Laberinto
Miguel Ángel Flores
Hay dos poetas
imprescindibles del siglo XX, el griego Constantino Kavafis y el portugués
Fernando Pessoa, cuyas biografías parecen coincidir en algunos aspectos: ambos
vivieron existencias anodinas y nunca imaginaron la trascendencia de su fama
póstuma, ni tampoco que tendrían legiones de lectores en las lenguas más
importantes del mundo. Pero también se diferenciaron en otros rasgos de sus
vidas no menos significativos.
Al escribir sobre
la poesía de Pessoa, Octavio Paz señaló que al poeta no le importaría si pasaba
la página sobre su vida y se dirigía directamente a su obra. Hizo fortuna su
frase de que el poeta portugués carecía de biografía. Por ello resulta irónico,
bajo este aspecto, que la biografía de Pessoa escrita por João Gaspar Simões
haya resultado tan voluminosa. Solo quienes se interesaban en la poesía, en los
años que le tocó vivir, supieron de su actividad literaria. Fuera de las
páginas manuscritas y publicadas, su vida fue irrelevante. Vivió inmerso en la
triste rutina de un redactor de correspondencia comercial; nunca tuvo casa
propia ni rentó un departamento: alquilaba cuartos de asistencia. Dudaba de sí
mismo, y su inseguridad y timidez enfermiza, nacida de su orfandad a muy
temprana edad, hicieron de él un hombre que se sentía inferior; no es exagerado
decir que al inventar a un personaje, Bernardo Soares, que dejó en pedazos de
papel sus meditaciones sobre las dificultades de comprender la vida en toda su
complejidad, modelaba un alter ego, con un sentimiento de inferioridad más
pronunciado que el suyo, con una vida menos atractiva, que le servía de algún
modo de consuelo.
George Seferis, en
una conferencia que pronunció en 1946 sobre su colega, cuando empezaba a gozar
de un reconocimiento cada vez mayor, afirmó: "Fuera de sus poemas, Kavafis
no existe." Para algunos tal juicio pareció áspero en aquel año que ya nos
parece tan remoto, cuando aún estaba muy vivo, en mucha gente, el recuerdo del
hombre, quien en vida solo fue conocido por un reducido círculo de lectores de
poesía. Ahora parece un juicio válido, pues su existencia al margen de la
actividad literaria fue, después de todo, irrelevante: un trabajo mediocre como
burócrata, una vida rutinaria y gris, y un reconocimiento, que obtuvo relativamente tarde
en su vida, y que no le significó mucho.
Fernando Pessoa se
mantuvo célibe durante su relativamente breve existencia. Tuvo un noviazgo
fugaz con la joven Ofelia, y justificó su soltería con el argumento de que su
compromiso con su obra literaria le exigía una entrega total. No se le volvió a
conocer otra relación femenina y nunca permitió intrusiones en su vida privada.
Se reunía en los cafés de Lisboa con algunos amigos para intercambiar opiniones
sobre literatura y los acontecimientos que afectaban la vida nacional. Simões
recuerda que jamás permitió que hombres ilustrados o educados participaran en
sus correrías, lo que dejó en una zona oscura, imposible de iluminar, algunos
aspectos de su vida. Su gran poema “La oda marítima” tiene versos impregnados
de una sensibilidad homosexual. Atribuyó a uno de sus heterónimos, Álvaro de
Campos, esa inclinación, que se confirma en un soneto de este autor, y ese gesto
dio pie para que se siga especulando sobre la sexualidad del gran poeta
portugués.
Kavafis mantuvo
con gran discreción su homosexualismo, del que casi nada se sabe. Toda esta
mediocridad y opacidad (intencional o no) contrasta mucho con su poesía, con
sus angustiados recuerdos de turbulentos encuentros apasionados y su
sorprendente y rica imaginación del remoto pasado griego, de Homero a Bizancio,
de Alejandría a Roma, y de ahí a las desoladas ciudades de la helenizadas
provincias del Punjab; así que es difícil no estar de acuerdo con Seferis
cuando afirma que la vida "real" del poeta fue, de hecho, totalmente
interior; y que fuera del ámbito de la imaginación y de sus evocaciones, poco
hay de interés en su vida.
Al ser ya historia
el hombre que fue y quienes lo conocieron, el contraste entre su vida y su obra
ha facilitado las cosas para que se llegue a pensar en Kavafis como una
abstracción, como una artista cuya obra existe libre de un específico momento
en el tiempo. Esta consideración ha tomado ímpetu por dos elementos de su
poesía en los que reside su fama: lo sorprendentemente contemporáneo de sus
temas (al menos uno de ellos) y su atractivo estilo directo. Ciertamente,
siempre ha habido muchos lectores que han apreciado sus llamados poemas
históricos, situados en remotos lugares del Mediterráneo y en épocas que hace ya
tiempo se extinguieron, y que están recorridos por una ironía mundana y afectados
por cierto estoicismo. Ítaca te dio el
hermoso viaje;/ sin ella nunca hubieras emprendido el viaje./ Pero ahora nada
tiene que ofrecerte, escribió en el que quizá sea su más famosa
evocación de la Antigua
cultura griega, en ella nos dice que el viaje es más importante que su destino
final, el cual inevitablemente nos provoca desilusión.
Kavafis y Pessoa
fueron ciudadanos de imperios. Cuando Pessoa nació, Portugal aún dominaba
territorios de ultramar que formaban parte del suyo. En sus años de juventud se
instauró la república, pero no se liquidó el dominio sobre las posesiones de
África y Asia que habían sido el orgullo de su imperio; eso sucedería muchos
años después. En su juventud ese imperio era ya una caricatura. Y su país vivía
una prolongada decadencia, una larga agonía cultural que él intentó borrar dando
vitalidad a la literatura con sus atrevimientos vanguardistas. No es difícil
imaginar que Pessoa bien pudo haber firmado algunos de los poemas de Kavafis.
Sobre todo aquellos poemas en los que el poeta griego reactualiza un pasado;
ante lo que había sucedido en la antigua Bizancio y su ciudad natal,
Alejandría, parecía más bien una ensoñación de un poeta desbordado de fantasía.
Poeta de la “sagrada decadencia”, lo llamó otro gran escritor griego, Nikos
Kazantzakis, quien dejó un apunte del poeta en su libro Del Sinaí a la Isla
del amor: “Hablamos sobre muchas personas e ideas. Reímos. Callamos.
Comienza de nuevo con esfuerzo la conversación. Yo trato de ocultar en la
sonrisa mi emoción y mi alegría. He aquí ante mí, un hombre íntegro, que
termina ya su duro oficio artístico, con altivez y en silencio. Conductor y
eremita, subordina la curiosidad, el afán de gloria a la sed de placer al ritmo
de un ascetismo epicúreo […] Esta noche que lo veo por primera vez y lo
escucho, comprendo cuán sabiamente logró hallar su forma en el arte —la forma
perfecta que le corresponde para perpetuarse— este espíritu extraño, complejo,
pesaroso, de la sagrada decadencia […]”; el gran poeta estaba ante el umbral de
su muerte, para el entonces joven escritor, éste asistía a una ceremonia del
adiós. Continúa Kazantzakis: “Kavafis pose todas las características de un
hombre excepcional, en una época de decadencia: sabio, hedonista, irónico,
elocuente, lleno de recuerdos”. Kazantzakis recuerda que callaba ante el poeta
porque pensaba en el impresionante y contundente poema “Que el dios abandonaba
a Antonio”:
Cuando de repente, a medianoche,
Se escuche pasar una comparsa invisible
Con músicas maravillosas, con vocerío–
tu suerte que ya declina, tus obras
que fracasaron,
tu suerte que ya declina, tus obras
que fracasaron,
los planes de tu vida
que resultaron todas ilusiones, no llores inútilmente.
Como preparado desde tiempo atrás, como valiente,
dile, adiós a Alejandría que se aleja.
Sobre todo no te engañes, no digas que fue
un sueño, que se engañó tu oído:
no aceptes tales vanas esperanzas.
Como preparado desde tiempo atrás, como valiente,
como te corresponde a ti que de tal ciudad fuiste digno,
acércate resueltamente a la ventana,
escucha con emoción, mas no
con los ruegos y lamentos de los cobardes,
como último placer los sones,
los maravillosos instrumentos del cortejo misterioso,
y dile adiós, a la Alejandría que pierdes.
que resultaron todas ilusiones, no llores inútilmente.
Como preparado desde tiempo atrás, como valiente,
dile, adiós a Alejandría que se aleja.
Sobre todo no te engañes, no digas que fue
un sueño, que se engañó tu oído:
no aceptes tales vanas esperanzas.
Como preparado desde tiempo atrás, como valiente,
como te corresponde a ti que de tal ciudad fuiste digno,
acércate resueltamente a la ventana,
escucha con emoción, mas no
con los ruegos y lamentos de los cobardes,
como último placer los sones,
los maravillosos instrumentos del cortejo misterioso,
y dile adiós, a la Alejandría que pierdes.
Kavafis y Pessoa
tenían en común haber sido educados en el sistema inglés. El poeta griego
residió en Londres donde se mudó la familia durante su infancia por motivos de
negocios. Pessoa emigró con su madre a África del Sur, lugar donde se desempeñaba
como cónsul su padrastro. La ironía, aprendida de los ingleses tal vez los
hermanaba. Pero no había ningún adarme de hedonismo en Pessoa. Era sabio y
sabía ser elocuente. Tales prendas nos las desplegaba ante los extraños, como
lo era el entonces joven João Gaspar Simões, quien no dudaba de la enorme
calidad literaria de la obra de Pessoa, pero que tenía serios reparos sobre su
visión de la vida. El imperio de Bizancio había iluminado al mundo de la
cultura griega y luego se había trasmutado en decadencia. El imperio portugués
había sido una ficción en todos los aspectos. A partir del rey don Sebastián,
Pessoa soñaba con otra ficción: la instauración de un imperio cultural
portugués en Europa.
Kazantzakis miró a
un hombre melancólico, meditabundo, lúcido en sus pensamientos. Simões atestiguó
la decadencia física de un gran poeta que en su última entrevista, días antes
de morir, no mostraba, en su comportamiento, sus mejores virtudes. En ese
último encuentro, el biógrafo halló un hombre
incoherente, de palabras confusas, que soltaba grandes carcajadas, encendido
por el alcohol. Cuando se despidieron, Simões tuvo la sensación de que Pessoa
se deshacía en jirones al alejarse, parecía que levitaba. Pessoa tal vez
escuchaba la voz de un dios pagano, él que tanto había elucubrado sobre la herencia
perdida del paganismo griego, y se despedía para siempre de Lisboa.
En 1933 falleció
Constantinos Kavafis en el Hotel Griego de Alejandría; dos años antes los
doctores le habían diagnosticado cáncer en la laringe. En vida sólo había
publicado un breve folleto que recogía catorce poemas. Dos años después
apareció la primera edición de sus poemas. Ese mismo año, 1935, se apagó la
vida de Pessoa en el Hospital San Luis de los Franceses. La existencia del
poeta portugués se extinguió consumida por los excesos del alcohol, la mala
alimentación y el persistente insomnio. En vida sólo había publicado un breve
libro, Mensaje, que apareció un
año antes de su muerte. Simões, posteriormente, inició la recopilación y
publicación de su obra.
“Todos tenemos dos
vidas”, había escrito Pessoa, “la verdadera, que es la que soñamos en la
infancia y que continuamos soñando cuando adultos en un sustrato de niebla; la
falsa, que es la que vivimos en convivencia con otros, que es la práctica, la
útil, aquella en que acaban por meternos en un cajón”.
Para ambos poetas,
la vida estaba en otra parte.
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NOTA: La cita de
Kazantzakis está tomada de la trascripción hecha por Miguel Castillo Didier; la
traducción del poema corresponde también a éste.
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