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domingo, 24 de abril de 2016

Cervantes y don Quijote: entre monstruos, héroes y fantasmas

24/Abril/2016
Jornada Semanal
Ignacio Padilla

La fe de Cervantes
Don Quijote, se ha dicho, no era malo pero estaba malo. El sugerente retruécano sólo es posible en nuestra lengua, como lo es también preguntarnos si el hidalgo manchego está loco o se hace el loco. Afirmación y pregunta resumen a mi entender los mayores dilemas irresueltos de la gran novela cervantina pues atañen a las muy difusas líneas que separan lo moral de lo clínico y la responsabilidad de la enfermedad.
Aun cuando en ocasiones don Quijote ejecuta actos social o moralmente condenables, sus lectores propendemos a disculparlo con la atenuante de su locura. Y aunque a veces sospechemos que el hidalgo está consciente de sus infracciones a las leyes tanto de su antes como de su ahora, lo redimimos con los mismos argumentos que Foucault vampirizó a Beccaria: el loco no puede ser juzgado como si fuese un criminal ordinario por cuanto no es responsable de sus actos. Afortunado en su tiempo, el argumento ha devenido problemático en el nuestro: la persistente mutabilidad del concepto mismo de locura se traduce aquí y allá en un persistente cañoneo contra principios cada vez menos claros y menos sólidos. En esta era, donde el terror fanático mantiene un matrimonio insano y cruento con la ética indolora, se vale todo porque nada vale en un mundo que ha acudido a la retórica de la locura para librarse al fin de la maldita culpa del judeocristianismo. Con el elusivo argumento de la locura –a la que estamos expuestos todos si la buscamos por la ruta adecuada– se hizo posible y se ha hecho habitual evadir la responsabilidad en una hipérbole del vitalismo picaresco: en una sociedad malvada, el loco que la transgreda será bueno y puede que hasta cuerdo.
Por esta frontera estrecha y lábil han transitado algunos de los más lúcidos lectores del Quijote y más de un biógrafo de Cervantes. Muchos de ellos aventuraron respuestas categóricas y derrumbaron por eso en el callejón sin salida de la imposibilidad diagnóstica de la locura del hidalgo manchego lo mismo que de la melancolía barroca de Cervantes. Quienes mejor lo entendieron supieron dejar abiertas las preguntas insolubles que conlleva el dilema de responsabilidad e insania. Mientras Rosales proponía un esperanzador debate sobre la relación intermitente del hidalgo con la libertad, Unamuno terminó por cargar a Cervantes con la esclavización de su criatura. Mientras Julián Marías ponía sobre la mesa las preguntas necesarias sobre la posibilidad de que don Quijote fuese un simulador intermitente de su insania, Torrente Ballester declararía categóricamente que don Quijote sólo juega a estar loco. De cualquier modo, unos y otros asumieron que no es posible leer el Quijote ni comprender a su autor si no es desmontándole la psique. Una historia tan violenta como es la de don Quijote y una tan llena de fracasos y desilusiones como la de Cervantes obligan a reflexionar sobre ella desde los tormentos de la interioridad, no sólo los del hidalgo, su escudero o los demás habitantes de la ficción cervantina, sino los de su autor y la sociedad en la que nace. Neurótico uno y psicótico otro, ambos marcados por la cultura de la melancolía e imbricados en la marginalidad foucaultiana, tanto Miguel de Cervantes como don Quijote –por no hablar de otros personajes a los que la psicología consideraría sensiblemente deprimidos y paranoicos, seres con delirios persecutorios y cuadros autodestructivos en los que se deposita las responsabilidad del daño infligido o del arte creado o de la historia creada en enemigos, plagiarios, agresores, encantadores y perseguidores externos que en realidad sólo vienen de dentro. ¿Qué busca don Quijote para completarse o quién persigue con tal saña en su melancolía imitatoria que lo mueve a salir al mundo a defenderse y defenderlo? ¿Quiénes persiguieron a Cervantes en el corazón vacío del abismo barroco? Los encantadores y sus aliados los demonios acosan al hidalgo pero al mismo tiempo le sirven de excusa para instalar en otros o lo otro su propia destrucción, su constante y bien procurado fracaso por agredir a una realidad que de antemano iba a vencerlo.
Cervantes tiene que haber sufrido un proceso similar: su confianza en las instituciones y su esperanza de una justicia cierta que premiase el comportamiento heroico de sus mocedades se ha desmoronado gradualmente. Él mismo imitador frustrado de modelos melancólicos, él mismo marginado e incapaz de reconocer abiertamente su propia derrota para adaptarse a regañadientes al mundo que le tocó en desgracia vivir, inepto para rebelarse contra él, Cervantes se instala en la imitación de la melancolía para construir un personaje que actúa la melancolía. Su alcoholismo, su ludopatía, su misantropía, su ineptitud para el trato amable y la diplomacia, su bifrontismo religioso, su rencor, su estoica preferencia por los perros, en fin, sus trastornos obsesivos compulsivos, sus reincidencias en prisión, todo es mal y de malas remediado en la creación del monstruo don Quijote, que es idéntico y distinto de él. Su obra a fin de cuentas son sus demonios, y en ese sentido él es su criatura y al mismo tiempo es sus encantadores, es sus duques, sus clérigos, la sociedad que condena y maltrata a don Quijote y a Sancho, un mundo condenado en el Quijote y redimido más tarde en el Persiles.
Encantadores, judíos, moros, mutaciones en la institución, demonios de la monomanía depresiva o melancólica. Vuelvo a preguntar entonces: ¿Quién persigue a don Quijote y quién a Cervantes? ¿Quién es el monstruo y quién es el héroe del cuento cervantino? ¿Hasta qué punto nosotros mismos somos el melancólico héroe y el deprimente monstruo del milagro quijotesco? Ya sabemos que los monstruos en cualquier sentido se llamarán siempre Legión, porque son muchos, diferentes y ellos mismos sus pulsiones, sus deseos, sus dudas y su libertad para aceptarlas o huir de ellas.


Los fantasmas solitarios del Quijote

I

En la obra más conocida de Cervantes predominan los fantasmas plurales, lo cual nos obliga al estudio de visiones fantasmales colectivas. Dejo sin embargo tal estudio para otro espacio, pues hay en el Quijoteotro tipo de fantasmas que, aunque menos numerosos, también vale la pena tratar. Me refiero a espectros individuales o poco numerosos descritos indistintamente en la novela como almas en pena, fantasmas o demonios que lo mismo pueden pulular entre batanes, sendas manchegas, cimas, ventas encantadas y cementerios tobosinos.
Señalo en primer lugar que hay un prurito de soledad en la insania o en el apasionamiento que hace que en el Quijote la realidad se vuelva fantasmal y amenazante. En su carrera hacia la muerte y la derrota, don Quijote se va desencarnando, es decir: se convierte paulatinamente en un fantasma que ve fantasmas, y es de pronto él mismo quien provoca espanto y es espantado a un tiempo. Así, en el capítulo XXI de la primera parte, el barbero ve venir a don Quijote como quien ve un fantasma y huye horrorizado dejando atrás la bacía que su atacante cree que es el Yelmo de Mambrino. Semanas antes, en la aventura del cuerpo muerto, don Quijote ha luchado con lo que piensa que son demonios, pero queda reducido él mismo a una visión tan maltrecha y tan irrealmente melancólica en la noche, que su propio escudero lo ha bautizado con el nombre Caballero de la Triste Figura, epíteto que bien podría ser el de un fantasma shakespierano.
A medida que don Quijote se va disolviendo en una realidad a la que no admite porque no va acorde con su gesta imaginativa, la sombra de la duda comienza a corroerlo y su impotencia ante lo fugitivo se vuelve cada vez más poderosa. En el capítulo XXIX, dice Sancho Panza, aludiendo a Malambruno, quien supuestamente los aguarda en Trapisonda: “…y más si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice, que sí matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma; que contra los fantasmas no tiene mi señor poder alguno.” La intuición sanchopancesca no podía ser menos profética. Bien entiende el escudero que el fantasma es un ser dominante e imbatible en el orbe de lo fronterizo, y que contra él puede poco quien no tiene miedo ni mucho menos respeto a la realidad. Si el gigante es de carne y hueso, seguramente será vencido, mas no lo será si se desplaza en el ámbito de la ilusión, donde don Quijote tiene cada vez menos imperio.
Esta última impotencia ante la propia fantasía queda clara en la pasividad testimonial del hidalgo dentro de la Cueva de Montesinos. En la gruta don Quijote ve y escucha, apenas participa. De pronto se tienta “la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora”. El hidalgo en este momento es desesperadamente cartesiano: puesto que se piensa y se siente, existe. Sin embargo, la amenaza de la inexistencia está presente cada instante en el ánimo del caballero, que debe pagar su culpa por haber optado libremente por aquello que los fantasmas nunca eligieron: su instalación en lo fronterizo, dominio por antonomasia del loco, el soñador, el agonizante y el solitario.

II

Quizá el epítome del fantasma individual en el Quijote sea la dueña Rodríguez. Ambigua en su sexualidad, su lucidez y su virtud; la triste segunda dueña es el fantasma ensabanado más notable en la galopante soledad de la locura quijotesca. Separado de Sancho, melancólico, atenazado por el deseo que en él va insuflando la malvada Altisidora, el hidalgo en el palacio de los Duques está más vulnerable y más insulado que nunca. En esta clara indefensión es visitado nada menos que por doña Rodríguez, tan macabra como sandia. Abre el hidalgo la puerta pensando que quien toca a su puerta es Altisidora –es decir, el deseo que más de una vez lo ha atribulado y castigado–, pero ve en cambio la encarnación misma de su propia decadencia. La dueña que lo visita a deshoras es la caricatura de su propia sexualidad. En ella don Quijote reconoce su reflejo porque él mismo es ya un ser fantasmal y grotesco cuando acude a abrir la puerta “envuelto de arriba abajo en una colcha de raso amarillo, una galocha en la cabeza, y el rostro y los bigotes vendados: el rostro, por los aruños; los bigotes, porque no se le desmayasen y cayesen; en el cual el traje parecía la más extraordinaria fantasma que se pudiera pensar.” De esta manera, convertido él mismo en fantasma que ve fantasmas, don Quijote accede a celebrar con patetismo una noche de bodas espectral entre un remedo de caballero y un remedo de doncella.
No cae lejos este encuentro disparejo de la noche en que Maritornes fue para el ingenioso hidalgo la doble grotesca de la hija de Juan Palomeque en la venta del Moro Encantado. Como en la venta, un fantasmoso y lastimoso don Quijote espera al objeto de su deseo y abre la puerta anhelando “ver entrar por ella a la rendida y lastimada Altisidora.” A trueco, empero, es nuevamente castigado, y enfrenta ya no golpes sino la visión de “una reverendísima dueña con unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto, que la cubrían y enmantaban de los pies a la cabeza”. Trae además la dueña una vela encendida en una mano mientras que con la otra se hace sombra sobre los ojos cubiertos de grandes anteojos: óptica difusa de un esperpento antaño sexual pero ya asexuado, metamorfoseado hacia lo bajo y subrepticio, pues venía “pisando quedito, y movía los pies blandamente”.
Mira pues don Quijote a esta fantasma y “cuando vio su adeliño y notó su silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él alguna mala fechuría, y comenzó a santiguarse con mucha priesa”. La visión que se aproxima es interpelada duramente por el caballero: “Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres y que me digas qué es lo que quieres. Si eres alma en pena, dímelo, que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico cristiano y amigo de hacer el bien a todo el mundo; que para esto tomé la orden de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien a las ánimas del purgatorio se estiende.” Con esta invocación queda en evidencia que el fantasma es menos perverso que la bruja, y que el alma del Purgatorio puede ser inclusive virtuosa y hasta tener necesidad, como sucede a Dulcinea en la Cueva de Montesinos.
Al conjuro del hidalgo manchego responde la dueña, ella misma como espectro que duda si está viendo a su vez un espectro: “Señor don Quijote, si es acaso vuestra merced don Quijote, yo no soy fantasma, ni visión, ni alma de purgatorio, como vuestra merced debe de haber pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora la duquesa, que, con una necesidad de aquellas que vuestra merced suele remediar, a vuestra merced vengo.” El espanto de don Quijote aumenta cuando comprende que su visitante ni es Altisidora ni un fantasma, sino una dueña, oficio que para Cervantes fue el más deplorable y monstruoso de cuantos pueda haber. Accede no obstante a los ruegos de doña Rodríguez, y si bien mantienen ambos una prudente distancia, no podrán evitar que su epitalamio tenga un final tumultuoso similar al triquitraque de violencia física en la venta del Moro Encantado: ahora una legión de sombras, encabezadas quizás por la duquesa misma, molerán a golpes tanto al hidalgo como a la dueña: “Y no fue vano su temor, porque, en dejando molida a la dueña los callados verdugos (la cual no osaba quejarse), acudieron a don Quijote, y, desenvolviéndole de la sábana y de la colcha, le pellizcaron tan a menudo y tan reciamente, que no pudo dejar de defenderse a puñadas, y todo esto en silencio admirable. Duró la batalla casi media hora; saliéronse las fantasmas, recogió doña Rodríguez sus faldas, y, gimiendo su desgracia, se salió por la puerta afuera, sin decir palabra a don Quijote, el cual, doloroso y pellizcado, confuso y pensativo, se quedó solo, donde le dejaremos deseoso de saber quién había sido el perverso encantador que tal le había puesto.” Una vez más los fantasmas niegan su naturaleza encarnándose en la pura solidez de la violencia física sobre sus endebles, espectrales, casi inexistentes víctimas. Y así también los fantasmas individuales y solitarios quedan a merced de los fantasmas colectivos, que son en el Quijote aún más abundantes que los solitarios 

domingo, 20 de enero de 2013

Elegía de la novela zombificada

20/Enero/2013
ElUniversal
Ignacio Padilla

He visto a las mejores mentes de la generación de mis padres declarar la muerte de casi todo, y a las de mis abuelos demostrar que mis padres estaban equivocados. En mi primera juventud se me dijo que no habría poesía después de Auschwitz, ni historia después de la caída del Muro de Berlín, ni libros después de Bill Gates, ni novela después de Joyce y del Noveau romain. Ahora sabemos cuán apresurados fueron y cuán descaminados iban aquellos epitafios: nos consta que mientras haya realidad y desencanto, habrá novela. Hoy, gracias a un prodigioso anacronismo entre generaciones, sabemos que tanto el arte como la historia cabalgan como Miguel Páramo: ignorantes de que están muertos, o acaso desentendidos de su propia muerte, porque en el fondo saben que tienen todavía demasiadas asignaturas pendientes con el infierno-mundo de los vivos del siglo XXI.
Esta lección, debo insistir, se la debo a la generación de mis abuelos literarios, todos ellos maestros de la novela que llegaron cuando nadie los esperaba y de donde nadie los esperaba. Los grandes novelistas de América Latina fueron mis clásicos vivos. Por ellos pude comprender que en el llamado Siglo del Terror son más necesarios y más pertinentes que nunca Victor Hugo y Balzac, Kafka y Cervantes. Las novelas de los gigantes latinoamericanos y el posterior derrumbe de las utopías, tan semejante al desenmascaramiento barroco de los ideales del siglo XVI, nos preparó para interpretar con novelas el vacío del Mundo Después del Fin del Mundo. El accidente de la novela se erigió como un respiro necesario, un monstruo dichoso en la vida que no lo es tanto, un impasse propicio para que generaciones y lectores aprendamos a dialogar en tiempos de transición, en el stand by del Apocalipsis not yet o not now. Los novelistas del Boom vinieron a ordenar con sus obras el cascajo y el cascote de un siglo XXI sobrevenido como una sucesión interminable e imparable de accidentes en todos los ámbitos de la existencia.
Con semejantes ancestros y maestros, creo que nadie como los lectores y los autores del siglo XXI estaba preparado para descreer de la muerte de la novela. Si es verdad que la utopía terminó en 1989, quienes la vimos terminar mientras leíamos al Boom estábamos destinados a ser los más aptos para promover la supervivencia de la novela como el género distópico por excelencia. El escepticismo que signa a nuestra generación contra el desencanto de la precedente ha mostrado ser el caldo de cultivo óptimo para la consagración de la novela, ese género que descree de todo menos de la imperfecta realidad y de sí misma.
Confieso que por un tiempo deseé ese mismo destino para el cuento. Esperé inclusive que la prevalencia y la supervivencia postapocalíptica de la narrativa recayese en el relato, un género en el que mi anacrónica neurosis se siente a salvo. En el cuento, todavía, rebusco un arrecife para descansar mi escrúpulo y mis últimos despojos de fe en lo perfecto imposible. En el cuento el niño que soy juega a que tiene un mapa en la mano, tierra firme bajo los pies, el cuerpo ceñido por una camisa de fuerza que podría mantenerme salvo de mis propios arañazos. Acudo todavía al cuento porque me acobarda a veces el abismo de la novela, ese vértigo que en el fondo me atrae, porque después de todo es el abismo del mundo descascarado que me tocó en suerte o en desgracia habitar. Con el cuento me refugio, me regalo una caja que imagino suficiente para no dejar de creer en una utopía de perfección que no es ni ha sido nunca viable; con el cuento me doy un contenedor para que mi materia no se desparrame y pueda yo pulirla hasta el cansancio, ingenuo, quijotesco otra vez, ignorante de que el diamante demasiado pulido no será más luminoso sino cada vez más pequeño, hasta quedar reducido a un grano de arena en el que nada consigue reflejarse, como no sea otro grano de arena: un invisible átomo de silencio que no puede ya decir nada de los hombres ni del tiempo que habitan.
Bien hubiera estado que el cuento dijese más sobre nuestro siglo. Pero no es así, y está muy bien que así sea. Como nadie o como todos, la vida se conjuga en gerundio cuando está en otra parte, nos ocurre antes de que nosotros le ocurramos a ella, esa vida llena como ha estado siempre de accidentes, siempre a la jineta de una solidez que se va desvaneciendo en el aire. Esos accidentes y esos desvanecimientos son por excelencia territorio de la novela.
Me queda al menos el consuelo de que, en este imperio ultramoderno de la novela como contingencia, al cuento se le concede todavía un puesto honorario. En nuestra tradición, el relato sobrevive como un rey viejo, fantasmal y providente que con frecuencia estima necesario aparecérsele a su vástago enloquecido para que éste no olvide su alcurnia y se vengue de quienes quisieron matarlo.
Ricardo Piglia, uno de nuestros novelistas más ilustres, se definió alguna vez como un cuentista que a veces escribe novelas para descansar entre un cuento y otro. Le oí decirlo, le creí y puede que hasta lo haya comprendido. Escuchar esto en boca del novelista Piglia, heredero impenitente de la gran tradición austral del cuento latinoamericano, me tranquilizó; sus palabras me producen todavía la sensación de deslumbramiento de quien comienza a entender así, sin más, que en tiempos de horror y distopía la novela volverá cíclicamente a mostrar su esqueleto cuentístico y a parecerse más al Quijote de 1605 que al Quijote de 1615.
Después de todo, la inevitabilidad del cuento como un espíritu gobernante entre las sombras es otra de las grandes lecciones de la gran novela latinoamericana del siglo XX. Nuestra gran tradición novelística se debe al cuento tanto como nuestra actual distopía de dictadores, democracias fallidas y bandidos de cuello blanco se debe a la esperpentización del utopismo nacionalista del siglo XVIII. Siempre tarde en casi todo, América Latina alcanzó al mundo justo cuando comenzó a mirar y a mostrar su realidad. En el yermo del escepticismo ante la lengua y la literatura del continente pícaro por excelencia, la feliz legión de grandes novelistas hispanoamericanos nos enseñó que, hablando de novelas modernas, todos los caminos conducen a Cervantes a través de Borges. Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa y Onetti nos demostraron que tanto debió Victor Hugo a Maupassant como Cortázar a Felisberto Hernández. Como los cuentos de Cervantes, los cuentos de América Latina estaban condenados a crecer y desmadrarse en novelas por la simple razón de que la novela se entiende mejor en los tiempos transitivos y los espacios liminales: por eso El llano en llamas engendró Pedro Páramo, y por eso Casa tomada creció en Rayuela; por eso nació Aura, un relato tan siniestramente fronterizo que es ya un punto más y un punto menos que una novela.
Novela que es cuento que es vida como instrucción de uso. Novela como pluralidad del cuentote desbordado de la existencia latinoamericana. Con las novelas de la dictadura y las novelas de la decadencia y las novelas del fracaso de la megalópolis comprendí de qué modo y en qué pantagruélica medida los novelistas sacaron de la cantera del cuento sus piedras en bruto, unas piedras que dejaron así porque sabían que la contemporaneidad americana servía mejor antes opaca que brillante, pues la belleza hoy es un espejo cóncavo capaz de reflejar el hecho de que la realidad de América Latina era la realidad de todos los hombres en otro siglo atroz, un siglo donde vida y muerte nos ocurrieron como sólo ocurren las cosas en la novela: sin esperarlo y sin esperanza, sin mapa posible, siempre reflexionando, siempre urgentes, a veces sumergidos y a veces emergentes, siempre improvisando frente a la sorpresa de la injusticia, el genocidio y el terror, siempre resignándonos a no comprender la historia ni controlarla por la sencilla razón de que la historia va siempre más aprisa que el historiador, y tanto, que mejor parece acudir a la novela, esa ficción de los ojos cerrados, y esperar lo que venga y que sea lo que Godot quiera.

domingo, 11 de marzo de 2012

Tomóchic o la victoria de la realidad

11/Marzo/2012
Jornada Semanal
Ignacio Padilla

Quiere un lugar común de la crítica que, en materia de narrativa latinoamericana, la novela de la Revolución mexicana lo sea todo, o casi todo. Sin ella, en efecto, arduo sería entender las obras de Juan Rulfo, Carlos Fuentes o Jorge Ibargüengoitia, que la continúan y defenestran la tradición narrativa revolucionaria. Tampoco comprenderíamos la llamada novela de la dictadura, que tantos y tan notables frutos dio en la década de los setenta. Más cerca todavía, el eco de aquella épica guerrera que inauguró la ambigüedad se reaviva con péñola de sangre en la reciente novela de la violencia, en la que participan tanto los novelistas colombianos como los narradores del norte mexicano con sus bandoleros, sus satrapías y sus sicarios.

Tomóchic, del queretano Heriberto Frías, no es estrictamente una novela de la Revolución, pero la anuncia revolucionariamente. Tampoco es una novela de dictadores ni de dictaduras, pero se adelanta con bríos a las obras de Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y Augusto Roa Bastos. En sus páginas penan ya los fantasmas de la crónica-ficción de Martín Luis Guzmán, los tumultos de sangre de Mariano Azuela, la desolada y ríspida subversión religiosa que inundaría el Canudos de Mario Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo.

En un siglo que para nosotros comenzó con el alzamiento zapatista, y que se afianzó con la masacre de Acteal y con la conciencia al fin generalizada del olvido del indio y del mestizo mexicano aindiado, Tomóchic exige ser releído. Ya en su prólogo a la edición celebratoria de 2006, Antonio Saborit señalaba que en nuestro tiempo la novela de Frías había perdido los signos de admiración al adquirir la insoportable levedad del documento histórico. El comentario me parece atinado, si bien requiere una coda: sin matices, Tomóchic es ante todo una novela de la violencia, y en cuanto tal trasciende hoy las limitaciones del testimonio y aun de la novela histórica.

Si acaso, es un texto intrahistórico, en el más tolstoiano sentido de la palabra. La intención del autor, cualquiera que haya sido, es hoy rebasada por la intencionalidad del texto: distanciado del periodismo registral y denunciante que habría marcado el texto cuando se publicó por entregas en El Demócrata, el libro ahora excede la frontera de la obligación del recuerdo y sirve más al reconocimiento de las miserias siempre presentes de la condición humana.

Tomóchic, aseguró cierta vez el editor Clausell, pretendía seguir con el modelo de La debacle, de Emile Zola, quien por entonces se había convertido en paladín del naturalismo y de la literatura realista puesta al servicio de la justicia social. Hoy, La debacle es considerada una obra menor del gran francés, acaso porque sacrificó demasiado la ética a la estética. Su Germinal, en cambio, florece y se mantiene ante la vigencia de la barbarie en las minas del mundo entero, particularmente en las de los países menos desarrollados, que asisten cotidianamente a acontecimientos como los de Pasta de Conchos, que parecen escritos todavía por Zola. Aun contra el propósito declarado por el propio autor, me parece que Tomóchic está más cerca de Germinal que de La debacle: su protagonista es, como Ethiene, un testigo a pesar suyo, un pretendido cronista que pretexta retratar hechos brutales para contarnos su entrada en la conciencia, o la entrada de una sociedad en la conciencia, o la entrada de cualquiera en la conciencia. La guerra y la injusticia son también para Miguel una brutal educación sentimental, como lo sería para Occidente la Gran guerra. Lo que importa en el relato del joven soldado no es sólo ni principalmente el hecho bélico; lo que importa es su transformación y la del punto de vista del escritor, una sensibilidad que a su vez se encuentra en el vórtice de una civilización que asimismo se transforma. Miguel, antes que muchos personajes enormes de la novela del siglo XX, al fin se atreve a abandonar el romanticismo para introducirnos en un mundo ambiguo, sin héroes ni villanos, un mundo fieramente humano.

En este sentido, Frías echa raíces en una literatura remota espacial y temporalmente, y al mismo tiempo se adelanta al desencanto de la segunda década del siglo XX. Miembro lúcido de una época y un statu quo que se aproxima a la debacle, Frías tiene la visión de los escritores del Finis Austriae, con la singularidad de que él, a diferencia de Roth y Musil, no tuvo que vivir el cataclismo de su siglo para poder contarlo. Tomóchic se hermana asimismo con la literatura antibélica de Remarque y de Owen, pero Frías y su guerra son anteriores, suficientes para que, en pleno porfiriato, el poeta-soldado ponga el dedo en la llaga de una visión herderiana de la guerra que por entonces comenzaba a diluirse merced a acontecimientos como el Tomóchic. Escribe Frías: “¡Ah! ¿Con que ésa era la guerra? Necia, ciega, formidable, vergonzosa, erizada de mezquindades, de detalles atroces, inconcebiblemente trágica ... Y ¿quién tenía la culpa de aquella catástrofe? ¿Para quién las posibilidades tremendas de la derrota?... ¡Un puñado de bárbaros y estúpidos hijos de las rocas de Chihuahua desbaratando una hermosa brigada del ejército nacional...!”

Hoy, después de Broch y de Levi, esas palabras nos parecen familiares, pero en su momento debieron ser una anticipación escandalosa. Frías se atrevió con su crítica de la guerra y de los heroísmos románticos y maniqueos como nadie lo había hecho antes en nuestra lengua, y como sólo lo habían hecho los rusos para la literatura universal. Sus reflexiones están más cerca de los monólogos de Pierre Bezuchov y Andrei Volkonsky, de Guerra y paz, que de los Episodios nacionales, de Galdós. Hay en Miguel un relente indiscutible de la narrativa de Lermontov, y quizá un tanto más de la narrativa breve de Pushkin: arrojados en la periferia de un imperio a punto de automatizarse, confrontados con una tribu tan agreste como heroica, los soldados-poetas del Cáucaso van sobre la espalda del soldado-poeta en Chihuahua. Lejos de todo, confrontados con la fatiga y el hambre, estos soldaditos que tanta ternura provocarán luego en José Revueltas, estos muchachos que luchan en una campaña en la que no creen, descubren el amor, la esencia de la vida, las paradojas de la existencia donde van “en la tiniebla y el frío, despejado por ignotos derrumbaderos ásperos, escurriéndose, rebotando por entre erizadas y retorcidas gargantas negras, trotando, galopando a veces entre los pedregales invisibles, sin haber dormido, famélico, sediento, temiendo ser fulminado de súbito por el trueno de una descarga enemiga”.

Cierto, Frías es siempre, ante todo, un periodista, y como tal, se ve con frecuencia traicionado por las muletillas de su oficio. Lucha en la propia novela por alcanzar la objetividad naturalista de sus modelos, pero lo traiciona, por fortuna, su espíritu literario, ése que le permite hablar de “un hielo de muerto, un lúgubre horror tenebroso [que] congelaba la sangre, apretaba el corazón, adoloría el vientre vacío y poblaba de pesadillas rojas el cerebro anémico”.

En buena medida, los alzados de Tomóchic son nuestros cátaros. Su rebelión no es sólo social, como acaso habrían querido decirnos el autor y el editor. Es una rebelión religiosa, cultural, social, política. En el cósmico desencuentro de Tomóchic, no sólo están la guerra y la injusticia, sino las paradojas del sincretismo que bien supo destacar Rulfo, y que aún se destacan en la santería del narcotráfico. La Santa de Cabora y el San José de Tomóchic –acaso también el ogresco Bernardo y esa trágica Andrómeda que es Julia– tienen en su descarnada humanidad la trascendencia de todos los hombres: el padre devorador, el santón victimizado, la princesa cautiva. En este mundo, la realidad termina por devorarlo todo, incluido el idealismo del protagonista. Frías parece decirnos que la realidad nos ha vencido: en la modernidad, las quijotadas están destinadas a terminar así: arrasado el utopismo por la cruda realidad, muerta ya “la poesía solemne de la guerra”, sangrante en un páramo o en un roquedal donde los hombres riñen como “se disputan los perros y cerdos por un cadáver en la siniestra soledad tenebrosa de Tomóchic”.