ElUniversal
Ignacio Padilla
He visto a las mejores
mentes de la generación de mis padres declarar la muerte de casi todo, y
a las de mis abuelos demostrar que mis padres estaban equivocados. En
mi primera juventud se me dijo que no habría poesía después de
Auschwitz, ni historia después de la caída del Muro de Berlín, ni libros
después de Bill Gates, ni novela después de Joyce y del Noveau romain.
Ahora sabemos cuán apresurados fueron y cuán descaminados iban
aquellos epitafios: nos consta que mientras haya realidad y desencanto,
habrá novela. Hoy, gracias a un prodigioso anacronismo entre
generaciones, sabemos que tanto el arte como la historia cabalgan como
Miguel Páramo: ignorantes de que están muertos, o acaso desentendidos
de su propia muerte, porque en el fondo saben que tienen todavía
demasiadas asignaturas pendientes con el infierno-mundo de los vivos
del siglo XXI.
Esta lección, debo insistir, se la debo a la
generación de mis abuelos literarios, todos ellos maestros de la novela
que llegaron cuando nadie los esperaba y de donde nadie los esperaba.
Los grandes novelistas de América Latina fueron mis clásicos vivos. Por
ellos pude comprender que en el llamado Siglo del Terror son más
necesarios y más pertinentes que nunca Victor Hugo y Balzac, Kafka y
Cervantes. Las novelas de los gigantes latinoamericanos y el posterior
derrumbe de las utopías, tan semejante al desenmascaramiento barroco de
los ideales del siglo XVI, nos preparó
para interpretar con novelas el vacío del Mundo Después del Fin del
Mundo. El accidente de la novela se erigió como un respiro necesario,
un monstruo dichoso en la vida que no lo es tanto, un impasse propicio para que generaciones y lectores aprendamos a dialogar en tiempos de transición, en el stand by del Apocalipsis not yet o not now. Los novelistas del Boom vinieron a ordenar con sus obras el cascajo y el cascote de un siglo XXI sobrevenido como una sucesión interminable e imparable de accidentes en todos los ámbitos de la existencia.
Con semejantes ancestros y maestros, creo que nadie como los lectores y los autores del siglo XXI
estaba preparado para descreer de la muerte de la novela. Si es verdad
que la utopía terminó en 1989, quienes la vimos terminar mientras
leíamos al Boom estábamos destinados a ser los más aptos para
promover la supervivencia de la novela como el género distópico por
excelencia. El escepticismo que signa a nuestra generación contra el
desencanto de la precedente ha mostrado ser el caldo de cultivo óptimo
para la consagración de la novela, ese género que descree de todo menos
de la imperfecta realidad y de sí misma.
Confieso que por un tiempo deseé ese mismo destino
para el cuento. Esperé inclusive que la prevalencia y la supervivencia
postapocalíptica de la narrativa recayese en el relato, un género en el
que mi anacrónica neurosis se siente a salvo. En el cuento, todavía,
rebusco un arrecife para descansar mi escrúpulo y mis últimos despojos
de fe en lo perfecto imposible. En el cuento el niño que soy juega a
que tiene un mapa en la mano, tierra firme bajo los pies, el cuerpo
ceñido por una camisa de fuerza que podría mantenerme salvo de mis
propios arañazos. Acudo todavía al cuento porque me acobarda a veces el
abismo de la novela, ese vértigo que en el fondo me atrae, porque
después de todo es el abismo del mundo descascarado que me tocó en
suerte o en desgracia habitar. Con el cuento me refugio, me regalo una
caja que imagino suficiente para no dejar de creer en una utopía de
perfección que no es ni ha sido nunca viable; con el cuento me doy un
contenedor para que mi materia no se desparrame y pueda yo pulirla
hasta el cansancio, ingenuo, quijotesco otra vez, ignorante de que el
diamante demasiado pulido no será más luminoso sino cada vez más
pequeño, hasta quedar reducido a un grano de arena en el que nada
consigue reflejarse, como no sea otro grano de arena: un invisible
átomo de silencio que no puede ya decir nada de los hombres ni del
tiempo que habitan.
Bien hubiera estado que el cuento dijese más sobre
nuestro siglo. Pero no es así, y está muy bien que así sea. Como nadie o
como todos, la vida se conjuga en gerundio cuando está en otra parte,
nos ocurre antes de que nosotros le ocurramos a ella, esa vida llena
como ha estado siempre de accidentes, siempre a la jineta de una
solidez que se va desvaneciendo en el aire. Esos accidentes y esos
desvanecimientos son por excelencia territorio de la novela.
Me queda al menos el consuelo de que, en este
imperio ultramoderno de la novela como contingencia, al cuento se le
concede todavía un puesto honorario. En nuestra tradición, el relato
sobrevive como un rey viejo, fantasmal y providente que con frecuencia
estima necesario aparecérsele a su vástago enloquecido para que éste no
olvide su alcurnia y se vengue de quienes quisieron matarlo.
Ricardo Piglia, uno de nuestros novelistas más
ilustres, se definió alguna vez como un cuentista que a veces escribe
novelas para descansar entre un cuento y otro. Le oí decirlo, le creí y
puede que hasta lo haya comprendido. Escuchar esto en boca del
novelista Piglia, heredero impenitente de la gran tradición austral del
cuento latinoamericano, me tranquilizó; sus palabras me producen
todavía la sensación de deslumbramiento de quien comienza a entender
así, sin más, que en tiempos de horror y distopía la novela volverá
cíclicamente a mostrar su esqueleto cuentístico y a parecerse más al Quijote de 1605 que al Quijote de 1615.
Después de todo, la inevitabilidad del cuento como
un espíritu gobernante entre las sombras es otra de las grandes
lecciones de la gran novela latinoamericana del siglo XX.
Nuestra gran tradición novelística se debe al cuento tanto como
nuestra actual distopía de dictadores, democracias fallidas y bandidos
de cuello blanco se debe a la esperpentización del utopismo
nacionalista del siglo XVIII. Siempre
tarde en casi todo, América Latina alcanzó al mundo justo cuando
comenzó a mirar y a mostrar su realidad. En el yermo del escepticismo
ante la lengua y la literatura del continente pícaro por excelencia, la
feliz legión de grandes novelistas hispanoamericanos nos enseñó que,
hablando de novelas modernas, todos los caminos conducen a Cervantes a
través de Borges. Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa y Onetti nos
demostraron que tanto debió Victor Hugo a Maupassant como Cortázar a
Felisberto Hernández. Como los cuentos de Cervantes, los cuentos de
América Latina estaban condenados a crecer y desmadrarse en novelas por
la simple razón de que la novela se entiende mejor en los tiempos
transitivos y los espacios liminales: por eso El llano en llamas engendró Pedro Páramo, y por eso Casa tomada creció en Rayuela; por eso nació Aura, un relato tan siniestramente fronterizo que es ya un punto más y un punto menos que una novela.
Novela que es cuento que es vida como instrucción
de uso. Novela como pluralidad del cuentote desbordado de la existencia
latinoamericana. Con las novelas de la dictadura y las novelas de la
decadencia y las novelas del fracaso de la megalópolis comprendí de qué
modo y en qué pantagruélica medida los novelistas sacaron de la cantera
del cuento sus piedras en bruto, unas piedras que dejaron así porque
sabían que la contemporaneidad americana servía mejor antes opaca que
brillante, pues la belleza hoy es un espejo cóncavo capaz de reflejar
el hecho de que la realidad de América Latina era la realidad de todos
los hombres en otro siglo atroz, un siglo donde vida y muerte nos
ocurrieron como sólo ocurren las cosas en la novela: sin esperarlo y
sin esperanza, sin mapa posible, siempre reflexionando, siempre
urgentes, a veces sumergidos y a veces emergentes, siempre improvisando
frente a la sorpresa de la injusticia, el genocidio y el terror,
siempre resignándonos a no comprender la historia ni controlarla por la
sencilla razón de que la historia va siempre más aprisa que el
historiador, y tanto, que mejor parece acudir a la novela, esa ficción
de los ojos cerrados, y esperar lo que venga y que sea lo que Godot
quiera.
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