domingo, 20 de enero de 2013

Elegía de la novela zombificada

20/Enero/2013
ElUniversal
Ignacio Padilla

He visto a las mejores mentes de la generación de mis padres declarar la muerte de casi todo, y a las de mis abuelos demostrar que mis padres estaban equivocados. En mi primera juventud se me dijo que no habría poesía después de Auschwitz, ni historia después de la caída del Muro de Berlín, ni libros después de Bill Gates, ni novela después de Joyce y del Noveau romain. Ahora sabemos cuán apresurados fueron y cuán descaminados iban aquellos epitafios: nos consta que mientras haya realidad y desencanto, habrá novela. Hoy, gracias a un prodigioso anacronismo entre generaciones, sabemos que tanto el arte como la historia cabalgan como Miguel Páramo: ignorantes de que están muertos, o acaso desentendidos de su propia muerte, porque en el fondo saben que tienen todavía demasiadas asignaturas pendientes con el infierno-mundo de los vivos del siglo XXI.
Esta lección, debo insistir, se la debo a la generación de mis abuelos literarios, todos ellos maestros de la novela que llegaron cuando nadie los esperaba y de donde nadie los esperaba. Los grandes novelistas de América Latina fueron mis clásicos vivos. Por ellos pude comprender que en el llamado Siglo del Terror son más necesarios y más pertinentes que nunca Victor Hugo y Balzac, Kafka y Cervantes. Las novelas de los gigantes latinoamericanos y el posterior derrumbe de las utopías, tan semejante al desenmascaramiento barroco de los ideales del siglo XVI, nos preparó para interpretar con novelas el vacío del Mundo Después del Fin del Mundo. El accidente de la novela se erigió como un respiro necesario, un monstruo dichoso en la vida que no lo es tanto, un impasse propicio para que generaciones y lectores aprendamos a dialogar en tiempos de transición, en el stand by del Apocalipsis not yet o not now. Los novelistas del Boom vinieron a ordenar con sus obras el cascajo y el cascote de un siglo XXI sobrevenido como una sucesión interminable e imparable de accidentes en todos los ámbitos de la existencia.
Con semejantes ancestros y maestros, creo que nadie como los lectores y los autores del siglo XXI estaba preparado para descreer de la muerte de la novela. Si es verdad que la utopía terminó en 1989, quienes la vimos terminar mientras leíamos al Boom estábamos destinados a ser los más aptos para promover la supervivencia de la novela como el género distópico por excelencia. El escepticismo que signa a nuestra generación contra el desencanto de la precedente ha mostrado ser el caldo de cultivo óptimo para la consagración de la novela, ese género que descree de todo menos de la imperfecta realidad y de sí misma.
Confieso que por un tiempo deseé ese mismo destino para el cuento. Esperé inclusive que la prevalencia y la supervivencia postapocalíptica de la narrativa recayese en el relato, un género en el que mi anacrónica neurosis se siente a salvo. En el cuento, todavía, rebusco un arrecife para descansar mi escrúpulo y mis últimos despojos de fe en lo perfecto imposible. En el cuento el niño que soy juega a que tiene un mapa en la mano, tierra firme bajo los pies, el cuerpo ceñido por una camisa de fuerza que podría mantenerme salvo de mis propios arañazos. Acudo todavía al cuento porque me acobarda a veces el abismo de la novela, ese vértigo que en el fondo me atrae, porque después de todo es el abismo del mundo descascarado que me tocó en suerte o en desgracia habitar. Con el cuento me refugio, me regalo una caja que imagino suficiente para no dejar de creer en una utopía de perfección que no es ni ha sido nunca viable; con el cuento me doy un contenedor para que mi materia no se desparrame y pueda yo pulirla hasta el cansancio, ingenuo, quijotesco otra vez, ignorante de que el diamante demasiado pulido no será más luminoso sino cada vez más pequeño, hasta quedar reducido a un grano de arena en el que nada consigue reflejarse, como no sea otro grano de arena: un invisible átomo de silencio que no puede ya decir nada de los hombres ni del tiempo que habitan.
Bien hubiera estado que el cuento dijese más sobre nuestro siglo. Pero no es así, y está muy bien que así sea. Como nadie o como todos, la vida se conjuga en gerundio cuando está en otra parte, nos ocurre antes de que nosotros le ocurramos a ella, esa vida llena como ha estado siempre de accidentes, siempre a la jineta de una solidez que se va desvaneciendo en el aire. Esos accidentes y esos desvanecimientos son por excelencia territorio de la novela.
Me queda al menos el consuelo de que, en este imperio ultramoderno de la novela como contingencia, al cuento se le concede todavía un puesto honorario. En nuestra tradición, el relato sobrevive como un rey viejo, fantasmal y providente que con frecuencia estima necesario aparecérsele a su vástago enloquecido para que éste no olvide su alcurnia y se vengue de quienes quisieron matarlo.
Ricardo Piglia, uno de nuestros novelistas más ilustres, se definió alguna vez como un cuentista que a veces escribe novelas para descansar entre un cuento y otro. Le oí decirlo, le creí y puede que hasta lo haya comprendido. Escuchar esto en boca del novelista Piglia, heredero impenitente de la gran tradición austral del cuento latinoamericano, me tranquilizó; sus palabras me producen todavía la sensación de deslumbramiento de quien comienza a entender así, sin más, que en tiempos de horror y distopía la novela volverá cíclicamente a mostrar su esqueleto cuentístico y a parecerse más al Quijote de 1605 que al Quijote de 1615.
Después de todo, la inevitabilidad del cuento como un espíritu gobernante entre las sombras es otra de las grandes lecciones de la gran novela latinoamericana del siglo XX. Nuestra gran tradición novelística se debe al cuento tanto como nuestra actual distopía de dictadores, democracias fallidas y bandidos de cuello blanco se debe a la esperpentización del utopismo nacionalista del siglo XVIII. Siempre tarde en casi todo, América Latina alcanzó al mundo justo cuando comenzó a mirar y a mostrar su realidad. En el yermo del escepticismo ante la lengua y la literatura del continente pícaro por excelencia, la feliz legión de grandes novelistas hispanoamericanos nos enseñó que, hablando de novelas modernas, todos los caminos conducen a Cervantes a través de Borges. Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa y Onetti nos demostraron que tanto debió Victor Hugo a Maupassant como Cortázar a Felisberto Hernández. Como los cuentos de Cervantes, los cuentos de América Latina estaban condenados a crecer y desmadrarse en novelas por la simple razón de que la novela se entiende mejor en los tiempos transitivos y los espacios liminales: por eso El llano en llamas engendró Pedro Páramo, y por eso Casa tomada creció en Rayuela; por eso nació Aura, un relato tan siniestramente fronterizo que es ya un punto más y un punto menos que una novela.
Novela que es cuento que es vida como instrucción de uso. Novela como pluralidad del cuentote desbordado de la existencia latinoamericana. Con las novelas de la dictadura y las novelas de la decadencia y las novelas del fracaso de la megalópolis comprendí de qué modo y en qué pantagruélica medida los novelistas sacaron de la cantera del cuento sus piedras en bruto, unas piedras que dejaron así porque sabían que la contemporaneidad americana servía mejor antes opaca que brillante, pues la belleza hoy es un espejo cóncavo capaz de reflejar el hecho de que la realidad de América Latina era la realidad de todos los hombres en otro siglo atroz, un siglo donde vida y muerte nos ocurrieron como sólo ocurren las cosas en la novela: sin esperarlo y sin esperanza, sin mapa posible, siempre reflexionando, siempre urgentes, a veces sumergidos y a veces emergentes, siempre improvisando frente a la sorpresa de la injusticia, el genocidio y el terror, siempre resignándonos a no comprender la historia ni controlarla por la sencilla razón de que la historia va siempre más aprisa que el historiador, y tanto, que mejor parece acudir a la novela, esa ficción de los ojos cerrados, y esperar lo que venga y que sea lo que Godot quiera.

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