por la Secretaría de Educación en 1923; una recopilación de textos para las alumnas de la escuela que ha fundado y donde enseña. Está segura de que la mayoría de ellas no continuará sus estudios. Se trata, dice, de “darles en esta obra una mínima parte de la cultura universal, que no recibirán completa y que una mujer debe poseer”.

En 1924 parte rumbo a Estados Unidos, donde su libro Desolación ha sido publicado dos años antes, para seguir luego a Europa. A bordo del barco Patrie, escribe:

Desde la otra orilla, la ajena, yo miro con el espíritu, yo recojo en una gran bebedera de recuerdo, el país que he recorrido con los trenes trepidantes o con el paso lento de mi caballo de sierra, México, el territorio trágico y suave a la vez, donde un pueblo parecido al nipón vive en cada día la cordialidad y la muerte. Y esta mirada mía, recogedora de cuarenta panoramas, me lleva al corazón una oleada de sangre calurosa.

Gracias a México, por el regalo que me hizo de su niñez blanca; gracias a las aldeas indias donde viví segura y contenta, gracias al hospedaje, no mercenario, de las austeras casas coloniales, donde fui recibida como hija; gracias a la luz de la meseta, que me dio salud y dicha; a las huertas de Michoacán y de Oaxaca, por sus frutos cuya dulzura va todavía en mi garganta; gracias al paisaje, línea por línea, y al cielo, que como en un cuento oriental, pudiera llamarse siete suavidades.

Pero gracias, sobre todo, por estas cosas profundas: viví con mi norma y mi verdad en esa tierra y no se me impuso otra norma; enseñando tuve siempre el señorío de mí misma; dije con gozo mi coincidencia con el ambiente, muchas veces, pero dije otras mi diversidad. No se me impuso forma de trabajo: tuve la gracia de elegirlo; cuidaron de no darme fatiga, tal vez porque me vieron interiormente rendida; nada de la patria me faltó, y si la patria fuese protección pudorosa, delicadísima, México fuera patria mía también.

Nada la detuvo, nada la cambió

Trabajar a los quince años de edad –desde 1904– dejará huella en Lucila. En Chile y en América, las mujeres luchan por su derecho al voto. Ella apoya sus demandas y va más lejos: pide igualdad salarial para hombre y mujeres que realicen igual trabajo. Defiende los derechos de los trabajadores, de los indígenas, de los campesinos. Aboga por una reforma agraria y por educación pública universal. Todo esto ocurre en el primer cuarto del siglo XX.

En 1925, invitada a participar en el Consejo Nacional de Mujeres, advierte que aceptará si participan también las sociedades obreras, para reflejar la realidad de las clases sociales de Chile. Dice: “La clase trabajadora no puede ser menos de la mitad de los representantes en una asamblea cualquiera, ella cubre la mitad de nuestro territorio, forma nuestras entrañas y nuestros huesos. Las otras clases son una especie de piel dorada que la recubre.” Muchos años después, enaltecida y laureada, reitera: “La clase dentro de la cual me siento, aquélla de la que espero más y a la que amo de corazón es la clase obrera.” No aceptó límites a sus propósitos, ni renunció a su esencia.

Consagrada por el Premio Nobel, reconocida a nivel internacional, editada en múltiples idiomas, homenajeada y honrada con cargos diplomáticos –es la primera mujer chilena en ejercerlos–, Gabriela Mistral sigue fiel a los principios que la llevaron, por intuición primero y por conocimientos después, a apoyar causas nobles y a denunciar injusticias.

Sigue con interés cuanto ocurre en el mundo. Mantiene correspondencia y amistad con intelectuales y líderes de diversos países. Define posiciones. Famosa y respetada, utiliza sus tribunas para apoyar abiertamente la lucha de Augusto Sandino contra la intervención estadunidense en Nicaragua. Afirma: “El general carga sobre sus hombros vigorosos de hombre rústico, sobre su espalda viril de herrero y forjador, con la honra de todos nosotros.” Y urge –en numerosos artículos de prensa publicados entre 1928 y 1930– a apoyar al que llama “pequeño ejército loco de voluntad de sacrificio”. Sandino la nombra “abanderada intelectual del sandinismo, benemérita del ejército de liberación”.

Se opone con fuerza al fascismo desde sus inicios. Critica a Mussolini, adhiere a la causa republicana durante la Guerra civil española y dona los derechos de autor de su libro Tala a los albergues catalanes para niños vascos huérfanos o desplazados por las fuerzas de Francisco Franco. No vuelve jamás a España.

En 1950, desde Veracruz –donde es cónsul de Chile– publica “La palabra maldita”, texto que recorre el mundo, en plena Guerra fría. Habla de la paz, “este vocablo tachado en los periódicos, este vocablo metido en un rincón, este monosílabo que nos está vedado como si fuera una palabra obscena”. Entretanto, escribe sin cesar: 379 poemas suyos son publicados. Hoy se sabe que existen al menos otros 150 inéditos.

Después de viajar por el mundo, se establece en California. Regresa brevemente a Chile en 1954 y recibe múltiples homenajes con sabor a desagravio: Desolación se publicó allí un año después que en Estados Unidos; el Premio Nacional de Literatura le fue otorgado seis años después de recibir el Premio Nobel.

En 1923 se erige en México una estatua de Gabriela Mistral en la escuela-hogar que lleva su nombre, décadas antes de que algo similar ocurra en Chile. En ese viaje y en ese año se publica el libro Lagar, la única de sus obras cuya primera edición es editada en Chile. (Su último libro, Poema de Chile, se publicará en 1967, diez años después de su muerte.) Su país, al que llenó de gloria, le ha sido esquivo.

Sabe que no regresará. Dispone en su testamento que todos los derechos de sus obras que se publiquen en Sudamérica sean destinados a los niños de Montegrande, donde se inició –cincuenta y dos años antes– como maestra rural.

Gabriela Mistral encarna lo que dice en sus versos y muere en tierra ajena, “de una muerte callada y extranjera”, el 10 de enero de 1957, en Nueva York.