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lunes, 15 de diciembre de 2014

Recuerdos de nuestro porvenir

23/Noviembre/2014
Confabulario
Lucía Melgar

En Los recuerdos del porvenir un pueblo queda arruinado y mudo tras años o siglos, de violencia política, social y personal. La violencia que sufre Ixtepec es cíclica, ciega, inútil. Arrasa con víctimas y victimarios, con personas de todas las clases y grupos sociales y con el pueblo mismo, del que quedan sólo una memoria y una voz. Si la memoria aparente es contradictoria, atravesada por discursos oficiales y falsas interpretaciones del pasado, la voz que la autora le otorga al pueblo para narrar su historia devela lo que los falsos memoriales ( la “piedra aparente” del inicio y del final), los silencios y el discurso oficial, ocultan.

Al recrear su pasado, la voz del pueblo condena a las fuerzas políticas que invadieron su territorio a través del tiempo y, en la década de 1920, quisieron imponer una visión ajena, centralista y autoritaria; señala la culpa de los terratenientes que se enriquecieron mediante el despojo y que, con la complicidad del ejército invasor, tramaron el asesinato en serie de agraristas; devela las fisuras que al interior de la sociedad pueblerina facilitaron su derrota a manos de los militares de la posrevolución, y muestra cómo las violencias cotidianas, casi invisibles para muchos, minan también la convivencia, la vida y las posibilidades de futuro.

Escrita hace más de seis décadas y publicada en 1963, la primera novela de Elena Garro destaca por la honda textura poética de su prosa, por la sabia disposición de su estructura en espejo que entrelaza los claroscuros de la posrevolución y los desgarros de la rebelión cristera derrotada; por el trastrueque mágico del tiempo; por la configuración de personajes extravagantes o comunes, marcados por la ilusión, la locura, la aspiración a “otro mundo” por demás inalcanzable. Destaca también, en estos tiempos obscuros, por su lúcida visión de la violencia como maquinaria destructiva, como fuerza ciega (mas no natural) en cuyos círculos concéntricos van desapareciendo amores, esperanzas, ambiciones, la vida misma.

Novela histórica y de la microhistoria, novela de amor y desamor, Los recuerdos del porvenir es también una novela de la violencia, de las violencias que carcomen el mundo público y privado, de la violencia como construcción humana, producto de siglos de guerras, invasiones y revoluciones; consecuencia también de cientos de gestos de humillación, discriminación, dominación y acallamiento que a menudo pasan desapercibidos, sin obvia significación histórica, pero que día a día minan la posibilidad de convivir y sobrevivir.

Si bien hay en este universo narrativo una visión básica de la violencia política como fuerza arrasadora que, en una invasión tras otras, va devastando la tierra y el horizonte del pueblo, su presente y su futuro, la mirada se centra en un periodo en que la violencia externa potencia las pequeñas violencias internas, en que la violencia política favorece, encubre, justifica el secuestro y la violación, el encierro y la dominación de mujeres jóvenes por militares más o menos soberbios y crueles; donde la violencia de los dominantes encarna tanto en los jóvenes ahorcados en los márgenes del pueblo como en el hombre humillado y burlado en el centro.

La violencia —muestra la voz de Ixtepec— no está sólo en los grandes gestos, en las gestas cantadas por corridos y discursos hueros, se percibe también en los silencios de los humillados, en los pies callosos de los campesinos, en los murmullos de los criados que saben las desgracias del futuro porque viven las del presente. Así, aun cuando la historia de este pueblo pueda leerse como parte de la historia de una revolución traicionada o como versión popular y católica de una rebelión aplastada, es también un relato de un proceso de normalización de la violencia extrema y cotidiana, que culmina en la implosión, en la petrificación de un pueblo entero.

En el contexto actual, la voz de Ixtepec cobra particular vigencia cuando reflexiona acerca de la violencia inútil que cíclicamente surge, se justifica, amplía y, en su estéril dinámica circular, arrasa vidas y tierras y desgasta el sentido del vivir mismo. Así, por ejemplo, ante el reinicio de asesinatos y conspiraciones, esta voz, escarmentada podría decirse, no se lamenta: comenta y en cierta medida advierte a las generaciones futuras (las que hoy leemos, por ejemplo) el vacío y hasta el absurdo que conlleva ese juego sangriento:

“Así volvimos a los días oscuros. El juego de la muerte se jugaba con minuciosidad: vecinos y militares no hacían sino urdir muertes e intrigas. Yo miraba sus idas y venidas con tristeza. Hubiera querido llevarlos a pasear por mi memoria para que vieran a las generaciones ya muertas: nada quedaba de sus lágrimas y duelos. Extraviados en sí mismos ignoraban que una vida no basta para descubrir los infinitos sabores de la menta, las luces de una noche o la multitud de colores de que están hechos los colores. Una generación sucede a la otra y cada una repite los actos de la anterior. Sólo un instante antes de morir descubren que es posible soñar y dibujar el mundo a su manera, para luego despertar y empezar un dibujo diferente”.

Lejos de trivializar lo cotidiano, el relato de Ixtepec lo destaca en este y otros pasajes, a contrapelo de la historia oficial que tiende a borrar los horrores que supone el triunfo revolucionario o los sacrificios que se imponen a nombre del progreso, en aras de una historia gloriosa, contada desde la perspectiva de los vencedores.

Para Garro la historia es microhistoria, la historiografía no es relato de hechos, sino mirada crítica sobre ellos. De ahí que en novelas como esta y en su obra teatral Felipe Ángeles, sobre todo, denuncie —mostrándolos— los efectos de la violencia y del terror, en el territorio nacional y local, en lo político y en lo personal. Desde esta visión crítica que hace decir al Felipe Ángeles teatral que los vencedores de la revolución de 1910-1917 en su gran soberbia y afán de poder han convertido a México en “un cementerio donde sólo se oyen gritos y disparos”, la re-creadora de Ixtepec le da cara al horror que se impone en el campo y muestra cómo, a fuerza de repetición, la barbarie se va normalizando.

Así, tras el asesinato y mutilación de cinco jóvenes agraristas, colgados (como otros antes) en las trancas de Cocula, la gente del pueblo primero reacciona con indignación y al poco tiempo calla:

“Pasaron unos días y la figura de Ignacio tal como la veo ahora, colgada de la rama alta de un árbol, rompiendo la luz de la mañana como un rayo de sol estrella la luz adentro de un espejo, se separó de nosotros poco a poco. No volvimos a mentarlo. Después de todo sólo era un indio menos. De sus cuatro amigos ni siquiera recordábamos los nombres. Sabíamos que dentro de poco otros indios anónimos ocuparían sus lugares en las altas ramas”.

El tiempo, sin embargo, queda abollado, fisurado por ese crimen, que se ha repetido y se repetirá. A lo largo del relato, las discontinuidades que impone la violencia quiebran tanto el tiempo público como los tiempos y espacios privados. Si el asesinato de Ignacio, hermano de la panadera, rompe la rutina cotidiana ese día, otras muertes, humillaciones y agravios fisuran muchos días más.

Al mismo tiempo, en el centro y en los márgenes de Ixtepec se da otra circularidad opresiva en que el tiempo queda estancado: ahí donde las mujeres son vapuleadas y acalladas, en otra forma de dominación que rara vez se percibe y pronto queda también naturalizada.

Lo que podríamos llamar retrospectivamente la construcción del infierno circular de Ixtepec no puede entenderse en toda su profundidad si no se mira y destaca la configuración de la violencia contra las mujeres, como parte integral y clave del mecanismo de violencia que mina el presente y el futuro.

La violencia contra las llamadas “amantes” de los militares, contra las “cuscas” , y, en menor grado, contra las “hijas de familia” se expone desde la perspectiva del pueblo que no suele ser sensible a ella y que con frecuencia se contagia del discurso amoroso o del chisme para encubrirla y minimizarla. Así, aunque se sabe que Julia y las demás “amantes” de los militares son de hecho sus cautivas y que estos las maltratan, se les rodea de un aura de amor y belleza (a Julia en particular) o se devanan sus vidas en chismes circulares. A las “cuscas”, a su vez, se les desprecia como seres ajenos: su casa en las orillas del pueblo parece pertenecer a otro espacio, tienen prohibido caminar por el centro; ellas mismas se perciben como seres al margen cuya vida no tiene ningún valor… A Isabel, la única rebelde, fracasada, el pueblo no la comprende, la voz popular la reduce a una protagonista de traición y amor desdichado.

Como sugiere la imagen final de la novela, la violencia misógina está tan normalizada que llega a formar parte del paisaje. La re-lectura entre líneas, sin embargo, permite hilar las escenas de humillación y acallamiento, captar el impacto del secuestro, la violación y el encierro en el silencio impuesto y en la falta de imaginación. Permite también trazar un hilo de resistencia y rebeldía, así sea mínima o fallida, que reivindica el potencial de agencia femenina, así la aplasten el poder machista y la tolerancia social. En el desafío de las “cuscas” que caminan a la comisaría, en la huida fantástica de Julia, en el intento de huida de las gemelas, en el papel de juez e intercesora de Isabel, hay un deseo de otra vida, un rechazo de la condición siempre subordinada. En su recuperación narrativa hay una denuncia de la discriminación y la violencia que las asfixian, y que están ligadas a otras manifestaciones de brutalidad.

La muerte progresiva del pueblo, sin embargo, no se explica del todo sin considerar que el racismo es otra forma de violencia que fisura a la sociedad desde dentro: aquí el ninguneo de lo indígena escinde a los blancos y mestizos de la mayoría y contribuye a la derrota de los “notables” frente a los militares. El pueblo que acaba por ser indiferente a los ahorcados, no entiende a Isabel ni reconoce su potencial heroico. Los notables que transforman en chisme la vida de mujeres sometidas no reconocen la humanidad de las indígenas y asumen que “el pueblo” comparte sus intereses. Su ceguera determina la derrota de la conspiración contra el poder militar y su falta de solidaridad contribuye a la disgregación. En este sentido, la voz narrativa recuerda y muestra las contradicciones internas que explican también el fracaso de Ixtepec. Quienes no conocen los matices de la mente, quienes han perdido la imaginación y la ilusión, quienes no saben reconocerse en un mundo común, pierden, o tal vez nunca han tenido, la capacidad de actuar.

Si recordamos que para Hannah Arendt el poder es “la capacidad de actuar en conjunto”, lo que Ixtepec también devela es esa ausencia de poder de una sociedad agobiada por la violencia, carente de imaginación, y atravesada por sus propios prejuicios y limitaciones.

El tiempo de las mujeres, ha señalado Adriana Méndez Ródenas, al comentar esta obra, es un tiempo abierto a la posibilidad, a la sensualidad, a la imaginación. Aquí es un tiempo abierto que queda, pese a todo, atrapado en el estruendo de la guerra, en la repetición circular de ahorcados, en el silencio asfixiante de la opresión. El tiempo circular de las cosmovisiones indígenas queda asimismo aplastado en la mediocridad lineal de un falso progreso: las voces de los criados indígenas, con sus hondos saberes, se transforman en voces de un destino nefasto. El tiempo alterno, del cambio, aquel que rompe la repetición, se difumina en la ilusión perdida y la impotencia.

A la larga, la serie de disrupciones y fracturas que provoca la violencia, cotidiana y extrema, acabará con el tiempo lineal de la historia oficial y la muerte violenta, y con los tiempos circulares. Acabará también con los tiempos paralelos, los tiempos alternos donde brillarían la ilusión, la libertad y la transformación.

Si recordamos que Los recuerdos del porvenir se inspira en la infancia de la Elena Garro en Iguala, a su vigencia literaria se añade hoy una aguda y dolorosa vigencia política. La violencia extrema que ha vivido y vive esa región es la que vive el país. Hoy, la voz del pueblo de Ixtepec es a la vez testigo del pasado y admonición para ese porvenir que es ya nuestro presente.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Poderes del horror y la escritura

2/Noviembre/2014
Confabulario
Lucía Melgar

Una mujer mirada que a su vez mira y transforma al voyeur machista en habitante de un mundo común, un despojo humano abandonado que se sueña mirada, un chino que mira desde la poesía un paisaje humano que lo niega y lo aniquila, una mujer atrapada en los brazos de un viejo, una vieja degradada por los tormentos de la pasión propia y ajena, una familia condenada a una locura lúcida e inevitable, dos hombres condenados a la soledad por la incomprensión social y por su propio acallamiento; un conjunto de seres abominables, terribles en su autodestrucción, en su capacidad de sufrimiento, en su afán de trascendencia, así sea a través de la pasión, la aniquilación, el dolor; un mundo donde se tocan el horror y la belleza; paisajes provincianos asfixiantes, límpidos, escenarios de degradación y afán de espiritualidad. En los cuentos reunidos en La señal, Río subterráneo y Los espejos, de Inés Arredondo, se entretejen pasiones, sufrimientos y anhelos con una pluma tan aguda y precisa en el espanto y en la dicha (así sea deseada más que vivida), y una expresividad en la luz y en las sombras que la experiencia de lectura resulta por momentos asfixiante o inquietante y siempre transformadora.

Autora de tres libros de cuentos, ensayos literarios, reseñas y artículos, Arredondo ha recibido un reconocimiento crítico cada vez más significativo, si bien la atención del público ha estado un tanto limitada por la dificultad para acceder a sus libros, afortunadamente superada por la publicación de sus Cuentos completos por el Fondo de Cultura Económica en 2011 (y antes por la edición de su Obra completa en Siglo XXI, en 1989).

Aunque se le puede considerar una obra oscura en tanto la voz narrativa se atreve a sumergirse y nos sumerge en las más terribles pasiones humanas, hay en ella una lucidez particular que se manifiesta en el estilo de la autora: la mirada de quien describe y analiza a través de sus personajes (víctimas ante victimarios, sobre todo, pero también protagonistas a la vez victimarias y víctimas) no se pierde en los abismos; la palabra que describe la belleza del horror o la perfección inalcanzable o el deseo de más allá es a la vez suntuosa y precisa, despojada y sugerente, inquietante y contundente, y se entreteje más de una vez con un silencio hondo, denso, que puede ser sólo negación y vacío, pero también comprensión y reconocimiento, encuentro y plenitud. En este sentido, la pluma de Arredondo, su arte narrativo, es lo que, más allá del horror o de la fascinación, crea una experiencia de lectura al filo, por así decirlo, en la que, no obstante, se siente un hilo conductor que lleva de nuevo a la superficie: podemos así asomarnos a los abismos de la locura, la degradación o la contemplación de la belleza sin perdernos en ellos gracias a una mirada y una palabra, sobre todo, que nos sostiene, es decir, que mantiene una cierta distancia entre ese mal expuesto y la putrefacción, entre la atracción del delirio y el grito del exceso de realidad.

Empezar por la densidad de la experiencia de lectura como elogio de una obra puede parecer extraño en un contexto mercantil donde a menudo se promueven lecturas fáciles o falsamente complejas como modo de entretenimiento o escape. Es, sin embargo, lo que se busca, o buscan muchos hoy, como un medio, no de escapar, sino de entender la realidad, también densa y terrible: una experiencia de lectura que nos lleve a pensar y a preguntar (nos) por las acciones y pasiones, por los motivos de otros y por el sentido mismo de la vida. Una lectura intensa no es una lectura difícil, es una lectura que nos inquieta y nos con-mueve, que nos abre a mundos desconocidos o muy cercanos pero que aún no hemos reconocido. En el mundo de Arredondo, además, las sombras se mezclan, si no siempre con la luz, con un deseo de luz. Así, aunque la mayoría de sus cuentos traten de la abyección, de la degradación, de la crueldad, de las zonas oscuras o ambiguas del ser humano y de la sociedad, hay relatos que se niegan a la locura o al aniquilamiento o que expresan una sed de más allá, de trascendencia (para mí humana, para otros religiosa o divina), y sobre todo que iluminan —en el sentido de sacar a la luz— y hacen posible la comprensión o invitan a un intento de comprensión (que no de justificación ni naturalización, de la violencia y la crueldad, por ejemplo).

Como ha señalado Claudia Albarrán, una de sus principales estudiosas, Arredondo (a quien considera en un homenaje de 1989 “una escritora ejemplar”) “abordó temas prohibidos para las letras mexicanas de entonces”, lo cual ya era una gran innovación y un atrevimiento, sobre todo al tratarse de una escritora. Además, lo hizo, añadiría yo, sin juicios morales y con una mezcla perfecta de lucidez y mesura que le permitió ahondar en abismos del espíritu y del deseo humanos sin estigmatizar ni estetizar en exceso (el gran peligro cuando se sitúa la violencia en ámbitos sofisticados o paisajes hermosos). Así, el horror que vemos (la mirada y la vista son cruciales aquí) repele, mas no al grado de borrar el atractivo del vicio, del deseo prohibido —o del mal—; en otros casos, por el contrario, parece deslumbrar y de pronto pierde su brillo sin por ello hacer incomprensible su ambigua atracción. En un sentido esto coincide con la observación de Albarrán acerca de la confluencia de “paraíso” e “infierno” en la obra de Arredondo. La presencia de lo sagrado en la obra de Arredondo ha sido también destacada por Rose Corral, quien en el prólogo a la edición de Siglo XXI planteaba que Arredondo “busca también la trascendencia de una historia, el momento central, o en una terminología religiosa a la cual se le ha prestado poca atención, la ‘señal’ que la ilumina y le da ‘sentido’”. Para Corral, lo sagrado es central no como referente sino como “forma de aprehender el mundo y de revelarlo”. Hacia ello apuntaría, sugiere, no sólo la ficción de la escritora (los temas de sus cuentos) sino “su idea de ficción”. Ambas estudiosas ofrecen así una lectura que traza un hilo conductor que llevaría de La señal a Los espejos, del mundo provinciano del cuento que da nombre al primer libro al de “Opus 132” en el tercero, donde los prejuicios están tan arraigados que, pese al poder transformador de la música, sus propios intérpretes quedan atrapados en una soledad devastadora.

Desde otra perspectiva, Esther Seligson destacó también la originalidad y densidad de los temas que interesan a la escritora. “Lo doble, lo múltiple, lo ambiguo, permean todo en todos sentidos, en todas direcciones”, escribe en su ensayo “Lo doble, lo múltiple, lo ambiguo. El mundo de Inés Arredondo”, publicado en La Jornada Semanal en 1986. Desde una lectura más cercana al cuerpo, a las pasiones y al deseo, Seligson retoma el concepto de “instantes de vida” de Virginia Woolf y plantea que los protagonistas (hombres o mujeres) de estos relatos conservan “una marca contundente en la memoria del cuerpo que detiene el tiempo y corta el espacio” . Seligson se sitúa así más en lo psicológico, en la experiencia de vida, y se aleja del lenguaje religioso, y nos lleva a pensar más allá del “estigma” físico (y de la connotación cristiana de la marca espiritual) de “La señal”. En su lectura destaca cómo Arredondo explora los abismos del ser humano, desde el narcisismo hasta la anulación, polos entre los que oscilarían los destinos personales de sus protagonistas.

A la vez que coinciden en destacar los altos contrastes que caracterizan esta obra, los intensos claroscuros de ámbitos y personajes, las cimas y abismos que atraviesan las protagonistas en particular, cada una de estas lecturas devela un aspecto del rico mundo narrativo de la escritora y le da un sentido propio. Menciono estas —entre otras interpretaciones destacadas de la obra de Arredondo— porque iluminan distintos aspectos de este mundo narrativo y precisamente muestran que la autora construyó un universo narrativo propio, “denso”, como también señalara Huberto Batis, y en el que parece fácil entrar pero resulta más difícil salir debido a la textura de la prosa.

En mi lectura de Arredondo, destacaría la capacidad de la autora para develar no sólo el horror, sino los poderes del horror, retomando el título del ensayo de Julia Kristeva sobre la abyección y lo abyecto, términos para mí más cercanos a la experiencia del siglo XXI tan alejado de la espiritualidad y tan cercano a la barbarie. Lo abyecto como aquello que amenaza el orden social porque rompe, atraviesa, disuelve las fronteras entre lo moral y lo inmoral, el bien y el mal, lo prohibido y lo permitido, parafraseando a Kristeva, se manifiesta en los cuentos de Arredondo como tema recurrente en relatos que giran en torno al incesto, las pasiones destructivas, la perversión o realización del deseo en posesión aniquiladora. El ser abyecto no es sólo la protagonista de “Atrapada” o “Sombra entre sombras”, es también la niña —¿ya mujer?— de “Orfandad” en que encarna el horror del abandono absoluto y la crueldad del mundo que ha dejado en la sombra a ese despojo humano. El deseo pervertido o perverso llevado al extremo de la explotación y la negación de la otra (la víctima es sobre todo mujer), la atracción del mal, pero también las corrientes ocultas de pasiones prohibidas, marcadas como tabú, atraviesan a personajes que la mayoría de las veces son seres comunes, mediocres, ciegos, en los que, sin embargo, se percibe un anhelo de más allá, de “otra cosa” —belleza, plenitud, sacrificio— que les da, así sea un instante, la posibilidad de “ser otros”, de superar la medianía, la mezquindad o la crueldad de su mundo, de la sociedad y la cultura que han hecho posible su triste o terrible existencia.

Si bien la abyección como espectáculo y experiencia alcanza una intensidad extrema en relatos donde las protagonistas narran su propia degradación, los límites del orden social se trastruecan también, en un orden casi geométrico, en un cuento como “Río subterráneo”, relato que da título al libro que para mí es el más logrado de su autora. Este es tal vez de los cuentos más perfectos de Arredondo en cuanto la estructura misma del relato, la arquitectura del espacio ficticio y la historia se conjuntan para exponer la locura a la vez como amenaza, destino, legado maldito. La lógica de la escalera, la disposición racional de los espacios en la casa, donde irrumpe un grito inhumano, cuya repetición parece inexorable, revela la lógica oculta de la locura, no como delirio sino como expresión desaforada, como desgarro que deja entrever la hondura de la desesperación y la desesperanza que atraviesan el espíritu humano. Así, la belleza del espacio perforado por el grito sugiere a la vez el atractivo y la amenaza de la locura; lo que previene e intenta mantener a raya esa corriente subterránea que se desborda es la escritura, la carta y el relato que la inventa.

Desde otra perspectiva, cabe destacar cuentos menos obscuros y en apariencia más simples como “Las dos de la tarde” o “Las palabras silenciosas”. Aunque la riqueza expresiva de Arredondo alcanza en otros relatos una sofisticación excepcional (“Las mariposas nocturnas”, desde luego), la historia del extranjero al que se desprecia por una falla inevitable en la articulación, cuya elegancia expresada poéticamente contrasta con la materialidad brutal de su esposa y luego sus hijos, destaca por la agudeza sutil con que expone la xenofobia y el egoísmo y sobre todo por la maestría con que entreteje palabra y silencio. Su particular combinación de sugerencia y elisión, de saber dicho y saber oculto transforma lo que podría ser un relato local en expresión de la incomunicación social, cultural y existencial que vive quien es visto y tratado sólo como “Otro”, al margen.

Los juegos de miradas que iluminan lo abyecto, que sumergen o salvan de la nada y del afán de absoluto; la lucidez con que se examinan las pasiones, miedos y deseos más intensos, y el cuidadoso equilibrio de palabra y silencio son algunas de las facetas más destacadas del arte narrativo de una escritora que, sin estridencias, nos dejó relatos que fascinan o trastornan, iluminan y, a veces, liberan, así sea desde la profundidad del horror mismo.

domingo, 24 de agosto de 2014

Elena Garro: ¿Una biografía imposible?

24/Agosto/2014
Confabulario
Lucía Melgar

Denostada por sus críticos o “enemigos” como traidora a sus pares en 1968, o como “loca” o paranoica; idealizada por algunas de sus admiradoras como escritora incomprendida o víctima de los amos del poder cultural mexicano, la escritora Elena Garro ha dejado una estela de enigmas que a 16 años de su muerte no se han resuelto. Nos ha legado también, y eso es fundamental, una obra cuya riqueza y vigencia son cada vez más notables para los lectores, en particular para la gente joven que mira con ojos nuevos los hechos terribles o maravillosos que marcan sus páramos y ciudades.

Aunque en el aniversario de la muerte, o nacimiento, de una escritora, importa sobre todo conmemorar su obra y, en el caso de Garro, subrayar la importancia de recuperarla en todo su esplendor y complejidad para la literatura y para el feminismo (aunque no se identificara con él), en el año del centenario del nacimiento de Paz y a unos meses de la muerte, en tristes circunstancias, de su hija Helena, quisiera detenerme aquí en la dificultad de aprehender su figura pública.

Una biografía (a la europea ) sería indispensable para entender mejor a “Elena Garro” como intelectual comprometida en los años cincuenta y sesenta, y como escritora (¿auto?) exiliada a partir de 1972. Nos permitiría también adentrarnos en el “campo cultural” mexicano más allá de la esquemática visión en blanco y negro, de grupos de poder y figuras (des)encontradas, que afectó mucho tiempo la recepción de la obra garriana y que, con algunas excepciones, aún subsiste.

En efecto, aunque tras su muerte, el 22 de agosto de 1998, la sombra de la política y la figura de su ex marido Octavio Paz perdieron algo del influjo, negativo, que habían tenido en la recepción y valoración de la obra de Garro, todavía parte de la crítica y del público descalifican a la autora por su supuesta “locura” o “maldad” —a veces sin haberla leído— y se pierden así de una literatura que el propio Paz consideraba admirable. Algunos recuerdan su pasión “excesiva” por los gatos, otros la “traición del 68″, otros más sus chismes o sus amantes. En su “paranoia” tiende a verse una falla inherente y a borrarse su sentido psicosocial. Pocos relacionan la capacidad crítica que se despliega en dramas como Los perrosEl rastroEl árbol o Felipe Ángeles (por sólo hablar de su teatro) con esa des-calificación: si los niños y los locos dicen la verdad, ¿no se consideraría “loca” a Garro en su época, al menos en parte, por decir verdades que minaban la imagen de la “buena sociedad” mexicana y su ilusión de modernidad? ¿Acaso en los años sesenta era común mostrar la complicidad social con la violencia contra las mujeres, la violación y lo que hoy llamamos “feminicidio”? ¿Acaso no resultaría chocante  —o no lo es aún— mostrar la discriminación racista de la clase alta hacia las indígenas y, por justicia poética, otorgarle a la víctima el poder retórico necesario para invertir los papeles y matar a su victimaria? ¿Acaso en 1968 no resonarían escandalosamente  —lo mismo que hoy— las palabras de Felipe Ángeles contra las mentiras y abusos del poder del Primer Jefe?

No pretendo con esto reducir a la escritora a una “disidente” ni negar sus rasgos paranoicos posteriores al 68, sino apuntar a la necesidad de releer la vida y obra de Garro desde la complejidad misma de una sociedad que no ha superado el machismo y de un ámbito cultural que todavía pone en duda el lugar de las mujeres en la alta cultura, sobre todo si son heterodoxas y “escandalosas” como lo fue Garro en su época. Tampoco pretendo esquivar el espinoso asunto del 68, que es precisamente uno de los enigmas más oscuros de su vida pública. A reserva de tratar el tema en detalle en otro momento, cabe sugerir sobre este tema que la pregunta no es si Garro fue o no espía de la Dirección General de Seguridad (en mi opinión, no, en la de otros, sí); sino más bien por qué se le condena todavía como “traidora a sus pares” sin tomar en cuenta las circunstancias de esa “traición” ni sus relaciones previas con los grupos culturales de entonces. No interesa justificar(la), sí debería interesarnos entender qué llevó a una crítica de la historia oficial a estigmatizar a los intelectuales que apoyaban al movimiento estudiantil y a acusar públicamente a más de uno ellos, en vez de limitarse a defenderse a sí misma de las acusaciones, en primera plana, que la convertían ante la opinión pública en integrante de un “complot comunista contra el gobierno” (el 6 de octubre del 68). ¿Podemos hablar de complicidades en una época de intensa represión? ¿Actuó Garro cegada por el pánico, por el resentimiento o por un súbito (e inexplicable) fervor autoritario? Tal vez nunca lo sepamos con certeza pero importaría preguntarlo a la luz de una historia intelectual que todavía está en proceso.

Si bien a primera vista la vida de Garro parecería ofrecer grandes posibilidades para una biografía, el camino para escribirla está plagado de obstáculos, algunos de ellos sembrados por la propia autora. En efecto, además de los sesgos que por años han permeado el examen de sus relaciones con Octavio Paz y con grupos específicos, la muerte de testigos clave, y la intensidad de las polémicas que todavía suscita, Garro misma multiplicó pistas falsas y silencios tanto en su ficción autobiográfica como en sus diarios y cartas conservados en el archivo de la Universidad de Princeton.

elaborar una biografía de su autora. Por ejemplo, el periodo de su vida en París entre 1945 y 1951 puede documentarse, así sea indirectamente, a través de su correspondencia con Bianco y de las cartas de Bioy Casares, uno de los periodos más importantes para su escritura y para comprender su actitud posterior ante su literatura, México y el exilio. En cambio, su estancia en España de 1974 a 1981 sólo puede rastrearse a través de algunos de sus diarios y cartas, en particular de la correspondencia con Gabriela Mora, que esta publicó (BUAP, 2007).

Un segundo obstáculo es la imagen múltiple que de sí misma crea la autora. Por ejemplo, en relación con la crítica chilena, no siempre es franca, proyecta una imagen de sí misma influida por circunstancias ajenas a su corresponsal o por las expectativas que tiene respecto de ella. También subsisten huecos temporales y asuntos que no se aclaran. Por ejemplo, ¿por qué cesó Garro su correspondencia con Mora? ¿Porque no le convenció la entrevista que esta le había hecho? Podría corregirla. ¿No confiaba en que Mora no la publicara, como ella quería? ¿Le molestaron las alusiones de esta a la necesidad de que Helenita trabajara? ¿Ya no le era útil Mora? Estas preguntas quedan aún sin respuesta. Ni en el diario ni en las cartas hay explicaciones suficientes.

La dificultad principal, sin embargo, no radica en lo perdido sino en lo que la escritora dejó y borró a través de los años. Dueña de una voz múltiple magistral, Garro crea y recrea su imagen y la de los demás. Sus escritos privados prueban que el sujeto que escribe no es único ni homogéneo. Esto no es excepción, al contrario. Lo particular aquí es la variedad de voces y la intensidad de ciertas contradicciones, evidentes sobre todo porque Garro usa el lenguaje con maestría.

No es que ella se invente distintas personas para cada interlocutor, pero sí puede decirse que, según sus circunstancias, sus expectativas respecto a su corresponsal y su estado anímico, las cartas escritas en fechas próximas, o en la misma, pueden contrastar entre sí por su tono o por el enfoque de los mismos hechos contados. Así, por ejemplo, cuando se lee su correspondencia con sus hermanas y con su amiga de juventud, Ninfa Santos, es evidente que con su hermana menor, Estrella, adopta una actitud maternal y sobreprotectora; con su hermana mayor, Deva, en cambio, comenta con seriedad libros y hechos políticos, y también se pelea, a veces con furia, indignación o rencor. En contraste, sus intercambios con Ninfa Santos muestran a una Elena más reflexiva, lúcida, a veces desesperada y deprimida, que busca y mantiene un diálogo entre iguales. Con ella la escritora subraya la necesidad de afirmar un pasado común como condición para un intercambio que sea un diálogo no un cruce de monólogos, y como un vínculo hacia un futuro también común. Las cartas a Santos son de las más confiables para entender el pensamiento de Garro y su experiencia en el exilio.

En cambio, otras enviadas a amigos menos cercanos o a conocidos sugieren cierta “hipocresía” y una manipulación más obvia de su voz narrativa. En algunos de ellos parece ver a ratos más una fuente de ayuda que una relación de amistad. Por ejemplo, si bien consideraba a Fernández Unsaín uno de los pocos amigos que le habían sido leales en el 68, cuando le escribe desde París, agobiada de problemas, lo elogia en exceso y acentúa el tono patético para conmoverlo. Esas son quizá de sus misivas menos atractivas, aunque contengan datos interesantes. En casos más excepcionales, la expectativa del interlocutor y la imagen que quiere dar de sí misma la llevan a adoptar una máscara falsa, como lo sugiere un pasaje de su diario donde comenta que elogió el libro de un escritor mexicano aunque le parecía detestable. Tal vez por su propia falsedad, duda de la sinceridad de sus visitantes al grado que sus expresiones de afecto la asustan. “Debo estar paranoica”, añade.

Más que la hipocresía que se le podría achacar, cabe destacar que algunas alusiones características de las cartas y diarios de Garro remiten a preocupaciones por asuntos mexicanos, en particular las relaciones de la gente, y las suyas, con Octavio Paz. Por ejemplo, cuando trata con gente que tuvo diferencias con este, se siente en un terreno común. En cambio, si alguien le parece sospechoso, en su diario lo pinta como amigo, conocido o, peor, espía, de Paz  —lo que implica que puede o quiere dañarla—. Ante él o ella Garro mide sus palabras o de plano le evade, lo cual confirmaría su “paranoia” en esa época. Al mismo tiempo no pierde su lucidez: la crítica certera al estilo doble, engañoso o pretencioso de ciertos escritores hispanoamericanos, sobre todo cuando se trata de memorias o autobiografías, se repite no sólo en su diario sino en varios pasajes de sus escritos, y en algunas declaraciones públicas. Verdad y mentira se entremezclan así a veces al mismo nivel.

Las “mentiras” de Garro ante ciertos interlocutores pueden verse como rasgo de carácter condenable pero son también un síntoma. La cuestión aquí es por qué miente Garro y por qué siente la necesidad de hacerlo, incluso ante personajes secundarios o con gente que la ha ayudado como Mora. En el caso del escritor mexicano cabe pensar que a veces lo hacía para “quedar bien”, no sólo con él sino con su grupo, lo cual sólo le funcionaba a corto plazo ya que a la larga explotaban sus diferencias con uno y otros. En otros casos su incapacidad de empatía es obvia.

En general, los diarios y cartas de los años ochenta y principios de los noventa sugieren que Garro todavía daba gran importancia a su imagen pública y que esta preocupación incidía tanto en su actuación como en su correspondencia. Lo que también cabe destacar es que en la construcción de sí que elabora Garro hay a veces una tendencia defensiva muy marcada que la lleva a no decir lo que piensa o a desdecirse, porque no quiere que se sepa o se publique lo que piensa por temor a las repercusiones que podrían tener en la vida de su hija, o de la suya y porque ella misma ve el mundo cultural mexicano como un campo de lucha entre grupos, en la que no sabe lidiar.

***

Las voces de Garro en sus cartas y en su diario crean una imagen múltiple, fragmentada y contradictoria; su reiteración de ciertos episodios clave de su vida, como su matrimonio o el 68, apuntan a una zona traumática. También encienden la sospecha de que la escritora buscaba dejar el testimonio más verdadero y creíble, convencer de su verdad, más que documentarla para sí misma. En la medida en que se siente, o está, atrapada entre el poder creciente de Paz en los años setenta y ochenta y la sombra persistente del 68 mexicano, Garro proyecta imágenes deformadas y deformantes de sí misma y de su mundo. En este sentido, su archivo invita no sólo a preguntar por los hechos y las palabras sino por las razones detrás de esos hechos y esas palabras. Esto no equivale a descalificar todo lo que dice Garro (como algunos han hecho con los pasajes problemáticos de las Memorias de Helena Paz) sino a buscar una comprensión más profunda de la autora y sus circunstancias a la luz de los hechos públicos y privados que para ella (y no sólo para otros) fueron importantes.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Los matices de la voz

22/Noviembre/2013
Confabulario
Lucía Melgar

A la luz del Premio Cervantes a Elena Poniatowska, por su “brillante trayectoria literaria en diversos géneros”, en particular “su dedicación ejemplar al periodismo”, y por su compromiso con las realidades del siglo XX, quisiera recuperar, así sea parcialmente, la voz y figura de quien, como se ha recordado en estos días, supo liberarse de la página de sociales asignada a las mujeres periodistas en los años cincuenta, especializándose en el género de la entrevista. Me detengo en sus conversaciones con escritores, compiladas en Todo México, o transformadas en retratos elaborados en ¡Ay vida, no me mereces!, como textos que nos permiten acercarnos a una joven en busca de verdaderos diálogos y a una lectora y escritora más madura que proyecta una imagen original de sus interlocutores, a la vez que va desplegando una voz y un estilo propios. En esas primeras entrevistas destacan ya rasgos significativos de quien, en lo más fino de su obra, supo escuchar y enlazar voces diversas y ver al ser humano —hombre, mujer o niño— detrás de la máscara de la fama, el éxito, el fracaso o la miseria.

En “La entrevistadora entrevistada o el que la hace la paga”, conversación con Lya Kostakowsky de 1957, publicada en México en la Cultura, la joven Elena Poniatowska afirma: “El chiste de mis entrevistas está un poco en decir bobadas o en hacer que los pobres entrevistados las digan. Tal vez se me puede decir que abuso del procedimiento de las preguntas idiotas pero yo puedo contestar que hacer preguntas tontas es el mejor medio de adquirir sabiduría”. Así, explica con cierta ironía, supo que la “flor favorita” de De Broglie era “la nebulosa Andrómeda que va como rosa desmelenada por el espacio sideral”.

El ingenio de la entrevistada, su “agudeza y rapidez”, elogiadas por Kostakowsky, su modestia —y la efectividad de la retórica de la modestia—, evidentes en esta respuesta, se despliegan en sus múltiples conversaciones con personajes tan disímiles como Guadalupe Dueñas, María Félix, Silvia Pinal, Palillo y Borges. Sus entrevistas y retratos constituyen una contribución a la historia cultural de México y de América Latina. Muchos son documentos que nos permiten entrever a los hoy famosos u olvidados antes de ser celebridades o de desaparecer, a veces injustamente, de la luz pública. Son también, desde otra perspectiva, piezas que, como en un rompecabezas, permiten ir formando una imagen, parcial pero significativa, de la propia entrevistadora o retratista.

En los diálogos breves, publicados por ejemplo en México en la Cultura de Novedades, oímos una voz en apariencia más ingenua, y directa, que invita a sus interlocutores a expresarse, no a exhibirse, a explicar las razones y sinrazones de su oficio, su visión del ámbito literario o de la literatura y sus creadores. Su éxito es variable. Mientras que Amparo Dávila se mantiene distante, Guadalupe Dueñas se explaya a partir de preguntas muy breves, y en 1957 señala ya la falta de oportunidades para publicar, que atribuye a factores todavía vigentes: los grupos cerrados, la escasez de lectores y la falta de respuesta a las publicaciones.

A través de Todo México, en que de pronto se ven reunidos Pita Amor, Revueltas y Borges, entre otros, se van delineando los recursos y dinámica que despliega la periodista, y su efecto en los interlocutores. Una constante es la sencillez. Real o asumida, la cuasi ingenuidad llega a sorprender y hasta escandalizar al entrevistado, como es el caso de Mauriac, quien se siente ofendido porque ella no lo ha leído, y cree por un momento que ella espera que “le cuente [sus] novelas para no leerlas”. El escritor francés, al que en 1956 la entrevistadora describe “alto, flaco”, frotándose las manos de frío e irritación, con una voz quebrada, de “ceniza”, y una mirada que casi “mata” a la joven que no está a la altura de su figura connotada, acaba por ceder y se digna hablar de literatura y filosofía. Si esta “no-entrevista” resulta “fracasada” según la propia autora, a la distancia es un documento valioso: nos muestra a un escritor a la vez pedante y coherente, confrontado a la antisolemnidad y a una hábil entrevistadora que obliga al “Mauriac-escritor” a ver y ser el “otro Mauriac”, un nombre ligado a una obra, un oficio, a un ser y estar en el mundo, de quien cabe esperar que hable de literatura, política y religión como pensador y como ser de carne y hueso. En este sentido, la pregunta improvisada no resulta “tonta” sino acertada.

Esto no supone justificar la ignorancia de entrevistadores que no saben si su interlocutor se inscribe en el arte por el arte o en el best-seller… La entrevistadora de Revueltas, Rulfo y Borges sabe que el diálogo supone interlocutores con ciertas expectativas, una pregunta que espera una respuesta, que lleva a otra… En conversaciones más elaboradas, entrelazadas con comentarios posteriores, es evidente que ella sabe y quiere saber más de la obra, del escritor y la persona, por ejemplo del Borges que tiene enfrente y del “otro Borges” al que ha leído y cita. A ambos, como hará luego con personajes populares, quiere darles voz, cuerpo, textura. Por eso, más que simples conversaciones, las entrevistas de Poniatowska son pequeños —o anchos— cuadros en que la mirada y el arte de la autora presentan al personaje bajo una luz nueva. A veces sólo un destello modifica la imagen conocida; otras, el entrelazamiento de voces y reflexiones crea un perfil original.

Un ejemplo de configuración matizada y sugerente es precisamente el collage de entrevistas con Borges. Si bien se refiere a la cara casi impasible y a la ceguera de éste, Poniatowska evita la representación fácil de la celebridad seria y distante. Lo muestra primero en medio de una conversación animada, en que ríe, esquiva preguntas, emite juicios breves y certeros. En el diálogo a solas que sigue, la cortesía de Borges y la sensibilidad de la periodista favorecen la fluidez. Aunque lo considera “reaccionario”, ella se centra en el escritor, respeta sus obvios silencios sobre temas políticos y retoma lo que favorece la conversación. Le recuerda, por ejemplo, la broma de haber respondido que si fuera inglés sería “imperceptible” y así lo lleva a hablar de las letras inglesas y argentinas, de su familia, a emitir juicios personales, como su admiración por su madre. Esta conversación contrasta con la ya comentada con Mauriac. Aquí, el sorprendido es Borges y quien cede —olvidando sus prejuicios— es Poniatowska. En el texto publicado en Todo México la escena se enriquece con acotaciones acerca del tono de voz del escritor, su tartamudeo ocasional, sus facciones cambiantes. En vez de cerrar con una nota admirativa, Poniatowska recupera con humor la cercanía lograda, y cuenta que salió corriendo del cuarto helado para pedir que pusieran calefacción, y se alegró al volver y ver que el sol se había acercado a Borges, y lo librara de una pulmonía.

El acercamiento a la figura pública y al personaje privado se despliega con la madurez del oficio literario en ¡Ay vida, no me mereces!, donde destacan tres perfiles de escritores consagrados, con recursos y resultados distintos. La imagen de Fuentes que nos da la autora es la más semejante a la que el escritor proyectó de sí mismo: el escritor de éxito. En los retratos de Rulfo y Castellanos los matices son más variados, tal vez porque la autora quiso mostrar facetas menos conocidas o, en el caso de Castellanos, esbozar una imagen distinta, más viva y compleja que la que algunos tenían de ella en los años setenta y ochenta.

Las entrevistas a Carlos Fuentes proyectan una imagen de éste como “el monstruo de la naturaleza” que se come el mundo, el elegido de los dioses del arte, de las mujeres y de los famosos. Desde la lejana entrevista con quien acababa de publicar La región más transparente, hasta las que cristalizan en el admirativo retrato “Si tuviera cuatro vidas, cuatro vidas serían para ti”, el entusiasmo de Poniatowska es evidente. A la luz de este texto más conocido y del “magnetismo” de Fuentes, es interesante recordar el elogioso y matizado comentario de Poniatowska sobre esa novela en México en la Cultura en 1958, donde una observación crítica va seguida de un paréntesis, como si la crítica no quisiera darle mayor importancia a su lectura: “Para mí, quizá sea éste el defecto de la novela de Carlos. Tiene algo de cuaderno de citas, ésos donde se apunta puntualmente, cada media hora, lo que hay que hacer durante el día. Fuentes se lleva al lector a través de una cabalgata furiosa, como un tropel de caballos desbocados [...] (pero no soy crítica y además ni siquiera he terminado la novela. Esto es tan sólo una primera impresión, y quizá, sea presuntuoso decirlo)”. Si las preguntas “tontas” permiten aprender, la retórica de la modestia permite entreverar con elegancia apuntes críticos.

En cuanto a Rulfo, lejos de reproducir la imagen pétrea y muda de un ser ensimismado, Poniatowska recupera y realza el humor que también se encuentra en sus libros. Rulfo aparece como un escritor hondo, duro, al que ella admira, y como un hombre que ha amado y ha reído. Un escritor que ha puesto a sus personajes femeninos en situaciones terribles, que ha creado a un personaje tan onírico y desgarrado como Susana San Juan, y a otros tan desparpajados como la Nieves y la Pancha de “Anacleto Morones”. Aunque en esta rememoración de escenas “atroces” para las mujeres, Rulfo entrevé una crítica feminista, su interlocutora más bien sugiere que el escritor ha representado lo que implica ser “un pueblo sin compasión y sin ternura”. Poniatowska humaniza a Rulfo sin trivializarlo ni minimizar su obra. En este perfil las voces se multiplican, unen, chocan, como si la autora buscara recrear el ámbito rulfiano, unir todas sus voces y silencios. La mirada cálida, admirativa y crítica de Poniatowska capta y proyecta a un Rulfo vivo.

De la figura de Rosario Castellanos, Poniatowska realza lo conocido para darle la vuelta, y presentar una imagen menos “solamente-atormentada” que aquélla con la que se “beatificó” en homenajes póstumos a la autora de Poesía no eres tú. En “¡Vida, nada te debo!”, Poniatowska rechaza los juicios que ven en Castellanos más a una plañidera que a una poeta, más a una mujer que escribe que a una escritora. Retoma y des-construye la tendencia a ver a ésta y otras escritoras como personas y no como Personajes Públicos, por el simple hecho de ser mujeres. A la vez que critica un sesgo que afectó a Castellanos y sigue afectando la obra de las escritoras, Poniatowska parece retomar también una observación que ella misma hiciera, en la ya citada conversación con Kostakowsky, según la cual, si las mujeres no se tomaban en serio la literatura, el arte o la ciencia, no era su culpa porque “su verdadero drama es el de la mujer observada. La contemplan no porque sea bonita o fea, encantadora o repelente sino simplemente porque es mujer”.

Si esa declaración de 1957 sintetiza una de las teorías feministas posteriores acerca del impacto de la mirada masculina en la configuración del ser mujer, en su retrato de Castellanos, Poniatowska desarrolla una crítica feminista más amplia. Nos convence de la complejidad de su personaje y la valía de su obra y descalifica la hipótesis del suicidio que también empañara su literatura. Como ella misma explica, busca entender a su personaje, deshacer las imágenes falsas. Afirma que “con la mayor desfachatez tapamos con fábulas nuestra ignorancia y construimos una historia que ella [Castellanos] hubiera leído con asombro”. Y se propone, en cambio, ahondar en la obra y en la vida pues “tenemos la obligación de pintarla entera, decirla toda; esconderla, por no sé qué prurito, es traicionarla”.

Hoy que el Premio Cervantes consagra a la periodista y escritora Elena Poniatowska, le debemos también un acercamiento a las luces y sombras de su obra, que nos permita leerla en todo su valor, entera.

domingo, 25 de agosto de 2013

El destiempo de una novela crítica

25/Agosto/2013
Confabulario
Lucía Melgar

Dramaturga, narradora, ensayista, periodista, guionista, lectora, testigo de su tiempo e intelectual pública comprometida y controvertida, Elena Garro nos ha legado una obra amplia, compleja y desgarrada en sus distintas facetas de luz y sombra. Mujer de su tiempo, Garro lo observa y vive a fondo, lo inscribe en su memoria y a través de ésta recrea en su escritura sus contradictorias facetas. Su obra da cuenta del compromiso de Garro con su oficio, y ofrece una visión lúcida, desencantada o apasionada de un siglo xx turbulento. Desde Los recuerdos del porvenir, su escritura ilumina tanto los paraísos perdidos de la infancia como las historias acalladas de las luchas y los ideales fracasados del siglo XX. La Historia y las historias, las memorias y la autobiografía novelada se funden en una obra que, como ha señalado la crítica, da voz a los marginados, libertad a la imaginación, dimensiones maravillosas a la vida y poder transformador a la palabra. La veta poética de Garro, su talento dramático, su originalidad destacan sobre todo en Los recuerdos, en los cuentos de La semana de colores (también publicada como La culpa es de los tlaxcaltecas) y en el drama Felipe Ángeles. Como ha señalado Gabriela Mora, bastarían Los recuerdos del porvenir y La semana de colores para situar a Garro a la par de Rulfo.

No obstante la calidad de sus mejores textos, la obra garriana y en particular su primera y mejor novela no han sido del todo accesibles al gran público. Incluso hoy se echan de menos los grandes tirajes conmemorativos del medio siglo de La región más transparente o Rayuela. La dinámica del mercado, las tensiones del ámbito literario y las contradicciones de la figura pública de Garro, cuya huella aún persiste en algunos círculos, han acotado el impacto cultural y la intensa experiencia que ofrece la lectura de una novela magistral.

Sin embargo, como afirmara en los años setenta el escritor argentino José Bianco, Los recuerdos del porvenir quedan; la política, la vida y sus personajes pasan. De ahí que, sin restar importancia a una necesaria historia intelectual del siglo XX ligada a una historia de la recepción de la obra, que permitirían apreciar mejor la figura pública de Garro como escritora y crítica de su tiempo, interese más proponer aquí un acercamiento a Los recuerdos como texto literario que conlleva códigos, enigmas, relaciones intertextuales y tensiones internas que han sugerido y sugieren ciertas formas de leer, o instigan a cuestionar y subvertir la lógica de la realidad desde el mundo novelesco.

En particular, quisiera retomar y proponer líneas de lectura de Los recuerdos del porvenir desde el destiempo, como obra en que se conjuntan la demora y la anticipación, como novela que “llegó tarde” y se adelantó a su época; cuyo lugar, en apariencia secundario, no se debería tanto (o no tan sólo) a leyendas negras o influjos biográficos, como a su textura y complejidad. Desde esta perspectiva, la novela puede apreciarse como precursora de innovaciones que transformaron la literatura latinoamericana en la segunda mitad del siglo XX, como exploración temprana de facetas del mundo social e ideológico que sólo más tarde pasarían al debate público, y como territorio de signos donde subsisten zonas inexploradas.

A modo de invitación al viaje, más que argumento desarrollado, ofrezco aquí algunas notas para una relectura de Los recuerdos del porvenir desde el pasado y hacia el futuro.

De destiempos y primeras lecturas

Novela emblemática del mundo garriano, Los recuerdos del porvenir inicia o predice la sujeción de los manuscritos a las vicisitudes de su autora y su entorno, en el camino de la creación a la imprenta. La historia de su publicación, tal como se delinea a través de la correspondencia y algunas entrevistas de Elena Garro, remite también a la construcción del mito de origen que elaborara su autora y a sus contradicciones.

Como se sabe, la novela, publicada en 1963, fue distinguida entonces con el Premio Villaurrutia a la par de La feria de Arreola. Aparece en el ámbito literario como contemporánea de La muerte de Artemio Cruz y Oficio de tinieblas y precursora de Cien años de soledad. Sin embargo, a través de sus cartas con los escritores argentinos José Bianco y Adolfo Bioy Casares en los años cincuenta, y declaraciones posteriores a Emmanuel Carballo, sabemos que Garro empezó la novela en Francia hacia el invierno de 1951-52 y terminó una primera versión en Berna en 1953. De haberse publicado por ese entonces, se habría leído tal vez al lado de Pedro Páramo, lo que permite imaginar un diálogo más rico e intenso entre ambas. La falta de manuscritos en el archivo de Garro en la Universidad de Princeton nos impide especular más. Sabemos que en la década que separa la creación inicial de la obra publicada, la autora extravió y recuperó el manuscrito, lo echó al fuego y su hija (o su sobrino) lo rescató. En 1957 Garro menciona la novela como posible libro y más adelante manifiesta un claro interés por publicar que no aparece en versiones posteriores. Le interesa sacar la novela en inglés y francés, pero debe antes tenerla en español, por lo que le pide a Bianco que se la corrija y le ayude a buscar un editor en Argentina, convencida de que en México (por sus actividades políticas) no le publicarían nada. Pese a los esfuerzos de Bianco y Bioy, la editorial Fabril de Argentina rechazó la novela, por razones que desconocemos. Se conserva en cambio la respuesta del editor español Carlos Barral, a quien Garro había enviado el manuscrito: Los recuerdos, explica, no encaja en el panorama editorial español donde prima el realismo (1962). Aunque retrospectivamente sorprenda esta falta de visión, es evidente que la veta fantástica y mágica que fascinaba a Bianco, Bioy y Paz, no había encontrado su momento. Garro cedió entonces a la insistencia de Paz, quien propuso la novela a la editorial Joaquín Mortiz. Tras su publicación, Paz también formó parte del jurado que la premiaría, aunque según su correspondencia con Usigli (citada por Leñero) no votó “por razones obvias”.

Mientras que este enmarañado proceso de publicación nos aproxima al mundo editorial de la época, las versiones públicas que de su creación dio Garro han construido un mito de origen que la configura —falsamente— como escritora a su pesar y que —extrañamente— escamotea su perseverancia ante la adversidad e incluso el exceso autocrítico con que descalifica sus Recuerdos como “muy ñoños”, en 1961. Lejos de ser un mero divertimento, esta primera novela alcanza una intensidad narrativa y poética que “ha deslumbrado” a sus primeros lectores (escritores), y demuestra el arte de Garro para transmutar las vivencias y el dolor personal en una historia de desdicha colectiva, donde la violencia arruina ilusión y vida, y persiste en la memoria la magia de la palabra.

Rupturas y reinterpretaciones

Desde un inicio, Los recuerdos del porvenir es una y muchas novelas. Continuadora de la literatura fantástica y precursora del “realismo mágico”, novela de la memoria que “contiene todos los tiempos”, relato histórico y novela de amor desdichado, queda al margen del boom latinoamericano, aunque pueda leerse como “nueva novela”, porque este club excluye a las escritoras, así se apelliden Bombal, Ocampo (como antecesoras) o Garro. Atrae, no obstante, el interés de la mejor crítica mexicana y extranjera que va trazando tres líneas de lectura principales a partir del narrador colectivo, el elemento fantástico y la reinterpretación histórica —retomadas y ampliadas en lecturas posteriores—. Desafortunadamente, en un primer momento su visión del pasado choca con el discurso político todavía dominante en 1963 y se adelanta a las revisiones del sentido de la Revolución mexicana. Tachada de novela cristera, algunos la consideraron reaccionaria, cuando es sobre todo una novela de la microhistoria que escucha y da voz a los vencidos, y despliega una aguda crítica de la revolución fracasada y de una posrevolución que pretende imponer el orden del terror, y despojar a las comunidades de sus tierras y de la espiritualidad que les permite vivir con dignidad pese a la miseria. Si con el tiempo la configuración positiva de la iglesia y de la religión que distingue la obra de Garro ha perdido notoriedad, su crítica del poder desde los márgenes ha cobrado mayor importancia y le otorga, en mi opinión, una actualidad que la sitúa a la par de Pedro Páramo y Yo el Supremo, como grandes novelas que exploran los abismos de un poder que, en su afán de absoluto, destruye vidas y tierras, distorsiona el discurso público con mentiras, busca apropiarse de todas las versiones de la historia para imponer su voz única, y acaba por congelar el tiempo y el espacio en el silencio de la muerte.

Del destiempo a la actualidad

Si ya esta variedad y bifurcación de lecturas ha dado vida y vigencia a un texto que, en más de un sentido, superó a sus contemporáneos, en el contexto literario y sociopolítico actual cabe destacar la actualidad de una visión crítica que se caracteriza por su compleja conceptualización de la violencia, por la centralidad de las mujeres y de la violencia de género, y por la defensa de la imaginación, el arte y la palabra, contra la opresión, la mentira y la destrucción.

Los recuerdos se ha considerado una “obra feminista de primer orden” (ha dicho Mora) y puede decirse que sintetiza los planteamientos centrales de una crítica del patriarcado y sus violencias que se despliega a través de cuentos, novelas y obras de teatro. Su originalidad —aún hoy— radica en que no sólo cuestiona el orden machista y reivindica la libertad de las mujeres, también devela la violencia sexual y su ocultamiento, muestra conexiones ocultas entre violencias públicas y privadas, da expresión al deseo femenino, y reconoce que las ansias de liberación de las mujeres no bastan para alcanzar la libertad o la felicidad. Sin duda, en un país y un mundo atravesados por la violencia —y por la violencia extrema, cotidiana y naturalizada contra las mujeres, los indígenas, los pobres y todo aquel que carezca de poder—, esta novela y dramas como Los perros y El rastro, cuyas historias podrían contarse hoy, merecen una mayor atención de la crítica y del público lector.

Más allá de la lucidez de la crítica, de la inteligencia y sensibilidad de la narración, a lo largo de este medio siglo la obra de Garro se ha destacado por la belleza y el poder de su prosa. Desde las farsas de 1957 y con singular maestría en Los recuerdos, la magia de la palabra se despliega, reivindica y reafirma en los mejores textos de la escritora. Poeta en la prosa y maga en la imaginación, maestra en el oficio de pulir y moldear el lenguaje, Garro le otorga a la palabra el poder de transformar el mundo, de embellecer la vida, detener el horror o provocarlo. Su prosa, cercana a la poesía en su entrelazamiento de palabra y silencios expresivos, sus imágenes deslumbrantes, su oralidad musical, el ritmo variado de diálogos y descripciones, da cuenta de una escritura poderosa y sutil y de una “fe” en la palabra tan honda como la que atribuye su autora a Felipe Ángeles y Juan Cariño, sus personajes más garrianos. En la fe del loco de Ixtepec en la palabra transformadora y en su temor a los vocablos peligrosos “que deberían permanecer secretos” se enciende y se apaga la ilusión como ficción y esperanza de alcanzar la felicidad.

En los tiempos que corren corresponde cerrar esta invitación al viaje por la memoria de un pueblo petrificado por la violencia, con la imagen entrañable de un “Presidente” —como se lee en esa primera novela— cuya “misión secreta era pasearse por [las] calles y levantar las palabras malignas pronunciadas en el día… Una por una las cogía con disimulo y las guardaba debajo de su sombrero de copa. […] Todos los días buscaba las palabras ahorcar y torturar y cuando se le escapaban volvía derrotado…”