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domingo, 14 de enero de 2018

“Juguemos al pendejo, vida mía”, un soneto de Salvador Novo para celebrar el Año Nuevo

14/Enero/2017
La Jornada Semanal
Jair Cortés

Figura capital de la literatura mexicana, Salvador Novo (Ciudad de México, 1904-1974) se distinguió por su incisiva y profunda mirada sobre los temas que atañen no sólo al individuo sino a la sociedad; su obra, extensa y variada a nivel temático y formal, es una de las más ricas en el panorama de nuestras letras sobre todo porque (en una parte considerable) da continuidad a un tono poco frecuentado por los poetas mexicanos: el humor. Novo, quien perteneció al Grupo sin grupo, como se conoció a los Contemporáneos, encontró en la sátira una de sus muchas formas expresivas sin que dejase de lado el rigor que exige la forma más perfecta en la poesía: el soneto.
En su Antología personal. Poesía 1915-1974, en la que incluye poemas escritos desde su infancia hasta su madurez, Novo escribe una nota crítica sobre el soneto en la que resume su historia y concluye lo siguiente: “Así llega el soneto hasta nuestros días de silvas vergonzantes: de ‘verso libre’o ’blanco‘ en largas tiradas cuya utilería de metáforas y adjetivación ha de parecer dentro de algunos años tan cliché y obsoleta como hoy nos lo parecen las ’odas‘ del siglo XVIII o del XIX. Y él se salva de ese envejecimiento. Como el siglo XV, como después, como mañana, representa y encarna la perfección concreta de la idea poética plasmada sin falta ni sobra de elementos estructurales y ornamentales.” Esta entrega y apuesta por la permanencia del rigor formal y conceptual del soneto se ve reflejada en los tres últimos poemas que clausuran su Antología personal: “Tres sonetos sobre sí mismo”, en donde Novo transparenta su madura condición reflejada en un desdén hacia el mundo en el que sólo importa (muy poco) la poesía, como se refleja en el primer soneto fechado en 1959: “Juguemos al pendejo, vida mía;/ verás qué bonito, cuando a huevo/ tienes que celebrar el año nuevo/ con sonetos y muecas de alegría./ Verás qué lindo, cuando cada día/ (al surgir en oriente el rubio Febo)/ sientes que el mundo ya te importa sebo/ y un ardite nomás la poesía./ Acaso te amanezca alborotada – otrora erecta, dura y agresiva– / la dulce prenda, por mi mal hallada./ No te hagas ilusiones. Pensativa/ en cuanto expulses la primera miada,/ se volverá a arrugar, triste y pasiva.” Un soneto que equilibra la tensión verbal entre lo coloquial (“a huevo”, “alborotada” y “miada”) y lo culto (“el rubio Febo” y “otrora erecta”) para hacer manifiesta la ironía del año que comienza con vanas ilusiones y obligatorios festejos donde gobierna la apariencia pública que contrasta, en la íntima soledad, con la disminuida condición sexual del pene que sólo se estimula para orinar. Un inesperado y provocador soneto para comenzar el Año Nuevo mexicano: un 2018 en el que se despejará la duda sobre si la nación mexicana se levantará o seguirá siendo “triste y pasiva”.

domingo, 27 de abril de 2014

Para quien comienza a leer a Octavio Paz

27/Abril/2014
Jornada Semanal
Jair Cortés

Fue Miguel N. Lira, poeta tlaxcalteca, quien publicó los primeros versos de Octavio Paz en 1933. Luna silvestre fue el título de esa plaquette que inauguraba el oficio del futuro (y único hasta la fecha) Premio Nobel de Literatura mexicano. Sin embargo, estos versos de juventud fueron suprimidos por el mismo autor cuando reunió su obra poética en el volumen Libertad bajo palabra (1935-1957). Respecto a lo anterior, Paz afirmó que:  “Los poemas son objetos verbales inacabados e inacabables. No existe lo que se llama versión definitiva: cada poema es el borrador de otro, que nunca escribiremos… pero hay poetas precoces que pronto dicen lo que tienen que decir y hay poetas tardíos. Yo fui tardío y nada de lo que escribí en mi juventud me satisface; en 1933 publiqué una plaquette, y todo lo que hice durante los diez años siguientes fueron borradores de borradores. Mi primer libro, mi verdadero primer libro, apareció en 1949: Libertad bajo palabra.”
La obra de Octavio Paz es de una inmensidad apabullante. Cualquier lector tiene ante sí una vasta y variada obra que puede invitarlo a sumergirse en ella o bien, puede desconcertarlo, hacerlo naufragar o extraviarse en sus profundas aguas. Cioran decía:  “Pobre de aquel escritor que no cultive su megalomanía, que la vea menguar sin reaccionar, pronto se dará cuenta que uno no se vuelve normal impunemente.” Esta idea ilustra las aspiraciones de Octavio Paz, un megalómano cuya obra cumple y rebasa las expectativas de la tradición literaria de nuestra lengua. A pesar de esta inmensidad, una gran cantidad de lectores acude a los mismos textos: “Piedra de sol”, en el caso de la poesía; o fragmentos de El laberinto de la soledad o La llama doble, cuando hablamos de ensayo. Por otra parte, muy pocos se aventuran a leer La hija de Rapaccini, la única obra de teatro que Octavio Paz escribió, o esa maravilla que cruza la frontera de los géneros titulada El mono gramático.
Lamentablemente, en estos festejos del centenario del natalicio de Octavio Paz, la mayor parte del público mexicano no lee al poeta, se limita a verlo y a escucharlo en los programas televisivos, una dinámica que fomenta ausencia de lectores y, por lo tanto, ausencia de crítica. A quienes estén interesados en abordar la poesía de Paz recomiendo que comiencen por el principio: Libertad bajo palabra, en donde el poeta afronta un amplio horizonte temático y explora las posibilidades formales que van del haikú al poema de largo aliento (al amparo del verso medido, el verso libre, la prosa poética y el cuento). Libertad bajo palabra es el libro capital de Octavio Paz, es la exposición de casi todas las preocupaciones que habrá de tratar en sus siguientes libros: la poesía como actitud crítica y manifestación lingüística del espíritu libertario, el amor y la memoria como elementos para develar la verdadera esencia de la realidad.

domingo, 24 de junio de 2012

Poemas que son plegarias

24/Julio/2012
Jornada Semanal
Jair Cortés


Para mi Suky y mi Kaiser, estas palabras sin correa…
En mi época universitaria trabajé como mesero en un restaurante (propiedad de unos tíos, quienes me dieron casa y alimento los cinco años que duró la licenciatura en Literatura Hispanoamericana).  En todo momento me sentí adoptado por la generosa familia Ordóñez Brasdefer, que me veía como a un hijo. Sin embargo, fueron tiempos difíciles porque mi madre trabajaba en el norte de México para poder financiar parte de mis estudios, y los de mis hermanos, a quienes extrañaba profundamente. También sentía nostalgia por los amigos de aquel puerto tropical donde había transcurrido parte de mi infancia y adolescencia.  Me mantenía firme gracias a las cartas de mis seres queridos, es decir, gracias a las palabras que venían del corazón y la mente de aquellos a quienes yo amaba, y de los libros que iba encontrando en el camino o que amigos míos ponían frente a mí, para la nostalgia:  Li Po; para comprender los excesos de la libertad: On the road, de Jack Kerouac; para la melancolía adolescente y la idea de resurrección: Oscura palabra, de José Carlos Becerra; para asuntos filiales y el infierno de la burocracia:  Franz Kafka.
Creo que una de las lecciones más reveladoras acerca de la fuerza de la palabra poética fue cuando Manuel (amigo y compañero mesero) me mostró una hoja que guardaba en su cartera y que tenía escritos a mano los siguientes versos:  “…soy otro cuando soy, los actos míos/ son más míos si son también de todos,/ para que pueda ser he de ser otro,/ salir de mí, buscarme entre los otros,/ los otros que no son si yo no existo,/ los otros que me dan plena existencia,/ no soy, no hay yo, siempre somos nosotros”.  Le pregunté si sabía de quién eran esos versos.  “No son versos, es una oración que rezo todos los días”,  me respondió tajante.  Supe que este fragmento de  “Piedra de sol”,  quizá uno de los poemas más famosos de Octavio Paz, había trascendido el territorio de la literatura para incrustarse en el de la vida espiritual de un hombre, borrando títulos y autores. Dejé las cosas como estaban; aunque yo supiera de quién se trataba, no era yo el  “maestro”  si no la poesía que me enseñaba lo que era sobrevivir día a día.
Ahora, con más lecturas en mi vida, tengo un conocimiento mayor acerca de obras, autores y corrientes literarias, pero sigo pensando en muchos poemas como plegarias personales, conjuntos de palabras que,  al estar unidas, generan energía más allá de la razón y el entendimiento, como aquellos versos de un poema de Leonard Cohen, contenidos en su maravilloso libro La energía de los esclavos, que recuerdo siempre y son mi fortaleza y fe en días aciagos (como estos días en que escribo estas líneas):  “Yo no me maté cuando las cosas me fueron mal/ no me dediqué ni a las drogas ni a la enseñanza./ Intenté dormir, pero cuando me di cuenta que no podía dormir/ aprendí a escribir./ Aprendí a escribir/ cosas que pudieran ser leídas/ en noches como ésta/ por gente como yo.”

domingo, 27 de mayo de 2012

Rainer María Rilke: cartas al tiempo

27/Mayo/2012
Jornada Semanal
Jair Cortés

La obra poética de Rainer María Rilke no se circunscribe, como podría pensarse, a sus poemas. Su obra escrita en prosa, como Los cuadernos de Malte Laurids Brigge y el conjunto de textos epistolares, conocido como Cartas a un joven poeta, demuestran una sensibilidad poética que rebasa los géneros literarios. Las Cartas a un joven poeta son el resultado de una estrecha correspondencia entre Rilke y Franz Xaver Kappus, a quien le debemos, en palabras de Vicente Quirarte, “haber tenido el valor para dirigirse al maestro, haber conservado sus cartas y publicarlas veinte años después de la muerte de su autor”. Esa inocencia con la que Kappus habría de acercarse al consagrado poeta es lo que, quizá, enterneciera a Rilke, quien en una serie de cartas respondió no sólo a las preguntas de su interlocutor sino a los cuestionamientos que él mismo se formulaba. En sus cartas, Rilke no se limita a proponer una preceptiva literaria o poética, habla desde lo íntimo y sus ideas acerca de la poesía emergen de una manera confesional y total.
Hay que acotar que al publicar las cartas de Rilke, Kappus decidió omitir las propias con la idea ferviente de que sólo el poeta debería hablar, mostrando una verdadera lección de humildad: “Lo único importante son las diez cartas que siguen. Importante para saber del mundo en que vivió y creó Rainer María Rilke. Importante también para muchos que se desenvuelvan y se formen hoy y mañana. Y ahí donde habla uno que es grande y único, deben callarse los pequeños.”
En la primera carta, fechada en París, el 17 de febrero de 1903, Rilke insta al joven Kappus a que indague en sí mismo en lugar de preguntar si sus versos son “buenos”: “Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí […] Ahora bien (ya que me permite aconsejarlo), le suplico renuncie a todo eso. Su mirada está dirigida hacia afuera; sobre todo, es lo que debe evitar en lo sucesivo. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. No hay más que un solo camino. Entre en usted. Busque la necesidad que lo obliga a escribir, examine si sus raíces penetran hasta lo más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si se le privara de escribir.” Rilke plantea un problema esencial respecto al arte de la poesía: la diferencia abismal entre el oficio de poeta y la simple escritura de poemas. El oficio de poeta implica la asunción absoluta, el reconocimiento y autodescubrimiento del propio ser, mientras que la escritura es un acto circunstancial, un hecho derivado de un primer movimiento que es el saberse poeta. Rilke marca el punto de inicio de una poética propia de la que nacen sus aspiraciones no sólo artísticas sino vitales: la introspección, el camino de la soledad para poder comprender, de una manera mucho más profunda, el misterio de la vida, tal como lo dictan los siguientes versos de sus Sonetos a Orfeo: “Eres, amigo mío, solitario, porque…/ Paulatinamente nosotros nos apropiamos del mundo/ con gestos de la mano y con palabras,/ tal vez su más endeble y peligrosa parte.”

domingo, 4 de marzo de 2012

En defensa del aburrimiento

4/Marzo/2012
Jornada Semanal
Jair Cortés

En su libro La conquista de la felicidad, Bertrand Russell ennumera diversas causas y motivos que provocan la infelicidad del hombre, entre las que destaca la pareja aburrimiento-excitación: “Ahora sabemos, o más bien creemos, que el aburrimiento no forma parte del destino natural del hombre, sino que se puede evitar si ponemos suficiente empeño en buscar excitación.” Aunque Russell publicó su libro en 1930, la situación, en sustancia, no ha cambiado mucho en la vida del hombre moderno, cuya agitación diaria le lleva al agotamiento físico, mental y espiritual. El hombre de ahora no camina, corre por las calles luchando contra el tiempo y el tráfico. El hombre de nuestros días no se informa, “navega” (¿naufraga?) en un mar de imágenes, noticias, sonidos y un sin fin de estímulos provenientes ya sea de una pantalla o de un frenético viaje por una ciudad saturada de anuncios. Nadie se imagina descansar “aburriéndose”, sentado cerca de una ventana de la casa mirando cómo se extingue la luz del día, en un posible silencio, sin televisores ni radios ni teléfonos celulares encendidos, sintiendo cómo el tiempo pasa lento, mientras nuestras fuerzas se reponen y nuestra memoria divaga o, simplemente, hace una pausa. ¿Alguna vez se han quedado sin energía eléctrica todo un día? Otro tipo de sonidos nos habitan: el ladrido de un perro a lo lejos, un silbido, las mareas de nuestra respiración. En esos momentos, que se parecen a la paz, pueden nacer ideas y emociones que en la turbulencia diaria no aparecerían.

La internet (mal empleada, claro está) cada vez se asemeja más a la televisión, “ese monitor por el cual nos asomamos es una ventana de luz”, dice Ernesto Sabato en su libro La resistencia, “la televisión nos tantaliza, quedamos como prendados de ella. Este efecto entre mágico y maléfico es obra, creo, del exceso de la luz que con su intensidad nos toma. No puedo menos que recordar ese mismo efecto que produce en los insectos, y aun en los grandes animales”.

No me considero un hombre viejo ni joven; sin embargo, creo que esa necesidad de excitación, de fervor, de “no perder ni un minuto”, que en la adolescencia experimentamos en toda su plenitud, pero que a toda costa queremos prolongar hasta el límite de no saber estar a solas con uno mismo, puede constituir la razón de nuestra ansiedad moderna, expresada en “Hurricane Jane”, canción de los Black Kids que revela la profunda angustia al quedar expuestos al “no hacer nada” un fin de semana, un terror ante el aburrimiento: “Es viernes por la noche y no tengo a nadie,/ Oh, ¿para qué tender la cama entonces?/ Me tomé algo y se siente como golpe de karate./ Me patea abajo y me deja muerto./ Es viernes por la noche y no tengo a nadie…”


domingo, 8 de enero de 2012

Creer en la escritura

8/Enero/2011
Jornada Semanal
Jair Cortés

Creer en la escritura

Para Reyna Montes, mi mamá

Soy escritor. Desde hace más de dos décadas me dedico a escribir. Escribo poemas, ensayos, reseñas, prólogos y artículos. Durante todo este tiempo he vivido la escritura, desde aquella que se fragua en la mente y que, ayudada por la memoria, va madurando de manera lenta, hasta vaciarse, por medio de un lápiz, en el papel. También, a lo largo de muchos años, usé una “máquina de escribir” (que me regalaron mis papás), con la que desvelé a mis vecinos y en la cual experimenté, guiado por la ira y la rebeldía, la excitación adolescente de pensar que escribía con metralleta. Más tarde llegó la computadora: una pantalla, un cursor, un teclado más suave y silencioso. Y cuando surgió internet comencé a escribir directamente en un blog, en el muro (de los lamentos y las celebraciones) de Facebook, en el chat, en una escritura que oscila entre lo individual y lo colectivo y que, muchas veces, nace para dialogar en el momento mismo de su concepción. De tal manera que escribo en diferentes circunstancias todo el tiempo: paso del boxeo de sombra, en el silencioso gimnasio, al ring lleno de boxeadores que son, al mismo tiempo, espectadores. Y sigo creyendo en la escritura y, por lo tanto, en el libro impreso, en el grafiti, en los mensajes que viajan a través de los teléfonos celulares, en los aforismos, avisos, diatribas, elogios y reflexiones que se publican en Twitter.

A propósito del tema, hace unas semanas, Mario Vargas Llosa declaró: “No tengo nada en contra de internet pero prefiero leer en papel. Mi temor es que el libro se frivolice como ha ocurrido con la televisión, que ha sido importante, pero no ha dado muchos frutos creativos.” Habría que responderle que no toda la televisión es Televisa ni todos los libros son El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Aquellos que piensan que la escritura sólo sobrevive “en viejos formatos” subestiman el poder de las palabras, dudan, en el fondo, de las fuerzas que son capaces de convocar. Las modificaciones sustanciales en la escritura, al ser una necesidad vital, no dependen de la tecnología sino de nuestro espíritu que puede buscar lo múltiple y encontrar su realización en la multipresencia o fragmentación virtual que le ofrece la tecnología.

Por mi parte, estoy consciente del momento histórico que me tocó vivir: un tiempo como el descrito en los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot, en donde “están presente y pasado mezclados tal vez en el futuro, y el futuro en el pasado contenido”, un tiempo entre el papel y la pantalla, entre la conversación cara a cara y aquella que se realiza con un océano de por medio. Escribir me convierte en un explorador: en el salón solitario de mis recuerdos, en el laberinto de la imaginación, en la fila del banco, frente a la playa o contemplando un video en Youtube. En lo que a mí concierne, me siento testigo de un eslabón que a la larga habrá de sostener a la historia. No creo que hubiera mejor tiempo para nacer.

domingo, 23 de octubre de 2011

José Vasconcelos: apóstol del sentimiento de inferioridad

23/Octubre/2011
Jornada Semanal
Jair Cortés

José Vasconcelos, considerado personaje clave de la educación en México, es una de las figuras centrales de los festejos que la Secretaría de Educación Pública (SEP) ha preparado para conmemorar noventa años de haber sido creada. Sin embargo, más allá de las actuales grietas y fallas en los cimientos del sistema educativo en nuestro país, creo que el culto que se le rinde a Vasconcelos evidencia un hecho irremediable: los mexicanos no leen.

En su libro El perfil del hombre y la cultura en México (1934), Samuel Ramos señala que el mexicano experimenta un profundo sentimiento de inferioridad (lo cual no implica que sea realmente inferior) reflejado en la imitación de lo extranjero. José Vasconcelos fomenta ese mismo sentimiento cuando afirma: “Un hombre que sólo sepa inglés, que sólo sepa francés, puede enterarse de toda la cultura humana; pero el que sólo sabe español, no puede juzgarse, ya no digo culto, ni siquiera informado de la literatura y el pensamiento del mundo.” Resulta indignante saber que la cita proviene de su prólogo a las Lecturas mexicanas para niños (1924), dirigido a las nuevas generaciones de estudiantes de aquel entonces.

En nuestro país la historia siempre es oficial: se erigen estatuas en plazas públicas mientras se ocultan y disimulan a los hombres y sus obras. ¿Cómo puede venerarse la figura de un hombre cuyo libro más famoso, La raza cósmica (1925), revela un profundo odio al pasado indígena y africano?: “Comienza a advertirse este mandato de la Historia en esa abundancia de amor que permitió a los españoles crear una raza nueva con el indio y con el negro; prodigando la estirpe blanca a través del soldado que engendraba y la cultura de Occidente por medio de la doctrina y el ejemplo de los misioneros que pusieron al indio en condiciones de penetrar en la nueva etapa, la etapa del mundo Uno.” Haciendo a un lado lo contradictorio de su amor/odio por lo español, lo que Vasconcelos llama “esa abundancia de amor” no es otra cosa que el horror de la Conquista que experimentaron los pueblos prehispánicos, un intento por justificar siglos de opresión y exterminio, como en estas otras líneas: “los muy feos no procrearán, no desearán procrear, ¿qué importa entonces que todas las razas se mezclen si la fealdad no encontrará cuna?”

Se relaciona a Vasconcelos con el fomento a la lectura pero, bien visto, ¿no será que su amor a los libros es un amor a la propaganda, al libro no como espacio para la reflexión y la crítica sino para la doctrina? Las acciones de José Vasconcelos parecen loables en un país que recién emergía de un proceso revolucionario, pero se tornan sospechosas en el momento mismo en que acudimos a su sustento ideológico. Entonces, pregunto, ¿noventa años de qué?.


domingo, 12 de junio de 2011

Efraín Huerta: la risa inteligente

12/Junio/2011
Jornada Semanal

Jair Cortés

La poesía mexicana ha sido, en su mayoría, demasiado solemne, hecho que contrasta con el carácter del mexicano promedio que encuentra en el humor y en la ironía formas de mirar su entorno, pero sobre todo, de sobrevivir al mundo. Suele pensarse, erróneamente, que la literatura que nos revela el filo cómico de las cosas es ligera y que la risa debe dar paso a cuestiones más serias. Tal vez esta postura frente al humor en la literatura tenga su raíz en La poética, de Aristóteles, quien señalaba: “La Poesía se dividió según el carácter propio del poeta; porque los más respetables representaron imitativamente las acciones bellas y las de los bellos, mientras que los más ligeros imitaron las de los viles, comenzando éstos con sátiras, aquéllos con himnos y encomios.”

Afortunadamente siempre hay quienes no se limitan a recorrer los caminos más transitados. Efraín Huerta fue uno de esos poetas que comprendió la importancia y trascendencia del humor. El producto de esta actitud se lee en su libro Estampida de poemínimos. Esta obra, cargada de provocaciones luminosas, corre el riesgo de hacernos reír, sin que ello signifique que la reflexión pase a segundo término. Acaso Huerta inventa una forma poética: un conjunto de pequeños prismas en cuyo interior se refleja la luz de la ironía y la contradicción, como en el poemínimo titulado “Desconcierto”: “A mis/ viejos/ Maestros/ De Marxismo/ No los puedo/ Entender;/ Unos están/ En la cárcel/ Otros están/ en el poder.” Con un pie en el aforismo y otro en el refrán popular, el poemínimo despliega su pequeña majestuosidad, como una mariposa que al abrir sus alas asombra y emociona. La capacidad de concreción en los poemínimos de Huerta es una característica que los hermana con el haikú; su distribución visual nos da la pausa necesaria para asimilar la densidad concentrada a través de una lectura que gotea en la página. Pero los poemínimos de Efraín Huerta van más allá del refrán popular; se apoyan en la intertetextualidad, en el doble sentido y en los diferentes niveles del humor (negro, blanco y rojo): “Y así/ Le dije/ Con desolada/ Y cristiana/ Bondad:/ Desnúdate/ Que yo/ te/ Ayudaré.”

Es posible encontrar en estos poemas aquello que T.S. Eliot llamaba “la música de lo coloquial”: “Ahora/ Me/ Cumplen/ O/ Me/ Dejan/ Como/ Estatua.” La vigencia de los poemínimos de Efraín Huerta no tiene caducidad, porque su brevedad los convierte en textos memorizables (ahora podría decirse que “posteables”), y porque la realidad que vivimos diariamente es así de complicada: trágica y cómica al mismo tiempo.

Efraín Huerta: la risa inteligente

12/Junio/2011
Jornada Semanal
Jair Cortés

La poesía mexicana ha sido, en su mayoría, demasiado solemne, hecho que contrasta con el carácter del mexicano promedio que encuentra en el humor y en la ironía formas de mirar su entorno, pero sobre todo, de sobrevivir al mundo. Suele pensarse, erróneamente, que la literatura que nos revela el filo cómico de las cosas es ligera y que la risa debe dar paso a cuestiones más serias. Tal vez esta postura frente al humor en la literatura tenga su raíz en La poética, de Aristóteles, quien señalaba: “La Poesía se dividió según el carácter propio del poeta; porque los más respetables representaron imitativamente las acciones bellas y las de los bellos, mientras que los más ligeros imitaron las de los viles, comenzando éstos con sátiras, aquéllos con himnos y encomios.”

Afortunadamente siempre hay quienes no se limitan a recorrer los caminos más transitados. Efraín Huerta fue uno de esos poetas que comprendió la importancia y trascendencia del humor. El producto de esta actitud se lee en su libro Estampida de poemínimos. Esta obra, cargada de provocaciones luminosas, corre el riesgo de hacernos reír, sin que ello signifique que la reflexión pase a segundo término. Acaso Huerta inventa una forma poética: un conjunto de pequeños prismas en cuyo interior se refleja la luz de la ironía y la contradicción, como en el poemínimo titulado “Desconcierto”: “A mis/ viejos/ Maestros/ De Marxismo/ No los puedo/ Entender;/ Unos están/ En la cárcel/ Otros están/ en el poder.” Con un pie en el aforismo y otro en el refrán popular, el poemínimo despliega su pequeña majestuosidad, como una mariposa que al abrir sus alas asombra y emociona. La capacidad de concreción en los poemínimos de Huerta es una característica que los hermana con el haikú; su distribución visual nos da la pausa necesaria para asimilar la densidad concentrada a través de una lectura que gotea en la página. Pero los poemínimos de Efraín Huerta van más allá del refrán popular; se apoyan en la intertetextualidad, en el doble sentido y en los diferentes niveles del humor (negro, blanco y rojo): “Y así/ Le dije/ Con desolada/ Y cristiana/ Bondad:/ Desnúdate/ Que yo/ te/ Ayudaré.”

Es posible encontrar en estos poemas aquello que T.S. Eliot llamaba “la música de lo coloquial”: “Ahora/ Me/ Cumplen/ O/ Me/ Dejan/ Como/ Estatua.” La vigencia de los poemínimos de Efraín Huerta no tiene caducidad, porque su brevedad los convierte en textos memorizables (ahora podría decirse que “posteables”), y porque la realidad que vivimos diariamente es así de complicada: trágica y cómica al mismo tiempo.