sábado, 5 de enero de 2013

El ángel de Salvador Elizondo

29/Diciembre/2012
Laberinto
Miguel Ángel Flores

En su libro Tiempo mexicano Carlos Fuentes dedica unos reglones a recordar a un compañero de estudios varios años menor que él. Se llamaba Salvador Elizondo, una figura oscura, no en el sentido de la notoriedad sino por el aspecto sombrío de sus gustos o de las zonas de las manifestaciones del arte que le interesaban. Elizondo era el más joven de los estudiantes que en la Facultad de Derecho publicaban la revista Medio Siglo. Había asombrado a todos que en su ensayo “La idea del hombre en la novela contemporánea” hiciera observaciones sobre novelas de Hesse, Huxley, Faulkner, Kafka, Joyce, por ejemplo, que pocos habían leído en México y que no constituían entonces centros de atención para quienes se ocupaban de la práctica y crítica de la novela mexicana.
Salvador Elizondo había gozado del privilegio de una juventud acomodada debido a la buena posición económica de su padre, que entre otras cosas había sido productor de cine y terminó su vida ocupado en actividades bancarias de alto rango. Elizondo pudo así aprender desde su niñez el inglés y el francés que leía sin ninguna dificultad. Estudió en el extranjero y vivió y viajó por la Europa de la postguerra donde se incubaban todos los frutos de la modernidad y la postmodernidad. Años en que se desarrollaban polémicas de todo tipo y cuyos personajes eran Sartre y Camus, entre otros. La lectura de Joyce fascinaba al joven Salvador Elizondo y había despertado su interés la escritura china tanto por el aspecto estético del que participa como por su estructuración para producir significados. Y así llegó a la lectura de Fenellosa y la poesía de Ezra Pound. El fenómeno estético de la poesía lo intrigaba. Sentía gran interés por los aspectos técnicos del arte en todas sus manifestaciones. Sus intereses se inclinaban al ejercicio de la ficción, de la pintura, la fotografía, el cine: actos sucesivos y congelación de instantes. Memoria e imagen. La ejecución técnica constituía la simiente de cualquier arte, su operación técnica iba a ser para él tan importante como la manifestación de los sentidos y los contenidos. El cine en cuanto a metáfora de instantes y movimientos constituía uno de sus más intensos centros de atención.
La actividad intelectual de Salvador Elizondo se hizo presente en las publicaciones que dirigían Fernando Benítez y Jaime García Terrés, y también en las de sus amigos como Juan García Ponce y Tomás Segovia. Fundó una revista, de efímera vida, Snob, y fue un miembro muy activo del grupo Nuevo Cine que buscaba renovar la crítica de cine en México y se empeñaba en denigrar, muy merecidamente, lo que los productores y directores nacionales concebían para su exhibición en pantalla. Filmó una película en 16 mm, Apocalipsis, y escribió un lúcido ensayo sobre la primera etapa de la filmografía de Luchino Visconti. Había aprendido la técnica de pintar un cuadro con Jesús Guerrero Galván, pero nunca exhibió ninguno de sus cuadros; escribió también un importante estudio, breve, sobre la pintura de Vicente Rojo en cuanto a sus aspectos formales, pero no asumió el ejercicio de la crítica de artes plásticas. Practicó la fotografía, mas para él esta actividad fue un asunto privado.
¿Cuál era su verdadera vocación?, se preguntaban quienes seguían sus escritos y sus conferencias. En 1965 asombra a los lectores con la publicación de Farabeuf. Un texto insólito para el medio mexicano. A partir de la observación de una fotografía que congeló el momento de suma crueldad a la que estaba siendo sometido un cuerpo en China, se desencadenó en él un proceso narrativo en el que se aliaban los procesos de la memoria, el afán por capturar un instante sobre el que se construye toda una narración en su imposibilidad de ser aprehendida en todos sus aspectos, y en la que giran como soles nocturnos el deseo, la muerte, el éxtasis del dolor y los cauces del erotismo, a veces ignotos. Los mejores momentos de la narración son aquellos en que la realidad se relata de tal modo que nos enfrentamos a una irrealidad de cuanto se narra: ¿de verdad sucede lo que se dice en los torturados renglones de la ficción? Una rebelión en China desencadena el horror y la técnica quirúrgica nos remite a una sórdida destreza para cortar la carne humana. Pero lo que nos llega a interesar de la novela no son los relatos de la crueldad sino los juegos y engaños a que nos puede orillar la memoria y nuestra percepción del tiempo. Es evidente que la aportación de Elizondo se refiere a las zonas oscuras y sombrías de nuestra condición. Le interesó reportar esos hechos bañados por una luz difusa y mortecina que nos remite a lo insólito, y sintió gran atracción por lo insólito, de encuentros y desencuentros impregnados por lo enigmático.
Hizo ejercicios narrativos que le sirvieron para dominar su oficio, como los cuentos de Narda y el verano, donde sin embargo no están ausentes los rasgos que caracterizan su narrativa. Y nos sorprendió con su relato Elsinore pues en él entra a la esfera de los sentimientos desde una perspectiva muy diferente a la que había hecho característica su escritura. Sin disputa ni controversia, Elizondo se hizo de un sitio de relevancia en la narrativa mexicana.
En relación con su bibliografía casi no se mencionaba que Salvador Elizondo había entrado en la literatura por la puerta de la poesía. Su primer libro pertenece a ese género. Pero no persistió en él, al menos no divulgó cuanto escribió en este dominio. Sus amigos y los enterados conocían de la existencia de ese libro, un libro maldito, para el autor, no por sus rasgos estéticos y éticos, sino por malo. ¿Cuánta justicia se hacía a sí mismo Elizondo? Poesía fue su título; y fue patrocinado por el mismo autor. Nadie le preguntó a Elizondo si no había encontrado un editor profesional que se hubiera querido ocupar de él. O si la impaciencia lo llevó a publicar en edición de autor. Quién sabe quién pueda responder ahora esas preguntas; ahora que es uno de nuestros escritores más célebres y reconocidos.
El libro lleva el escueto título de Poesía, apareció en 1960 sin pie de imprenta. Salvador Elizondo tenía entonces 28 años de edad y se supone que los poemas reunidos debieron haber sido escritos durante la primera etapa de sus veinte años; ¿se podría suponer que fueron fruto de la precocidad? Salvador Elizondo nunca comentó públicamente (salvo que exista una pequeña nota de prensa) que hubiera continuado escribiendo poesía. Pero en una entrevista, realizada pocos años antes de su muerte, señaló que tenía la intención de publicar sus poemas que consideraba dignos si se relacionaban con lo que se escribía ahora y que se nos quiere hacer pasar como poesía.
No sucedió eso en vida. El rescate de su archivo, la exhumación de los manuscritos, o la preparación de los originales ya dispuestos para su impresión, lo que no se señala en el libro de su autoría que este año publicó el Fondo de Cultura Económica, nos entrega la novedad de un conjunto de poemas bajo el título Contubernio de espejos. Poemas 1960-1964. Resulta muy interesante comparar su libro de 1960 y el que apareció este año. Interesante en el conjunto de la poesía mexicana del siglo XX; interesante en cuanto a los planteamientos de su poética, o, si se quiere, en cuanto a su idea de percibir el fenómeno poético; interesante en si es válido plantearse cómo se debería publicarse un libro de un autor de su talla ya fallecido.
En el libro de poesía se advierte que Salvador Elizondo aparece como un autor de sólida cultura; es decir, no hay un tono ingenuo en los poemas, tanto en el procedimiento de su escritura como en lo que quiere plasmar en el poema. Muy joven había leído en su lengua original otra fuente de la técnica de su escritura: la que constituye la lectura de Mallarmé y Paul Valéry. Dentro del ámbito de la poesía francesa había surgido el movimiento de los surrealistas. Pero no solo fue la poesía surrealista la que se advierte en muchos de sus poemas sino la pintura. La forma en que “pintó” el silencio De Chirico. La transformación de una geometría en una especie de pesadilla, que contiene el peso de una realidad desolada y de desamparo. La solidez que se percibe como ruina. De la escritura surrealista quedó la libre asociación y el sueño donde se potencian los aspectos más oscuros de la realidad, o donde se hace comprensible por el deseo. Elizondo pertenece a la estirpe de los poetas para quienes los procedimientos del surrealismo constituyen la última deriva del romanticismo. Elizondo parece decirnos que la lepra de la vigilia es la escoria de nuestros sueños. Solo la oscuridad de la noche puede realizar la transmutación de esa oscuridad que emite una “luz” bajo la cual los ojos perciben el horror de nuestros actos.
El ángel de Rilke es terrible en el grito. El ángel de Elizondo lo es en la penumbra y la alusión. Los ángeles se ciernen sobre coitos que anuncian premoniciones. En la fabulación de Elizondo a los coitos los acompaña la música del grillo, como si fuera rara avis, y la carne en el coito suspendido queda en nada, solo hay esqueletos recién fotografiados. Y ese acto físico se realiza contra un telón de fondo donde se escuchan trenes que parten, el cielo es azul y tiene estrellas y el “espejo guarda la memoria de una mirada muerta”; todo sucede en una atmósfera enrarecida que dicta el tono de todo el libro: los poemas se construyen siguiendo una línea de fabulación e imaginación extraña para la poesía mexicana. Los cadáveres dan testimonio: “En este espacio yermo/ deshabitado de palabras/ todo futuro es yerto/ todo presente es fijo/ todo pasado es muerto”. En ciertos momentos muchos de los poemas se pueden leer desde la perspectiva de la imposibilidad de las palabras para expresar un acto concreto, de la imposibilidad de elaborar la metáfora del instante y la sorpresa con un sistema que solo admite la sucesión al expresarse, lo que impide que sus medios fijen un instante. Por eso el poema se convierte en ese espacio yermo que no habitan palabras. El espejo refleja una mirada, pero la mirada está vacía: “Solo quedan los gestos de los dioses/ inmóviles, difusos en el polvo;/ el viento los circunda y los arremolina/ la tolvanera erguida/ parece que está viva/ …y sólo gira”. En ese procedimiento de sucesión la memoria se confunde en el orden de lo que acontece, lo que se filtra y queda grabado se impregna de apariencia: “Los hombres —los viejos sobre todo—/ han pasado el invierno encerrados,/ atizando los frágiles fogones del recuerdo/ con las palabras que fueron vuestras/ y que ahora reposan ateridas/ en el fondo desolado de sus ojos/ como fosos […] y el sol los encontraba dormidos sobre su impotencia/ como sobre un fardo de sombras, sin haber recordado vuestros nombres; huecos sus corazones como una urna”.
El sistema metafórico de Elizondo basta para manifestar que tenía plena conciencia sobre la construcción de un poema. Aunque no se siente preocupado por los aspectos técnicos, y deja que el poema transcurra libremente encontrando su propio ritmo, no hay una voluntad de orden y de rigor en la expresión que da solidez a sus versos. Volvamos a una palabra para describir la poética de Elizondo: desolación. Los dioses han abandonado los escenarios donde transcurre la fabulación de los poemas. Los dioses le son desconocidos, los jóvenes son aconsejados por un ángel terrible y “solo saben que la inmortalidad/ es la incorporación de los cadáveres”.
Podemos imaginar: alguien vaga sobre arquitecturas que desconciertan y señalan en su abandono la premonición de algún encuentro. Pero cuanto se mira en torno se esfuma en el preciso momento en que los ojos tocan presencias y recuerdan ausencias. El poema “Encantamiento contra la enfermedad” nos da la medida de los alcances de esta poesía en cuanto a su expresividad, la atmósfera que la envuelve y la consumación de sus logros:
Cuando digas el nombre de los dioses
         bajando por la escalera
         tus ojos encontrarán los ojos
         de algún desconocido
         y pensarás en lo que tantas veces me dijiste.
                    Olvidarás tu nombre poco a poco.
                    no quedará de ti más que tu sombra
                    disolviéndose lenta contra el muro
                    y tu paso, ágil sobre la arena,
                    se desvanecerá junto a la espuma
                    y sólo tu recuerdo pronunciarás dos veces
                   el nombre con que abrías la ventana:
                   Mar. Mar.
Como se había mencionado ya, el Fondo de Cultura Económica ha puesto en circulación un delgado volumen que contiene los poemas que, según nos dice el título del mismo, fueron escritos entre 1960 y 1964. Es decir, todo parece indicar que son posteriores a la redacción de sus primeros poemas que aparecieron en el libro Poesía. Lo primero que distingue a los poemas de la segunda etapa es su voluntad de forma. Elizondo insistía que el exceso de libertad, o el libertinaje, a que había sido sometido el acto de escribir poemas había desembocado en textos donde se podía encontrar de todo menos poesía. El verso librismo en sus mejores logros parecía solo prosa cortada que no contenía los ritmos que exige el poema más libre. La lección de Valéry estaba muy presente. En el peor de los casos, lo que se entendía por poema era solo la expresión con mala prosodia de contenidos vulgares. La expresión suprema del poema como mecanismo de contenido y forma lo constituía para Elizondo el soneto: un silogismo que se construía siguiendo las reglas de una estructura precisa. El soneto era para Elizondo un mecanismo verbal que debía bastarse a sí mismo y en su rigor nos enfrentaba con el vacío que había producido vértigo a Mallarmé. Todo esto conducía a un callejón sin salida: la imposibilidad de escribir, que se podía expresar por la metáfora en la que un espejo se enfrenta a otro espejo y en la reproducción infinita las formas se pierden en el vacío. Su mejor ejemplo era su texto en el que alguien se ve escribir a sí mismo hasta perder su identidad. Pero no fue la precisión técnica lo que hizo mejor poeta a Elizondo. Sus sonetos están aceptablemente construidos. Pero los debilita que recurra con frecuencia a la rima utilizando el participio pasado y que en ninguno de ellos se haya planteado un tour de force. Su intención nos recuerda al acto fallido que han sido los poemas de los autores brasileños como Lêdo Ivo que junto con sus compañeros, después de la aventura vanguardista de los Andrade o Bandeira y Drummond, buscaron refugio en la tradición para encaminar por el “buen” rumbo a la poesía. Después de los momentos de sorpresa, de metáforas insólitas de realidades habitadas por el mal, las pesadillas, la muerte que se trasmuta en deseo, Contubernio de espejos parece suceder en esa misma atmósfera, pero se tiene un sentimiento de asepsia cuando se lee ahora a Elizondo:
          Tibio remanso a furias excitable
                      con apremio del doble compromiso
                      que trueca el infierno en paraíso
                      su galopar inmóvil e implacable.
Aunque están presentes la manifestación de sus mejores virtudes como escriba que había alcanzado en su anterior libro, como el poema “Imagen”:
        
 Viven en un espejo
                      de azogue turbio y realidad incierta.
                      te invoco en su reflejo
                      y se queda desierta
                      la angustia con que llamo en esa puerta.        
Contubernio de espejos exigía que fuera acompañado de un prólogo, que fuera el resultado sobre la investigación acerca de ciertos aspectos de Elizondo como poeta. Entre sus papeles, ¿se encontraron más poemas? Hacer un cruce entre su narrativa y su poesía: en Farabeuf hay pasajes que se desprenden directamente de algunos poemas, y en ambos la simbolización y el juego de la memoria desempeñan un papel semejante. Contubernio de espejos parece ser la glosa de los poemas publicados en el primer libro; se puede hablar también que en algunos casos se recurrió a la reescritura. Hay un poema que pasó íntegro de un libro a otro sin ninguna modificación. En fin, aspectos que resultan confusos en una valoración de la poesía de Elizondo.

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