Jornada Semanal
Négociant
à
Port-au-Prince
Escena de El siglo de las luces, adaptado por Humberto Solás para Televisión Cubana
Los críticos literarios franceses no leen. Parafraseo esta afirmación categórica que figura en uno de los ensayos que conforman el libro Resistencia a la teoría, del teórico Paul de Man cuyo idioma materno –uno entre varios– es el francés. De Man exceptúa a Jacques Derrida. Éste sí lee: a Rousseau y a Lévi-Strauss. Los lee y luego los desconstruye. Los otros no leen: Foucault, Blanchot, Bataille y, por supuesto, Roland Barthes. ¿Qué hace un crítico literario si no lee, ni desconstruye? Una respuesta muy trillada es: se muere. Barthes murió el 25 de marzo de 1980 en París porque no leyó un signo de tránsito. Lo leyó mal. Pero leer mal y no leer son cosas diferentes. ¿Entonces Barthes sí leyó, pero sus lecturas no valen? Quizás sí valen, pero son muy peligrosas. Matan. No matan, sino suicidan. Entonces no son tan peligrosas porque sólo afectan al lector. Según Paul de Man, Barthes no era lector porque nunca hablaba de sus lecturas, sino a partir de ellas de mil y una cosas que no tienen nada que ver con la literatura. La lectura no lo mató. ¡Que viva Barthes!
La lectura muchas veces lo habrá acercado a la muerte, porque Barthes era un buen lector, aunque no el close reader que De Man hubiera podido adorar, con el que hubiera podido formar la academia estadunidense que idolatra a Derrida.
Barthes era un lector arraigado en el mundo, un lector como Bertolt Brecht lo había exigido. Brecht era el escritor que el crítico Barthes había buscado. Barthes necesitaba a Brecht. El más francés de todos los críticos franceses encontró a su doppelgänger en Alemania. Brecht murió en 1956, pocos años después de sus primeros éxitos –de escándalo casi siempre– en los escenarios franceses. Barthes escribe verdaderos himnos sobre las representaciones de la Madre Coraje, los conceptos teóricos del dramaturgo, su empleo de los efectos de distanciamiento, etcétera. Es poco probable que el crítico y el hombre de la práctica teatral se conocieran. Si se hubieran encontrado –en los pasillos de algún teatro parisino, la universidad, alguna recepción diplomática–, el encuentro posiblemente habría sido desastroso para ambos.
Admiro a usted, Monsieur Brecht. Usted da un lugar a la literatura, le da cuerpo porque la separa de la ilusión, de la mimesis. Yo quiero que el lector de literatura sea como los espectadores de su teatro: consciente del engaño, siempre atento y siempre capaz de cambiar el mundo, por lo menos su mundo, a raíz de una lectura. El lector debe buscar la distancia, evitar el texto, evitar la evasión para evadirse hacia el mundo. Blanchot busca el espacio literario. Usted, monsieur Brecht, lo ha encontrado. El espacio literario donde se encuentran la muerte y la vida, donde se aniquila el tiempo para que otro tiempo pueda surgir, este espacio está en sus obras, mon cher Brecht.
El dramaturgo había nacido en Augsburgo, ciudad bávara. Los años en Munich, el exilio en Dinamarca y Estados Unidos, finalmente la década final en Berlín no habrá pulido su acento pesado. No creo que Barthes hubiera percibido su francés como delicia acústica. Menos creo que Brecht le hubiera contestado con finuras teóricas o ideológicas. Me imagino, al contrario, una respuesta cortante rayana en grosera que no escondería el desprecio de Brecht ante esas manifestaciones de un muy elegante y muy instruido intelectualismo burgués. Lo sabemos gracias a Hoffmann: hallar al doppelgänger no suele ser placentero.
El alemán era un hombre de la práctica; hasta sus escritos teóricos pueden leerse como instrucciones para actores, directores y escenógrafos. Brecht realmente quería cambiar el mundo mediante la literatura que sólo puede ser una herramienta, nunca un fin en sí mismo. Barthes era un hombre de la teoría, su mundo coincidía con la literatura: textos, signos, y fuera de los textos más signos. La política: un signo. La historia, la ideología, la fama: puros signos. Signos que actúan, que influyen en lo cotidiano, signos que construyen el mundo. Signos que construyen la literatura y ésta construye los signos: un círculo vicioso, un espacio herméticamente cerrado del que nadie escapa, que nada tiene que ver con los textos abiertos de Brecht que procuran infiltrarse en la realidad, para que, desde su interior, surja la vaga posibilidad de un cambio, una transformación del mundo. El único mundo que, con Barthes, se transforma es la literatura misma, son los signos que han perdido sus significados. Si Derrida dice que nunca los han tenido, que la literatura, el lenguaje en general son tanteos hacia la “huella” que no es y sí es, la página en blanco de Mallarmé, el significante puro que es todos los significados, la huella que sólo en la muerte se manifestará, entonces Barthes le contesta –fino, pero en el fondo más grosero que el rústico Brecht– que se equivoca: la literatura en sí es la huella y se manifiesta con cada lectura, la literatura significa y el crítico es capaz de revelar los significados.
Barthes nos sumerge en un juego desesperado y desesperante. Los signos forman un mundo, pero nunca nos dice si son el mundo o su mundo. El crítico, profeta y sacerdote del dios autor y, como tal, pieza más poderosa en el juego, nos revela significado y mecanismo de los signos. Estas revelaciones, sin embargo, son –ellas mismas– textos maravillosos, literatura pulida y cercana a la perfección. ¿Quién nos revela el significado de las revelaciones? ¿Otro crítico, el mismo Barthes? Nos encontramos ante una paradoja y, no cabe duda, Barthes la construye deliberadamente. El francés no puede creer en el poder contestatario de la literatura practicada por Brecht, pero sí cree en el poder del exégeta. El autor de Madre Coraje pretende que su obra cambie el mundo de los espectadores; el autor de los Ensayos críticos está convencido de que antes se necesita a un crítico quien diga al público que Brecht pretende mediante Madre Coraje cambiar sus actitudes e idiosincrasias.
Sin profeta no hay Mahoma, sin Barthes no hay Brecht en Francia, no hay Robbe Grillet en general, no hay Flaubert en el siglo xx, quizás ni siquiera hay Lévi-Strauss. El profeta, en este caso, busca a sus dioses. Brecht y Robbe Grillet son los dioses mayores de la modernidad, Flaubert el del siglo xix. Hay muchos dioses menores y aún más ídolos falsos en la cosmogonía de Roland Barthes. De todos modos, los dioses poco importan, sus dichos apenas en boca de su intermediario forman la religión.
Barthes inventó y confesaba varias religiones: estructuralismo, postestructuralismo, semiología, historicismo, biografismo, antropología lingüística, mitología, etcétera. El crítico busca un lenguaje que pueda expresar la literatura, un metalenguaje que nos permita hablar de un fenómeno basado en el lenguaje. Se trata, no cabe duda, de otro círculo vicioso, dado que cualquier metalenguaje –hasta los de la lógica formal– desarrolla una gramática propia que inevitablemente evoluciona, es decir, se vuelve histórica y deja de ser la herramienta neutra y exacta deseada por la teoría literaria. Barthes lo sabe y confiesa en entrevistas y encuestas que él es un políglota que maneja varios idiomas críticos a la vez. No aplica un método para analizar un libro, sino busca un libro para aplicarlo a un método, adecuarlo, moldearlo en una estructura que vuelva tangible y legible el texto. Barthes debe cerrar los oídos ante los veredictos de Foucault y Derrida acerca de la literatura: cada autor, clásico o moderno, inscribe un sentido en su obra. Que este sentido se independice del autor y sea variable en el transcurso de las décadas y modas, poco importa. No es lícito deconstruir un texto y tratar de retroceder a la huella originaria. No se puede practicar un bricolaje al revés, es decir, fraccionar la obra y exponer aleatoriamente las partes con el objetivo de volver a armar el texto, esta vez el verdadero que, se entiende, debe ser fraccionado otra y otra y otra vez. De esta manera el sentido se esfuma y la literatura se convierte en un fenómeno intangible y, definitivamente, en una nueva metafísica, como metafísica son las disquisiciones de Derrida, Bataille y Blanchot. Pero metafísica no puede, ni debe, ser la literatura, y Barthes insiste en ello con la necedad del convencido. La metafísica da respuestas y tranquiliza, la literatura formula preguntas que el texto contesta, mas sólo para transformar inmediatamente estas respuestas en preguntas nuevas. La literatura, por ende, incomoda y rehuye la tranquilidad existencial. Para mantener este potencial, tiene que ser tangible; el crítico (Barthes) ha de volverla tangible, exponerla en toda su corporalidad. No cabe duda: se trata de un espectáculo erótico, pornográfico en ocasiones.
Barthes vende su alma a las obras y teorías que puedan otorgar esta visibilidad a los textos, pero tiene que ignorar el hecho de la autoreferencialidad del signo y de la literatura. Este Barthes debería caer bien a Paul de Man quien está convencido del objeto literatura: si un texto no es objeto, ¿qué nos queda? Sin embargo, el belga nunca se sale del libro, Barthes sí lo hace y tergiversa alegremente ficción y realidad. Venera a Brecht, pero no puede aceptar que únicamente entiende los postulados teóricos del alemán, no sus objetivos ideológicos y pedagógicos. Eleva el Kafka, de Marthe Robert al rango de una Biblia porque le revela la importancia del término “técnica” para la exégesis literaria. La técnica es la esencia de la obra, su último significado, incuestionable e inseparable, su cuerpo. Celebra una cesura epistemológica, pero no se da cuenta de que también la técnica es un signo autoreferencial, arbitrario e inefable como todos los signos. Promueve a Robbe Grillet porque piensa que su nueva novela logra construir objetos puros, significados limpios sin ninguna carga connotativa estorbosa. Olvida que tales objetos aparecen sólo un instante para, en el instante, ser absorbidos por la historia evasiva de su signo. Explora minuciosamente las biografías de Racine y Flaubert –y no desdeña el chisme–, datos duros que deben explicar la obra, para, en otro lugar, anatematizar la figura histórica del autor. Racine y Flaubert a la búsqueda de un método, y el método se llama biografismo. Robbe Grillet y Brecht rogando por una exégesis, y la exégesis es estructuralista e ideológica. “Sarrazine” esperando una explicación, y Barthes ex-plica: frase por frase, sema por sema. Quizás la razón para esta heterogeneidad de los análisis barthianos se encuentre al comienzo de El grado cero de la escritura, ensayo iniciático en la obra del crítico. Cada acto de habla, cada intento de escritura, argumenta Barthes, es una trasgresión, un intento de alcanzar el lenguaje (langue) que, por antonomasia, es inalcanzable. El que quiere transgredir, romper una norma, de antemano acepta la existencia de la norma. Si realmente la aniquilara, ya no tendría razón de ser.
Escudriñar en la naturaleza del lenguaje es el tabú definitivo para escritores y críticos, un tabú que Derrida y Blanchot trataban de romper. Pagaron un precio alto: la casi ilegibilidad de sus libros. Barthes, al contrario, siempre es legible, hasta cuando pretende ser metafísico. Se acerca a los signos, no al lenguaje. Los signos son descifrables, aunque de vez en cuando su significado ha de adaptarse a un entorno cambiante que el lenguaje arma. Puede ser que el striptease 2010 signifique otra cosa que el de 1960. Se puede descifrar y describir el nuevo significado, sin tocar el tabú, sin intentar la definición del lenguaje que produce el fenómeno. Barthes sabe que sus explicaciones son efímeras, preguntas a manera de respuestas, crítica que es literatura, la novela que Barthes nunca escribió.
La editorial española Fineo publicó una nueva edición de La ciudad letrada, de Ángel Rama: una empresa necesaria y elogiable. Es mítica la queja acerca de las escasas difusión y distribución del último ensayo del gran crítico uruguayo. Es inexplicable la resistencia de los editores españoles y latinoamericanos ante este libro importante. Sería fácil proponer una explicación basada en alguna teoría de la conspiración. La derecha, la izquierda ortodoxa, la nueva izquierda, las fuerzas oscuras del catolicismo, la cofradía de los intelectuales mafiosos protegidos por el Estado se oponen a una publicación desde sus recintos secretos porque temen por su seguridad existencial. Argumentos irracionales… Las teorías conspirativas no explican nada, excepto a sí mismas. A lo mejor contienen algo de realismo, ya que grupos de interés, mafias intelectuales y sociales, torres de marfil lujosas existen, pero son solamente parte de un fenómeno que, usando los términos de Rama, debe llamarse ciudad letrada o ciudad escrituraria, o también: esquizofrenia del intelectual latinoamericano, (auto)engaño de escritores, pensadores, periodistas, ensayistas, etcétera, en el subcontinente a lo largo de quinientos años.
Un simposio organizado en Guanajuato y San Luis Potosí con motivo de la reaparición de La ciudad letrada se tituló precisamente Escritura y esquizofrenia. Este pequeño encuentro de académicos ejemplifica claramente lo neurótico de la situación del intelectual a comienzos del siglo xxi . Por varias razones: 1. A nadie le interesan las quejas de los intelectuales, excepto a ellos mismos. 2. La academia sigue encapsulando al intelectual, lo protege, pero, al mismo tiempo, impide que sus propuestas y críticas justificadas salgan de la cápsula universitaria. 3. Los intelectuales saben –sabemos– que, en medio de nuestra impotencia, somos ridículos, pero seguimos insistiendo en la influencia que deberíamos ejercer, en lugar de reírnos de nuestra propia ridiculez y así influir en escuchas, alumnos, colegas y lectores. 4. Solemos confundir la burla y la autoironía con el cinismo, y el cinismo es atacado como amoral, una estrategia contraproducente y destructiva. 5. De nueve intelectuales que participaron en el simposio, la mayoría prefirió permanecer dentro del closet académico. Algunos practicaron un outing peligrosamente cercano a la actitud anti realista del ¡hay que cambiar el mundo! que no quiere darse cuenta de la existencia de dialécticas de diferentes matices, ni del pensamiento crítico al estilo de Russell y Popper. Ninguna de las dos actitudes habría convencido a Rama. Menos –creo– la que se pone el disfraz empolvado de un idealismo político mesiánico que siempre apoya a los débiles y mártires, cuya imagen del mundo sigue siendo maniquea, la que no se molesta con matices, sino se cree poseedora de la verdad, afortunadamente la posición minoritaria en el encuentro. En otras palabras: el trabajo fino y culto de Rama no debería usarse para ponerle la etiqueta de un idealismo dogmático cuyas buenas intenciones y nobles objetivos llevan al lugar preciso que suele ser su destino final. Rama merece un trato más modesto. La ciudad letrada ofrece lecciones mejores para los intelectuales del siglo xxi , no importa si éstos son académicos, independientes, liberales, marxistas, conservadores, libres, vendidos, lambiscones o rebeldes.
El prólogo a la nueva edición refleja esperanzas desmesuradas ante el ensayo. Eduardo Subirats y Erna von der Walde, después de trazar la imagen de un Rama mártir de las circunstancias políticas en América Latina y de la burocracia xenófoba estadunidense, recomiendan La ciudad letrada como antídoto contra “la traición de los intelectuales”, que consiste en su “connivencia, cooperación y cooptación […] con y por el poder político, y las subsiguientes dificultades de generar un proyecto político de justicia, igualdad y respeto de las culturas y los pueblos”. Subirats y Von der Walde reconocen que Rama no cae en la trampa del discurso intelectual autorreferente, que, al contrario, es muy sensible a las verdaderas lecciones de la historia que no suelen encontrarse en libros y citas eruditas, sino en la realidad real. El término que acabo de citar es de Tzvetan Todorov… Sin embargo, “un proyecto político de justicia, igualdad y respeto” no se prepara con mil ensayos al estilo de La ciudad letrada, ni los intelectuales serán menos traidores gracias a su lectura, ni todos los hombres se volvieron hermanos después de Schiller y Beethoven.
Posiblemente la fama de texto legendario y contestatario que el grupo reducido de sus conocedores impuso a La ciudad letrada ha generado estas esperanzas. Mis profesores en Viena y México solían hablar de un ensayo decisivo y brillante que todos deberíamos conocer si existiera en las bibliotecas, del que de vez en cuando circulaba un ejemplar foto-copiado que, un día después, se reportó como perdido, extraviado, robado, probablemente destruido por las fuerzas del mal. Más irracionalidades, dado que cualquier biblioteca europea o americana bien surtida posee un ejemplar de La ciudad letrada; muchas librerías siguen vendiéndola y amazon.com la ofrece actualmente por 22 dólares, algo caro, pero ahí está a pesar de mis profesores y colegas mitómanos. El mito envuelve la vida material del libro, los comentarios, que garantizan su vida espiritual, no son menos míticos, y hacen olvidar fácilmente que se trata de comentarios escritos sobre un libro que es igualmente un comentario de un corpus muy exten so de otros libros que, algunos de ellos, son comentarios de otros, etcétera. No puedo reprimir en mi mente una frase de Baudelaire: “El imitador del imitador encuentra a sus imitadores.”
Deberíamos preguntar en qué consiste la traición del intelectual. La respuesta parece fácil, algunos ejemplos al azar la ilustran: D'Annunzio fascista, Leopoldo Lugones ídem, Gottfried Benn miembro del partido nazi, Heimito von Doderer ídem, Günter Grass quién sabe, Céline ¡cuidado! Además: el ejército de los marxistas oportunos y ortodoxos y los vendidos . Y los becarios de fonca y Conaculta y los miembros del SNI y… La respuesta no es nada fácil.
Generalizar una serie de fenómenos que a veces responden a necesidades vitales o a cuestiones de supervivencia bajo el rubro de traición me parece precipitado. Quizás Brecht se acerca más a una respuesta en su poema “Con el alma en un hilo”: “Dices:/ La causa de la justicia no avanza hacia buen fin./ La oscuridad aumenta. Las fuerzas disminuyen./ Ahora, después de tantos años de lucha,/ estamos peor que cuando comenzamos./ […] Cada vez somos menos;/ las consignas son confusas./ Nos robaron las palabras y las han retorcido/ hasta volverlas irreconocibles.” El dramaturgo marxista Brecht alude en este poema, entre otros, a los pensadores marxistas de la escuela de Frankfurt, así como al teórico marxista Georg Lukács precisamente en su papel de intelectuales que “nos robaron las palabras y las han retorcido”. El “nos” colectivo y la práctica teatral de Brecht pueden ser insertados en un pensamiento de la actuación, que no es pensamiento puro, que tampoco es acción política ideologizada, que –tan difícil y tan fácil a la vez– es el discurso crítico que acompaña y controla el quehacer político y social, que, en un caso ideal, molesta e interroga a los que tienen el poder de tomar decisiones que nos afectan a todos. El intelecto narra sin pretensión de cambiar o dirigir los actos históricos o individuales. A más no debería aspirar. Sabemos por lecciones históricas que el intelectual, cuando él mismo quiere ser poderoso, involucrarse con el poder político, suele ser deplorable. Los ejemplos citados son suficientes para subrayar la dimensión de su fracaso y de sus equivocaciones en la esfera política. Brecht, a la postre, comete los mismos errores, dado que su teatro épico sí pretende cambiar la vida de los espectadores, aunque, por lo menos durante la primera época de su producción, aún pregunta al público si realmente quiere ser cambiado… Me temo que los intelectuales que pretenden formular un mundo políticamente correcto no pregunten si éste quiere –o puede– ser correcto.
El esquema esbozado es fatalista. Ángel Rama abre, aunque modestamente, las perspectivas. Traza, con la ayuda de un aparato crítico admirable, el surgimiento y desarrollo de la ciudad letrada de alfabetizados, escribanos, cultos, doctos, artistas, administradores en América Latina, intelectuales todos ellos. Este círculo alrededor de los centros de poder coloniales construye una realidad sin referente, una escritura nueva que podría realizar las utopías fracasadas en Europa que, de esta manera, aterrizan en América sobre una base ilusoria de papel y tinta.
El siglo xix mexicano ilustra este proceso de manera clara. A partir de la independencia política del país se acumulan los intentos, en revistas y periódi cos, de proclamar una literatura nacional. Los neoclásicos , los primeros grupos románticos y la generación de Altamirano tienen el mismo objetivo: han de existir las letras mexicanas. Pero hace falta más: las letras mexicanas deben ser diferentes de las francesas, españolas, inglesas y, finalmente, deben ser las herederas de las letras grecolatinas. Propósito titánico si lo hay. La humanidad entera se dará una cita nueva en América Latina, preferentemente en México. Escribe Justo Sierra en 1869: “Mañana quizás deba inaugurarse esa gran civilización que dará una sola alma á la humanidad.” El mismo año, en el último número de El Renacimiento , Altamirano proclama orgullosamente que ya existen las letras nacionales, que “el movimiento literario que se nota por todas partes es verdaderamente inaudito…”. Treinta años antes, Ignacio Rodríguez Galván había justificado la edición de su revista literaria con el argumento de que “no hay hombre, por infeliz que sea, que no tenga su pequeña biblioteca, y la lea, y la relea, y la devore con ansiedad”.
E l autoengaño es obvio, tanto en el universalismo humanístico de Justo Sierra, como en la convicción de que hay una literatura mexicana independiente de la europea, como en el ideal de un país de lectores ansiosos de textos literarios. No menos obvio es el engaño: la construcción por parte de los intelectuales –deliberada o no, da igual– de una realidad no existente, mejor dicho: la transformación del signo en realidad. La ciudad letrada protege así al poder real, impide el surgimiento de movimientos contestatarios y el intelectual latinoamericano, a más tardar a partir del siglo xix , no sólo se ensucia las neuronas, sino también las manos.
El autoengaño se institucionaliza a partir de la segunda mitad del siglo xx , cuando el pacto entre ciudad letrada y poder real se desequilibra a favor de éste y, tristemente, la mayoría de los intelectuales ni siquiera se percata de la ruptura unilateral. Los intelectuales, del tipo humanístico-artístico sobre todo, se pierden entonces gustosamente en el laberinto de signos sin referentes creado por ellos mismos. Karl Popper había ilustrado este mecanismo mediante la enseñanza de la filosofía en escuelas y universidades. Los estudiantes leen las obras de los grandes filósofos, tratan de entender sus sutilezas, se apropian su jerga técnica. Algunos lo logran, se vuelven verdaderos aficionados, otros se rinden. Algunos creen en el discurso filosófico, lo prolongan con sus propias aportaciones. Mas tarde o temprano concluyen con Wittgenstein que se trata de “mucho ruido por nada”, de “un conjunto de cosas sin sentido”; Popper describe así la epifanía intelectual que consiste en la revelación del autoengaño, de la futilidad, de lo anticientífico y de la inutilidad del discurso intelectual. La ciudad letrada puede ser –y sería mucho– una etapa en el camino que termina y recomienza con esta revelación.
Ángel Rama sabe que esta desilusión encierra una gran posibilidad, ya que devuelve cierta independencia al intelectual, aunque sea una independencia cínica; le da la posibilidad de reformular su propio discurso y darse cuenta de que éste podría reflejar problemas reales y, en lugar de buscar el pacto con el poder, demostrar “los peligros inherentes a todas las formas del poder y de la autoridad”