Jornada Semanal
Andreas Kurz
Una tarjeta de
presentación introduce el caos en medio del caos. Un nombre representa
para tres individuos un nuevo siglo cuyo comienzo anacrónico es el año
1789. Un nombre genera una novela fina y perfectamente equilibrada,
una de las mejores de la madurez literaria latinoamericana: El siglo de las luces, publicada por primera vez en 1962. La tarjeta irrumpe en el cuarto segmento de la novela:
victor hugues
Négociant
à
Port-au-Prince
Négociant
à
Port-au-Prince
Irrumpe el francés en el ambiente hispanohablante
de la isla de Cuba, irrumpe la estricta regularidad geométrica y
gráfica de la tarjeta en el mundo anárquico formado por Sofía y Carlos,
los hermanos, y Esteban, el primo, después de la muerte del padre, un
comerciante tan rico como aburrido. Irrumpe sobre todo el nombre
escrito, el significante por excelencia, en un mundo que había podido
existir sin nombres ni significantes porque se desarrollaba sobre los
significados. El mundo de Sofía, Esteban y Carlos significaba algo; era
una realidad encerrada en un almacén caótico y deliberadamente
desordenado. Los jóvenes vivían en medio de mercancías diversas,
inútiles o podridas muchas de ellas; tangibles, palpables o degustables
todas. Leían libros que expresaban ideas nuevas, ideales hermosos y
sentimientos nobles de igualdad, fraternidad y libertad. Los libros eran
tangibles y degustables. Libros, objetos puros, mundos redoblados
sobre sí mismos. Libros que contenían ideas que eran otros mundos
redoblados sobre sí mismos. Esteban, Sofía y Carlos vivían en un
paraíso cuya destrucción comienza con la aparición de Victor Hugues, no
en balde figura histórica emigrada a un espacio reservado a la
imaginación. Un apellido de seis letras se reduce a una realidad
fonética de dos sonidos: “yg”. El nombre engaña y aleja a los tres
jóvenes de su realidad. Un hombre experimentado, nacido en el centro de
la historia del siglo XVIII, engaña y se
engaña con ideas nuevas, ideales hermosos y sentimientos nobles de
igualdad, fraternidad y libertad. Victor Hugues introduce a Carlos,
Esteban y Sofía en la historia y les roba la ingenuidad, los priva de
una remota posibilidad de ser felices. El négociant à Port-au-Prince
introduce la historia francesa en el mundo caribeño y, con este acto
violento, pervierte aún más la inocencia de las ideas nobles que de
inocentes cada vez menos tenían después de 1789. Francia se encarga de
la decadencia de fraternidad, igualdad y libertad, el Caribe agrega un
elemento fanático, cierto atavismo nativo, Victor Hugues aporta la
guillotina y la ambición, los ingredientes esenciales de la
idiosincrasia dictatorial. Satisfecha la ambición del poderoso, la
guillotina cae en desuso. Las ejecuciones sobran cuando los mecanismos
nefastos del poder personal y el carisma se imponen.
Escena de El siglo de las luces, adaptado por Humberto Solás para Televisión Cubana
Pero nos adelantamos. Hugues apenas está
entrando en la casa-almacén de los tres huérfanos, apenas la historia
empieza a tomar su curso previsible, la historia con mayúsculas y las
historias individuales, pequeñas e insignificantes, pero las únicas que
verdaderamente importan. La historia de Esteban sobre todo, el
asmático curado por un médico-curandero, francmasón y culto, quien
aplica métodos mágicos donde la medicina académica fracasa. Esteban, el
adolescente débil, devorador de libros, quien pretende convertirse en
hombre de la acción revolucionaria francesa, y regresa, desengañado y
cínico, a la isla de Cuba donde sus hermanos siguen creyendo en
fraternidad, igualdad y libertad. La historia de Sofía, la muchacha
dedicada a una vida religiosa que no podrá vivir jamás porque su fe
sólo tiene un objeto: Victor Hugues, el hombre de los hechos, los sueños
realizados, el hombre que forja (y fuerza) la historia, la moldea
según sus ideas, planes y ambiciones. Sofía, la que huye de la casa
paterna para refugiarse románticamente en los brazos de Victor quien le
revela que las ideas y los planes son secundarios, que sólo la
ambición cuenta. La historia de Sofía y Esteban, quienes terminan sus
existencias el 2 de mayo de 1808 en Madrid, después de un
encarcelamiento voluntario en una casa réplica, en la calle de
Fuencarral, de la casa-almacén cubana, cuando deciden que los años de
la felicidad individual han de acabarse para permitir la entrada a la
destrucción que pretende construir la felicidad colectiva. Carlos,
marginal en el libro, pero tan necesario para la historia, la que sin
su infatigable labor de negociante sin pretensiones políticas no sería
historia estructurada, sino sólo caos narrativo sin anclaje.
El siglo de las luces es una novela de nombres, de signos que
pretenden significar y –más ilusorio aún– actuar, influir en las vidas
pequeñas y la historia grande. Fraternidad, igualdad y libertad llegan a
significar sus contrarios. La guillotina, que había infundido el
terror, se transforma en el Caribe en un gallinero pacífico. Las
sirvientas negras de Hauguard, dueño de un albergue, se llaman Angesse y
Scholastique, cuando no hay huella ni de ángeles ni de escolares. Al
comienzo está el nombre, pero al nombre se le asigna un significado
cualquiera. Al comienzo de la revolución francesa hay un lema, tres
palabras, y hay un símbolo, la Bastilla. Alrededor de las palabras se
construye una historia que no entiende de lingüística y termina
encarcelando con la libertad, discriminando con la igualdad, odiando
con la fraternidad y elevando al poder a los asesinos de la Bastilla.
Los filósofos que saben de epistemología dicen que el conocimiento se
desarrolla y se crea de derecha a izquierda: hay fenómenos que buscan
nombres que sólo por comodidad se les asignan, dado que de alguna
manera tenemos que hablar de los fenómenos, y parafrasearlos,
circunscribirlos siempre sería muy tedioso.
La historia no sabe de lingüística, ni tampoco de epistemología. El siglo de las luces
escoge al azar unos nombres y construye los fenómenos que no habían
existido antes y nunca existirán. Sólo aparecen fantasmas, sombras de
conceptos inefables y amenazantes. Afortunadamente, aún hay otros
nombres, los que el escritor y sus lectores contemplan asombrados
porque resumen y revelan, comprimen un fenómeno que había existido
desde siempre. Los usamos por comodidad, porque hay que comunicarse,
pero cuando los descubrimos, se nos abre un mundo nuevo. El escritor no
inventa las palabras, sólo las (re)descubre. En este acto informativo
reside su tarea de demiurgo: fija palabras y nombres a conceptos y
fenómenos que siempre ya existen y que no deben ser usados ni por la
historia ni por las ambiciones personales: “…muchas criaturas marinas
recibían nombres que, por fijar una imagen, establecían equívocos
verbales, originando una fantástica zoología de peces-perros,
peces-bueyes, peces-tigres, roncadores, sopladores, voladores,
colirrojos, listados, tatuados, leonados, con las bocas arriba o las
fauces a medio pecho, barrigas-blancas, espadones y pejerreyes…” El
nombre se fija, pero él nunca fija nada: los fenómenos se mueven
libremente en sus mundos, sin que la historia, las ambiciones y ni
siquiera los ideales pretendan decretarlos. Esteban vive su epifanía
cuando contempla un caracol cuya forma de espiral es la historia. Una
forma presente desde milenios cuyo nombre, en un momento, descubre una
idea: la historia siempre se retuerce hacia atrás en un movimiento
elíptico, siempre regresa, pero nunca a un punto de origen.
El siglo de las luces debía titularse originalmente Explosión en una catedral. El cuadro que figura como leitmotiv
en la novela expresa desde lo pictórico la arbitrariedad e
inestabilidad de las letras. Su creador es un nombre sin persona, o un
nombre que individualiza a varias personas de las que sólo una puede
ser el autor de Explosión en una catedral, o ninguna…
Monsu Desiderio es un nombre inventado
probablemente por André Breton, quien redescubrió una serie de pinturas
obscuras en varios sentidos: por su colorido, su temática, su origen y
su posición al margen de un Barroco de opulencia cromática. Breton
descubre un fenómeno y le asigna un nombre: Monsu Desiderio. Este
nombre misterioso incita el interés de los historiadores del arte,
quienes proponen a François de Nomé (nace en 1592) y Didier Barra (dos
años mayor que de De Nomé) como autores reales de estos cuadros poco
comunes. Barra era dueño de un taller, De Nomé su alumno. Sin embargo,
parece ser imposible distinguir la autoría de uno de los dos en cuadros
como Explosión en una catedral. No firman sus obras, estas
obras. Por ende, no se puede descartar la opción de otra figura
responsable de las pinturas. Importan poco tales pesquisas, los objetos
existen y el nombre de Monsu Desiderio basta para que podamos hablar de
ellos, inclusive supera a los otros nombres propuestos: invito a los
lectores al juego de los anagramas que posiblemente participó en el
efímero renacimiento del pintor después del 11 de septiembre de 2001.
Explosión en una catedral podría representar una crisis de fe, muy prematura a comienzos del siglo XVII
si miramos el cuadro con la visión global de la historia de las ideas,
entendible y lógica si tratamos de entenderlo desde la perspectiva de
un individuo un siglo menor que François Rabelais. La muralla de ideas,
creencias, actitudes y normas –el nomos de los sociólogos–
nunca se cierra herméticamente. Hay puertas y ventanas en ella que
permiten la entrada a un mundo a-nómico que sólo individuos, con sus
historias insignificantes, habitan. A veces los individuos son
artistas, escritores o pensadores que logran transmitir la visión
a-nómica a un futuro en cuya construcción ellos mismos participan sin
saberlo. No son los pocos elegidos de los que Mallarmé, Von
Hofmannsthal y D’Annunzio fabulan, los que, desde su aislamiento
estético, crean conscientemente un futuro que jamás se hará presente;
son los anónimos que el azar escogió para que sean visionarios contra
su voluntad, son los Monsu Desiderio.
Una iglesia se derrumba. No sabemos si por un acto
violento o por el insistente trabajo de las décadas. El pintor detiene
la caída de los pilares y estatuas. No sabemos tampoco si la destrucción
será definitiva o sólo parcial, si la construcción del templo quedará
intacta o desaparecerá. Sólo podemos intuir que el edificio
permanecerá: la solidez de una parte de los muros lo indica. Una fe que
parecía eterna se desmorona. Las estatuas sacras dirigen sus miradas
hacia arriba, imploran la ayuda de Dios. De los humanos insertos en la
obra, cuatro están en posturas defensivas: huyen o sencillamente no
saben qué hacer. Dos defienden su fe: con la cruz y una daga. ¿Un acto
inútil ante la potencia de toneladas de piedra? ¿Un acto de locura y
fanatismo? Sin duda, pero un acto que –así lo esperan la fe y la
ambición– podría tener éxito y justificar el sacrificio personal, el
suicidio. Monsu Desiderio, el individuo anónimo clarividente, no
glorifica ni la fe ni la iglesia ni el heroísmo, no condena ni la
cobardía ni la franca vileza ni el cinismo. El pintor sólo –y este
“sólo” implica una valentía admirable– simboliza la inutilidad de
cualquier acto revolucionario y la trágica vulnerabilidad de los seres
humanos frente a los acontecimientos históricos, tan trágica que se
vuelve grotesca. Simboliza la grandeza de Sísifo –a-nómica en el siglo XVII y en el XXI– que consiste en hacer algo a pesar de la certeza del fracaso y la amenaza del castigo.
Sofía y Esteban terminan sus días como seres
a-nómicos en el país de los antiguos usurpadores, en una casa que es el
simulacro de un paraíso perdido, ignorados por casi todos los vecinos,
objetos de la curiosidad morbosa de algunos pocos. Su muerte en la
revuelta del 2 de mayo de 1808 es tan inútil como estúpida: la
posteridad no les va a dar la razón, la historia no va a registrar sus
nombres, la causa por la que mueren, los ideales nobles y sentimientos
hermosos, siempre va a perder. La piedra de Sísifo vuelve a rodar
montaña abajo. Sofía y Esteban corren tras de ella. Se sienten libres e
independientes de cualquier poder mundano o celestial. La piedra los
aplasta. Sísifo vuelve a cargarla sobre sus hombros en El siglo de las luces.
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