Nexos
Élmer Mendoza
Escribo de madrugada, aunque últimamente mi reloj gira bastante desquiciado. Ahora mismo no sé si son las siete de la tarde o las cinco de la mañana. Me hago un té verde, lo bebo sin azúcar y descubro que son las doce del día. Antes de empezar, me gusta leer poemas, ver fotos y tirarle migajas de pan a los chanekes que habitan en mis bugambilias. Me tomo muy en serio, parto de que debo escribir la línea que nunca se ha escrito y de que soy un privilegiado. Enciendo mi laptop. Ahora que soy un escritor que viaja alrededor de seis meses al año me resulta de gran utilidad. Puedo escribir siempre sin importar dónde me encuentre.
La escritura no me produce angustia; tampoco es algo que disfrute al cien. Es como la vida, generalmente divertida mientras puedo inventar una historia e inventarme a mí mismo. Lo que realmente me estimula son las posibilidades del lenguaje, la provocadora hibridez entre lo callejero y el estándar. Cómo puede cambiar una historia, conseguir que se extienda y provocar choques emocionales en los lectores. Me sorprende cómo expresa nuestro perfil cultural. Me agrada que mis lectores encuentren mis historias pretenciosas, que se sientan exigidos, que reconozcan que no pueden desbocarse fácilmente. Me gusta lo que me cuentan. Me complace que digan que un mexicano no puede escribir sobre algo y que luego sonrían cuando advierten que claro que es posible.
Generalmente escribo en tres meses la base anecdótica de mis novelas. Después paso de dos y medio a tres años corrigiendo, eliminando, anticipando, soñando. Hablándome de tú con Dios. Considero que he terminado cuando no puedo meter ni sacar una palabra. Cuando la trama que pensé se manifiesta impecable e imagino al más desgraciado de mis amigos sonriendo con indulgencia. Puedo lograr esto después de seis u once correcciones en que rozo el umbral de la locura. Es cuando Leonor me lleva al desierto de Sonora y me cuenta leyendas de aparecidos y Arturo Pérez-Reverte me llama, lo mismo que Eduardo Antonio Parra y Verónica Flores. Los tres me cuentan historias de alcohólicos, inventores de dijes y futurólogos de gabardina. Cada quien tiene los amigos que se merece, a poco no. Cristina Rivera Garza telefonea mortificada, sólo que conversa con Leonor de modas y perfumes y no hay poder humano que las sustraiga de ese costoso universo. Es cuando me recupero y lo celebramos charlando sobre que debería escribir una historia de sexo donde una señora lee a Harold Bloom, pensando que es Leopold Bloom.
Planeo mis novelas. Proyecto un esquema de capítulos donde anoto lo que pudiera ocurrir. Por lo general lo hago hasta las dos terceras partes, el punto en que una buena novela provoca ansiedad y el lector se siente obligado a adivinar el final; sobre todo cuando la trama es uno de los atractivos. Desde luego, lo que anoto puede ser eliminado en cualquier momento. Ya saben, la primera versión no sirve, pero quien no escribe la primera no desayuna con la segunda. Hago una relación de personajes a quienes busco el nombre cuidadosamente. También organizo listas de palabras que pudiera utilizar. Sin embargo, siempre la imaginación es mi tío Celestino.
Tomo en cuenta la estructura, el lenguaje, el ritmo, el tono, los personajes y la música. Todo lo que me hace sentir novelista. Al principio la música era una vacilada. Con los años y las novelas se ha convertido en un factor acústico para fijar ciertos momentos dentro del discurso. Funciona también para acelerar, para que el lector identifique situaciones a través de sus recuerdos, que podrían, en un momento dado, empatarse con los de algún personaje. No es sencillo musicalizar un beso; inténtenlo y saquen chispas.
Cuando estoy muy cansado o una atmósfera se me sale de control, hago velocidad en bicicleta. Hay en Latebra Joyce un velódromo profesional. Lo construimos para que Lance Armstrong entrenara una vez que nos visitó. Ahora me explico por qué ni desempacó su Madone 6.9. También compro sombreros y acompaño a Leonor a buscar macetas con gerberas y nochebuenas que florecen en abril. Generalmente comemos cerdo, frijoles refritos, asadera oreada, machaca, tortillas de harina y cerveza Pacífico. Luego visitamos el Jardín Botánico de Culiacán. Además de las plantas tropicales y los bambúes, nos entretenemos en el Espacio Escultórico, particularmente en las obras de Gabriel Orozco, Teresa Margolles, Dan Graham y James Turrell. Luego, me dejo atrapar por el hechizo de la escritura y soy idiota y genio al mismo tiempo.
Ser escritor es dominar la ambigüedad sin importar la corbata. Sin embargo, los trucos se reducen a dos: escribir y escribir. Y para los novelistas la primera frase es la clave: “En un lugar de Comala de cuyo nombre María Carlota de Bélgica”. Qué frío, ¿no? Y eso que estoy en Culichi.
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