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sábado, 21 de marzo de 2015

Evocaciones de T. S. Eliot

21/Marzo/2015
Laberinto
Miguel Ángel Flores

El 7 de enero, cuando todavía no se apagaban los entusiasmos y la expresión de los buenos deseos por un año que se iniciaba, entre las sombras de una crisis económica y el eco de las balas de una guerra que parece permanente entre Islam y Occidente (el choque de civilizaciones que muchos niegan), resonó en un barrio de París el estruendo de los disparos hechos con las armas que entre nosotros conocemos como “cuernos de chivo”. La agresión al profeta Mahoma, haciéndolo blanco de burlas, había sido vengada mediante el asesinato de inermes periodistas que publicaban una revista satírica. La incredulidad por un hecho tan brutal en un ambiente de una atmósfera pacífica, llenó de congoja al mundo de herencia cristiana. Las explicaciones y la expiación de culpas aún no cesan. Y para complicar este panorama, a uno de los terroristas se le “ocurrió” tomar como rehenes en un supermercado a un grupo de personas de confesión judía. El estruendo que desataron estos hecho ha sido ensordecedor.

Tres días antes la efeméride del día había sido el cincuentenario de la muerte de T. S. Eliot. Sí, el mismo poeta que había escrito que el mundo terminaría no con un estallido sino con un suspiro. El mismo poeta que había escrito versos con una innegable carga antisemita. Sí, el mismo poeta que había sido acusado por Neruda de reaccionario y de escoria de la poesía, mientras el impoluto chileno se inclinaba a besar los pies de Stalin. Sí, el mismo poeta que al morir fue declarado, con toda la razón del mundo, un gigante en el panorama de la creación literaria del siglo XX.

Cuando se cumplió el centenario de su nacimiento (1988) había sido aclamado unánimemente. Ahora, a cincuenta años de su fallecimiento, su figura parece una presencia lejana, opacada por el ruido del mundo; nadie recordó durante la larga recordación del inicio, hace cien años, de la Primera Guerra Mundial, el efecto que este hecho histórico tuvo en la obra del gran fundador de la modernidad de la poesía del siglo XX. El conflicto bélico condicionó toda su vida y le dio un nuevo rostro a la poesía.

T. S. Eliot había nacido en San Luis, Missouri, Estados Unidos, en el seno de una familia de ilustres antecedentes intelectuales, sociales y financieros de la Nueva Inglaterra, adonde se dirigió, llegado el momento, para inscribirse en la Universidad de Harvard. Sobre su interés por la poesía primaba su inclinación por los estudios de filosofía. Al concluir éstos escribió su tesis: Experiencia y objetos de conocimiento en la filosofía de F.H. Bradley. No obtuvo con ella el doctorado pues había viajado a Alemania y allí, en 1914, lo sorprendió el estallido de la Primera Guerra Mundial. Se negó a exponerse al peligro de que su barco fuera hundido, en su viaje de regreso a su país de origen, por un submarino alemán. Se mudó entonces a Inglaterra donde permaneció hasta el fin de sus días. Se convirtió en súbdito de su Majestad Británica. Se sintió cómodo allí pues su traslado a Europa estaba motivado por la búsqueda y la restauración de los valores clásicos de la civilización cristiana. El pensamiento de Bradley ejerció gran influencia en la sensibilidad poética de Eliot, reforzando su tema del aislamiento humano en la culpa.

No se sentía alcanzado por los estentóreos ruidos de las vanguardias del continente europeo, pero había leído a Laforgue e intuía que algo cambiaba en el ámbito de la poesía. Su sentimiento de excentricidad se acentúa ante el fenómeno de la gran ciudad y el cambio de valores que la nueva experiencia urbana aportaba. Europa lo defraudaba. La Gran Guerra profundizó ese sentimiento. Lo profano triunfaba sobre lo sagrado.

Para expresar su experiencia personal y la del mundo ya no bastaban las estructuras tradicionales de la poesía ni su lenguaje desgastado por el simbolismo. Una metamorfosis de la tradición romántica era quizá la respuesta. El yo había perdido su integridad en su identidad. El tiempo se percibía fragmentario, lo mismo que la persona del poeta. Sentía que lo habitaban muchas voces de épocas remotas a las que había que darles actualidad y un nuevo acento.

Desde su primer poema extenso “La canción de J. Alfred Prufrock”, escrito en 1917, adquirió notoriedad. Pero su más importante contribución a la poesía tuvo lugar cinco años más tarde con el extenso poema La tierra baldía (1922), que como se sabe, su amigo, colega y compatriota, Ezra Pound, ayudó a que adquiriera su forma definitiva. Eliot había intitulado al poema “He Do the Police in Different Voices”, que reflejaba de algún modo la dispersión en la que vivía el poeta. Pound le aconsejó el cambio de título y le recomendó abreviarlo suprimiendo dos tercios de la extensión original del poema. La obra terminó siendo un texto de una extraña perfección. La columna vertebral del poema se apoyaba a veces en referencia del pensamiento esotérico, y hacía que en su transposición de poema a poema Dante hablara como si fuera un poeta moderno. Además, en el poema entraban por derecho propio las palabras del habla cotidiana. Sus versos adquirieron el tono de la conversación que tocaba lo informal. La crítica quedó sorprendida y la influencia de Eliot se extendió por todo el mundo: hay que recordar la declaración de Octavio Paz en relación al impacto de leer, muy joven, en la revista Contemporáneos, la traducción de La tierra baldía. A este poema sucedió “Los hombres huecos” (1927), que estableció la reputación de Eliot como el poeta de la desilusión y la desesperación posterior a la Primera Guerra Mundial. Calificativo que más tarde lamentó el autor. Vinieron después los poemas de Miércoles de ceniza (1930) y, finalmente, Cuatro cuartetos (1947). Su larga trayectoria, su breve pero intensa y renovadora obra poética recibió el honor del Premio Nobel (1948). A la labor poética se había sumado la excelencia de la obra crítica, cuyos pilares eran una sólida cultura y un lúcido conocimiento del fenómeno poético; memorables son sus ensayos dedicados a la tradición clásica y a Dante. Su plataforma como crítico había sido una revista, The Criterion (1922–1939), que había fundado con sus muy modestos medios financieros.

Los comienzos fueron difíciles: el poeta se veía obligado a desempeñar un empleo que se hallaba muy alejado de sus intereses intelectuales, en una institución bancaria, y vivía en un constante desasosiego por el estado mental de su primera esposa Vivienne Haigh–Wood, a quien le afectaban enfermedades reales e imaginarias. La convivencia marital solo le aportaba infelicidad. El dinero era escaso. Sin embargo, fue heroico en su labor de editor. En esos años de juventud casi no escribía: el trabajo en la oficina lo dejaba exhausto.

Thomas Stearns Eliot se había distinguido por ser un hombre de gran discreción. No era un hombre carismático. En los últimos años de su vida ocupaba una oficina en Londres en la editorial Faber & Faber, de la cual era director. En ella llevaba a cabo los asuntos editoriales, escribía cartas y artículos, parecía un típico oficinista. Carecía de gestos extravagantes y era muy correcto y conservador en su forma de vestir; nada había en él del prototipo del poeta romántico (recuérdese que su juventud transcurrió en el tránsito de dos siglos). No lo cubría un aura de poeta. Su gesto era el de alguien angustiado, con desasosiego en la mirada. Acongojado más por la atrición que por la contrición. De él podría decirse que en la superficie daba la impresión de ser el hombre sin cualidades, que guardaba una gran reserva sobre su vida privada. Sus hábitos de trabajo poco o nada tenían de “poéticos” y evitaba frecuentar bares y cafés: prefería el ambiente ordenado de su oficina.

El matrimonio terminó mal. Vivianne fue internada en un hospital por sus desarreglos mentales. Con la fama, la vida de Eliot pareció iluminarse. Los apremios económicos se fueron diluyendo; desempeñaba una actividad profesional que lo satisfacía en la editorial Faber & Faber y contrajo nuevas nupcias con su secretaria Valerie Fletcher, que al morir el poeta jugó un importante papel en la preservación de su legado. El Premio Nobel confirmó su gran reputación y prestigio. En su discurso de recepción hay una posición humanista ante la poesía que lo ennobleció ante sus errores de juicio: podría parecer que la poesía separa a las personas más que unirlas.

Pero, por otro lado, debemos recordar que mientras el lenguaje constituye una barrera, la poesía en sí nos da la razón para tratar de superar esa barrera. Gozar de la poesía que pertenece a otra lengua es gozar de la comprensión de la gente a cuya lengua pertenece, una comprensión que no podemos lograr de otra forma. Podríamos pensar también en la historia de la poesía en Europa, y de la gran influencia que la poesía en una lengua puede ejercer sobre otra; debemos recordar la inmensa deuda que cada poeta de mérito ha contraído con los poetas de otras lenguas diferentes a la suya; podríamos reflexionar sobre el hecho de que la poesía de cada país y de cada lengua perecería y entraría en decadencia, si no fuera alimentada por la poesía escrita en lenguas extranjeras. Cuando un poeta habla a su propio pueblo, las voces de todos los poetas de otras lenguas que lo han influido hablan también a través de él. Al mismo tiempo, él mismo está hablando a los jóvenes poetas de otras lenguas, y esos poetas comunicarán algo de su visión de la vida y algo del espíritu de su pueblo.

Lo peor que le pudo pasar a un hombre tan reservado, que valoraba tanto su privacidad, fue la divulgación post mortem de su correspondencia. Un cronista escribió que después de la muerte de un poeta, sus cartas son ventanas al interior de su alma. Si bien las cartas han sido un gran auxilio en descifrar algunas claves centrales de sus poemas, también nos dejan ver todo lo que se trasminaba al poema de su desdichada vida personal. La materia de los versos no solo estaba hecha de la desilusión por una cultura cuyos valores admiraba y que la guerra se ocupó de liquidar, sino también de su angustia existencia por su difícil situación marital y social.
La admiración al poeta fue casi unánime, pero en ese “casi” se contaron quienes le señalaron sus opiniones y versos equívocos. Poco se conoce, fuera del ámbito de la lengua inglesa, de las manifestaciones de sus detractores que le reprocharon esos errores de juicio, como el escritor judío, ya fallecido, Emanuel Litvinoff, quien reconoció su magna obra literaria y no le negó méritos a su escritura, pero no quiso dejar pasar la oportunidad de escribir unos versos en respuesta a los del autor de La tierra baldía, contenidos en su poema “Burbank With a Baedeker: Bleistein With a Cigar”. A los suyos Litvinoff los intituló “A T. S. Eliot”; Litvinoff siempre será recordado por ese poema. Lo escribió después de la Segunda Guerra Mundial y fue incluido en muchas antologías. El poema de Eliot contiene versos como los siguientes: “Chicago semitas vienés./ Un ojo saltón y sin brillo/ mira desde el fango protozoario/ con la perspectiva de Canaletto./ El cabo de la vela humeante del tiempo se consume./ Una ocasión en el Rialto./ Las ratas se amontonan debajo de los pilotes./ El judío se encuentra bajo el suelo./ Dinero en los abrigos./ El barquero sonríe”.

Había terminado la guerra con el terrible saldo del Holocausto. Se esperaba de Eliot que repudiara tal poema, pero, para sorpresa de muchos, el autor no lo retiró de la reimpresión de sus Poemas escogidos, divulgada en 1948, el año de su Premio Nobel. Tal gesto indignó a poetas como Litvinoff, que consideró que no podía haber excusa para lo que había hecho Eliot. Y escribió su poema de respuesta: “To T. S. Eliot”. El poema comienza así: “Te has convertido en una eminencia. Ahora cuando la roca golpea/ tu joven voz sardónica que se estrella sobre la belleza/ y flota entre incienso y pronuncia oráculos/ como si un dios/ pontificara desde Russell Square y divulgara, alto en la solemne catedral del aire/ sus sagradas octavillas a través de millones de radios./ No soy aceptado en tu parroquia./ Bleistein es mi pariente y comparto el fango protozoario de Shylock,/ una página en Stürm y debajo de las ciudades/ un refugio de algún modo más despreciable que las ratas./ Sangre en las cloacas. Pedazos de nuestra carne/ flotan con la basura en el Vístula./ Querías decir un sermón pero no era éste”.

A Margali Fox debemos la crónica de cómo transcurrió el encuentro entre ambos poetas durante una lectura pública. A principios de 1951, Litvinoff fue invitado a participar en un ciclo de poesía en el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres. Escogió el anterior poema para dicha ocasión. Al momento de comenzar a leer no tenía la más remota idea de que quien cruzaba la puerta del auditorio era la encarnación de su poema. Hubo un murmullo: acababa de entrar y tomar asiento el laureado Premio Nobel inglés, el mismísimo T. S. Eliot.

Litvinoff lo notó entre el público y continuó imperturbable su lectura hasta concluir con los versos: “Deja que tus palabras/ se deslicen suavemente sobre la tierra de Europa/ Dejad que los huesos de mi pueblo protesten”.

Cuando Litvinoff terminó su lectura, se armó el escándalo. Aquello era un pandemónium. El poeta Stephen Spender, que no podía ser acusado de reaccionario ni de antisemita, había asistido al Congreso de Intelectuales Antifascistas en Valencia y París en 1937 y tenía a orgullo haber defendido la causa de la República española durante la guerra civil, se puso de pie para decir en voz alta que el poema del poeta judío era un insulto a Eliot. El público gritaba “¡Ya oíste!”, “¡Ya oíste!”, a manera de aprobación.

Entre aquel tumulto se escuchó una voz disidente. A un hombre de apariencia débil, sentado en una de las últimas filas del auditorio, se le escuchó murmurar: “Se trata de un buen poema. De un buen poema”. El de la voz era Thomas Stearns Eliot.

Una vez más debemos concluir diciendo que los poetas no son santos y por eso se irán al cielo.

sábado, 29 de marzo de 2014

La aventura teatral

29/Marzo/2014
Laberinto
Miguel Ángel Flores

El punto ciego de la crítica en relación con la obra de Octavio Paz ha sido la escasa atención que se le ha concedi- do a su fugaz paso por el género del teatro. El propio Paz contribuyó en gran parte al desconocimiento de esa faceta suya: no solía referirse a ella. Cuando la investigadora norteamericana Roni Unger le preguntó sobre este tema, dice que con fingida tristeza Octavio le respondió que parecía que a nadie le había gustado su “hija de Rappaccini”. Añadamos que dicha pieza permaneció en el cuasi olvido hasta que la editorial Era la publicó en 1990. Antes, Paz entregó el manuscrito a los editores de la Revista Mexicana de Literatura, donde apareció el año de 1956, lo que no le aseguró gran difusión. Más tarde Antonio Magaña–Esquivel la incluyó en su libro Teatro mexicano del siglo XX (FCE, 1970). Por supuesto, la selección de Magaña–Esquivel estaba dirigida sobre todo a la gente de teatro y por ello no despertó casi ningún interés en los lectores de Octavio Paz. No sabemos qué calificativo dar al hecho de que solo se haya representado dos veces en un periodo que abarca ya más de medio siglo. Quienes se ocupan de la
actividad teatral no lo han dicho. 

Al margen de sus valores dramáticos hay que señalar que La hija de Rappaccini ofrece muchas claves para comprender la poesía de Paz.


Hemos contraído una infinita deuda con Roni Unger por el trabajo que realizó para investigar la historia del grupo que se llamó Poesía en Voz Alta, sin el cual no se comprende una parte im- portante de la tradición teatral mexicana. Fue una suerte que Unger haya recogido, a mediados de los años 70, los testimonios de quienes participaron en ese movimiento de renovación de la dramaturgia mexicana, pues la gran mayoría de sus protagonistas ha fallecido.

En 1956 Octavio Paz se halla de regreso en México. La Secretaría de Relaciones Exteriores lo había nombrado Director General de Organismos Internacionales. Aunque nunca se había ocupado del teatro en forma activa —hay que señalar que era un gran lector de los autores del Siglo de Oro—, las circunstancias fueron favorables para que se acercara a este género pues algunos de sus amigos compartían su interés por renovar el teatro mexi- cano plagado de vicios conceptuales y técnicos y cuyo rasgo más destacado era la mediocridad. Paz había pasado, como diplomático, varios años en Europa y en Asia. Se había impregnado de las experiencias de la vanguardia no solo en la poe- sía sino también en el teatro. Con sus amigos, los pintores Juan Soriano y Leonora Carrington, y el cuentista, de deslumbrante ingenio e imaginación, Juan José Arreola, de gran capacidad histriónica, emprendieron la tarea de fundar un grupo, en el que los acompañaban jóvenes directores, José Luis Ibáñez y Héctor Mendoza, y actores como Carlos Fernández y Rosenda Monteros, provenientes to- dos del teatro universitario. Octavio Paz y Arreola mostraron ideas distintas en cuanto a la elabora- ción de los programas. Arreola se inclinó en hacer representaciones basadas en autores del Siglo de Oro, prestando gran atención a la dicción de los actores que debían decir versos de insignes poetas. Soriano se encargaría de dotarlos de escenarios de desbordante imaginación, demasiado creativos para la época y que a muchas mentes conservadoras les parecía un atentado a los clásicos. Paz, por su lado, prefería dar a conocer al público mexicano las novedosas propuestas de los dramaturgos y poetas franceses, que se basaban sobre todo en el absurdo para elaborar la trama de sus obras dramáticas, los años inmediatos al fin de la Segunda Guerra Mundial estuvieron dominados por una idea del absurdo de la existencia. Por primeras vez, gracias a la iniciativa de Paz, en México se conoció el nombre de Ionesco y el teatro breve de Tardieu y Neveux.

El local elegido para la aventura de Poesía en Voz Alta fue el llamado Teatro del Caballito, de la calle de Rosales. El primer programa del grupo lo realizó Juan José Arreola; para el segundo, Leonora Carrington, gran amiga de Octavio Paz y de estirpe surrealista, le sugirió al poeta que escribiera una obra. Tal vez esta circunstancia hizo que en lugar de intentar una obra basada en el absurdo o una pieza a partir de algún autor del Siglo de Oro, Paz decidiera tra- bajar para la escena tomando como inspiración un cuento de Nathaniel Hawthorne. Su interés por un cuento del autor norteamericano, cuyo título es La hija de Rappaccini, surgió por consejo de Leonora Carrington. Paz había leído la novela del escritor norteamericano, La letra escarlata, pero desconocía la parte relativa a sus cuentos.

Muchos hijos de la ignorancia han acusado al autor de Libertad bajo palabra de plagiario, y la acusación ha hecho fortuna. Solo una observación cuasi gratuita y propia de Perogrullo: ¿acaso los autores de la antigua Grecia no partían de mitos, algunos de lejana proce- dencia, para escribir sus tragedias o hacían alarde de originalidad? Y sobre este punto, ¿por qué no hemos escuchado el mismo reclamo a Tennessee Williams y Vinicius de Moraes por haberse apropiado del mito de Orfeo para escribir sendas obras?

Aquí debemos subrayar esta pregunta: ¿cuántos de quienes han descalificado al Paz dramaturgo han leído el cuento de Hawthorne? Todo parece indicar que esta breve pieza narrativa no ha circulado con amplitud debida en el ámbito de la lengua española.

Octavio Paz no hizo una simple adaptación de texto del autor norteamericano. No se concretó a dar un espacio y una escenografía a la trama del cuento. La hija de Rappaccini en manos de Paz no es una simple adaptación sino una recreación. Si en Hawthorne la historia de dos jóvenes que se ena- moran sirve para destacar la lucha entre el pecado y la virtud, el demonio del sexo que asecha la pureza de la virginidad, en Paz tenemos un cambio en la atmósfera y en la simbología utilizada. Hawthorne ve la relación de la pareja desde una perspectiva moral. Su Nueva Inglaterra decimonónica había sido terreno fértil del puritanismo y sus males, entre ellos, la persecución de las supuestas brujas. Paz solo toma el esquema de dos almas enamoradas y hace caso omiso de elementos morales, para él, Beatriz, la hija de Rappaccini, y Juan, en la obra de Paz (Giovanni en la de Hawthorne), son asediados por el deseo y la búsqueda de un paraíso, que se ubica en la región de los sueños. Carlos Fuentes lo explicó bien en la nota que aparecía en el programa de mano: “en La hija de Rappaccini de Octavio Paz, el amor se enfrenta a sí mismo, a su otra cara. Se establece la lucha entre las exigencias del amor total, al rojo vivo, y las del amor cotidiano.”

Octavio Paz, con un lenguaje que debe mucho al surrealismo, y por ende a la tradición romántica, no muy diferente al de sus textos de ¿Águila o sol?, sobre todo en los parlamentos del “Mensajero” de La hija de Rappaccini, buscaba ampliar los hori- zontes de las formas dramáticas y de la producción, si atendemos a la aportación plástica de Leonora Carrington, calificada de fallida. Recibió a cambio de la mayor parte de la crítica teatral de la época el insulto y la descalificación. 

domingo, 3 de marzo de 2013

Vidas (casi) paralelas

9/Marzo/2013
Laberinto
Miguel Ángel Flores

Hay dos poetas imprescindibles del siglo XX, el griego Constantino Kavafis y el portugués Fernando Pessoa, cuyas biografías parecen coincidir en algunos aspectos: ambos vivieron existencias anodinas y nunca imaginaron la trascendencia de su fama póstuma, ni tampoco que tendrían legiones de lectores en las lenguas más importantes del mundo. Pero también se diferenciaron en otros rasgos de sus vidas no menos significativos.
Al escribir sobre la poesía de Pessoa, Octavio Paz señaló que al poeta no le importaría si pasaba la página sobre su vida y se dirigía directamente a su obra. Hizo fortuna su frase de que el poeta portugués carecía de biografía. Por ello resulta irónico, bajo este aspecto, que la biografía de Pessoa escrita por João Gaspar Simões haya resultado tan voluminosa. Solo quienes se interesaban en la poesía, en los años que le tocó vivir, supieron de su actividad literaria. Fuera de las páginas manuscritas y publicadas, su vida fue irrelevante. Vivió inmerso en la triste rutina de un redactor de correspondencia comercial; nunca tuvo casa propia ni rentó un departamento: alquilaba cuartos de asistencia. Dudaba de sí mismo, y su inseguridad y timidez enfermiza, nacida de su orfandad a muy temprana edad, hicieron de él un hombre que se sentía inferior; no es exagerado decir que al inventar a un personaje, Bernardo Soares, que dejó en pedazos de papel sus meditaciones sobre las dificultades de comprender la vida en toda su complejidad, modelaba un alter ego, con un sentimiento de inferioridad más pronunciado que el suyo, con una vida menos atractiva, que le servía de algún modo de consuelo.
George Seferis, en una conferencia que pronunció en 1946 sobre su colega, cuando empezaba a gozar de un reconocimiento cada vez mayor, afirmó: "Fuera de sus poemas, Kavafis no existe." Para algunos tal juicio pareció áspero en aquel año que ya nos parece tan remoto, cuando aún estaba muy vivo, en mucha gente, el recuerdo del hombre, quien en vida solo fue conocido por un reducido círculo de lectores de poesía. Ahora parece un juicio válido, pues su existencia al margen de la actividad literaria fue, después de todo, irrelevante: un trabajo mediocre como burócrata, una vida rutinaria y gris, y un  reconocimiento, que obtuvo relativamente tarde en su vida, y que no le significó mucho.
Fernando Pessoa se mantuvo célibe durante su relativamente breve existencia. Tuvo un noviazgo fugaz con la joven Ofelia, y justificó su soltería con el argumento de que su compromiso con su obra literaria le exigía una entrega total. No se le volvió a conocer otra relación femenina y nunca permitió intrusiones en su vida privada. Se reunía en los cafés de Lisboa con algunos amigos para intercambiar opiniones sobre literatura y los acontecimientos que afectaban la vida nacional. Simões recuerda que jamás permitió que hombres ilustrados o educados participaran en sus correrías, lo que dejó en una zona oscura, imposible de iluminar, algunos aspectos de su vida. Su gran poema “La oda marítima” tiene versos impregnados de una sensibilidad homosexual. Atribuyó a uno de sus heterónimos, Álvaro de Campos, esa inclinación, que se confirma en un soneto de este autor, y ese gesto dio pie para que se siga especulando sobre la sexualidad del gran poeta portugués.
Kavafis mantuvo con gran discreción su homosexualismo, del que casi nada se sabe. Toda esta mediocridad y opacidad (intencional o no) contrasta mucho con su poesía, con sus angustiados recuerdos de turbulentos encuentros apasionados y su sorprendente y rica imaginación del remoto pasado griego, de Homero a Bizancio, de Alejandría a Roma, y de ahí a las desoladas ciudades de la helenizadas provincias del Punjab; así que es difícil no estar de acuerdo con Seferis cuando afirma que la vida "real" del poeta fue, de hecho, totalmente interior; y que fuera del ámbito de la imaginación y de sus evocaciones, poco hay de interés en su vida.
Al ser ya historia el hombre que fue y quienes lo conocieron, el contraste entre su vida y su obra ha facilitado las cosas para que se llegue a pensar en Kavafis como una abstracción, como una artista cuya obra existe libre de un específico momento en el tiempo. Esta consideración ha tomado ímpetu por dos elementos de su poesía en los que reside su fama: lo sorprendentemente contemporáneo de sus temas (al menos uno de ellos) y su atractivo estilo directo. Ciertamente, siempre ha habido muchos lectores que han apreciado sus llamados poemas históricos, situados en remotos lugares del Mediterráneo y en épocas que hace ya tiempo se extinguieron, y que están recorridos por una ironía mundana y afectados por cierto estoicismo. Ítaca te dio el hermoso viaje;/ sin ella nunca hubieras emprendido el viaje./ Pero ahora nada tiene que ofrecerte, escribió en el que quizá sea su más famosa evocación de la Antigua cultura griega, en ella nos dice que el viaje es más importante que su destino final, el cual inevitablemente nos provoca desilusión.
Kavafis y Pessoa fueron ciudadanos de imperios. Cuando Pessoa nació, Portugal aún dominaba territorios de ultramar que formaban parte del suyo. En sus años de juventud se instauró la república, pero no se liquidó el dominio sobre las posesiones de África y Asia que habían sido el orgullo de su imperio; eso sucedería muchos años después. En su juventud ese imperio era ya una caricatura. Y su país vivía una prolongada decadencia, una larga agonía cultural que él intentó borrar dando vitalidad a la literatura con sus atrevimientos vanguardistas. No es difícil imaginar que Pessoa bien pudo haber firmado algunos de los poemas de Kavafis. Sobre todo aquellos poemas en los que el poeta griego reactualiza un pasado; ante lo que había sucedido en la antigua Bizancio y su ciudad natal, Alejandría, parecía más bien una ensoñación de un poeta desbordado de fantasía. Poeta de la “sagrada decadencia”, lo llamó otro gran escritor griego, Nikos Kazantzakis, quien dejó un apunte del poeta en su libro Del Sinaí a la Isla del amor: “Hablamos sobre muchas personas e ideas. Reímos. Callamos. Comienza de nuevo con esfuerzo la conversación. Yo trato de ocultar en la sonrisa mi emoción y mi alegría. He aquí ante mí, un hombre íntegro, que termina ya su duro oficio artístico, con altivez y en silencio. Conductor y eremita, subordina la curiosidad, el afán de gloria a la sed de placer al ritmo de un ascetismo epicúreo […] Esta noche que lo veo por primera vez y lo escucho, comprendo cuán sabiamente logró hallar su forma en el arte —la forma perfecta que le corresponde para perpetuarse— este espíritu extraño, complejo, pesaroso, de la sagrada decadencia […]”; el gran poeta estaba ante el umbral de su muerte, para el entonces joven escritor, éste asistía a una ceremonia del adiós. Continúa Kazantzakis: “Kavafis pose todas las características de un hombre excepcional, en una época de decadencia: sabio, hedonista, irónico, elocuente, lleno de recuerdos”. Kazantzakis recuerda que callaba ante el poeta porque pensaba en el impresionante y contundente poema “Que el dios abandonaba a Antonio”:
Cuando de repente, a medianoche,
Se escuche pasar una comparsa invisible
Con músicas maravillosas, con vocerío–
            tu suerte que ya declina, tus obras
            que fracasaron,
los planes de tu vida
            que resultaron todas ilusiones, no llores inútilmente.
            Como preparado desde tiempo atrás, como valiente,
            dile, adiós a Alejandría que se aleja.
            Sobre todo no te engañes, no digas que fue
            un sueño, que se engañó tu oído:
            no aceptes tales vanas esperanzas.
            Como preparado desde tiempo atrás, como valiente,
            como te corresponde a ti que de tal ciudad fuiste digno,
            acércate resueltamente a la ventana,
            escucha con emoción, mas no
            con los ruegos y lamentos de los cobardes,
            como último placer los sones,
            los maravillosos instrumentos del cortejo misterioso,
            y dile adiós, a la Alejandría que pierdes.
Kavafis y Pessoa tenían en común haber sido educados en el sistema inglés. El poeta griego residió en Londres donde se mudó la familia durante su infancia por motivos de negocios. Pessoa emigró con su madre a África del Sur, lugar donde se desempeñaba como cónsul su padrastro. La ironía, aprendida de los ingleses tal vez los hermanaba. Pero no había ningún adarme de hedonismo en Pessoa. Era sabio y sabía ser elocuente. Tales prendas nos las desplegaba ante los extraños, como lo era el entonces joven João Gaspar Simões, quien no dudaba de la enorme calidad literaria de la obra de Pessoa, pero que tenía serios reparos sobre su visión de la vida. El imperio de Bizancio había iluminado al mundo de la cultura griega y luego se había trasmutado en decadencia. El imperio portugués había sido una ficción en todos los aspectos. A partir del rey don Sebastián, Pessoa soñaba con otra ficción: la instauración de un imperio cultural portugués en Europa.
Kazantzakis miró a un hombre melancólico, meditabundo, lúcido en sus pensamientos. Simões atestiguó la decadencia física de un gran poeta que en su última entrevista, días antes de morir, no mostraba, en su comportamiento, sus mejores virtudes. En ese último encuentro, el biógrafo halló un  hombre incoherente, de palabras confusas, que soltaba grandes carcajadas, encendido por el alcohol. Cuando se despidieron, Simões tuvo la sensación de que Pessoa se deshacía en jirones al alejarse, parecía que levitaba. Pessoa tal vez escuchaba la voz de un dios pagano, él que tanto había elucubrado sobre la herencia perdida del paganismo griego, y se despedía para siempre de Lisboa.
En 1933 falleció Constantinos Kavafis en el Hotel Griego de Alejandría; dos años antes los doctores le habían diagnosticado cáncer en la laringe. En vida sólo había publicado un breve folleto que recogía catorce poemas. Dos años después apareció la primera edición de sus poemas. Ese mismo año, 1935, se apagó la vida de Pessoa en el Hospital San Luis de los Franceses. La existencia del poeta portugués se extinguió consumida por los excesos del alcohol, la mala alimentación y el persistente insomnio. En vida sólo había publicado un breve libro, Mensaje, que apareció un año antes de su muerte. Simões, posteriormente, inició la recopilación y publicación de su obra.
“Todos tenemos dos vidas”, había escrito Pessoa, “la verdadera, que es la que soñamos en la infancia y que continuamos soñando cuando adultos en un sustrato de niebla; la falsa, que es la que vivimos en convivencia con otros, que es la práctica, la útil, aquella en que acaban por meternos en un cajón”.
Para ambos poetas, la vida estaba en otra parte.
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NOTA: La cita de Kazantzakis está tomada de la trascripción hecha por Miguel Castillo Didier; la traducción del poema corresponde también a éste.
 

sábado, 5 de enero de 2013

El ángel de Salvador Elizondo

29/Diciembre/2012
Laberinto
Miguel Ángel Flores

En su libro Tiempo mexicano Carlos Fuentes dedica unos reglones a recordar a un compañero de estudios varios años menor que él. Se llamaba Salvador Elizondo, una figura oscura, no en el sentido de la notoriedad sino por el aspecto sombrío de sus gustos o de las zonas de las manifestaciones del arte que le interesaban. Elizondo era el más joven de los estudiantes que en la Facultad de Derecho publicaban la revista Medio Siglo. Había asombrado a todos que en su ensayo “La idea del hombre en la novela contemporánea” hiciera observaciones sobre novelas de Hesse, Huxley, Faulkner, Kafka, Joyce, por ejemplo, que pocos habían leído en México y que no constituían entonces centros de atención para quienes se ocupaban de la práctica y crítica de la novela mexicana.
Salvador Elizondo había gozado del privilegio de una juventud acomodada debido a la buena posición económica de su padre, que entre otras cosas había sido productor de cine y terminó su vida ocupado en actividades bancarias de alto rango. Elizondo pudo así aprender desde su niñez el inglés y el francés que leía sin ninguna dificultad. Estudió en el extranjero y vivió y viajó por la Europa de la postguerra donde se incubaban todos los frutos de la modernidad y la postmodernidad. Años en que se desarrollaban polémicas de todo tipo y cuyos personajes eran Sartre y Camus, entre otros. La lectura de Joyce fascinaba al joven Salvador Elizondo y había despertado su interés la escritura china tanto por el aspecto estético del que participa como por su estructuración para producir significados. Y así llegó a la lectura de Fenellosa y la poesía de Ezra Pound. El fenómeno estético de la poesía lo intrigaba. Sentía gran interés por los aspectos técnicos del arte en todas sus manifestaciones. Sus intereses se inclinaban al ejercicio de la ficción, de la pintura, la fotografía, el cine: actos sucesivos y congelación de instantes. Memoria e imagen. La ejecución técnica constituía la simiente de cualquier arte, su operación técnica iba a ser para él tan importante como la manifestación de los sentidos y los contenidos. El cine en cuanto a metáfora de instantes y movimientos constituía uno de sus más intensos centros de atención.
La actividad intelectual de Salvador Elizondo se hizo presente en las publicaciones que dirigían Fernando Benítez y Jaime García Terrés, y también en las de sus amigos como Juan García Ponce y Tomás Segovia. Fundó una revista, de efímera vida, Snob, y fue un miembro muy activo del grupo Nuevo Cine que buscaba renovar la crítica de cine en México y se empeñaba en denigrar, muy merecidamente, lo que los productores y directores nacionales concebían para su exhibición en pantalla. Filmó una película en 16 mm, Apocalipsis, y escribió un lúcido ensayo sobre la primera etapa de la filmografía de Luchino Visconti. Había aprendido la técnica de pintar un cuadro con Jesús Guerrero Galván, pero nunca exhibió ninguno de sus cuadros; escribió también un importante estudio, breve, sobre la pintura de Vicente Rojo en cuanto a sus aspectos formales, pero no asumió el ejercicio de la crítica de artes plásticas. Practicó la fotografía, mas para él esta actividad fue un asunto privado.
¿Cuál era su verdadera vocación?, se preguntaban quienes seguían sus escritos y sus conferencias. En 1965 asombra a los lectores con la publicación de Farabeuf. Un texto insólito para el medio mexicano. A partir de la observación de una fotografía que congeló el momento de suma crueldad a la que estaba siendo sometido un cuerpo en China, se desencadenó en él un proceso narrativo en el que se aliaban los procesos de la memoria, el afán por capturar un instante sobre el que se construye toda una narración en su imposibilidad de ser aprehendida en todos sus aspectos, y en la que giran como soles nocturnos el deseo, la muerte, el éxtasis del dolor y los cauces del erotismo, a veces ignotos. Los mejores momentos de la narración son aquellos en que la realidad se relata de tal modo que nos enfrentamos a una irrealidad de cuanto se narra: ¿de verdad sucede lo que se dice en los torturados renglones de la ficción? Una rebelión en China desencadena el horror y la técnica quirúrgica nos remite a una sórdida destreza para cortar la carne humana. Pero lo que nos llega a interesar de la novela no son los relatos de la crueldad sino los juegos y engaños a que nos puede orillar la memoria y nuestra percepción del tiempo. Es evidente que la aportación de Elizondo se refiere a las zonas oscuras y sombrías de nuestra condición. Le interesó reportar esos hechos bañados por una luz difusa y mortecina que nos remite a lo insólito, y sintió gran atracción por lo insólito, de encuentros y desencuentros impregnados por lo enigmático.
Hizo ejercicios narrativos que le sirvieron para dominar su oficio, como los cuentos de Narda y el verano, donde sin embargo no están ausentes los rasgos que caracterizan su narrativa. Y nos sorprendió con su relato Elsinore pues en él entra a la esfera de los sentimientos desde una perspectiva muy diferente a la que había hecho característica su escritura. Sin disputa ni controversia, Elizondo se hizo de un sitio de relevancia en la narrativa mexicana.
En relación con su bibliografía casi no se mencionaba que Salvador Elizondo había entrado en la literatura por la puerta de la poesía. Su primer libro pertenece a ese género. Pero no persistió en él, al menos no divulgó cuanto escribió en este dominio. Sus amigos y los enterados conocían de la existencia de ese libro, un libro maldito, para el autor, no por sus rasgos estéticos y éticos, sino por malo. ¿Cuánta justicia se hacía a sí mismo Elizondo? Poesía fue su título; y fue patrocinado por el mismo autor. Nadie le preguntó a Elizondo si no había encontrado un editor profesional que se hubiera querido ocupar de él. O si la impaciencia lo llevó a publicar en edición de autor. Quién sabe quién pueda responder ahora esas preguntas; ahora que es uno de nuestros escritores más célebres y reconocidos.
El libro lleva el escueto título de Poesía, apareció en 1960 sin pie de imprenta. Salvador Elizondo tenía entonces 28 años de edad y se supone que los poemas reunidos debieron haber sido escritos durante la primera etapa de sus veinte años; ¿se podría suponer que fueron fruto de la precocidad? Salvador Elizondo nunca comentó públicamente (salvo que exista una pequeña nota de prensa) que hubiera continuado escribiendo poesía. Pero en una entrevista, realizada pocos años antes de su muerte, señaló que tenía la intención de publicar sus poemas que consideraba dignos si se relacionaban con lo que se escribía ahora y que se nos quiere hacer pasar como poesía.
No sucedió eso en vida. El rescate de su archivo, la exhumación de los manuscritos, o la preparación de los originales ya dispuestos para su impresión, lo que no se señala en el libro de su autoría que este año publicó el Fondo de Cultura Económica, nos entrega la novedad de un conjunto de poemas bajo el título Contubernio de espejos. Poemas 1960-1964. Resulta muy interesante comparar su libro de 1960 y el que apareció este año. Interesante en el conjunto de la poesía mexicana del siglo XX; interesante en cuanto a los planteamientos de su poética, o, si se quiere, en cuanto a su idea de percibir el fenómeno poético; interesante en si es válido plantearse cómo se debería publicarse un libro de un autor de su talla ya fallecido.
En el libro de poesía se advierte que Salvador Elizondo aparece como un autor de sólida cultura; es decir, no hay un tono ingenuo en los poemas, tanto en el procedimiento de su escritura como en lo que quiere plasmar en el poema. Muy joven había leído en su lengua original otra fuente de la técnica de su escritura: la que constituye la lectura de Mallarmé y Paul Valéry. Dentro del ámbito de la poesía francesa había surgido el movimiento de los surrealistas. Pero no solo fue la poesía surrealista la que se advierte en muchos de sus poemas sino la pintura. La forma en que “pintó” el silencio De Chirico. La transformación de una geometría en una especie de pesadilla, que contiene el peso de una realidad desolada y de desamparo. La solidez que se percibe como ruina. De la escritura surrealista quedó la libre asociación y el sueño donde se potencian los aspectos más oscuros de la realidad, o donde se hace comprensible por el deseo. Elizondo pertenece a la estirpe de los poetas para quienes los procedimientos del surrealismo constituyen la última deriva del romanticismo. Elizondo parece decirnos que la lepra de la vigilia es la escoria de nuestros sueños. Solo la oscuridad de la noche puede realizar la transmutación de esa oscuridad que emite una “luz” bajo la cual los ojos perciben el horror de nuestros actos.
El ángel de Rilke es terrible en el grito. El ángel de Elizondo lo es en la penumbra y la alusión. Los ángeles se ciernen sobre coitos que anuncian premoniciones. En la fabulación de Elizondo a los coitos los acompaña la música del grillo, como si fuera rara avis, y la carne en el coito suspendido queda en nada, solo hay esqueletos recién fotografiados. Y ese acto físico se realiza contra un telón de fondo donde se escuchan trenes que parten, el cielo es azul y tiene estrellas y el “espejo guarda la memoria de una mirada muerta”; todo sucede en una atmósfera enrarecida que dicta el tono de todo el libro: los poemas se construyen siguiendo una línea de fabulación e imaginación extraña para la poesía mexicana. Los cadáveres dan testimonio: “En este espacio yermo/ deshabitado de palabras/ todo futuro es yerto/ todo presente es fijo/ todo pasado es muerto”. En ciertos momentos muchos de los poemas se pueden leer desde la perspectiva de la imposibilidad de las palabras para expresar un acto concreto, de la imposibilidad de elaborar la metáfora del instante y la sorpresa con un sistema que solo admite la sucesión al expresarse, lo que impide que sus medios fijen un instante. Por eso el poema se convierte en ese espacio yermo que no habitan palabras. El espejo refleja una mirada, pero la mirada está vacía: “Solo quedan los gestos de los dioses/ inmóviles, difusos en el polvo;/ el viento los circunda y los arremolina/ la tolvanera erguida/ parece que está viva/ …y sólo gira”. En ese procedimiento de sucesión la memoria se confunde en el orden de lo que acontece, lo que se filtra y queda grabado se impregna de apariencia: “Los hombres —los viejos sobre todo—/ han pasado el invierno encerrados,/ atizando los frágiles fogones del recuerdo/ con las palabras que fueron vuestras/ y que ahora reposan ateridas/ en el fondo desolado de sus ojos/ como fosos […] y el sol los encontraba dormidos sobre su impotencia/ como sobre un fardo de sombras, sin haber recordado vuestros nombres; huecos sus corazones como una urna”.
El sistema metafórico de Elizondo basta para manifestar que tenía plena conciencia sobre la construcción de un poema. Aunque no se siente preocupado por los aspectos técnicos, y deja que el poema transcurra libremente encontrando su propio ritmo, no hay una voluntad de orden y de rigor en la expresión que da solidez a sus versos. Volvamos a una palabra para describir la poética de Elizondo: desolación. Los dioses han abandonado los escenarios donde transcurre la fabulación de los poemas. Los dioses le son desconocidos, los jóvenes son aconsejados por un ángel terrible y “solo saben que la inmortalidad/ es la incorporación de los cadáveres”.
Podemos imaginar: alguien vaga sobre arquitecturas que desconciertan y señalan en su abandono la premonición de algún encuentro. Pero cuanto se mira en torno se esfuma en el preciso momento en que los ojos tocan presencias y recuerdan ausencias. El poema “Encantamiento contra la enfermedad” nos da la medida de los alcances de esta poesía en cuanto a su expresividad, la atmósfera que la envuelve y la consumación de sus logros:
Cuando digas el nombre de los dioses
         bajando por la escalera
         tus ojos encontrarán los ojos
         de algún desconocido
         y pensarás en lo que tantas veces me dijiste.
                    Olvidarás tu nombre poco a poco.
                    no quedará de ti más que tu sombra
                    disolviéndose lenta contra el muro
                    y tu paso, ágil sobre la arena,
                    se desvanecerá junto a la espuma
                    y sólo tu recuerdo pronunciarás dos veces
                   el nombre con que abrías la ventana:
                   Mar. Mar.
Como se había mencionado ya, el Fondo de Cultura Económica ha puesto en circulación un delgado volumen que contiene los poemas que, según nos dice el título del mismo, fueron escritos entre 1960 y 1964. Es decir, todo parece indicar que son posteriores a la redacción de sus primeros poemas que aparecieron en el libro Poesía. Lo primero que distingue a los poemas de la segunda etapa es su voluntad de forma. Elizondo insistía que el exceso de libertad, o el libertinaje, a que había sido sometido el acto de escribir poemas había desembocado en textos donde se podía encontrar de todo menos poesía. El verso librismo en sus mejores logros parecía solo prosa cortada que no contenía los ritmos que exige el poema más libre. La lección de Valéry estaba muy presente. En el peor de los casos, lo que se entendía por poema era solo la expresión con mala prosodia de contenidos vulgares. La expresión suprema del poema como mecanismo de contenido y forma lo constituía para Elizondo el soneto: un silogismo que se construía siguiendo las reglas de una estructura precisa. El soneto era para Elizondo un mecanismo verbal que debía bastarse a sí mismo y en su rigor nos enfrentaba con el vacío que había producido vértigo a Mallarmé. Todo esto conducía a un callejón sin salida: la imposibilidad de escribir, que se podía expresar por la metáfora en la que un espejo se enfrenta a otro espejo y en la reproducción infinita las formas se pierden en el vacío. Su mejor ejemplo era su texto en el que alguien se ve escribir a sí mismo hasta perder su identidad. Pero no fue la precisión técnica lo que hizo mejor poeta a Elizondo. Sus sonetos están aceptablemente construidos. Pero los debilita que recurra con frecuencia a la rima utilizando el participio pasado y que en ninguno de ellos se haya planteado un tour de force. Su intención nos recuerda al acto fallido que han sido los poemas de los autores brasileños como Lêdo Ivo que junto con sus compañeros, después de la aventura vanguardista de los Andrade o Bandeira y Drummond, buscaron refugio en la tradición para encaminar por el “buen” rumbo a la poesía. Después de los momentos de sorpresa, de metáforas insólitas de realidades habitadas por el mal, las pesadillas, la muerte que se trasmuta en deseo, Contubernio de espejos parece suceder en esa misma atmósfera, pero se tiene un sentimiento de asepsia cuando se lee ahora a Elizondo:
          Tibio remanso a furias excitable
                      con apremio del doble compromiso
                      que trueca el infierno en paraíso
                      su galopar inmóvil e implacable.
Aunque están presentes la manifestación de sus mejores virtudes como escriba que había alcanzado en su anterior libro, como el poema “Imagen”:
        
 Viven en un espejo
                      de azogue turbio y realidad incierta.
                      te invoco en su reflejo
                      y se queda desierta
                      la angustia con que llamo en esa puerta.        
Contubernio de espejos exigía que fuera acompañado de un prólogo, que fuera el resultado sobre la investigación acerca de ciertos aspectos de Elizondo como poeta. Entre sus papeles, ¿se encontraron más poemas? Hacer un cruce entre su narrativa y su poesía: en Farabeuf hay pasajes que se desprenden directamente de algunos poemas, y en ambos la simbolización y el juego de la memoria desempeñan un papel semejante. Contubernio de espejos parece ser la glosa de los poemas publicados en el primer libro; se puede hablar también que en algunos casos se recurrió a la reescritura. Hay un poema que pasó íntegro de un libro a otro sin ninguna modificación. En fin, aspectos que resultan confusos en una valoración de la poesía de Elizondo.