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lunes, 12 de mayo de 2014

Biografía compartida

Mayo/2014
Nexos
Carlos Fuentes

Por primera vez, supe de Gabriel por Álvaro Mutis, quien en los años cincuenta me regaló un ejemplar de La hojarasca. “Esto es lo mejor que ha salido”, me dijo, sin preciar, sabiamente, tiempo y espacio.
Yo dirigía, entonces, con Emmanuel Carballo, la Revista Mexicana de Literatura y en ella publiqué textos  —grandes textos— del admirado pero ausente García Márquez: “Los funerales de la Mamá Grande”, “Monólogo de Isabel…”.
Regresé en 1963 de un viaje a Europa y Gabriel ya estaba en México. Nos presentó Berta Maldonado y  el flechazo fue instantáneo. La simpatía, la gracia y la sabiduría inmediatas de la presencia de Gabriel en el mundo se fueron multiplicando en el descubrimiento de intereses comunes, filias y fobias, visiones y versiones, lugares públicos y rostros privados, hasta cumplir treinta años de amistad que, como lo ha dicho él, constituye también una biografía compartida en la cual los capítulos suyos y los míos casi pueden barajarse, intercambiarse y confundirse bajo títulos tan sugerentes como Perdidos en Churubusco, La Primavera de Praga, El extraño caso de las visas negadas, La balada de las damas de los tiempos pasados, Mil domingos en San Ángel, Un corrido a dos voces o A punto de morir en el sauna.
Se nos han extraviado, en este cambalache cordial, personajes y textos. Un cierto coronel Gavilán que se me perdió en La muerte de Artemio Cruz reapareció nuevecito en Cien años de soledad, y un cálculo desteñido y atado con cintas tricolores de El general en su laberinto aparece, escrito 1821, en La campaña.
Cuando en 1965 recibí y leí en París las primeras cuartillas de Cien años de soledad me senté sin pensarlo dos veces a escribir lo que sentí: acababa de leer la Biblia latinoamericana; saludaba, además el genio conmovedor y cálido de uno de mis más queridos amigos.
Y recordaba por si fuera poco, un célebre dicho de Gabriel un día que rodábamos juntos de Cuernavaca a Acapulco: todos estamos escribiendo la misma novelota latinoamericana con un capítulo colombiano mío, un capítulo mexicano tuyo, el argentino de Julio Cortázar, el chileno de Pepe Donoso, el cubano de Alejo Carpentier…
Porque este es el punto: Gabriel ha sido acompañado a lo largo de su vida por el cariño de sus cuates. Todos hemos celebrado sus inmensos triunfos como éxitos propios; todos le hemos dado aplausos públicos que, como él dice, “ojalá fueran votos”. “La vida sería distinta”, y lo es. El aplauso privado que le tributamos es más permanente, más hondo, más cariñoso, que cualquier reconocimiento público.
Cien años más, otros cien  encima de ésos, le deseo hoy. Y del primero que se vaya, podremos decir como dijo Gabriel al enterarse de  la desaparición de otro amigo que  los dos quisimos entrañablemente,  el gran cronopio Cortázar. “No es cierto, no se ha muerto”. Porque existen complicidades amistosas  que no se acaban nunca.
México, D.F., 18 de febrero de 1992

Tomado de Gabriel García Márquez. Testimonios sobre su vida. Ensayos sobre su obra (selección y prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda), Siglo del Hombre Editores Ltda, Colombia, 1992.

sábado, 27 de agosto de 2011

Estirpe de novelistas

27/Agosto/2011
Babelia
Carlos Fuentes

Cristóbal Colón vio las sirenas del Caribe en 1495 aunque dice que "no eran tan hermosas como las pintan". En cambio, Diego de Rosales las ve "bien agestadas, con cabezas y crines largas" y al zambullir, noté "cola y espaldas de pescado". Fernández de Oviedo abunda en la descripción de maravillas. Tiburones "que tienen el miembro viril o generativo... cada uno tan largo como desde el codo... a la punta mayor del dedo de la mano". Las sorpresas abundan en estas primeras Crónicas del Nuevo Mundo. Cocuyos que iluminan las noches. Tortugas con nidadas de mil huevos. Perlas negras. Salamandras ardientes y frías a la vez. Es la noche de la iguana, exclamó Cieza de León.

Europa necesitaba un mundo nuevo que colmara sus ansias de fantasía. Pero si la narrativa de las Américas se inicia con la imaginación mítica, Bernal Díaz del Castillo pronto la ubica en la conquista épica. Su Conquista de la Nueva España se inicia con acento mítico: México-Tenochtitlán se parece a "los encantamientos... en el libro de Amadís". Pronto, el asombro del descubrimiento es vencido por el clamor de la conquista. Una victoria llena de dudas, pues Bernal nos describe la destrucción de un mundo al que ama por otro mundo al que obedece. Su libro es la memoria de la juventud de un hombre maduro, olvidado y ciego. El mito ya es épica.

Ambos -mito y épica- serán silenciados por las prohibiciones de la Corona. La "historia oficial" sustituye a la imaginación épica mítica y la obligación de los súbditos del rey es callar y obedecer, dice el virrey de México, marqués de Croix. Sólo que junto con los "libros de los valientes", descubridores y conquistadores, llegaron las ideas de la época, secretas a veces, creciendo a pasos largos y lentos. La idea de América coincide con la Utopía de Tomás Moro, que Vasco de Quiroga quería recrear en Michoacán. Coincide con El príncipe de Maquiavelo, que parecería el abecedario de los conquistadores: no digas, haz. La descendencia literaria de Maquiavelo se encuentra en el Tirano Banderas de Valle-Inclán, los Archivos de Gallegos, el Pedro Páramo de Rulfo, el patriarca de García Márquez y, en su versión moribunda y final, en el Trujillo de Vargas Llosa. Genio y figura hasta la sepultura.

Menos obvia, más profunda, es la herencia erasmista en América. Visible en la arquitectura colonial de Aleijadinho en Ouro Preto o de Kondori en el Alto Perú, es en la poesía de sor Juana Inés de la Cruz donde la influencia erasmista es más cierta:

En dos partes dividida

tengo el alma en confusión:

una, esclava a la pasión,

y otra, a la razón medida.

¿Pasión? ¿Razón? ¿En dónde estaba entonces la fe? Si en estas condiciones el cuestionamiento propio de la novela no era posible, sí lo fue la historia que empiezan a contar, con definiciones nacionales, Clavijero en México y Molina en Chile, jesuitas expulsados de los reinos que para ellos ya eran naciones distintas de España. Es natural que a partir de las guerras de independencia (1810-1821) los historiadores se encargaran de decir lo no dicho: Lastarria y Bilbao en Chile, Mora en México y, sobre todo, Andrés Bello, el venezolano aclimatado en Chile y fundador de su Universidad, y Domingo Faustino Sarmiento, cuyo Facundo es, acaso, el libro definitivo del siglo XIX latinoamericano. Sarmiento consagra la confusión de géneros (como El Quijote): es biografía, geografía, historia, política.

La novela de la independencia la inaugura el mexicano Fernández de Lizardi con El periquillo sarniento (1816) y prolongan el género varios escritores sumamente influidos por el romanticismo, el realismo y, al cabo, el naturalismo europeos. La gran excepción se da en Brasil y se llama Joaquim Maria Machado de Assis, cuyo Blas Cubas (1881) recupera la tradición cervantina de la mezcla de géneros, el humor, el héroe menor, las ilusiones y el engaño, así como la crítica del libro dentro del libro y el cuestionamiento de la autoría.

La novela realista y documental aún tendrá momentos importantes en la obra de Rómulo Gallegos y en los novelistas de la revolución mexicana. Pero dos de estos, Agustín Yáñez y Juan Rulfo, habrían de cerrar el ciclo con obras que a un tiempo tratan de un tiempo histórico (la revolución mexicana) y la trascienden con, más que, aunque también, la novedad del estilo, la estructura y la intención. Al filo del agua y Pedro Páramo cierran un capítulo temático (la revolución), pero abren un capítulo de la escritura como arriesgada búsqueda de lo no dicho antes. Así, la historia que nos contaron en el siglo XIX se convierte en la historia que nadie había contado antes: la pasión de Pedro Páramo por Susana San Juan, la soledad inmensa de los pueblos de Yáñez, la duda acerca del tema fundador: ¿quién es mi padre, quiénes son mis madres?

El heredero mayor de Machado de Assis es Jorge Luis Borges, quien da el paso de más. El universo aspira a la totalidad pero sólo lo explica la excepción. El Aleph es todos los espacios. Funes es todas las memorias, y la Historia universal de la infamia es todas las historias. Sólo que cada "absoluto" borgiano es vencido desde adentro por un amo personal (Beatriz Viterbo en El Aleph), por una disminución del absoluto (Funes) o por la particularidad excéntrica (La infamia). Al cabo, en Pierre Menard, Borges reescribe El Quijote, línea por línea, palabra por palabra. Sólo que la intención es distinta.

Más corrosivos, más libres, en cierto modo, del juego borgiano son Juan Carlos Onetti y Julio Cortázar. Onetti, en La vida breve, triplica al protagonista sin perder la diferencia entre los tres. Y Cortázar, en Rayuela y en sus cuentos, sólo emplea la diferencia entre las dos orillas (Europa-Argentina) para indicar, al revés de Borges, la universalidad de la diferencia. Los tiempos simultáneos de una operación quirúrgica hoy y de un sacrificio ayer nos hablan de este acierto cortazariano: lo diferente puede ser simultáneo o al revés.

Hablo aquí de los contemporáneos de Borges. Bioy Casares y José Bianco, pero sobre todo de sus descendientes, Tomás Eloy Martínez, Sylvia Iparraguirre, Ricardo Piglia, Luisa Valenzuela y Matilde Sánchez. La literatura más variada y fervorosa de la América española es la argentina. La más sui géneris (como el país mismo) es la chilena. País de poetas (Neruda, Huidobro, Mistral, Parra), la narrativa moderna arranca con José Donoso y Jorge Edwards y prosigue hoy con Isabel Allende, Arturo Fontaine, Antonio Skármeta, Sergio Missana, en tanto que en Perú, después de la gran obra de Mario Vargas Llosa, que va de La ciudad y los perros a El sueño del celta, se refundan los derechos no sólo de la imaginación, sino de la expansión, simultaneidad y precipicios de la lengua. Santiago Roncagliolo es un ejemplo.

Más arduo ha sido el problema de los jóvenes novelistas de Colombia. García Márquez es, a un tiempo, referencia, calidad y estorbo. Lo significativo de Gabo es que con Cien años de soledad recogió las grandes tradiciones de la selva y el campo para transformarlas en una narrativa doble, que por el hecho de serlo, disminuye a las anteriores. Porque el secreto de Cien años de soledad es su doble narración. Los Buendía son objeto de una primera narración que resulta, al cabo, ser la falsa narración del verdadero narrador, el taumaturgo gitano Melquíades, anuncio, en sí, de una serie de narraciones continuas anteriores, imaginables, imposibles, olvidadas y deseadas.

Heredar semejante excelencia es el problema de Santiago Gamboa y de Juan Gabriel Vásquez. Ambos superan la tradición, claro está, con nueva creación. El síndrome de Ulises de Gamboa o Historia secreta de Costaguana de Vásquez no niegan lo que heredan, pero saben que el parricidio puede ser un renacimiento.

La literatura mexicana, superada la fatalidad agraria por el arte de Yáñez y Rulfo, se ha centrado en la vida urbana (Villoro, Enrigue) aunque también en el pasado como memoria de la actualidad (Solares, Celorio, Lara Zavala). El punto de renovación, sin embargo, fue el Farabeuf o la crónica de un instante (1965) de Salvador Elizondo, antecedente extremo de una imaginación tan liberada que ella misma es su única frontera. Las "prohibiciones" nacionalistas del pasado fueron superadas, pos-Elizondo, por el grupo autodenominado El Crack y su compañero Xavier Velasco. La literatura escrita por mujeres (que no literatura femenina) ha acompasado este cambio.

Regreso adonde empecé: el Caribe, cuna de nuestra cultura. Son dos de sus novelistas mayores en castellano, ya que el Caribe es región de muchas lenguas y muchos perfiles. Del Caribe son William Faulkner y Jean Rhys, Édouard Glissant, Saint-John Perse, Derek Walcott y Aimé Césaire. También, y cubanos, Alejo Carpentier y José Lezama Lima.

Lezama, poeta (Enemigo rumor, 1941) y ensayista (La expresión americana, 1957), escribió una de las más difíciles y complejas novelas latinoamericanas, Paradiso (1966). Hablo de ella por muchos motivos. La riqueza del lenguaje, las formas proteicas del libro, su atrevimiento mayúsculo en todo lo necesario para crear la obra mayor del barroco literario latinoamericano. Se recomienda leer primero a Luis de Góngora y Argote ("no puede durar el mundo... que suena a vidrio quebrado y que ha de romperse presto") y un poco a Francisco de Quevedo ("abuelo de los dinamiteros", según César Vallejo). Dura el mundo sin embargo, a pesar de los dinamiteros y el vidrio quebrado. ¿Hermético, metafórico, neoplatónico? Lezama descubre sus propias claves, y las nuestras, en un ensayo fundador de nuestra cultura, La expresión americana, donde todo lo que parecía lugar común reaparece como luminoso renacimiento: la cultura como destino porque tiene orígenes, la literatura como alusión de la realidad, la imagen como relación. Todo lo que creíamos saber de la América española, nos pide Lezama, debemos repensarlo y aun así no lo conoceremos del todo, jamás.

El otro gran cubano es Alejo Carpentier. Como Lezama, Carpentier redescubre un mundo nuestro. Lo coloca en la historia (Guerra del tiempo, El siglo de las luces), en el drama político (El acoso), en la imaginación de las culturas (El reino de este mundo), en la parodia voluntaria (Concierto barroco) y en un audaz remontarse al origen de la vida en Los pasos perdidos. Quizás ésta sea la novela clave para entender la obra de Carpentier. Una novela contiene a todas las novelas porque toda literatura, aunque no lo sepa, es idéntica a su origen más remoto. Y éste, en Los pasos perdidos, es el primer fuego en la montaña, la primera palabra en la selva, el primer baile ceremonial para celebrar el origen (siendo el origen sin saberlo). Majestuosas creaciones literarias las de Carpentier. La negra magia religiosa de Ti Noel. La magia negra política de Víctor Hugues. El derecho a la resurrección en Guerra del tiempo. El derecho al amor de Sofía y Esteban del narrador y la narrada en Los pasos perdidos. La soledad del perseguido acompañado sólo por la música de Beethoven en su acoso. Y un poder solitario, resuelto por un dictador latinoamericano que en su apartamento parisiense necesita unas palmeras y un perico para sentirse "en casa" (El recurso del método).

Incluyo en este libro a dos autores que parecerían (y son) atípicos. La brasileña Nélida Piñon, porque es gallega de origen y más cercana a este volumen que sus grandes antecedentes Jorge Amado, Clarice Lispector y João Guimãraes Rosa. No nos entenderíamos sin Brasil y Brasil no se entendería sin nosotros. Por eso, además, de Nélida, hablo en este libro de Aleijadinho y de Machado de Assis, y en cuanto a Juan Goytisolo, si escribe en castellano, habla también en hebreo y árabe. Ateo de cultura cristiana y heredero, nolens volens, de Grecia y Roma. Es nuestro porque señala como nadie nuestra heredad, en este volumen evocada.

Canon siglo XX

- El Aleph

Jorge Luis Borges

- Los pasos perdidos

Alejo Carpentier

- Rayuela

Julio Cortázar

- Cien años de soledad

Gabriel García Márquez

- Paradiso

José Lezama Lima

- La vida breve

Juan Carlos Onetti

- Noticias del imperio

Fernando del Paso

- Yo el supremo

Augusto Roa Bastos

-Pedro Páramo

Juan Rulfo

-Conversación en La Catedral

Mario Vargas Llosa

-Santa Evita

Tomás Eloy Martínez

Canon siglo XXI

-Historia secreta de Costaguana

Juan Gabriel Vásquez

- En busca de Klingsor

Jorge Volpi

-Oír su voz

Arturo Fontaine

-El desierto

Carlos Franz

- Las muertes paralelas

Sergio Missana

-Amphitryon

Ignacio Padilla

-El síndrome de Ulises

Santiago Gamboa

-Abril rojo

Santiago Roncagliolo



jueves, 5 de agosto de 2010

Onetti

Agosto/2010 Nexos
Carlos Fuentes

Hago una pausa biográfica para recordar a Juan Carlos Onetti en Montevideo. Vestía pijama y bata de baño. Vivía con su esposa. Tenía una mirada dormida, ausente, y un verbo despierto, presente. La esposa se enfadaba con él.
—Dejá el vaso de whisky. Trabajá.
Onetti, sin soltar el vaso, me indicaba que saliéramos. Lo acompañé. Con bata, pijama y vaso, llegamos a otra casa situada a cuadra y media de la primera. Allí vivía la amante de Onetti.

Él contaba su biografía. Había sido portero, mesero, billetero de eventos deportivos. Luego vendió falsos Picassos. Muchos creían que era irlandés y se llamaba “O’Netty”. Él se dejaba querer...
—Dejá el vaso de whisky— dijo ahora la amante y juntos regresamos al hogar de Onetti, a cuadra y media de distancia.

Volví a encontrarlo en Nueva York. Durante una famosa reunión del P.E.N. Club convocada por Arthur Miller. La estrella era Pablo Neruda, admitido en los EE.UU. gracias a las gestiones de Miller en contra de las “listas negras” que el gobierno de Washington había fabricado y que incluía a partidarios de un “segundo frente” contra Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Algunos escritores latinoamericanos resentían el estrellato nerudiano. Onetti no: iba a todas partes, se fotografiaba con Neruda, el mundo se le resbalaba, iba a conferencias y desconcentraba al conferenciante omiso o equivocado con un grito súbito.
—Y Shakespeare, ¿qué?

Cuento lo anterior para situar a Onetti en un reino muy particular del humor, que es el del Río de la Plata. Hablo aquí de Borges y de Bioy, de Blanco y de Cortázar. Siendo de esta familia, Onetti lo es más de la casa de Roberto Arlt, en la medida en que ambos son, declaradamente, escritores porteños, y Buenos Aires es una ciudad única: no se parece a nada porque es de todas partes. Buenos Aires es ciudad española pero también italiana. Es ciudad judía, rusa y polaca. Es ciudad de putas francesas y padrotes que las acompañan. Es la ciudad del tango y el tango sólo se parece a sí mismo. No sólo es “un pensamiento triste que se baila” (Borges). También es un melodrama arrabalero, en el que la alegría no muestra la cara y a lo sumo “Uno busca lleno de esperanza...”. Sólo que la esperanza muere “triste, fané y descangallada” en madrugadas de cabaret. Admirable esfuerzo el de la gran Tita Merello para darle humor al tango. Sólo le da más extrañeza.

Onetti trasciende estas “influencias” porque ni influye ni es influyente. Crea, y al hacerlo continúa y lleva más allá a una tradición. El escritor pertenece a una tradición y la enriquece con una nueva creación. Se debe a la tradición tanto como la tradición se debe al creador. La cuestión de las “influencias” pasa a ser, de este modo, parte de la facilidad anecdótica.

Entonces Céline se hace presente: la prosa del peligro inminente, la amenaza aplazada, el crimen y la transfiguración. La truculencia. Lo que no hay en Onetti es el antisemitismo de Céline: Onetti tiene demasiado humor para ser ideólogo racista. En cambio, admite la ya citada tradición porteña de Arlt. Sólo que amplía de manera magistral el escaso registro anterior y despliega una verdadera sinfonía del Río de la Plata en sus dos orillas, Buenos Aires y Montevideo. Sólo que la música casi no se escucha porque la metrópoli de Onetti es un pueblo del río, la modesta Santa María, tan modesta como el Yoknapatawpha de Faulkner o la Aracataca de García Márquez. Y es que la ubicación en lo mínimo permite la expansión a lo máximo y Onetti crea una “saga de Santa María” que incluye novelas como La vida breve (1950), El astillero (1961) y Juntacadáveres (1965).

Me limito a La vida breve porque es no sólo el inicio de la saga, sino porque aquí Onetti libera toda su imaginación narrativa en una obra, que si no es la fuente bautismal de la narrativa urbana de Hispanoamérica (Lizardi, Machado de Assis, La sombra del caudillo, otros rioplatenses como Mallea y Marechal, chilenos como Manuel Rojas), sí la re-orienta lejos de la agri-cultura campesina a una agria-cultura urbana donde la temática tradicional, viva aun en Carpentier, García Márquez y Vargas Llosa, ha sido des-terrada, no por el naturalismo, no por el realismo, sino por la realidad. Y en Onetti, la realidad es algo más que sí misma. No es sólo la realidad visible, sino la in-visible. Y no sólo la invisibilidad de lo subjetivo inexpresado, sino la visión otra del mundo onírico.

El sueño es protagonista de La vida breve gracias a que también lo son la vida cotidiana y la imaginación. El sueño en Onetti es soñado porque hay vida de todos los días y hay vigilia de la imaginación. Los personajes van y vienen, trabajan, viajan, aman, odian, hablan. También imaginan: son ellos y son, más que ellos, lo que pudieran o quisieran ser de acuerdo con su imaginación. Luego duermen y sueñan. ¿Dónde se encuentra la frontera entre la vida diaria, la imaginación, el sueño? Ésta es la pregunta de Onetti y para contestarla apela a la vida diaria, a la imaginación y al sueño en un grado, si no superior, sí distinto al de los otros escritores rioplatenses aquí citados.

Es menos naturalista que Arlt. Es más realista que Borges. Le da sueños y pesadillas el mundo de Arlt. Le da calles, bares, apartamentos al de Borges.

El lumpenproletariado políglota es la carne de la prosa de Arlt-Onetti. La clase letrada de ascendencia franco-británica, su espíritu. Onetti condensa carne y espíritu del Río de la Plata para escribir una prosa en la que el habla de la calle le sirve al lenguaje de los sueños y, éste, al vocabulario de la imaginación.

La “saga” de Santa María cuenta las historias de tres personajes.

Uno, Brausen, pertenece a una modestísima clase de trabajadores ancilares.

El segundo, Arce, aspira a una suerte de pureza a través del crimen.

El tercero, Díaz Grey, es un médico que practica su profesión en Santa María.

Díaz Grey se ve perturbado por la intromisión de una mujer, Elena, que lo visita con pretextos médicos pero con insinuantes ofrecimientos carnales.

Arce se inmiscuye poco a poco en la vida de su vecina, la Queca, una atarantada mujer, bisexual y dipsómana.

Brausen está casado con una mujer que fue joven y bella y que ahora ha perdido un pecho.

Díaz Grey debe soportar la aparición del marido de Elena, cuya permisividad sexual respecto a su esposa tiene que serle ocultada ambiguamente al doctor a fin de que su apetito y su curiosidad sexuales, tan bien dominados, empiecen a agrietarse y acaben por ceder.

Arce se compromete cada vez más con el mundo fatídico de la Queca, donde la tentación debe imponerse a la promiscuidad, la curiosidad a las evidencias y el ansia romántica a la vulgaridad sin reparos.
Brausen trabaja a ratos, a veces para un productor de cine, Stein, cuyas fantasías artísticas nada pueden contra sus intereses mercantiles. Brausen sigue a Stein a restoranes y cabarets mientras la mujer del productor, La Mami, evoca una vida imaginaria en París, canta chansons d’amour, juega a las cartas y cuenta con la desidia nostálgica de Stein, que la conoció y la quiso cuando no era vieja y gorda, sino joven y esbelta como las canciones.

Díaz Grey es llevado fuera de horarios y obligaciones a un mundo donde la casualidad y el sinsentido se unen en el enorme bostezo de la nada: ni el rigor profesional ni el placer sexual se le dan ya a Díaz Grey, vigilado, como por dos fantasmas, por la pareja de Elena y su marido.

Arce no sabe si entrar al mundo fugitivo y sin sentido de la Queca. La disponibilidad física, y moral de la mujer lo incita por su facilidad pero también por su inaccesibilidad. ¿Hay un misterio en la transparencia lúbrica de la Queca?

Brausen deja que su mujer se vaya a visitar a su familia de provincia, toma taxis, ve a Stein y siente que la vida se le escapa de las manos.
¿Cómo recuperar la existencia?
¿Cómo salvarse de la rutina, del hastío, del self-pity, de la autocompasión que lo acecha?
Una pared lo separa de la Queca.
Un río lo separa de Díaz Grey.
Una ciudad, Buenos Aires, lo separa de sí mismo.
Brausen es un puritano sin alcohol, tabaco o sexo.
Brausen es el hombre-negación.
En cambio, Arce es pura afirmación física. Quiere pegarle a la Queca hasta matarla.
En cambio, Díaz Grey empieza a sentir que ya no es dueño de su propia voluntad.
Arce y Díaz Grey se sienten creados, sin autonomía. ¿Quién es, entonces, el creador? ¿Quién les comunica la energía contagiosa que les permite existir, hablar, moverse en La vida breve?

Díaz Grey empieza a sustituir al desconocido creador. Entra a través de Elena y su marido a un territorio que no es el de ellos a fin de liberarse de ellos.

Arce decide matar a la Queca para probar su propia autonomía. Se le adelanta Ernesto, joven y torvo amante de la Queca, quien le da muerte a la mujer y exime de la obligación a Arce, para quien matar a la Queca era un auto de pureza.

Cuando Ernesto se le adelanta, Arce es despojado de su acción. Se revela como un hombre al cabo pasivo, tan pasivo como Brausen, abandonados ambos —Brausen y Arce— a una suerte de ficticia camaradería. Uno se reconoce en el otro. Reconocen un territorio compartido y se dan cuenta de que viven vidas paralelas, existencias simultáneas. Brausen ha inventado un doble llamado Arce y juntos Brausen y Arce ingresan a un mundo que es y no es de ellos. Un orbe donde les espera Díaz Grey, revelado al fin, cuando camina al encuentro de Brausen y Arce, como el tercer rostro de la misma persona: Brausen, inventor de Arce y Díaz Grey, en la medida en que cada uno siente que despierta de un sueño que incluía al sueño soñado y en el que Brausen-Arce-Díaz Grey había soñado que soñaba el sueño de la novela llamada La vida breve escrita por un autor que firma “Onetti” pero que podría ser “O’Netty”. Como Cervantes también es Saavedra y ambos son Cide Hamete y el autor del Quijote es un desconocido que abandonó el manuscrito en un basurero...

Como Onetti puede ser O’Netty.

Onetti-O’Netty pertenece también, de esta manera, a la tradición cervantina del autor indeterminado, múltiple o desconocido y del género de géneros: picaresca y épica, urbana y ya no pastoral, migrante y no sólo morisca, bizantina siempre. La novela que se sabe novela porque se lee a sí misma y se sabe leída por lectores.

Novela, en suma, soñada. No dejo de lado, en el capítulo de las ascendencias de Onetti, dos de las grandes obras oníricas de la literatura, La vida es sueño de Calderón de la Barca, donde Segismundo es condenado a soñar. Pero, ¿es el sueño el equivalente de la vida? ¿Desde cuando sueña Segismundo? ¿Desde siempre? ¿Desde hace unos minutos? ¿Y hasta cuándo soñará? Segismundo, condenado a soñar, no puede poseer nada, salvo el sueño en el que vive.

La otra es El príncipe de Homburgo de Heinrich von Kleist, donde la acción dramática conduce al sueño final que la redime y renueva. Como explica Marcel Brion, el “sonambulismo” del príncipe de Homburgo autoriza un “despertar” lúcido y activo. Porque, ¿es el despertar otra forma, inesperada, del sueño? ¿Nos movemos, hablamos, como sonámbulos en “la vida cotidiana”? ¿Y cuánta parte de la vida la vivimos durmiendo?

Son estas cuestiones, el lector lo entiende, de la pregunta universal de la literatura. ¿Cuáles son los límites entre lo real y lo ficticio? ¿Cuáles, entre lo ficticio y lo soñado? ¿Cuáles, entre lo soñado y lo imaginado?

Las obras de Juan Carlos Onetti reviven estas interrogantes de la creación para todos nosotros, los escritores y lectores latinoamericanos de hoy y de mañana.

lunes, 25 de enero de 2010

Albert Camus

25 de Enero de 2010
Periódico Noroeste
Carlos Fuentes

Los hombres y mujeres de mi generación leímos ávidamente a dos autores franceses: Albert Camus y Jean Paul Sartre.

Contemporáneos entre sí, representaban para muchos de nosotros una modernidad conflictiva.

Acaso Camus era mejor escritor que Sartre, aunque éste nos diese obras como "La Náusea", "Las palabras", los ensayos críticos de "Situaciones" y el gran estudio sobre Jean Genet, al lado de obras dramáticas que André Malraux consideraba "Teatro de Bulevar" y de libros filosóficos densos.

Camus, en cambio, escribió novelas de estilo diáfano, "El extranjero", "La peste", "La caída", obras de teatro discutibles y ensayos extraordinarios, "El mito de Sísifo", "El rebelde", que lo llevaron a separarse de Sartre, pues mientras éste denunció la invasión de Hungría y al estalinismo, propuso un marxismo "particular" adaptado a la realidad de cada país.

Camus, en cambio, desarrolló un pensamiento opuesto a toda "teología totalitaria", consciente del absurdo humano y de las formas de la rebelión histórica, conduciendo a una reflexión sobre el terrorismo, de gran actualidad. Sartre y Camus: hermanos en la post-guerra, enemigos en la Guerra Fría.

Subrayo que Camus, ante todo, fue un periodista totalmente inmerso en la reconstrucción de los órganos de opinión pública franceses después de la guerra y de la ocupación nazi.

Como director del diario Combat, digno de su nombre, Camus se negó a admitir que la prensa fuese refugio de "literatos reprimidos, filósofos amargados o profesores arrepentidos".

El periodismo no era exilio: era reino, y en el reino de la prensa, lo efímero es lo que definía la condición humana.

Los peligros del periodismo, según Camus, eran someterse al poder del dinero, halagar, vulgarizar, mutilar la verdad con pretextos ideológicos: el desprecio al lector.

En cambio, una prensa libre, inteligente y creativa respeta a las personas a las que se dirige y cuando lo hace, es el oficio más hermoso.

Le irritaba que alguien pudiese ser periodista y despreciar el oficio. Claro que ser periodista significa hacerse de enemigos.

Más, ¿no es esto inevitable en una sociedad de "la malignidad, la denigración y la mentira sistemáticas"?

Camus estaba muy cerca de otro Premio Nobel de literatura, Francois Mauriac, cuando éste declaraba que el periodismo "es el único género al que le conviene la expresión de literatura comprometida".

Y añadía Mauriac, que él no separaba el valor literario del valor del compromiso. Para Camus, periodismo era cultura y lo que degrada a la cultura conduce a la servidumbre.

Señalo lo anterior para llegar al tema que obsesionó a Camus y que hoy está en el centro de la preocupación política nacional e internacional: el terror.

Aplicado a la política a partir de la Revolución francesa entre 1793 y 1794, el terror fue visto por Camus como un correlato de la historia.

El hombre no nació para la historia, explicó Camus, pero la historia nos impone deberes a los que no podemos negarnos.

Uno de ellos es oponernos a quienes creen que poseen, absolutamente, la razón, los dogmáticos, y tratan de imponerla en nombre de la verdad.

Pero la verdad, se pregunta Camus, ¿no es "misteriosa, huidiza y debe ser siempre reconquistada"? El pensamiento totalitario dice que no. La verdad ya existe y yo, Iglesia, Estado, empresa, partido, ya la poseo.

¿Y quienes la sufren? Camus toma partido no al servicio de quienes hacen la historia, sino a favor de quienes la sufren.

El terrorismo es una forma extrema de dar la muerte y justificarla, conduciendo a las bodas sangrientas del terror y la represión.

En nombre de la razón, el terrorismo abdica de la razón, pone la fuerza al servicio del mal hecho a los demás y representa una energía desviada y cruel.

El terrorismo mutila a quien comete el acto y también al que lo sufre. Y Camus no obvia la verdad.

Puede haber un terrorismo individual, pero también un terrorismo ideológico y religioso y un terrorismo de estado. Que cada cual se ponga el saco que le convenga.

Hay una tensión permanente, nos advierte Camus, entre lo inevitable y lo injustificable.

Es posible que el fin justifique los medios, ¿pero quién justifica el fin mismo? Esta gran cuestión política no la resuelve Camus.

La plantea. Lo hace, claro, a partir de su condición de escritor-periodista, ensayista, novelista, autor dramático.

Capturado, como todos, entre la voluntad de ser moral y todo lo que le impide serlo. Entre las ganas de ser dichoso y la imposibilidad de acceder a una dicha plena.

Camus recibió el Premio Nobel de literatura en 1957, a los 44 años, como si Estocolmo previese, apresurada, la breve vida del escritor.

Porque su distancia de lo que entonces pasaba por ortodoxia, de derecha o de izquierda, le valió toda suerte de epítetos.

Boy scout, moral de la Cruz Roja, escritor edificante, santo sin Dios, experto en coartadas, traficante de opio... y el elogio-cachetada de su antiguo amigo, ahora enemigo, Sartre: "Camus escribe demasiado bien".

Camus respondería que no se gana la justicia condenando a varias generaciones a la injusticia. Que existen la belleza y los humillados: ¿cómo serle fiel a ambos?

Que más vale no agradar que doblegarse para quedar bien. Que la fama es un entierro prematuro porque niega el futuro y el derecho que todos tenemos de cambiar.

Que no importa el tiempo que nos conceda la vida, sino cómo empleamos el tiempo. Y que no nos podemos separar de la historia, pero la podemos enfrentar críticamente.

Muy discutida fue la posición de Camus respecto a su patria natal, Argelia. El autor se ganó severos ataques por recordar que Argelia no era sólo musulmana, que no debía ceder ante los fanáticos y que al cabo era necesario vivir juntos y en paz o morir juntos y en guerra, acentuando la soledad de argelinos y franceses, así como la desgracia de ambos.

Superada por la historia tal disyuntiva, cabría hoy hacer la misma pregunta a israelíes y palestinos, pues la oportunidad de convivir, entender y abandonar el odio y la violencia, son opciones constantes de la historia y la historia, nos recordó Albert Camus, es la tensión entre lo inevitable y lo insustituible.