Jornada Semanal
José María Espinasa
La tradición neoclásica mexicana, a pesar de haber pasado en el siglo XIX
por pasajes insustanciales, y aunque gozara de prestigio entre la muy
reducida clase ilustrada –un buen ejemplo son los árcades–, necesitó de
la luz modernista para alcanzar, en Manuel José Othón y en Salvador
Díaz Mirón, un nivel de verdad importante, y florecer en el siglo XX
en uno de los varios rostros de Contemporáneos, rostro deudor tanto
de Enrique González Martínez como de Ramón López Velarde. Sobre todo
alcanzó una perfección inesperada en la fuerza escultórica de El responso del peregrino,
de Alí Chumacero y en algunos de los libros de Rubén Bonifaz Nuño. A
eso se refiere el propio Chumacero en uno de esos elogios inteligentes,
sagaces y maliciosos: “Yo alcancé una perfección, él –Bonifaz–
varias.”
Un poeta como Rubén Bonifaz Nuño, escritor en esa misma senda, tenía que saber que la naturalidad del Responso del peregrino
era un verdadero milagro, y que lo clásico se consigue casi siempre en
el artificio. Dicho de otra manera: la poesía no se suele dar
naturalmente. Y eso no era de su agrado. Él buscaba, sí, esa
perfección, pero también una poesía expresiva, más que tallada en
piedra, tatuada en la piel, en el cuerpo, una lírica existencial de
subrayada carga emotiva. La inteligencia del clasicismo le parecía en
parte estéril.
No es por eso extraño que una de sus apuestas poéticas importantes, y ya al final de su obra, lleve por título Albur de amor,
nombre de estirpe sabiniana, poeta al que admiraba pero que no podía
tomar como ejemplo o modelo de su búsqueda. La crítica literaria –y el
gusto de los lectores– coinciden en señalar a Fuego de pobres
como otra obra maestra de este poeta, pero se hace poco énfasis en que
siendo un libro excepcional no es sin embargo un libro representativo de
la estética de Bonifaz Nuño. Ambos títulos, Fuego de pobres y Albur de amor,
podrían llevarnos a una idea equivocada de su poesía. Es cierto que
ella está ligada a la vida y a su sentido existencial, pero pasa por
una exigencia formal previa a la que el autor de Maltiempo fue
muy reacio. Dicho de otra manera: Sabines encuentra la forma en la
escritura del poema, mientras que para Bonifaz la forma (en su sentido
más amplio) es un regalo de la tradición.
Bonifaz parecía ser el continuador directo de una
tendencia neoclásica. No fue así en buena medida porque el neoclasicismo
en él se volvió melodía sin música, forma sobrepuesta a la forma, y
eso le lleva a explorar una gracia tartamuda y forzada, misma que se
resuelve a veces en momentos de gran felicidad expresiva (pienso en Calacas, su último libro, o incluso en un libro que se presenta como un divertimento, Pulsera para Lucía Méndez,
1989). Sobre la página la poesía se hace, pero no ocurre. Y es que su
clasicismo proviene no de los clásicos castellanos, sino de los romanos
y griegos (los verdaderos clásicos dirán algunos) a los que tradujo en
versiones tan admiradas como criticadas. Pero el oído latino o el
helénico es un oído falso, o mejor dicho: fósil, puramente hipotético,
difícil de recrear en una lengua tan viva como el español de finales del
siglo XX. No es desde luego la primera
vez que una poesía adquiere actualidad en su condición antigua –el
clasicismo suele caer en un error– pues lo antiguo se “siente” como
sinónimo de poético.
Bonifaz conoce, y a fondo, nuestros clásicos y los
que no son (tan) nuestros, pero su mundo parece más el de los
novohispanos, ese barroco conceptual que hace del retruécano un don
natural. Sí, algo de Góngora, pero más sor Juana y Sandoval y Zapata.
Si en ellos hay naturaleza no hay sin embargo naturalidad. Pienso, por
ejemplo, que su interés en los libros teóricos por la escultura
precolombina tiene que ver con eso. La disonancia espiritual que hay
en la Coatlicue o en el Calendario Azteca, o en los monolitos que
estudia, es la que surge al contrastar esa escultura con la griega o la
romana, o –sobre todo– con la renacentista. Llamarla escultura es una
licencia que oculta que en realidad es otra cosa. En la visión de Cuesta
lo mineral era claramente geológico, mientras que en Bonifaz no, esa
condición mineral es esculpida. También le pasa a esa poesía que al ser
el testimonio de la lucha con el ángel, ese ángel tiende a ser una
victoria, por ejemplo la Victoria de Samotracia. Y lo importante ahí es
la lucha. El poeta tiene plena conciencia de ello –su primer libro es
La muerte del ángel, en 1945– y decide librar el duelo.
Bonifaz no es un artesano, sino un orfebre. Ambos
tienen conciencia del oficio pero sólo el segundo hace del oficio una
servidumbre o un vasallaje. El artesano se olvida del oficio en cuanto
pone las manos en la masa, pues es ajeno a la idea de creación.
Resultaría absurdo preguntarle a un panadero qué expresa con su pan, y
sin embargo es evidente que expresa algo. El pastelero tiene otra
conciencia, pero cuando decimos que la repostería es un arte hacemos
uso de una empalagosa retórica. Para el poeta es la materia la que
dicta su hacer y no la tradición. Para liberarse de ella, Bonifaz ubica
su sentido en el amor vencido, en la relación rota. De allí su
cercanía con la canción ranchera y el bolero, ambos modelos de retórica.
Se canta la desgarradura de la separación, no la plenitud del amor.
Pero eso es, paradójicamente, una manera de cantar el amor cumplido, no
el desamor. Igualmente se puede decir que el poema canta la derrota de
la poesía como existencia. Su libro Albur de amor lo expresa
desde el título. Albur es jugarse al amor, pero hay en ello una
derrota previa, el albur de amor es siempre una jugada perdida. Muchos
de sus comentaristas hacen hincapié en su virtuosismo formal, en la
pertinencia de los acentos, en la pulcritud silábica, pero pierden de
vista que consigue sus mejores momentos cuando esos acentos no se oyen,
se liberan del metrónomo y pasan a ser música verbal.
Por eso cuando Bonifaz Nuño juega es deslumbrante –véase, por ejemplo, ese “divertimento”, Pulsera para Lucía Méndez.
Pero jugar le cuesta, sabe que la tirada de dados está perdida, y
piensa en cambio que la poesía no es un juego. La fuerza de la poesía
de Bonifaz consigue hacer ir más allá una idea de la poesía que sin
ella habría dado versos convencionales, tristes y sin capacidad para
nombrar la novedad de la experiencia. Hay en el poeta una necesidad
expresiva. En sus primeros libros se libró con presteza de los tópicos
al uso que lo lastraban –la experiencia religiosa, el dominio de la
forma– para proyectarse hacia esa celebración de la desgarradura, con
algo de gesto nervioso al lamerse la herida y algo de inevitable
coquetería del malquerido (nunca de malqueriente).
La literatura mexicana, sobre todo la poesía, tenía
que recuperar su capacidad de expresar verdaderamente, de –en palabras
poco frecuentadas por la actual crítica– ser sincera. De ahí la
consciente cursilería de algunos momentos de Fuego de pobres,
de allí también el anhelo más de pertenencia que de permanencia (se lo
habían acabado los Contemporáneos) que tiene su poesía. ¿Pertenencia a
qué? A la poesía misma. Era una aspiración estética, como se usa la
expresión cuando se dice una aspiración social.
En esa generación, el amor es una constante
subrayada y se escriben algunos de los mejores poemas de amor de nuestra
historia literaria –Sabines, Bonifaz, Segovia, Castellanos. No tienen
miedo a ser sentimentales, su contenido existencial es mucho más obvio,
no está resuelto en forma –como en los Contemporáneos– ni en mito
–como en Paz– sino en desgarradura y emoción. El gran éxito entre los
lectores de Sabines y, en menor medida de Bonifaz y Castellanos, se
debe a eso, incluso entre aquellos lectores “que no les gusta la
poesía”. Entre ellos, sin embargo, es Bonifaz el que más –y mejor–
aspira a una consistencia formal. Por eso José Joaquín Blanco puede
hablar, en La crónica de la poesía mexicana, de la herencia de Contemporáneos, de la parte más obvia, de su condición de orfebres.
Esa diferencia entre el artista y el artesano, a
través del orfebre, puede llevarnos hacia una nueva lectura de la obra
de Bonifaz. Por ejemplo, yo no insistiría –no la encuentro– en la
musicalidad de sus versos, creo que son más bien histriónicos, es decir,
que no se oyen sino que se ven, y es a través de esa “actuación” que
consiguen ser extraordinarios. Hay poemas que entran en una especie de
arrebato melódico que, si evitan el tamborileo, provocan una especie
de cauce para el río de palabras. Es el caso de Paz en poemas como
“Piedra de sol” o “Pasado en claro”, de Gorostiza en “Muerte sin fin”,
de Chumacero en “Responso del peregrino”. Mientras que Othón, Cuesta,
el Paz experimental de “Blanco” o el Segovia de “Anagnórisis” su cauce
es teatral. En los primeros el acento se oye como una nota de la
melodía, en los segundos como un efecto de la asonancia.
En Bonifaz sugiero incluso utilizar la idea, nunca
aceptada del todo por los especialistas en métrica, de cesura interna,
que sería por ejemplo, lo contrario de un encabalgamiento –en donde el
sentido del fraseo no se rompe en la cesura sino que se prolonga en
ella, mientras que en la cesura interna se interrumpe el fluir musical
pero no el verso, y esa interrupción es casi siempre un subrayado del
sentido. Como el acento se ve, se nos aparece como el índice del actor
que dice “aquí” y se toca el pecho con insistencia. Pongamos un ejemplo
de El manto y la corona para dejarle la palabra en este adiós al poeta:
Porque soy hombre aguanto sin quejarme
Que la vida me pese;
Porque soy hombre, puedo. He conseguido
Que ni tú misma sepas
Que estoy quebrado en dos, que disimulo;
Que no soy yo quien habla con las gentes,
Que mis dientes se ríen por su cuenta
Mientras estoy, aquí, detrás, llorando
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