Mostrando entradas con la etiqueta Andreas Kurz. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Andreas Kurz. Mostrar todas las entradas

domingo, 3 de marzo de 2013

Medio Siglo de las luces

10/Marzo/2013
Jornada Semanal
Andreas Kurz

Una tarjeta de presentación introduce el caos en medio del caos. Un nombre representa para tres individuos un nuevo siglo cuyo comienzo anacrónico es el año 1789. Un nombre genera una novela fina y perfectamente equilibrada, una de las mejores de la madurez literaria latinoamericana: El siglo de las luces, publicada por primera vez en 1962. La tarjeta irrumpe en el cuarto segmento de la novela:
victor hugues
Négociant
à
Port-au-Prince
Irrumpe el francés en el ambiente hispanohablante de la isla de Cuba, irrumpe la estricta regularidad geométrica y gráfica de la tarjeta en el mundo anárquico formado por Sofía y Carlos, los hermanos, y Esteban, el primo, después de la muerte del padre, un comerciante tan rico como aburrido. Irrumpe sobre todo el nombre escrito, el significante por excelencia, en un mundo que había podido existir sin nombres ni significantes porque se desarrollaba sobre los significados. El mundo de Sofía, Esteban y Carlos significaba algo; era una realidad encerrada en un almacén caótico y deliberadamente desordenado. Los jóvenes vivían en medio de mercancías diversas, inútiles o podridas muchas de ellas; tangibles, palpables o degustables todas. Leían libros que expresaban ideas nuevas, ideales hermosos y sentimientos nobles de igualdad, fraternidad y libertad. Los libros eran tangibles y degustables. Libros, objetos puros, mundos redoblados sobre sí mismos. Libros que contenían ideas que eran otros mundos redoblados sobre sí mismos. Esteban, Sofía y Carlos vivían en un paraíso cuya destrucción comienza con la aparición de Victor Hugues, no en balde figura histórica emigrada a un espacio reservado a la imaginación. Un apellido de seis letras se reduce a una realidad fonética de dos sonidos: “yg”. El nombre engaña y aleja a los tres jóvenes de su realidad. Un hombre experimentado, nacido en el centro de la historia del siglo XVIII, engaña y se engaña con ideas nuevas, ideales hermosos y sentimientos nobles de igualdad, fraternidad y libertad. Victor Hugues introduce a Carlos, Esteban y Sofía en la historia y les roba la ingenuidad, los priva de una remota posibilidad de ser felices. El négociant à Port-au-Prince introduce la historia francesa en el mundo caribeño y, con este acto violento, pervierte aún más la inocencia de las ideas nobles que de inocentes cada vez menos tenían después de 1789. Francia se encarga de la decadencia de fraternidad, igualdad y libertad, el Caribe agrega un elemento fanático, cierto atavismo nativo, Victor Hugues aporta la guillotina y la ambición, los ingredientes esenciales de la idiosincrasia dictatorial. Satisfecha la ambición del poderoso, la guillotina cae en desuso. Las ejecuciones sobran cuando los mecanismos nefastos del poder personal y el carisma se imponen.

Escena de El siglo de las luces, adaptado por Humberto Solás para Televisión Cubana
Pero nos adelantamos. Hugues apenas está entrando en la casa-almacén de los tres huérfanos, apenas la historia empieza a tomar su curso previsible, la historia con mayúsculas y las historias individuales, pequeñas e insignificantes, pero las únicas que verdaderamente importan. La historia de Esteban sobre todo, el asmático curado por un médico-curandero, francmasón y culto, quien aplica métodos mágicos donde la medicina académica fracasa. Esteban, el adolescente débil, devorador de libros, quien pretende convertirse en hombre de la acción revolucionaria francesa, y regresa, desengañado y cínico, a la isla de Cuba donde sus hermanos siguen creyendo en fraternidad, igualdad y libertad. La historia de Sofía, la muchacha dedicada a una vida religiosa que no podrá vivir jamás porque su fe sólo tiene un objeto: Victor Hugues, el hombre de los hechos, los sueños realizados, el hombre que forja (y fuerza) la historia, la moldea según sus ideas, planes y ambiciones. Sofía, la que huye de la casa paterna para refugiarse románticamente en los brazos de Victor quien le revela que las ideas y los planes son secundarios, que sólo la ambición cuenta. La historia de Sofía y Esteban, quienes terminan sus existencias el 2 de mayo de 1808 en Madrid, después de un encarcelamiento voluntario en una casa réplica, en la calle de Fuencarral, de la casa-almacén cubana, cuando deciden que los años de la felicidad individual han de acabarse para permitir la entrada a la destrucción que pretende construir la felicidad colectiva. Carlos, marginal en el libro, pero tan necesario para la historia, la que sin su infatigable labor de negociante sin pretensiones políticas no sería historia estructurada, sino sólo caos narrativo sin anclaje.
El siglo de las luces es una novela de nombres, de signos que pretenden significar y –más ilusorio aún– actuar, influir en las vidas pequeñas y la historia grande. Fraternidad, igualdad y libertad llegan a significar sus contrarios. La guillotina, que había infundido el terror, se transforma en el Caribe en un gallinero pacífico. Las sirvientas negras de Hauguard, dueño de un albergue, se llaman Angesse y Scholastique, cuando no hay huella ni de ángeles ni de escolares. Al comienzo está el nombre, pero al nombre se le asigna un significado cualquiera. Al comienzo de la revolución francesa hay un lema, tres palabras, y hay un símbolo, la Bastilla. Alrededor de las palabras se construye una historia que no entiende de lingüística y termina encarcelando con la libertad, discriminando con la igualdad, odiando con la fraternidad y elevando al poder a los asesinos de la Bastilla. Los filósofos que saben de epistemología dicen que el conocimiento se desarrolla y se crea de derecha a izquierda: hay fenómenos que buscan nombres que sólo por comodidad se les asignan, dado que de alguna manera tenemos que hablar de los fenómenos, y parafrasearlos, circunscribirlos siempre sería muy tedioso.
La historia no sabe de lingüística, ni tampoco de epistemología. El siglo de las luces escoge al azar unos nombres y construye los fenómenos que no habían existido antes y nunca existirán. Sólo aparecen fantasmas, sombras de conceptos inefables y amenazantes. Afortunadamente, aún hay otros nombres, los que el escritor y sus lectores contemplan asombrados porque resumen y revelan, comprimen un fenómeno que había existido desde siempre. Los usamos por comodidad, porque hay que comunicarse, pero cuando los descubrimos, se nos abre un mundo nuevo. El escritor no inventa las palabras, sólo las (re)descubre. En este acto informativo reside su tarea de demiurgo: fija palabras y nombres a conceptos y fenómenos que siempre ya existen y que no deben ser usados ni por la historia ni por las ambiciones personales: “…muchas criaturas marinas recibían nombres que, por fijar una imagen, establecían equívocos verbales, originando una fantástica zoología de peces-perros, peces-bueyes, peces-tigres, roncadores, sopladores, voladores, colirrojos, listados, tatuados, leonados, con las bocas arriba o las fauces a medio pecho, barrigas-blancas, espadones y pejerreyes…” El nombre se fija, pero él nunca fija nada: los fenómenos se mueven libremente en sus mundos, sin que la historia, las ambiciones y ni siquiera los ideales pretendan decretarlos. Esteban vive su epifanía cuando contempla un caracol cuya forma de espiral es la historia. Una forma presente desde milenios cuyo nombre, en un momento, descubre una idea: la historia siempre se retuerce hacia atrás en un movimiento elíptico, siempre regresa, pero nunca a un punto de origen.
El siglo de las luces debía titularse originalmente Explosión en una catedral. El cuadro que figura como leitmotiv en la novela expresa desde lo pictórico la arbitrariedad e inestabilidad de las letras. Su creador es un nombre sin persona, o un nombre que individualiza a varias personas de las que sólo una puede ser el autor de Explosión en una catedral, o ninguna…
Monsu Desiderio es un nombre inventado probablemente por André Breton, quien redescubrió una serie de pinturas obscuras en varios sentidos: por su colorido, su temática, su origen y su posición al margen de un Barroco de opulencia cromática. Breton descubre un fenómeno y le asigna un nombre: Monsu Desiderio. Este nombre misterioso incita el interés de los historiadores del arte, quienes proponen a François de Nomé (nace en 1592) y Didier Barra (dos años mayor que de De Nomé) como autores reales de estos cuadros poco comunes. Barra era dueño de un taller, De Nomé su alumno. Sin embargo, parece ser imposible distinguir la autoría de uno de los dos en cuadros como Explosión en una catedral. No firman sus obras, estas obras. Por ende, no se puede descartar la opción de otra figura responsable de las pinturas. Importan poco tales pesquisas, los objetos existen y el nombre de Monsu Desiderio basta para que podamos hablar de ellos, inclusive supera a los otros nombres propuestos: invito a los lectores al juego de los anagramas que posiblemente participó en el efímero renacimiento del pintor después del 11 de septiembre de 2001.
Explosión en una catedral podría representar una crisis de fe, muy prematura a comienzos del siglo XVII si miramos el cuadro con la visión global de la historia de las ideas, entendible y lógica si tratamos de entenderlo desde la perspectiva de un individuo un siglo menor que François Rabelais. La muralla de ideas, creencias, actitudes y normas –el nomos de los sociólogos– nunca se cierra herméticamente. Hay puertas y ventanas en ella que permiten la entrada a un mundo a-nómico que sólo individuos, con sus historias insignificantes, habitan. A veces los individuos son artistas, escritores o pensadores que logran transmitir la visión a-nómica a un futuro en cuya construcción ellos mismos participan sin saberlo. No son los pocos elegidos de los que Mallarmé, Von Hofmannsthal y D’Annunzio fabulan, los que, desde su aislamiento estético, crean conscientemente un futuro que jamás se hará presente; son los anónimos que el azar escogió para que sean visionarios contra su voluntad, son los Monsu Desiderio.
Una iglesia se derrumba. No sabemos si por un acto violento o por el insistente trabajo de las décadas. El pintor detiene la caída de los pilares y estatuas. No sabemos tampoco si la destrucción será definitiva o sólo parcial, si la construcción del templo quedará intacta o desaparecerá. Sólo podemos intuir que el edificio permanecerá: la solidez de una parte de los muros lo indica. Una fe que parecía eterna se desmorona. Las estatuas sacras dirigen sus miradas hacia arriba, imploran la ayuda de Dios. De los humanos insertos en la obra, cuatro están en posturas defensivas: huyen o sencillamente no saben qué hacer. Dos defienden su fe: con la cruz y una daga. ¿Un acto inútil ante la potencia de toneladas de piedra? ¿Un acto de locura y fanatismo? Sin duda, pero un acto que –así lo esperan la fe y la ambición– podría tener éxito y justificar el sacrificio personal, el suicidio. Monsu Desiderio, el individuo anónimo clarividente, no glorifica ni la fe ni la iglesia ni el heroísmo, no condena ni la cobardía ni la franca vileza ni el cinismo. El pintor sólo –y este “sólo” implica una valentía admirable– simboliza la inutilidad de cualquier acto revolucionario y la trágica vulnerabilidad de los seres humanos frente a los acontecimientos históricos, tan trágica que se vuelve grotesca. Simboliza la grandeza de Sísifo –a-nómica en el siglo XVII y en el XXI– que consiste en hacer algo a pesar de la certeza del fracaso y la amenaza del castigo.
Sofía y Esteban terminan sus días como seres a-nómicos en el país de los antiguos usurpadores, en una casa que es el simulacro de un paraíso perdido, ignorados por casi todos los vecinos, objetos de la curiosidad morbosa de algunos pocos. Su muerte en la revuelta del 2 de mayo de 1808 es tan inútil como estúpida: la posteridad no les va a dar la razón, la historia no va a registrar sus nombres, la causa por la que mueren, los ideales nobles y sentimientos hermosos, siempre va a perder. La piedra de Sísifo vuelve a rodar montaña abajo. Sofía y Esteban corren tras de ella. Se sienten libres e independientes de cualquier poder mundano o celestial. La piedra los aplasta. Sísifo vuelve a cargarla sobre sus hombros en El siglo de las luces.


domingo, 8 de julio de 2012

Adalbert Stifter: un Ulises sin atributos en busca del tiempo

8/Julio/2012
Jornada Semanal
Andreas Kurz

Las grandes novelas del siglo XX desesperan a los lectores profesionales y aficionados. Me refiero a las realmente grandes por su influencia, renombre, valor estético y –quizás el factor decisivo– extensión. Me refiero al trío infernal formado por Ulises, de James Joyce, À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, y Der Mann ohne Eigenschaften, de Robert Musil. Cito los títulos en sus idiomas originales para que de antemano quede claro que, para leerlos adecuadamente, habría que manejar a la perfección lingüística por lo menos tres diferentes lenguas.
En realidad son más de tres idiomas. El alemán de Musil se bifurca una y otra vez. Es el alemán de los últimos años de la monarquía austrohúngara: un idioma digno de la grandiosa decadencia del Imperio de Francisco José. Es el alemán de Ulrich y Agathe, los hermanos sin atributos: matizado, simbólico y poético, artificial y tradicional, irónico y matemático. Las necesidades psicológicas y cotidianas de los hermanos generan un lenguaje siempre ad hoc y siempre inefable. Es también el alemán ensayístico de la Viena finisecular: un idioma autodestructivo que cuestiona y niega lo que acaba de afirmar. El idioma que aman y odian los filósofos del Círculo de Viena, al que Wittgenstein ordenará que se calle.
El francés de Proust es la novela y es el protagonista. El tiempo perdido no sólo se refiere al pasado escondido entre las brumas de la memoria de Marcel, sino también al lenguaje perdido del realismo decimonónico, a la ilusión de la mímesis literaria definitivamente destruida por Proust. Si la novela realmente pretende “reflejar” algo, la ridiculez es inevitable. Lo sabe Roland Barthes: traten de seguir las instrucciones balzacianas para abrir una puerta. Algunos moretones no podrán evitarse. Lo único que una novela copia es un subtexto invisible y tan ficticio como el texto principal. En el caso de Proust este subtexto es el lenguaje mismo.
Joyce destruye el lenguaje y de antemano destierra el sueño mimético de su grandiosa e indigerible construcción. No sólo destruye el inglés de comienzos del siglo XX mediante tergiversaciones y agramaticalidades, sino pretende –indeed– ahorcar la lengua verbal como tal: su arrogante linealidad, su decepcionante base en un convenio entre millones de hablantes anónimos que no han formulado ni conocen sus términos. Me acuerdo de un examen profesional en el que el candidato –hoy promesa literaria poblana– afirmó que Finnegans Wake, la ilegible radicalización de Ulises, está escrito en gaélico (¿o irlandés?). Joyce murió una segunda vez en ese examen. Su obra se resiste a la verbalización y decodificación, es un idioma sin país.
Leer las tres novelas no es placentero; escribir sobre ellas es absurdo y grotescamente ambicioso; la afirmación de haberlas entendido una mentira descabellada; la exigencia de leerlas muchas veces para acercarse a la comprensión, irrealizable, sádica y bastante trillada, como la de leer por lo menos una vez al año el Quijote. Para decir algo que valga la pena sobre el trío infernal hay que dedicar toda una vida a la lectura de Ulises, En busca…, y El hombre sin atributos, hay que ser un especialista aferrado, el que posiblemente sepa, pero complica tanto las cosas que necesitará a otro exégeta para que explique la exégesis. Un círculo vicioso, sin duda, un círculo que aclara la paradoja de que las novelas más elogiadas del siglo XX sean las menos leídas y las siempre odiadas por estudiantes y profesores de letras. Un círculo vicioso que también desenmascara a los creadores de cánones cuyos criterios principales son la complejidad y el hermetismo de los textos que afirman, más que el valor de las obras, la superioridad intelectual de los canonizadores, y garantizan que su elitismo cultural permanezca impermeable.
He leído las obras y su lectura equivalió a sufrimiento y frustración. No he releído ninguna, excepto los pasajes paródicos de El hombre sin atributos, y dudo de que antes de cumplir los ochenta me ponga a la relectura. Sobra decir que no entiendo ni a Proust ni a Joyce ni a mi paisano Musil. Sin embargo, me propuse escribir sobre ellos. Hay tres explicaciones: 1. Soy impresionantemente ambicioso. 2. No encuentro otro tema. 3. Acabo de leer una novela decimonónica extensa que aparentemente no tiene nada que ver con las tres obras maestras del siglo XX y por eso me remitió a ellas. ¡Ya no más paradojas! Procuro explicar.
La novela en cuestión consta de 836 páginas, cada una de treinta y cinco renglones. Si calculo ocho palabras por renglón (se trata de palabras alemanas, pueden ser largas), obtengo como resultado final unas 234 mil palabras. Es decir: las páginas de Der Nachsommer (Verano tardío), de Adalbert Stifter (1805-1868) compiten con las escritas por Joyce, Musil y Proust.
La lectura de una novela extensa genera un mecanismo perceptivo comparable al principio estructural de La montaña mágica (otro ladrillo interminable): al comienzo la cantidad de páginas vírgenes agobia, el final sólo se vislumbra en medio de una bruma mítica. Pero en el transcurso de los días el ojo lector parece acelerar, la cabeza ya no sigue las líneas a la manera de un espectador de un partido de tenis, sino se acerca a la velocidad-testa de un enfrentamiento de ping pong. Hans Castorp vive tres semanas en 250 páginas, siete años en quinientas. Una novela larga anula el tiempo regular y restablece los derechos de una percepción temporal mítica que permite al lector vivir dentro de un vacío cronológico que el tic tac del reloj llena despiadadamente al final de la última página (la 836 en el caso de Stifter).
La anarquía lingüística de Joyce, la manía detallista de Proust, la acumulación de disparates practicada por Musil y el furor mimético de Stifter logran el mismo efecto. Sorprende más, sin embargo, que la novela decimonónica comparta también la reducción de la trama con las tres obras maestras del siglo XX. ¿De qué trata Verano tardío? Pregunta vana, superflua, muletilla de maestros de literatura, tautología innecesaria: el Ulises narra la historia de Ulises, La búsqueda… la de una búsqueda y El hombre sin atributos es una novela sin atributos. Verano tardío trata del verano tardío, de la época del año, en los países con un ciclo estacional marcado, que aún no hace temblar de frío y ya no sudar de calor, la época todavía lejos de vejez y muerte, aunque las señales ya están presentes; en la novela, una época de felicidad y equilibrio vital. La obra describe esta época y nada más. Hay un protagonista que cada año viaja entre la ciudad (Viena) y el campo (los Alpes austríacos). Se educa, aprende, observa, su gusto estético se refina al lado de un maestro que goza de su verano tardío. El protagonista prepara y halla su propia felicidad sin que tenga que pasar por las tragedias que la dicha del maestro esconde en el pasado. No pasa nada, no hay acción, ni sorpresas narrativas. El protagonista encuentra a su mujer ideal (la protegida de su maestro e hija de su amor juvenil), se casa con ella y vivirán una vida armoniosa sin irrupciones pasionales, dedicada a la utilidad social que sólo se logra mediante la satisfacción individual. El verano tardío será la apoteosis de esas existencias en paz consigo y la historia, les permitirá vivir el placer puro. Que nadie piense mal: el placer en Stifter no tiene nada que ver con el erotismo; su placer es la contemplación profunda y desinteresada, una vida estética que se convierte en obra de arte; una vida, sin embargo, útil y consciente de la historia, porque pretende convencer sutilmente a los demás de los resultados valiosos de la contemplación, pretende educar en el sentido más dócil de la palabra.
La copia como arte
Quizás el verdadero tema de la novela sea una mímesis potenciada. Stifter dedica cientos de páginas a la descripción de edificios, jardines, paisajes y obras de arte. Dedica otro tanto a la descripción de las copias de edificios, paisajes y obras de arte. El maestro opera un taller en el que procura resucitar lo viejo: griego, clásico y alemán medieval. Se acumulan réplicas minuciosas y dibujos detallistas de iglesias enteras, altares, estatuas, cuadros y muebles contemplados anteriormente en la comarca. En el taller se repara lo viejo, objetos demasiado dañados se reconstruyen. Poco se crea y siempre en aras de un respeto inquebrantable frente a la tradición, intentando al mismo tiempo armar un entorno adecuado para lo viejo nuevo y para que no aparezca el fantasma de una ruptura con la armonía. Copias de copias, mímesis de la mímesis: a Barthes le hubiera gustado Verano tardío.
Copia es también la vida del protagonista: repetirá las existencias del maestro y de su propio padre, pero mejoradas, sobre todo sin la tragedia amorosa del primero y sin la necesidad del segundo de ganarse la vida con un negocio que muy en el fondo detesta, aunque elogie su gran utilidad social.
La historia parece estar ausente en la novela de Stifter. Se asoma, sin embargo, gracias a la conciencia del narrador de que el idilio sólo es posible si hay dinero y una educación eficaz. Los negocios, por ende, no se desprecian: son una herramienta algo fea para labrar un objeto hermoso. La política no se rechaza: si hombres aptos la practican, da el respaldo imprescindible para esas existencias desapasionadas y dedicadas a la paulatina perfección individual. En otras palabras: narrador y lector siempre saben que se encuentran ante una utopía irrealizable, ante una ficción herméticamente cerrada en la que la realidad sólo tiene permiso de acceso si apoya la prosperidad del taller. Cualquier intromisión nefasta se encierra en el pasado superado o, simplemente, es inconcebible. Más que el diagnóstico de cáncer, este hermetismo ficticio podría ser el móvil para el suicidio de Stifter.
Verano tardío, para asegurar la posición privilegiada de sus personajes, tiene que encarcelar el tiempo. Una técnica tan nimia como eficiente es el uso agramatical de la coma, su no uso. Enumeraciones de hasta diez elementos renuncian a la “y” copulativa y a la separación gráfica. Un ejemplo moderado: “las características de cabras borregos vacas…”. Surge un animal mitológico, la presencia simultánea de tres criaturas observadas en lugares y épocas distantes.
Antes de la boda, el protagonista lleva a cabo un viaje pedagógico por varios países. Stifter narra este viaje en poco más de una página: dos años reducidos a unas trescientas palabras. Insisto: dos años de ausencia, separación de los amantes. El reencuentro es parco: un abrazo tímido, unas palabras sencillas que reafirman el pacto. Narrar, por otro lado, el perfeccionamiento de la mirada artística del protagonista requiere todo un largo capítulo. El tiempo no cuenta: dos años no son nada, la revelación estética de un momento es una eternidad.
El exceso de mímesis en Stifter produce un efecto paradójico; y creo que el autor austríaco había buscado este efecto deliberadamente: construye una escenografía cerrada mediante la reproducción de la mímesis, una tautología perfecta que acerca la novela decimonónica a los grandes proyectos narrativos del siglo XX. Proust encierra el tiempo y el discurrir histórico en un salón de fiestas; Joyce en un día cualquiera de la ciudad de Dublín, Musil en el nunc stans de los últimos meses de la monarquía K y K (Kakania, kaiserlich und königlich: imperial y real). Los tres copian textos preexistentes, nunca la realidad, ni siquiera uno de sus fragmentos históricos; copian lenguaje y así aseguran la impenetrabilidad del espacio literario. Son novelas innovadoras, revolucionarias, piezas obligatorias dentro del canon, enigmáticas a veces, ilegibles otras. Sin embargo, siguen siendo literatura que opera de la misma manera que una novela escrita en el siglo realista por un autor sólo localmente conocido. Es decir: literatura que escoge una partícula de un gran texto dado de antemano y le da la forma tentadora de un contra-mundo. Nihil novi…, pero sí mucha complicación fascinante.

domingo, 18 de julio de 2010

Roland Barthes, lector

18/Julio/2010
La Jornada Semanal
Andreas Kurz

Los críticos literarios franceses no leen. Parafraseo esta afirmación categórica que figura en uno de los ensayos que conforman el libro Resistencia a la teoría, del teórico Paul de Man cuyo idioma materno –uno entre varios– es el francés. De Man exceptúa a Jacques Derrida. Éste sí lee: a Rousseau y a Lévi-Strauss. Los lee y luego los desconstruye. Los otros no leen: Foucault, Blanchot, Bataille y, por supuesto, Roland Barthes. ¿Qué hace un crítico literario si no lee, ni desconstruye? Una respuesta muy trillada es: se muere. Barthes murió el 25 de marzo de 1980 en París porque no leyó un signo de tránsito. Lo leyó mal. Pero leer mal y no leer son cosas diferentes. ¿Entonces Barthes sí leyó, pero sus lecturas no valen? Quizás sí valen, pero son muy peligrosas. Matan. No matan, sino suicidan. Entonces no son tan peligrosas porque sólo afectan al lector. Según Paul de Man, Barthes no era lector porque nunca hablaba de sus lecturas, sino a partir de ellas de mil y una cosas que no tienen nada que ver con la literatura. La lectura no lo mató. ¡Que viva Barthes!

La lectura muchas veces lo habrá acercado a la muerte, porque Barthes era un buen lector, aunque no el close reader que De Man hubiera podido adorar, con el que hubiera podido formar la academia estadunidense que idolatra a Derrida.

Barthes era un lector arraigado en el mundo, un lector como Bertolt Brecht lo había exigido. Brecht era el escritor que el crítico Barthes había buscado. Barthes necesitaba a Brecht. El más francés de todos los críticos franceses encontró a su doppelgänger en Alemania. Brecht murió en 1956, pocos años después de sus primeros éxitos –de escándalo casi siempre– en los escenarios franceses. Barthes escribe verdaderos himnos sobre las representaciones de la Madre Coraje, los conceptos teóricos del dramaturgo, su empleo de los efectos de distanciamiento, etcétera. Es poco probable que el crítico y el hombre de la práctica teatral se conocieran. Si se hubieran encontrado –en los pasillos de algún teatro parisino, la universidad, alguna recepción diplomática–, el encuentro posiblemente habría sido desastroso para ambos.

Admiro a usted, Monsieur Brecht. Usted da un lugar a la literatura, le da cuerpo porque la separa de la ilusión, de la mimesis. Yo quiero que el lector de literatura sea como los espectadores de su teatro: consciente del engaño, siempre atento y siempre capaz de cambiar el mundo, por lo menos su mundo, a raíz de una lectura. El lector debe buscar la distancia, evitar el texto, evitar la evasión para evadirse hacia el mundo. Blanchot busca el espacio literario. Usted, monsieur Brecht, lo ha encontrado. El espacio literario donde se encuentran la muerte y la vida, donde se aniquila el tiempo para que otro tiempo pueda surgir, este espacio está en sus obras, mon cher Brecht.

El dramaturgo había nacido en Augsburgo, ciudad bávara. Los años en Munich, el exilio en Dinamarca y Estados Unidos, finalmente la década final en Berlín no habrá pulido su acento pesado. No creo que Barthes hubiera percibido su francés como delicia acústica. Menos creo que Brecht le hubiera contestado con finuras teóricas o ideológicas. Me imagino, al contrario, una respuesta cortante rayana en grosera que no escondería el desprecio de Brecht ante esas manifestaciones de un muy elegante y muy instruido intelectualismo burgués. Lo sabemos gracias a Hoffmann: hallar al doppelgänger no suele ser placentero.

El alemán era un hombre de la práctica; hasta sus escritos teóricos pueden leerse como instrucciones para actores, directores y escenógrafos. Brecht realmente quería cambiar el mundo mediante la literatura que sólo puede ser una herramienta, nunca un fin en sí mismo. Barthes era un hombre de la teoría, su mundo coincidía con la literatura: textos, signos, y fuera de los textos más signos. La política: un signo. La historia, la ideología, la fama: puros signos. Signos que actúan, que influyen en lo cotidiano, signos que construyen el mundo. Signos que construyen la literatura y ésta construye los signos: un círculo vicioso, un espacio herméticamente cerrado del que nadie escapa, que nada tiene que ver con los textos abiertos de Brecht que procuran infiltrarse en la realidad, para que, desde su interior, surja la vaga posibilidad de un cambio, una transformación del mundo. El único mundo que, con Barthes, se transforma es la literatura misma, son los signos que han perdido sus significados. Si Derrida dice que nunca los han tenido, que la literatura, el lenguaje en general son tanteos hacia la “huella” que no es y sí es, la página en blanco de Mallarmé, el significante puro que es todos los significados, la huella que sólo en la muerte se manifestará, entonces Barthes le contesta –fino, pero en el fondo más grosero que el rústico Brecht– que se equivoca: la literatura en sí es la huella y se manifiesta con cada lectura, la literatura significa y el crítico es capaz de revelar los significados.

Barthes nos sumerge en un juego desesperado y desesperante. Los signos forman un mundo, pero nunca nos dice si son el mundo o su mundo. El crítico, profeta y sacerdote del dios autor y, como tal, pieza más poderosa en el juego, nos revela significado y mecanismo de los signos. Estas revelaciones, sin embargo, son –ellas mismas– textos maravillosos, literatura pulida y cercana a la perfección. ¿Quién nos revela el significado de las revelaciones? ¿Otro crítico, el mismo Barthes? Nos encontramos ante una paradoja y, no cabe duda, Barthes la construye deliberadamente. El francés no puede creer en el poder contestatario de la literatura practicada por Brecht, pero sí cree en el poder del exégeta. El autor de Madre Coraje pretende que su obra cambie el mundo de los espectadores; el autor de los Ensayos críticos está convencido de que antes se necesita a un crítico quien diga al público que Brecht pretende mediante Madre Coraje cambiar sus actitudes e idiosincrasias.

Sin profeta no hay Mahoma, sin Barthes no hay Brecht en Francia, no hay Robbe Grillet en general, no hay Flaubert en el siglo xx, quizás ni siquiera hay Lévi-Strauss. El profeta, en este caso, busca a sus dioses. Brecht y Robbe Grillet son los dioses mayores de la modernidad, Flaubert el del siglo xix. Hay muchos dioses menores y aún más ídolos falsos en la cosmogonía de Roland Barthes. De todos modos, los dioses poco importan, sus dichos apenas en boca de su intermediario forman la religión.

Barthes inventó y confesaba varias religiones: estructuralismo, postestructuralismo, semiología, historicismo, biografismo, antropología lingüística, mitología, etcétera. El crítico busca un lenguaje que pueda expresar la literatura, un metalenguaje que nos permita hablar de un fenómeno basado en el lenguaje. Se trata, no cabe duda, de otro círculo vicioso, dado que cualquier metalenguaje –hasta los de la lógica formal– desarrolla una gramática propia que inevitablemente evoluciona, es decir, se vuelve histórica y deja de ser la herramienta neutra y exacta deseada por la teoría literaria. Barthes lo sabe y confiesa en entrevistas y encuestas que él es un políglota que maneja varios idiomas críticos a la vez. No aplica un método para analizar un libro, sino busca un libro para aplicarlo a un método, adecuarlo, moldearlo en una estructura que vuelva tangible y legible el texto. Barthes debe cerrar los oídos ante los veredictos de Foucault y Derrida acerca de la literatura: cada autor, clásico o moderno, inscribe un sentido en su obra. Que este sentido se independice del autor y sea variable en el transcurso de las décadas y modas, poco importa. No es lícito deconstruir un texto y tratar de retroceder a la huella originaria. No se puede practicar un bricolaje al revés, es decir, fraccionar la obra y exponer aleatoriamente las partes con el objetivo de volver a armar el texto, esta vez el verdadero que, se entiende, debe ser fraccionado otra y otra y otra vez. De esta manera el sentido se esfuma y la literatura se convierte en un fenómeno intangible y, definitivamente, en una nueva metafísica, como metafísica son las disquisiciones de Derrida, Bataille y Blanchot. Pero metafísica no puede, ni debe, ser la literatura, y Barthes insiste en ello con la necedad del convencido. La metafísica da respuestas y tranquiliza, la literatura formula preguntas que el texto contesta, mas sólo para transformar inmediatamente estas respuestas en preguntas nuevas. La literatura, por ende, incomoda y rehuye la tranquilidad existencial. Para mantener este potencial, tiene que ser tangible; el crítico (Barthes) ha de volverla tangible, exponerla en toda su corporalidad. No cabe duda: se trata de un espectáculo erótico, pornográfico en ocasiones.

Barthes vende su alma a las obras y teorías que puedan otorgar esta visibilidad a los textos, pero tiene que ignorar el hecho de la autoreferencialidad del signo y de la literatura. Este Barthes debería caer bien a Paul de Man quien está convencido del objeto literatura: si un texto no es objeto, ¿qué nos queda? Sin embargo, el belga nunca se sale del libro, Barthes sí lo hace y tergiversa alegremente ficción y realidad. Venera a Brecht, pero no puede aceptar que únicamente entiende los postulados teóricos del alemán, no sus objetivos ideológicos y pedagógicos. Eleva el Kafka, de Marthe Robert al rango de una Biblia porque le revela la importancia del término “técnica” para la exégesis literaria. La técnica es la esencia de la obra, su último significado, incuestionable e inseparable, su cuerpo. Celebra una cesura epistemológica, pero no se da cuenta de que también la técnica es un signo autoreferencial, arbitrario e inefable como todos los signos. Promueve a Robbe Grillet porque piensa que su nueva novela logra construir objetos puros, significados limpios sin ninguna carga connotativa estorbosa. Olvida que tales objetos aparecen sólo un instante para, en el instante, ser absorbidos por la historia evasiva de su signo. Explora minuciosamente las biografías de Racine y Flaubert –y no desdeña el chisme–, datos duros que deben explicar la obra, para, en otro lugar, anatematizar la figura histórica del autor. Racine y Flaubert a la búsqueda de un método, y el método se llama biografismo. Robbe Grillet y Brecht rogando por una exégesis, y la exégesis es estructuralista e ideológica. “Sarrazine” esperando una explicación, y Barthes ex-plica: frase por frase, sema por sema. Quizás la razón para esta heterogeneidad de los análisis barthianos se encuentre al comienzo de El grado cero de la escritura, ensayo iniciático en la obra del crítico. Cada acto de habla, cada intento de escritura, argumenta Barthes, es una trasgresión, un intento de alcanzar el lenguaje (langue) que, por antonomasia, es inalcanzable. El que quiere transgredir, romper una norma, de antemano acepta la existencia de la norma. Si realmente la aniquilara, ya no tendría razón de ser.

Escudriñar en la naturaleza del lenguaje es el tabú definitivo para escritores y críticos, un tabú que Derrida y Blanchot trataban de romper. Pagaron un precio alto: la casi ilegibilidad de sus libros. Barthes, al contrario, siempre es legible, hasta cuando pretende ser metafísico. Se acerca a los signos, no al lenguaje. Los signos son descifrables, aunque de vez en cuando su significado ha de adaptarse a un entorno cambiante que el lenguaje arma. Puede ser que el striptease 2010 signifique otra cosa que el de 1960. Se puede descifrar y describir el nuevo significado, sin tocar el tabú, sin intentar la definición del lenguaje que produce el fenómeno. Barthes sabe que sus explicaciones son efímeras, preguntas a manera de respuestas, crítica que es literatura, la novela que Barthes nunca escribió.

domingo, 6 de diciembre de 2009

La ciudad letrada y la esquizofrenia intelectual

6 de diciembre de 2009
Suplemento la Jornada
Andreas Kurz

La editorial española Fineo publicó una nueva edición de La ciudad letrada, de Ángel Rama: una empresa necesaria y elogiable. Es mítica la queja acerca de las escasas difusión y distribución del último ensayo del gran crítico uruguayo. Es inexplicable la resistencia de los editores españoles y latinoamericanos ante este libro importante. Sería fácil proponer una explicación basada en alguna teoría de la conspiración. La derecha, la izquierda ortodoxa, la nueva izquierda, las fuerzas oscuras del catolicismo, la cofradía de los intelectuales mafiosos protegidos por el Estado se oponen a una publicación desde sus recintos secretos porque temen por su seguridad existencial. Argumentos irracionales… Las teorías conspirativas no explican nada, excepto a sí mismas. A lo mejor contienen algo de realismo, ya que grupos de interés, mafias intelectuales y sociales, torres de marfil lujosas existen, pero son solamente parte de un fenómeno que, usando los términos de Rama, debe llamarse ciudad letrada o ciudad escrituraria, o también: esquizofrenia del intelectual latinoamericano, (auto)engaño de escritores, pensadores, periodistas, ensayistas, etcétera, en el subcontinente a lo largo de quinientos años.

Un simposio organizado en Guanajuato y San Luis Potosí con motivo de la reaparición de La ciudad letrada se tituló precisamente Escritura y esquizofrenia. Este pequeño encuentro de académicos ejemplifica claramente lo neurótico de la situación del intelectual a comienzos del siglo xxi . Por varias razones: 1. A nadie le interesan las quejas de los intelectuales, excepto a ellos mismos. 2. La academia sigue encapsulando al intelectual, lo protege, pero, al mismo tiempo, impide que sus propuestas y críticas justificadas salgan de la cápsula universitaria. 3. Los intelectuales saben –sabemos– que, en medio de nuestra impotencia, somos ridículos, pero seguimos insistiendo en la influencia que deberíamos ejercer, en lugar de reírnos de nuestra propia ridiculez y así influir en escuchas, alumnos, colegas y lectores. 4. Solemos confundir la burla y la autoironía con el cinismo, y el cinismo es atacado como amoral, una estrategia contraproducente y destructiva. 5. De nueve intelectuales que participaron en el simposio, la mayoría prefirió permanecer dentro del closet académico. Algunos practicaron un outing peligrosamente cercano a la actitud anti realista del ¡hay que cambiar el mundo! que no quiere darse cuenta de la existencia de dialécticas de diferentes matices, ni del pensamiento crítico al estilo de Russell y Popper. Ninguna de las dos actitudes habría convencido a Rama. Menos –creo– la que se pone el disfraz empolvado de un idealismo político mesiánico que siempre apoya a los débiles y mártires, cuya imagen del mundo sigue siendo maniquea, la que no se molesta con matices, sino se cree poseedora de la verdad, afortunadamente la posición minoritaria en el encuentro. En otras palabras: el trabajo fino y culto de Rama no debería usarse para ponerle la etiqueta de un idealismo dogmático cuyas buenas intenciones y nobles objetivos llevan al lugar preciso que suele ser su destino final. Rama merece un trato más modesto. La ciudad letrada ofrece lecciones mejores para los intelectuales del siglo xxi , no importa si éstos son académicos, independientes, liberales, marxistas, conservadores, libres, vendidos, lambiscones o rebeldes.

El prólogo a la nueva edición refleja esperanzas desmesuradas ante el ensayo. Eduardo Subirats y Erna von der Walde, después de trazar la imagen de un Rama mártir de las circunstancias políticas en América Latina y de la burocracia xenófoba estadunidense, recomiendan La ciudad letrada como antídoto contra “la traición de los intelectuales”, que consiste en su “connivencia, cooperación y cooptación […] con y por el poder político, y las subsiguientes dificultades de generar un proyecto político de justicia, igualdad y respeto de las culturas y los pueblos”. Subirats y Von der Walde reconocen que Rama no cae en la trampa del discurso intelectual autorreferente, que, al contrario, es muy sensible a las verdaderas lecciones de la historia que no suelen encontrarse en libros y citas eruditas, sino en la realidad real. El término que acabo de citar es de Tzvetan Todorov… Sin embargo, “un proyecto político de justicia, igualdad y respeto” no se prepara con mil ensayos al estilo de La ciudad letrada, ni los intelectuales serán menos traidores gracias a su lectura, ni todos los hombres se volvieron hermanos después de Schiller y Beethoven.

Posiblemente la fama de texto legendario y contestatario que el grupo reducido de sus conocedores impuso a La ciudad letrada ha generado estas esperanzas. Mis profesores en Viena y México solían hablar de un ensayo decisivo y brillante que todos deberíamos conocer si existiera en las bibliotecas, del que de vez en cuando circulaba un ejemplar foto-copiado que, un día después, se reportó como perdido, extraviado, robado, probablemente destruido por las fuerzas del mal. Más irracionalidades, dado que cualquier biblioteca europea o americana bien surtida posee un ejemplar de La ciudad letrada; muchas librerías siguen vendiéndola y amazon.com la ofrece actualmente por 22 dólares, algo caro, pero ahí está a pesar de mis profesores y colegas mitómanos. El mito envuelve la vida material del libro, los comentarios, que garantizan su vida espiritual, no son menos míticos, y hacen olvidar fácilmente que se trata de comentarios escritos sobre un libro que es igualmente un comentario de un corpus muy exten so de otros libros que, algunos de ellos, son comentarios de otros, etcétera. No puedo reprimir en mi mente una frase de Baudelaire: “El imitador del imitador encuentra a sus imitadores.”

Deberíamos preguntar en qué consiste la traición del intelectual. La respuesta parece fácil, algunos ejemplos al azar la ilustran: D'Annunzio fascista, Leopoldo Lugones ídem, Gottfried Benn miembro del partido nazi, Heimito von Doderer ídem, Günter Grass quién sabe, Céline ¡cuidado! Además: el ejército de los marxistas oportunos y ortodoxos y los vendidos . Y los becarios de fonca y Conaculta y los miembros del SNI y… La respuesta no es nada fácil.

Generalizar una serie de fenómenos que a veces responden a necesidades vitales o a cuestiones de supervivencia bajo el rubro de traición me parece precipitado. Quizás Brecht se acerca más a una respuesta en su poema “Con el alma en un hilo”: “Dices:/ La causa de la justicia no avanza hacia buen fin./ La oscuridad aumenta. Las fuerzas disminuyen./ Ahora, después de tantos años de lucha,/ estamos peor que cuando comenzamos./ […] Cada vez somos menos;/ las consignas son confusas./ Nos robaron las palabras y las han retorcido/ hasta volverlas irreconocibles.” El dramaturgo marxista Brecht alude en este poema, entre otros, a los pensadores marxistas de la escuela de Frankfurt, así como al teórico marxista Georg Lukács precisamente en su papel de intelectuales que “nos robaron las palabras y las han retorcido”. El “nos” colectivo y la práctica teatral de Brecht pueden ser insertados en un pensamiento de la actuación, que no es pensamiento puro, que tampoco es acción política ideologizada, que –tan difícil y tan fácil a la vez– es el discurso crítico que acompaña y controla el quehacer político y social, que, en un caso ideal, molesta e interroga a los que tienen el poder de tomar decisiones que nos afectan a todos. El intelecto narra sin pretensión de cambiar o dirigir los actos históricos o individuales. A más no debería aspirar. Sabemos por lecciones históricas que el intelectual, cuando él mismo quiere ser poderoso, involucrarse con el poder político, suele ser deplorable. Los ejemplos citados son suficientes para subrayar la dimensión de su fracaso y de sus equivocaciones en la esfera política. Brecht, a la postre, comete los mismos errores, dado que su teatro épico sí pretende cambiar la vida de los espectadores, aunque, por lo menos durante la primera época de su producción, aún pregunta al público si realmente quiere ser cambiado… Me temo que los intelectuales que pretenden formular un mundo políticamente correcto no pregunten si éste quiere –o puede– ser correcto.

El esquema esbozado es fatalista. Ángel Rama abre, aunque modestamente, las perspectivas. Traza, con la ayuda de un aparato crítico admirable, el surgimiento y desarrollo de la ciudad letrada de alfabetizados, escribanos, cultos, doctos, artistas, administradores en América Latina, intelectuales todos ellos. Este círculo alrededor de los centros de poder coloniales construye una realidad sin referente, una escritura nueva que podría realizar las utopías fracasadas en Europa que, de esta manera, aterrizan en América sobre una base ilusoria de papel y tinta.

El siglo xix mexicano ilustra este proceso de manera clara. A partir de la independencia política del país se acumulan los intentos, en revistas y periódi cos, de proclamar una literatura nacional. Los neoclásicos , los primeros grupos románticos y la generación de Altamirano tienen el mismo objetivo: han de existir las letras mexicanas. Pero hace falta más: las letras mexicanas deben ser diferentes de las francesas, españolas, inglesas y, finalmente, deben ser las herederas de las letras grecolatinas. Propósito titánico si lo hay. La humanidad entera se dará una cita nueva en América Latina, preferentemente en México. Escribe Justo Sierra en 1869: “Mañana quizás deba inaugurarse esa gran civilización que dará una sola alma á la humanidad.” El mismo año, en el último número de El Renacimiento , Altamirano proclama orgullosamente que ya existen las letras nacionales, que “el movimiento literario que se nota por todas partes es verdaderamente inaudito…”. Treinta años antes, Ignacio Rodríguez Galván había justificado la edición de su revista literaria con el argumento de que “no hay hombre, por infeliz que sea, que no tenga su pequeña biblioteca, y la lea, y la relea, y la devore con ansiedad”.

E l autoengaño es obvio, tanto en el universalismo humanístico de Justo Sierra, como en la convicción de que hay una literatura mexicana independiente de la europea, como en el ideal de un país de lectores ansiosos de textos literarios. No menos obvio es el engaño: la construcción por parte de los intelectuales –deliberada o no, da igual– de una realidad no existente, mejor dicho: la transformación del signo en realidad. La ciudad letrada protege así al poder real, impide el surgimiento de movimientos contestatarios y el intelectual latinoamericano, a más tardar a partir del siglo xix , no sólo se ensucia las neuronas, sino también las manos.

El autoengaño se institucionaliza a partir de la segunda mitad del siglo xx , cuando el pacto entre ciudad letrada y poder real se desequilibra a favor de éste y, tristemente, la mayoría de los intelectuales ni siquiera se percata de la ruptura unilateral. Los intelectuales, del tipo humanístico-artístico sobre todo, se pierden entonces gustosamente en el laberinto de signos sin referentes creado por ellos mismos. Karl Popper había ilustrado este mecanismo mediante la enseñanza de la filosofía en escuelas y universidades. Los estudiantes leen las obras de los grandes filósofos, tratan de entender sus sutilezas, se apropian su jerga técnica. Algunos lo logran, se vuelven verdaderos aficionados, otros se rinden. Algunos creen en el discurso filosófico, lo prolongan con sus propias aportaciones. Mas tarde o temprano concluyen con Wittgenstein que se trata de “mucho ruido por nada”, de “un conjunto de cosas sin sentido”; Popper describe así la epifanía intelectual que consiste en la revelación del autoengaño, de la futilidad, de lo anticientífico y de la inutilidad del discurso intelectual. La ciudad letrada puede ser –y sería mucho– una etapa en el camino que termina y recomienza con esta revelación.

Ángel Rama sabe que esta desilusión encierra una gran posibilidad, ya que devuelve cierta independencia al intelectual, aunque sea una independencia cínica; le da la posibilidad de reformular su propio discurso y darse cuenta de que éste podría reflejar problemas reales y, en lugar de buscar el pacto con el poder, demostrar “los peligros inherentes a todas las formas del poder y de la autoridad”