Mostrando entradas con la etiqueta Irad Nieto. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Irad Nieto. Mostrar todas las entradas

domingo, 1 de abril de 2012

Entre risas y desilusiones

1/Abril/2012
El Debate
Irad Nieto

Hay escritores que quieren de veras pintarse a sí mismos al natural; autorretratarse o encontrarse mientras ensayan. A esa estirpe de escritores pertenece Guillermo Espinosa Estrada, quien ha logrado, a través del ensayo, presentarse desnudo ante el mundo con una sonrisa desparpajada: la sonrisa de la desilusión, el escudo protector de quien nada tiene que perder. Por eso los 12 ensayos reunidos en La sonrisa de la desilusión (Tumbona Ediciones/DGP-CONACULTA, 2011), su primer libro, se desarrollan (porque ese es el propósito), a la manera de una stand-up comedy routine, en la que el ejecutante desnuda su personalidad frente al público lector, revela aquello que otros dejarían oculto, y exhibe aquí y allá muchas de sus ilusiones perdidas, sus fracasos, sus manías, sus varias ineptitudes para la vida y su soledad. No obstante, en lugar de ceder al drama por las múltiples caídas, el autor elige la risa (o la risa lo elige a él), ese gesto de incivilidad, para relatar en cada ensayo momentos de plena felicidad y el anuncio del desengaño.

Los ensayos de La sonrisa de la desilusión parecen anclas lanzadas por el autor al suelo de una vida y un pasado difícil de olvidar, cargado de expectativas y de fugaz felicidad. Acaso por ello los recuerdos de la infancia atraviesan las páginas del libro, porque son los niños quienes "corren apasionadamente detrás de los sueños y se despreocupan de toda realidad" (Robert Louis Stevenson). ¿Qué son las ilusiones si no sueños y estrellas en altamar? "Mi risa", confiesa el narrador de estos ensayos que también son memorias, "es una máscara que oculta –primero— mis verdaderos sentimientos, pero casi al mismo tiempo revela –al observador— mi angustia." También es una manera de resistir, de buscar la felicidad aun en las grietas de la tragedia. Fabular para impedir que la realidad, en muchos sentidos cruel, arrebate todo aquello que el narrador ha hecho suyo, como muchos de nosotros, a temprana edad: un viaje, un amor, los personajes entrañables de una Sitcom, la ingenuidad y la felicidad "siempre por venir" de la comedia romántica, la ligereza de la comedia musical, etcétera. "Me resisto a distanciarme de algo que ha terminado por ser tan íntimo", escribe en uno de los ensayos, pero la afirmación puede extenderse al resto.

"La risa supone el examen libre de las inconstancias del mundo, sus imposturas, sus caprichos, su carácter inevitablemente ridículo […] La risa arrasa lo establecido y venerable; devasta lo habitual y lo reverenciable", apunta Jesús Silva-Herzog Márquez en "Hobbes y la risa" (El Malpensante, núm. 109). Guillermo Espinosa Estrada o William Thornway, personaje del que se vale el autor para contar una especie de autobiografía oculta entre los matorrales del ensayo, opone muecas de sonrisa frente a una realidad que se empeña en mostrar su cara trágica, derrotista, seria. No para ignorar el dolor, sino para sobrellevarlo, para impugnarlo. Aquí no caben los embaucadores de la autoayuda ni los "mercachifles del bienestar", para quienes, incluso en la desventura más inefable, sólo existen la felicidad, los abrazos y las falsas sonrisas. Eso es una farsa; y sus promotores, farsantes. La felicidad no dura toda la vida: se refugia en instantes, en momentos, en apenas trozos de felicidad. Y son esos alientos de plenitud los que William Thornway quiere recuperar al relatar su historia; tablas a las que se aferra con humor descarado en medio del naufragio. Detesta a los optimistas, pero los envidia "en su espejismo". La solemnidad y la pedantería se cultivan y se reproducen entre los espíritus refrigerados, entre individuos doctos que aborrecen el aire libre, el movimiento, el paseo, la chacota. Nada más ajeno a William Thornway, cuya educación sentimental procede, en buena parte, de la comedia, la errancia y ¡la televisión! (exclamarían, poniendo el grito en el cielo, los escritores afectados, esos que disfrutan a escondidas de "la caja idiota"). No es extraño que a nuestro narrador le seduzca la comedia musical: "Hay algo en su banalidad que rezuma ludismo, ligereza". Para el que carece de convicciones firmes, este tipo de comedia, con su baile, melodía e historia de amor, es lo contrario de la pesadez: agilidad, movimiento del cuerpo, danza, alegría, vuelo de pájaro, libertad, flotación, sonrisa. "La comedia musical no sólo logra suspendernos en el aire, también aplaza la ejecución de lo serio". La sonrisa de la desilusión, a través del ensayo, la crónica, la memoria y la autobiografía –con una inteligencia, un humor y una voz muy particulares, que abrevan de Montaigne, Jonathan Swift, Stevenson, Hazlitt, Laurence Sterne, Chesterton y Lopate, por mencionar unos cuantos—, captura instantes de felicidad infantil y juvenil que han quedado en el pasado y al mismo tiempo muestra una lucha tenaz del narrador, ayudado por el martilleo de los recuerdos, por no separarse de aquello que algún día, antes de la desilusión, lo hizo feliz (la comedia romántica, una mujer, la televisión, una composición para piano…)


domingo, 12 de febrero de 2012

Elogio del ensayo

12/Febrero/2012
El Debate
Irad Nieto

Ahora que a las tesis académicas, artículos dizque científicos, editoriales, comentarios políticos y trabajos de escuela se les llama ensayos; ahora que incluso se instituyen jugosos premios nacionales e internacionales para reconocer trabajos de investigación que de ensayos sólo tienen el nombre, el escritor Luigi Amara reivindica y aboga, en un texto publicado en Letras Libres (febrero, 2012), por el "ensayo ensayo": esa escritura artística que avanza, se desliza, se detiene, se enrosca y vuelve a deslizarse sinuosa, libre y suave como una serpiente. Más que el "centauro de los géneros", como definió Alfonso Reyes al ensayo, Amara prefiere la imagen de la serpiente propuesta por Chesterton. El ensayo es una criatura que se arrastra, que muda de piel en el camino: es anécdota, narración, crónica, memoria, pensamiento, poesía, aforismo, ingenio, autobiografía, intimismo. Si es ensayo, todo cabe en él.

Quienes admiramos la creación de Michel de Montaigne lo sabemos: el ensayo se despliega cuando un yo, una subjetividad, toma la pluma, palpa, degusta, experimenta y examina el peso de las cosas. Porque tienta, el ensayo es tentativo, carece de un fin concreto, va quién sabe a dónde sin miedo a perderse; también es tentador para los espíritus más libres que no se dejan aprisionar por las autoridades del conocimiento, sus tribunales y sus voluminosos aparatos críticos (ibídem, ídem, Op. Cit., Cfr. Vid., etcétera). El ensayo desconfía de la solemnidad asfixiante de las togas y birretes, más próximos a la pose erudita medieval que a la libertad científica y el conocimiento. Quien ensaya, quien de veras ensaya, no busca ofrecer una verdad, una conclusión, sino pasear por algunas de sus orillas con absoluta independencia, acercarse, explorar los temas, mojarse los pies y, quizás, retroceder para tomar otro camino.

Montaigne fue claro y sincero: sus escritos son 'ensayos' de sus facultades mentales: tentativas, pruebas, aproximaciones, meditaciones dispersas que mucho abrevan de las Cartas morales de Séneca. Él es (y con él lo somos todos) el objeto de su libro. Hurgó en sí mismo con tal profundidad, escepticismo e ironía, que encontró todo aquello que compartía con la humanidad entera, lo positivo y lo negativo (un hallazgo a la altura de Shakespeare, un anuncio de Freud). Y escribió: "nada humano me es ajeno". Sus páginas no ofrecen, porque nunca quisieron hacerlo, la medida de todas las cosas, sino la medida de su alegre inteligencia. Quien busque ciencia, que la pesque donde hay, advirtió. Por eso los ensayos decepcionan a los académicos de traje y corbata: carecen de autoridad y no enseñan nada a aquellos cuyo propósito es trepar y vivir (sin investigar) de las rentas de un sistema nacional de investigadores. Quien persiga la formalidad y el 'rigor', quien tema someterse y exponerse a un escrutinio personal, que no ensaye: que se dedique al 'impersonal' trabajo académico y acumule puntos en el trayecto (capitalismo curricular).

Una paradoja: desde temprano, a los alumnos se nos invita o se nos obliga a escribir 'ensayos' para acreditar una materia. Se nos exige ser originales, creativos, críticos, propositivos a la hora de pensar. Sin embargo, lo primero que se castiga es precisamente la libertad de la escritura y la reflexión. ¡Piensen por ustedes mismos!, nos dicen. Pero inmediatamente después nos imponen un método, un camino y muchas andaderas teóricas para pensar. Nadie puede salirse de allí sin ser reprobado. Se vale pensar por uno mismo, siempre y cuando cites al pie de la página al menos diez autores que hayan dicho lo mismo que tú (pues nada hay nuevo bajo el sol). Así, lo principal de ese tipo de trabajos no es la reflexión, sino la compilación y acomodo de las voces autorizadas que a su vez nos autorizan a pensar. No sé si a eso pueda llamársele investigación académica, pero no es, no ha sido, ni será ensayo. Al menos que traicionemos lo más esencial de Montaigne. "El ensayo es un 'género degenerado'", dice Luigi Amara. Una escritura personal, experimental, diletante, dialógica, digresiva, viajera, juguetona, una conversación sobre la página que huele a café.

Cuando uno lee los ensayos de todos ellos: Montaigne, Bacon, Dr. Johnson, William Hazlitt, Jonathan Swift, Stevenson, Charles Lamb, Emerson, Óscar Wilde, Virginia Woolf, Jorge Borges, Paz, Zaid, Rossi, Juan Villoro y muchos otros, uno puede suscribir sin problemas la afirmación de Luigi Amara (que escandalizará a algunos): El ensayo "básicamente es invención". Es arte. Es literatura. Y, perdón por la insistencia, no puede ser otra cosa.