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martes, 20 de noviembre de 2018

V.S. Naipaul, un latinoamericano extrañísimo

18/Noviembre/2018
La Jornada Semanal
Ricardo Bada

La noticia del Nobel de Literatura del 2001 a Naipaul me agarró a 202 kilómetros de mi biblioteca y mis archivos, y aunque me encontraba en Francfort y más o menos convertido en una isla rodeada de libros por todas partes –399 mil 811 títulos exhibidos en la 53.ª edición de la famosa feria homónima–, nada que hacer: los títulos de Naipaul brillaban por su ausencia. Hasta en el diminuto stand de Trinidad & Tobago, la patria natal del flamante Premio Nobel: también allí faltaban. Y sus atónitos editores europeos tratando de explicar lo inexplicable: por qué la decisión de la Academia Sueca los había sorprendido con los respectivos calzones en los respectivos tobillos.
Mi conocimiento de la obra de Naipaul se remonta a 1970. En un puesto de libros de un mercadillo callejero, aquí en Colonia, encontré un volumen en cuya tapa se leía ese nombre hasta entonces para mí por completo desconocido, v. s. Naipaul, seguido de un título que me hizo tragar saliva: Blaue Karren im Calypsoland. Me dije que no era posible que hubiese en el mundo un autor tan degenerado como para bautizar así a un hijo suyo: Carretas azules en la tierra del calipso. Me cercioré de ello mirando el colofón del libro, donde constaba que el título original era Miguel Street, y que Naipaul lo había publicado en 1959 en Londres, aunque el hombre había nacido en Chaguanas, trinitario de ascendencia india, más concretamente hindú. Y así, habiéndome cerciorado de que el delincuente en materia de títulos era el editor y no el autor, compré el pequeño volumen y tras su lectura me convertí en un adicto de Naipaul.
Luego, en 1976, en la emisora alemana Radio Deutsche Welle, donde me desempeñaba como redactor especializado en temas culturales, propuse la realización de una serie acerca de algunos lugares hechos famosos por la literatura universal. La propia ciudad de Colonia, sede de la emisora, era el escenario de El honor perdido de Katharina Blum. Y Danzig de la trilogía que comienza con El tambor de hojalata. Postulé asimismo la inclusión en la serie de lugares como La Mancha de Don Quijote, la isla de Juan Fernández donde se desarrolló la verdadera odisea de Robinson Crusoe, Salvador de Bahía donde las andanzas de Gabriela-clavo-y-canela, y por último Trinidad, para cuyo tratamiento sugerí contactar a Vividhar Surajprasad Naipaul, nombre que hizo fruncir las cejas en señal de perpleja ignorancia a mis compañeros. Pero eran tiempos de bonanza económica en Alemania y en nuestra emisora, y mi proyecto se aprobó sin más, con lo que me encontré teniendo como autores del mismo a Heinrich Böll, Günter Grass, Camilo José Cela (para La Mancha), Julio Cortázar (traductor al castellano del libro de Defoe), Jorge Amado y al buen Naipaul. (En aquel momento sólo Böll era Premio Nobel, hoy en día son cuatro los autores Nobel con los que armé mi serie. Y que Amado y Cortázar no lo recibieran, en fin, ese es un capítulo del que prefiero no hablar.)
Confieso mi orgullo por el hecho de que la serie se llevase a cabo con una calidad excepcional en los manuscritos originales, y en las necesarias traducciones de cuatro de ellos, por unos trujamanes del calibre de Felipe Boso, Víctor Canicio, Isaac Chocrón y Cristina Peri Rossi. Con semejante material no resulta nada difícil obtener un buen producto final. Y vaya si lo conseguimos.
Atesoro de las conversaciones mantenidas en aquel entonces con el hoy Premio Nobel 2001 mi ejemplar de Blaue Karren im Calypsoland dedicado personalmente por él, y ciertos recuerdos grabados en cinta magnetofónica. Así, por ejemplo, las siguientes palabras: “Cuando conocí a García Márquez, me dedicó un libro llamándome ‘uno de nuestros escritores latinoamericanos’. Ahora bien, me gustaría poseer esa dimensión adicional porque, después de todo, Trinidad, que es mi país, era parte de Venezuela, llamándose todo Nueva Andalucía hasta 1797, y de eso no hace tanto tiempo.”
Y puesto que estaba dialogando con gente del gremio radiofónico, nos confesó que hasta 1956 había editado un programa de la BBC para el Caribe: “Fue mi primer trabajo y debo admitir que me salvó cuando yo era realmente muy joven. Me gusta la radio, me gusta la voz humana, me gusta que lo que escribo se oiga. Cuando escribo, leo en voz alta lo que he escrito cada día, así que en lo que escribo hay como una calidad oral o hablada. Y los ritmos son ritmos, digamos, del habla, los ritmos de un idioma hablado.”
Es cierto: los libros de Naipaul parecen hablarnos. Y nos cuentan hartas cosas. Quienes repasen atentamente su Viaje islámico: Entre los creyentes, descubrirán que Naipaul, ya en 1980, había dejado dicho que muchos de los miles de millones que Occidente invierte en petróleo, en el Medio Oriente, pudieran terminar llegando a parar en manos de un movimiento bastante peligroso.
Y es que Naipaul, además de una bella voz, poseía un excelente olfato.

domingo, 24 de agosto de 2014

México en las cartas de Cortázar

24/Agosto/2014
Jornada Semanal
Ricardo Bada

Quinientas cincuenta y tres veces se menciona a México y/o a los mexicanos en la correspondencia de Cortázar, y el espacio de un artículo es deveras insuficiente para lo que, con clamorosa evidencia, está pidiendo un ensayo. Pero un artículo sí ofrece espacio bastante como para aproximarnos al tema con un par de buenos ejemplos.
El primero de ellos, y el primero de todos, se encuentra en una carta del 14/VI/1952, desde París, a su mejor amigo, Eduardo Jonquières, en Buenos Aires. En ella le platica que acaba de escribir dos cuentos, uno de ellos el más mexicano de todos los suyos, “Axolotl”. Luego le refiere que acudió a una exposición de Tesoros de la Edad Media en Italia, donde descubrió un Cristo de Andrea Pisano con “los brazos en alto y la cruz también: Y. Aquello adquiere un ímpetu de vuelo casi terrible.” Y que le dijo a Sergio, un amigo común: “Si yo fuera pintor o escultor, iría más allá: ¿por qué no tallar un Cristo que sea a la vez su propia cruz? [...] Cuatro días después entro en una inconcebible exposición de arte mexicano en el subsuelo del Musée d’Art Moderne. En una sala de obras coloniales veo mi idea realizada por un imaginero indio: una terrible cabeza de Cristo que se continúa por la cruz en sí. Créeme que tuve casi miedo.”
Dos años más tarde, en una carta a Damián Bayón, crítico de arte e historiador argentino, fechada también en París, 20/VII/1954, le pregunta: “¿Vas a escribirnos desde México? México es uno de los países que están en mi lista, pero pasan los años sin que me llegue la hora de ir a verlo. Si por casualidad conoces o ves a Orfila Reynal, dale muchos saludos míos. Y lo mismo a Octavio Paz, que es un muchacho simplemente extraordinario, y todo un poeta.” Al final se despide así: “Hasta siempre, Damián, y escríbenos desde algún rinconcito mexicano, entre dos chamales (no sé lo que son pero suena a mexicano).”
Dos meses después, siempre desde París, el 27/IX/1954, le escribe a Alfonso Reyes: “Muy querido maestro: Emma Susana Speratti Piñero y Ana María Barrenechea me han enviado la carta que Don Alejandro Quijano remitió a usted el 7 del corriente, y la cual consiente en otorgarme una credencial como colaborador de Novedades. No me será fácil encontrar las palabras para darle a usted las gracias por su generosa intervención en este asunto, cuyo buen éxito habrá de permitirme continuar residiendo en París. Ahora más que nunca siento de veras no haber tenido el gusto de conocer a usted personalmente, pues me hubiera sido más fácil decirle hoy por carta lo que valoro su gesto, y todo lo que representa para mí. En los días que usted vivía en Buenos Aires yo era demasiado joven para acercarme en otra forma que a través de sus libros. Y hoy me separan muchas aguas y muchas tierras de su mano que, sin embargo, se ha tendido hacia la mía y que estrecho con tanto cariño y tanta admiración. De todos modos Emma y Ana María que me conocen bien, sabrán decirle mucho más de lo que hallará usted en estas malas líneas. Delego en ellas la forma viva y presente de mi gratitud y mi amistad. Acepte el gran abrazo de quien lo admira y lo quiere, Julio Cortázar.”
A Eduardo Hugo Castagnino, 15/VII/1955: “Espero la aparición de un libro [Final del juego, Los Presentes, 1956], que me están editando en México, donde de golpe han aparecido unos admiradores que se han hecho cargo de la edición, con particular regocijo por mi parte.
Ya tendrás un ejemplar, si no me despierto antes y descubro que era un sueño.”
A Eduardo Jonquières, 27/V/1956: “El libro de cuentos está por salir en México; me prometen ejemplares para este mes o el que viene. (Los relojes aztecas son tan blandos como los de Dalí, y sus calendarios deben responder a la teoría de la expansión del universo).”
Cartas de un hombre en París
A Paul Blackburn, 20/IV/1958: “Lo único que se me ha escapado de tu traducción es ‘una caballeriza llena de mexicanos’. Sé que los mexicanos aman mucho a los caballos, como los argentinos, pero un establo lleno de mexicanos es demasiado para mí. Me he quedado muy perplejo.”
A Carlos Fuentes el 7/IX/1958 sobre La región más transparente: “No siendo mexicano, ignorándolo todo del ambiente que suscita y refleja a la vez una novela como la suya, tengo ventajas y desventajas igualmente peligrosas con respecto a los lectores de allá. Las desventajas son obvias, [...] pero, en cambio, creo tener alguna ventaja que quizá falte allá: en primer lugar la falta de compromiso con esa realidad en que usted está comprometido y, dentro del mismo juego, todos los lectores mexicanos. Puedo leer el libro como si fuera una novela de, digamos, Joyce Cary o Boris Pasternak; ¡qué diferencia cuando me llega de Buenos Aires alguna tentativa de explicación o crítica de los problemas argentinos!”
A Amparo Dávila, 25/I/1964: “Me maravilló la película Memorias de un mexicano, que sin duda conoces; jamás me hubiera imaginado que existían tantos documentos gráficos de la revolución, y que algunos fueran tan hermosos.”
A Paco Porrúa, 19/V/1964: “¿Conocés a un crítico de Excélsior, de México, llamado Francisco Zendejas? Se mandó tres artículos seguidos sobre Rayuela, a cual más delirante, y acabó diciendo que el libro era la declaración de independencia de la literatura latinoamericana. Pues mira, mano, cómo vamos mero mero...” Y al mismo corresponsal, el 4/IV/1966: “Un mexicano quiere filmar Rayuela. ¿Locura, hongos halucinógenos [sic] o sonso nada más?”
A Julio Silva, 23/VIII/1966: “Trabajo mucho en La vuelta al día en 80 mundos, que así se llamará el libro-collage que saldrá en México el año que viene. Nada me haría más feliz que contar con tu consejo y ayuda para la diagramación de ese libro, que será una especie de almanaque de textos cortos y muy diversos, un libro para cronopios. El editor me da bastante carta blanca para meter viñetas, mapas, galletitas secas, gatos disecados, etc. Además me propone cajas fabulosas, incluida una de 24 x 20, que es una exageración.”
A Francisco de la Maza, 4/VI/1967: “Quiero agradecerle su hermoso Antinoo, que acabo de leer en estos días. Desde luego, un libro a tal punto exhaustivo es de por sí un documento de un valor fuera de lo común; pero en su caso, afortunadamente, hay mucho más que eso, hay la presencia continua de un escritor y un artista, de alguien para quien el tema resulta evidentemente consustancial.”
A Paco Porrúa, el 26/VII/1967, le habla de la editorial Siglo XXI, que va a publicarle La vuelta al día en 80 mundos: “Parece muy dinámica, y en todo caso ha hecho todo lo posible por demostrarme que hasta mis zapatos viejos pueden ser editados ventajosamente en México.”
Y el 21/I/1968, al mismo corresponsal: “Me alegró lo que me decís de La vuelta al día, que está muy lejos de ser un libro ‘importante’ pero en cambio tiene, creo, muchas páginas divertidas. En México y en Cuba el libro es una especie de explosión, y me dicen que también en la Argentina. En todo caso yo tengo aquí ríos de cartas con toda clase de comentarios, desde el amor hasta el insulto.”
A Roberto Fernández Retamar, desde París, 20/I/1968: “Octavio Paz renunció a su cargo de embajador después de la masacre de México. Me manda un poema y una carta que explica y da su terrible y hermoso sentido al poema.” Y el mismo día, a Omar del Carlo: “Hiciste bien en divertirte con lo que llamas mi malhumor subterráneo, porque en todo caso no estaba dirigido contra vos ni mucho menos. Estos son tiempos de malhumor metafísico, histérico, lo que quieras: Biafra, México, Vietnam, las opciones son diversas. En todo caso, perdoname la posible brusquedad; te repito que nada tiene que ver con vos.”
A Paul Blackburn, 19/XI/1968: “Como recibo más dinero que antes, de México, la Argentina y ahora de los Estados Unidos, confío en poder trabajar menos en la Unesco y otras mierdas.”
A Eduardo Jonquières, 1/VIII/1969: “Maduro despacito la idea de irme a México el año que viene; de golpe tengo tanta libertad entre las manos que casi me da miedo.”
A Lezama Lima, 16/VIII/1970: “Sí, conocí al poeta [José Carlos] Becerra en Londres, me lo presentó Vargas Llosa, y era tan tímido que llevaba su libro para mí, ya dedicado, y no se animó a sacarlo del bolsillo aunque pasamos una velada juntos; lo dejó en manos de Mario, que me lo entregó más tarde. Su muerte me ha dolido profundamente, y he pensado en la extraña paradoja de que haya encontrado las Tijeras por manejar de noche su automóvil, cosa que no había hecho jamás pues era muy distraído y sus amigos le suplicaban que solamente guiara de día para no perder demasiado el rumbo. Curioso, sí, que el poeta, ese licántropo, no haya podido llegar al fin de la etapa en la oscuridad, que unos faros o una sombra de álamo lo hayan desviado hacia el barranco donde había de matarse.”
A Félix Grande, 15/II/1971: “Pues no, viejo, no tengo ningún domicilio de Octavio en México, pero pienso que si le escribes al Colegio de México, en el cual como quizá sabes tiene que hacer un curso este año, la carta le llegará sin problema. La otra solución es escribirle c/o Mortiz. Vi apenas de paso a Octavio cuando vino unos días a París, pues yo estaba ya yéndome a La Habana y todo se redujo a unos tragos y un abrazo.”
A Evelyn Picón Garfield, el 15/X/1973: “¿Te acuerdas de esa parte en que te cuento que un señor mexicano, en casa de Allende, juró haberme visto en la TV mexicana, entrevistado por una muchacha rubia? Era en febrero de este año. Pues bien, hace una semana, y por primera vez en mi vida, acepté dejarme entrevistar por la televisión, pues me daba la oportunidad de atacar a la Junta militar de Chile, hablar de Pablo Neruda, y definir mi idea de la revolución en América Latina. Me filmaron aquí, en París, hace seis días. La persona que me entrevistó se llama Silvia Lemus, y es una muchacha rubia. Y me entrevistó para la televisión de México.”
A Ana María Hernández, 21/I/1975: “Hubiera sido muy hermoso encontrarnos en París o en otro lado durante tus vacaciones, pero la frase anterior te estará diciendo ya que no será posible esta vez. En febrero (dentro de tres semanas más o menos) tengo que ir a México por la reunión del Tribunal de Helsinki, que se reúne para ocuparse de Chile. Me lo pidieron la Tencha Allende y Carlos Altamirano cuando nos vimos en Bruselas; también estará García Márquez, y no me puedo negar.”
A Rosario Santos, 31/III/1975: “En México, después de una semana agotadora de trabajo, pude escaparme en un auto y recorrer todo el país, quedándome en los pueblitos, hablando con la gente y conociendo todo lo que no puede dar la capital.”
A Ángel Rama, 16/IX/1975: “Cristina Peri Rossi está en unos líos terribles en España, y tendrá que irse en algún momento porque no le renovaron el pasaporte. Yo le voy a buscar colaboraciones en diarios de México, y te pido que si hay una chance en Caracas, me lo digas. Cristina tiene una cantidad de cuentos y poemas inéditos, y además ha escrito notas periodísticas, reseñas, etc. Sus calidades vos las conocés mejor que yo. Gracias por ella y por mí de antemano.”
A Evelyn Picón Garfield, 24/VIII/1976: “Lamento que los puritanismos mexicanos te hayan malogrado un poco las vacaciones; esa gente es en verdad muy extraña y yo no termino de comprenderla. Cada vez que he ido a México, he esperado una especie de revelación sobre su carácter, pero es inútil, me vuelvo a París con la misma ignorancia.”
A Ofelia Cortázar, desde Zihuatanejo, el 13/VII/1980: “Estamos en una playa bastante solitaria, pasando nuestras vacaciones con el hijito de Carol. El lugar es bellísimo y el mar azul y caliente, de modo que es perfecto para descansar y tostarse; falta nos hacía después de tantos viajes y tanto trabajo en París.“ Y una semana más tarde, desde el mismo lugar, le cuenta a Luis Tomasello maravillas de la playa y el sol y el descanso que están teniendo allá. En los mismos términos se expresa en cartas a su madre, el 18/VIII/1980, desde Zihuatanejo, y luego desde San Francisco, el 23/IX/1980: “Nuestro viaje final por México fue muy hermoso. Combinamos autos alquilados con aviones locales para recorrer diversas partes del territorio, y así en dos semanas pudimos ver una gran cantidad de cosas hermosas. Yo ya conocía parte de eso, pero Carol era la primera vez que venía a México, de modo que fue muy agradable mostrarle ciudades, ruinas y paisajes; luego fuimos a otros lugares que yo no conocía, y entonces el placer fue todavía más grande.” Un mes después, 23/X/1980, y asimismo desde San Francisco (donde Cortázar ha ido para dictar un curso de literatura en Berkeley), vuelve a decirle a su madre: “Cada vez que pensamos en esta temporada en México nos parece todavía más hermosa.”
Last but not least, remataremos esta cosecha de citas con la de una carta a Jaime Salinas, también desde Berkeley y también el 23/X/1980: “Me gustaría mucho que me acusaras recibo de la llegada de este envío, pues aunque el correo de aquí es seguro (el de México me llevó casi al harakiri), lo mismo prefiero estar seguro de que no te has quedado esperando sin que yo lo sepa.”


lunes, 12 de mayo de 2014

La semilla de GGM

Mayo/2014
Nexos
Ricardo Bada

La jirafa de Barranquilla
Si se colocan el uno sobre el otro los cuatro tomos que recogen la obra periodística de Gabriel García Márquez entre mayo de 1948 y mayo de 1960, el desnivel sobre la altura obtenida colocando uno sobre el otro todos los tomos de su obra narrativa es algo que salta de inmediato a la vista.
La tarea de hormiga llevada a cabo por el estudioso francés Jacques Gilard, rastreando en las colecciones de diarios donde GGM colaboró en sus años mozos, merece todos los respetos… académicos: sólo resta preguntarse si esa tarea, que responde aproximadamente a los presupuestos naturales de una edición crítica, ha sido debidamente valorada por quienes —al parecer— tan sólo ven la publicación de un nuevo libro de GGM como una nueva ocasión de hacer dinero contante y sonante.
Que la obra de GGM, a nivel editorial español y latinoamericano, es una evidentísima gallina de los huevos de oro, está fuera de toda duda. Que el público, a la larga, llegará a un límite de su capacidad de absorción, también. Y mucho más si lo que se le ofrece, a una velocidad que afecta traumáticamente su precario rubro para la adquisición de libros, está tan lejos de la calidad de página que ofrece casi cada uno de sus cuentos, de sus novelas.
En este sentido, al menos, los públicos extranjeros están mejor defendidos en sus intereses: como lectores y como compradores. No habrá editorial estadunidense o francesa o alemana o de cualquier lugar que sea, dispuesta a embarcarse en la aventura de ofrecer la obra periodística completa de Gabo: 890+986+861 páginas son lisa y llanamente demasiado. Ya resulta difícil interesar a un lector venezolano (es decir, casi vecino) en parte de los artículos 100% locales del primer volumen periodístico, Textos costeños, del autor de Cien años de soledad: pretender que un lector de Ámsterdam se interese por lo que GGM reseñó del estreno en Bogotá de Roman Holliday [sic], la peli con Audrey Hepburn y Gregory Peck, sería desatino.
Dicho en otras palabras: También el público español y latinoamericano hubiese estado mejor servido si los editores le hubieran ofrecido una selección de lo más granado de los artículos de GGM, y lo que es más importante, no se correría el riesgo de infligir un daño irreparable al buen nombre periodístico del autor.

El primer volumen de la obra periodística primera de GGM, un libro de 890 páginas, se titula Textos costeños. ¿Por qué “costeños”?  Porque en él se recoge la obra publicada por GGM en diarios y revistas de la costa atlántica colombiana, una región sui géneris cuya quintaesencia ha entrado en la historia de la literatura universal con el nombre de Macondo.
Textos costeños abarca en su cronología desde mayo de 1948 a diciembre de 1952. En esos años, GGM comienza a perfilarse como un escritor urgido por las realidades inmediatas, pero al mismo tiempo preocupado por trascenderlas, expresarlas artísticamente.
No es en modo alguno casual que el primer artículo conocido de GGM esté relacionado con el toque de queda. Ni nos parece casual (pero aquí nos limitaremos a aventurar una hipótesis) el hecho de que cuando GGM se hace cargo de una columna fija, “La Jirafa”, en enero de 1950, en el diario El Heraldo, de Barranquilla, elija como seudónimo el bien poco barranquillero, bien poco colombiano, bien poco habitual, de Septimus.
¿Por qué Septimus, por el personaje homónimo de Virginia Woolf, como siempre se ha conjeturado? Nosotros creemos ver más bien, en la elección de ese nombre, un homenaje indirecto, sutil, a la memoria del líder populista y liberal Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en pleno centro de Bogotá, en la Carrera Séptima, el 9 de abril de 1948. La muerte de Gaitán desencadenó aquella insurrección popular conocida como “el bogotazo”, y puso en marcha la irrefrenable maquinaria de “la violencia”, un periodo de enfrentamiento civil marcado por el signo de una crueldad y una implacabilidad sin parangón anterior en la historia de América Latina; y un periodo —dicho sea de paso— que quizás no esté todavía tan cancelado como pueda parecer.
Finalmente, una observación a lo mejor no tan obvia sobre el título de la columna fija que GGM mantiene en El Heraldo de Barranquilla durante tres años: la jirafa es, de entre todos los animales terrestres, el que por razones morfológicas ve más lejos.
Muchos de los mejores artículos que GGM publica en esta época son luego canibalizados —para emplear una expresión de Raymond Chandler— en la saga de Macondo, y constituyen un vivero de temas, de leitmotivs, que iremos viendo reaparecer recurrentemente en El coronel no tiene quien le escriba, en La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, en La mala hora. Pero esto, con ser ya mucho, sería muy poco y, en último término, tan sólo documentaría unilateralmente el aspecto work in progress dentro de la obra de GGM.
El periodista GGM, en esos años, tiene temas que se le vienen insistentemente a la pluma o a la máquina: la bomba de hidrógeno, los platillos voladores, las dizque extravagantes camisas del presidente Truman, ciertos personajes de tiras cómicas, el vegetarianismo. Su ritmo de publicación no llega sino en muy contados momentos (marzo del 50, por ejemplo) a la absoluta cotidianeidad, pero de todas maneras nunca baja de los tres artículos por semana, con todo lo que ello implica. Así, no resulta sorprendente que GGM se cuente en el infinito número de los columnistas que también han hecho su artículo sobre la falta de tema para escribir el artículo de ese día.
Evidente es también que Gabo ha dispuesto, casi desde el primer momento de su actividad periodística, de un cheque en blanco para la elección de los temas de su columna. Los únicos asuntos que parecen (sólo parecen) no atraer su atención son los relacionados con la vida política de su propio país. Pero aquí ya está germinando el gran GGM de determinadas páginas de La hojarasca y de La mala hora, que cuenta las cosas como si fuesen cuento, pero son dura realidad. Aquí, por cierto, se produce un momento decisivo, bien precisado cronológicamente por su recopilador Jacques Gilard, el 15 de marzo de 1952, cuando GGM publica su artículo “Algo que se parece a un milagro”; este artículo, al mismo tiempo un bellísimo reportaje concentrado, es bien directo, bien nítido y claro en su mensaje  y denuncia, al mismo tiempo que anuncia dos cosas: el gran reportero en ciernes (del que muy poco después, ya afincado en Bogotá, tendremos cumplidas pruebas), y todo un segmento narrativo importantísimo de Cien años de soledad, el episodio de la masacre en el pueblo bananero.
Temprana es la admiración de Gabo por William Faulkner, y no se recata de decirlo cada vez que se le presenta la ocasión. Curiosamente, en su artículo sobre la concesión del Premio Nobel al maestro norteamericano, GGM aprovecha la oportunidad para expresar su desagrado por el hecho de que Faulkner comparta ese galardón con los “panecillos de sobremesa” que son Pearl S. Buck, Hermann Hesse y Thomas Mann. Sería interesante saber qué era lo que GGM había leído, en aquel entonces, del autor de La muerte en Venecia. Pero volviendo a las admiraciones, en estos artículos primerizos de GGM se aprecia una influencia muy notable del mayor estilista y creador español del siglo XX, Ramón Gómez de la Serna.
Una lectura cuidadosa, detenida, de las más de 800 páginas del primer volumen de la obra periodística de GGM revela también la necesidad de precaverse contra el prejuicio de que esa obra tiene que ser, por fuerza, el humus en el cual germina su obra posterior. Hasta llegar a ella, GGM ha debido recorrer un camino más largo de lo que cabría pensar.
Y en un cierto sentido, iconoclasta para los adoradores de l’art pour l’art, de la literatura pura, también podría decirse lo siguiente: cuando hace años leíamos ávidamente la edición del miércoles de El País, de Madrid, a la búsqueda del artículo semanal de GGM, estábamos a veces tentados de pensar que toda la poderosa saga narrativa del hombre de Aracataca no había sido más que un largo aprendizaje, la conquista de una tribuna imposible de desoír, desde la cual se pronunciaba, más sabia, más intensamente, llamando la atención del mundo sobre las urgencias y las carencias de la América Latina, sobre la difícil construcción del socialismo, aquel periodista joven que un día se presentó en la redacción de El Universal, de Cartagena de Indias, y meses más tarde en la de El Heraldo, de Barranquilla, con varios cuentos bajo el brazo y una irreprimible comezón de escribir en las puntas de los dedos. Dicho en otras palabras: tal vez algún día la historia de la literatura registre el nombre de GGM como el del mayor periodista latinoamericano del siglo XX.
El espectador de Bogotá
Entre cachacos I y Entre cachacos II recogen la obra periodística de GGM entre febrero de 1954 y julio de 1955. García Márquez vive este lapso entre cachacos, es decir, en Bogotá. García Márquez se halla, pues, fuera de su eje vital, del hinterland que se trasparece en toda su obra narrativa, y que no es otro que la costa atlántica de Colombia.
El Espectador, el diario liberal de Bogotá, incorpora a su plantilla al joven hacedor de la columna “La Jirafa”, del diario barranquillero El Heraldo, y apuesta plenamente por él. Hay madera en ese periodista, y la confianza depositada en él por los propietarios del periódico capitalino se ve confirmada de un modo portentoso por el reportaje que aparece en sus páginas entre el 5 y el 22 de abril de 1955; ese reportaje que ha dado la vuelta al mundo en quizás no ochenta, pero casi tantas traducciones, Relato de un náufrago. Bastaría esta obra maestra del periodismo para haber consagrado al posterior autor de Crónica de una muerte anunciada.
En El Espectador Gabriel García Márquez se desempeña como reportero de plantilla, crítico cinematográfico, columnista anónimo, en fin, algo que va mucho más allá del mero contemplar: ello se pone particularmente de manifiesto en sus críticas de cine.
I.  El espectador García Márquez, o mejor dicho, G.G.M. —como insiste en firmar—, es más que un simple espectador; GGM observa, a caballo entre contemplar y considerar. Su tarea no es relevante si la juzgamos sólo con los parámetros de la crítica cinematográfica que se estaba haciendo entonces en Francia y en Italia; y si comparamos la obra de crítica de cine cumplida por GGM en El Espectador entre 1954 y 1955, con la llevada a cabo por Graham Greene en The Spectator a partir de 1935, la verdad es que Greene le gana a GGM por knock out. Retengamos sin embargo —¡oh manes de Macondo!— la curiosa identidad de títulos de las dos publicaciones en donde GGM y Greene se ocupan del séptimo arte.
A propósito de estas críticas de cine del autor colombiano, el meritorio recopilador de su obra periodística, Jacques Gilard, confiesa paladinamente en la documentada introducción a los dos volúmenes de Entre cachacos: “Es más bien injusto recopilar esas crónicas junto con los reportajes que fueron firmados con nombre y apellidos. Es una consecuencia lógica —si bien perfectamente discutible— del criterio usado en la investigación documental, la cual aspiraba a recoger cronológicamente todos los textos inmediatamente identificables, llevaran la firma de García Márquez o solamente la de GGM”.
¿Por qué injusto? Jacques Gilard no se explaya mucho al respecto… y hace bien; porque, después de todo, las críticas de cine de GGM hablan por sí mismas y están —todas— en los dos tomos de Entre cachacos.
Así, la crítica de Umberto D., que puede pasar perfectamente como sinopsis de El coronel no tiene quien le escriba. O cuando al hablar medio ex cáthedra de una mediocre producción alemana, Cristina, llega a la desoladora conclusión de que el cine alemán jamás se universalizará a causa de la dificultad fonética que entrañan los nombres de sus luminarias; cosa que hoy, con los Fassbinder, Schygulla, Schlöndorff, y un largo etcétera, enquistados en el firmamento cinematográfico, casi causa risa. O cuando GGM pasa de largo, como quien no quiere la cosa, ante una obra maestra de la categoría de Johnny Guitar.
II. Otra cosa es el reportero GGM. Aquí asoma la fibra del autor del episodio de las bananeras en Cien años de soledad. Sus reportajes son un fiel testimonio de lo visto, observado y considerado por un hombre que se va definiendo ideológicamente como abogado de causas, si bien perdidas, eventualmente a ganar.
Cierto que, a veces, la presión de la actualidad le obliga a realizar largas entrevistas donde se adivina su desapego: por ejemplo con el torero Joselillo de Colombia. (Y aquí podría hacerse un inciso y remarcar que, con excepción de un largo capítulo en una novela peruana, Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique, el mundo de la tauromaquia quedó exento de cualquier tratamiento en la narrativa contemporánea de América Latina: ¿se avergüenzan, quizás, los narradores latinoamericanos, de esa herencia española?)
Cierto que, a veces, la presión de la editorial que le paga un sueldo le obliga a realizar largas entrevistas en las que, a despecho de su desapego, le va cobrando afecto al entrevistado y consigue un resultado, aunque de tono menor, al menos digno; por ejemplo con el entonces héroe nacional de Colombia, el corredor ciclista Ramón Hoyos.
Pero cierto también que su acercamiento a las tragedias —digámoslo así— sin importancia, si es que hablar de tragedias sin importancia no constituye un peligroso pleonasmo (pienso en Reagan), llevan al reportero García Márquez a una situación en la que tiene que sacar lo mejor de sí: la constante, indomeñable, segura aversión a todo lo que es injusto, pero sobre todo a aquello que da lugar a que aparezca y adquiera carta (burocrática) de naturaleza la injusticia. Determinados comportamientos de autoridades colombianas asediadas por las preguntas del reportero García Márquez recuerdan la banalidad del terror que se refleja en el comportamiento del Eichmann retratado magistralmente por Kipphardt: sencillamente cumplen órdenes.
III. El tercer y último aspecto a considerar es el del columnista. Aquí es donde, tal vez, y con la excepción del Relato de un náufrago, se encuentran sus mayores aciertos literarios. Pero aquí, también, es donde por primera y —quizás— última vez, Gabriel García Márquez trabaja inter pares. El cuadro de columnistas del diario El Espectador, de Bogotá, es de una categoría excepcional. Pero lo cierto es que en esa columna anónima de la glosa diaria, GGM tiene que mantener un nivel de calidad que satisfaga dos exigencias: el lector debe saber que él es quien escribe, pero al mismo tiempo su glosa no puede ni debe ser ni mejor ni peor que la que hubiese escrito uno de los otros compañeros que son redactores habituales de la sección. En otras palabras: esa sección no la escribe Fulanito o Menganito; esa sección la escribe toda una generación de grandes periodistas colombianos. Y haber encontrado el punto de engarce con ellos, haber engranado con el mecanismo, es una de las grandes proezas periodísticas cumplidas por García Márquez.
Entre el Caribe y Moscú
En julio de 1955, el diario El Espectador, de Bogotá, destaca en Ginebra a su reportero estrella, Gabriel García Márquez, para que cubra informativamente el encuentro de los entonces todavía Cuatro Grandes.
A orillas del lago Leman, GGM carecerá de la infraestructura de que siempre ha podido disponer hasta ahora, tanto en Barranquilla como en la capital de su país, y además no puede competir —ni tan siquiera pensar en intentarlo— con las agencias noticiosas internacionales. Sólo algunas de las crónicas logra pasarlas por cable, el resto irá por correo aéreo, y no es pequeño milagro el hecho de que no se perdieran.
Repasándolas atentamente se ve que el reportero colombiano apenas si desliza un par de escuálidas informaciones acerca de la Conferencia en sí; para salvar el expediente tiene que echar mano a su bien desarrollado sentido del humor y escribir la pequeña crónica de los acontecimientos.
La necesidad convierte al reportero en glosador. “Para nosotros”, concluirá significativamente su última crónica ginebrina, sin especificar quién es ese nosotros enmascarado en plural mayestático, “Ginebra seguirá siendo siempre esta casa de locos de La Maison de la Presse” [sic].
Dos meses más tarde, en Venecia, en la Bienale, el caudal informativo que recibe a través de las carpetas de prensa del propio Festival es mucho mayor, y GGM le saca bastante partido. Es el glosador vocacional quien interrumpe las crónicas informativas sobre el festival para insertar una estampa de la playa del Lido. Al margen de sus apuntes sobre las películas que ve en el Palacio del Festival, unos apuntes que tanto le deben a esas carpetas de prensa, GGM no deja escapar la ocasión de mostrar, cuando puede, su humor corrosivo. Por ejemplo, cita (o se inventa) el comentario de un colega italiano sobre la película argentina La Tierra del Fuego se apaga: “El español es un idioma extraño; cuando un actor pide un vaso de agua, parece que estuviera recitando a Corneille”.
Poco después de la Bienale estalla el escándalo Wilma Montesi —hoy entretanto ya olvidado en la maraña de connivencias político/mafiosas que parecen ser la característica diferencial de la vida pública italiana tras la Segunda Guerra Mundial— y GGM marcha a Roma para cubrir la información sobre aquel que fue llamado en su día “el escándalo del siglo”, antes de que Watergate, el escándalo de la Banca Ambrosiana y el hundimiento del Rainbow Warrior de Greenpeace pusieran sucesivos puntos finales a tanta ingenuidad.
En Roma, como en Ginebra, GGM se ve librado a sus propias fuerzas… y a la prensa diaria italiana, en cuyas páginas entrará a saco, esmaltando su prosa todavía un tanto insegura con refritos que huelen claramente a traducción apresurada del idioma del Dante. Lo mismo sucederá meses después en París, durante el también por aquellos días célebre proceso por las infiltraciones en el gobierno francés, si bien ahora los préstamos idiomáticos serán de la lengua de Voltaire.
Y aquí, además, al glosador no le queda tiempo, o no tiene ganas, de intercalar ninguna crónica de costumbres… a no ser que se considere así algún comentario machista como éste, cuando describe una sesión del Comité de Defensa Nacional de Francia: “En torno a una mesa de doce metros de longitud había veinte sillas que sólo podían ser ocupadas por las personas capaces de guardar el secreto más secreto del mundo. En ninguna de ellas se ha sentado jamás una mujer”.
Esta última serie de crónicas no aparece ya en El Espectador, que ha debido cerrar a causa de la dictadura de Rojas Pinilla, sino en El Independiente, que es un Espectador camuflado, y que a su vez se ve obligado a parar sus prensas a los dos meses de ponerlas en movimiento. Con lo que GGM se queda sin un ingreso fijo, y varado en Europa. Esa estancia en Europa, en condiciones de verdadero apuro económico, fructifica en dos relatos, La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba, uno de los cuales, el segundo, bien puede considerarse su obra maestra.
Por ese tiempo, y en compañía  de su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, emprende dos viajes que le llevan  a la Hungría de después de la revuelta, y a la Unión Soviética, sólo que  los reportajes escritos a raíz de tales viajes han de aguardar un par de años antes de ser publicados; en Colombia es imposible en esos momentos,  y en esos momentos GGM no dispone todavía de un nuevo empleador  de su talento periodístico.
La publicación del relato del viaje a Hungría tendrá lugar en Venezuela y no en Colombia, poco antes del regreso de GGM a América Latina, justamente a Venezuela y no a Colombia, porque entretanto Plinio Apuleyo está dirigiendo una revista en Caracas y le ofrece trabajo allí. Muy poco más tarde, una vez triunfante Fidel Castro y fundada la agencia noticiosa cubana Prensa Latina, a Plinio Apuleyo y GGM se les brinda la mayor chance profesional que pudieron soñar nunca: montar la oficina de esa agencia en Bogotá, donde ya ha caído Rojas Pinilla y se  ha reinstaurado el sistema de alternancia de los partidos políticos tradicionales en el poder. Con la entrada de GGM en una agencia noticiosa se inicia un nuevo periodo de su vida y que escapa al marco cronológico abarcado por la cuidadosa recopilación de su obra periodística por Jacques Gilard.

domingo, 21 de octubre de 2012

Un peruano en Europa

21/Octubre/2012
Jornada Semanal
Ricardo Bada

Perú ha sido siempre cuna de grandes poetas, e incluso del que quizá sea el mayor poeta de nuestra lengua en el lado americano del gran charco: César Vallejo (“lo digo y no me corro”, para expresarlo con sus propias palabras). De entre quienes lo siguieron en el Perú, sólo dos, a mi juicio, no quedan empequeñecidos por la sombra de aquel a quien respetuosa y cariñosamente llaman “el cholo”: Jorge Eielson (1924-2006) y Antonio Cisneros, que se nos murió el sábado 6 de octubre, en Lima, sin haber alcanzado los setenta años de edad.
La noticia de su muerte nos abrumó porque ni siquiera sabíamos que estaba tan enfermo. Y nos afectó porque Toño, siempre Toño en el recuerdo, fue una persona a quien queríamos mucho y que siempre que se parachutaba en Colonia era nuestro huésped. No precisamente de trato fácil, y menos con un par de tragos intus, pero sabiéndolo de antemano se le aguantaban carros y carretas gracias a su plática, una de las más creativas y sugerentes que hayamos disfrutado quienes tuvimos el privilegio y el placer de haber sido sus interlocutores. Cuando Toño hablaba, se sentía en el aire el chisporroteo de las ideas y las imágenes. Y no eran fuegos de artificio, sino fuego del que deja rescoldos.
Toño nació en Lima en 1942 y publicó sus primeros poemas a los diecinueve años, una plaquette titulada Destierro, a la que un año después seguiría David. Y estudió Literatura en dos Universidades limeñas, la de San Marcos y la Católica, de la primera de las cuales fue luego docente, así como también, en calidad de profesor invitado, de las de Southampton, Niza, Budapest y Berkeley.
En 1967 obtuvo el Premio Nacional de Poesía del Perú, con Comentarios reales de Antonio Cisneros, para que no se confundiesen con los del Inca Garcilaso, y es simpático reseñar el gazapo de sus meritorios traductores ingleses, empecinados en traducir “reales” como “royal”, en vez de referir esos Comentarios a la realidad, igual que el Inca, y ese inca ucrónico y utópico que fue Cisneros.
Un año después, en 1968, clave por tantos conceptos, le llega la consagración definitiva ganando el Premio Casa de las Américas (cuando ese Premio era marchamo de calidad) por su Canto ceremonial contra un oso hormiguero, donde centellean algunos de los poemas más hermosos compuestos en español en el siglo XX. Pienso especialmente en el famoso “KARL MARX DIED 1883 AGED 65”, inspirado por la tumba de Marx en Londres, y que concluye con unos versos que justifican estas líneas escritas en honor de mi amigo, su autor: “y la cosa no iba y después/ sí y entonces/ vino lo de Plaza Vendôme y eso de Lenin y el montón/ de revueltas y entonces/ las damas temieron algo más que una mano en las nalgas/ y los caballeros pudieron sospechar/ que la locomotora a vapor ya no era más el rostro/ de la felicidad universal.// ‘Así fue, y estoy en deuda contigo, viejo aguafiestas’”.
En la primera mitad de la década de los ochenta le concedieron una beca de creación, durante un año, en Berlín occidental, donde lo conocí e iniciamos una amistad entrañable que ha terminado de manera cruel e inesperada ese luctuoso sábado. Y fue durante una larga charla en Berlín, en junio 1982, cuando me resumió sus preferencias autorales: Brecht (pero no el dramaturgo sino el poeta), Pound, Eliot, Lowell, Ferlinghetti, Ginsberg, Octavio Paz hasta el ‘60, Ernesto Cardenal hasta poco después, y el más grande de toda la generación española del ‘27, Luis Cernuda, siempre.
Una influencia de la que no habló, tal vez por lo evidente, es la Biblia. Otra no tan evidente, excepto en el “Tercer movimiento (affetuoso) contra la flor de la canela”, es la de John Donne. Y una tercera, Quevedo, se le trasvelaba en la adoración con que solía recitarlo.
No quiero que se me quede en el tintero su obra de prosista (El arte de envolver pescado), ni sus traducciones de una antología del brasileño Ferreira Gullar y otra de la poesía inglesa contemporánea –cuya lectura tanto le rentó en su descastellanización del discurso poético–; y last but not least su desempeño como creador y animador cultural a través de El Caballo Rojo, un suplemento cultural de los más recordables en la historia del periodismo latinoamericano.
Además de Berlín, otros escenarios de nuestros encuentros fueron París, Madrid, Colonia y Hamburgo, aquí en junio 1986, un recital deveras inolvidable, con Gonzalo Rojas, Álvaro Mutis, Zoe Valdés y Pedro Shimose, panel de lujo donde los haya.
Una manera oblicua de acercarse a la poesía de Antonio Cisneros es hacer un corte transversal a sus declaraciones públicas (entrevistas) en diversas épocas de su vida.  Elijo dos. Una de 1971: “No ha sido por el Canto general que triunfó la Unidad Popular en Chile. Al exigir a la poesía un poder que no tiene, la gente delira pretenciosamente. Y eso sí que es contrarrevolucionario.” Y otra de 1982: “Me fui apartando de Lorca cuando sentí que era pura emotividad. Constaté en su poesía una ausencia de humor que me fue alejando de é1. Empezó en cambio a interesarme Brecht. Su ironía que destroza la lógica burguesa. Me interesa su idea de contar el otro lado de la Historia.” Y en esa misma entrevista explica, de un modo increíblemente revelador de su propia poesía, cómo se fue a Londres con una beca que la Universidad de San Marcos le había concedido para ir a Madrid: “El argumento que utilicé ante el Decano fue muy simple: ‘Doctor, en Inglaterra están los Beatles.’ Y el Decano comprendió.”
Tengo a la vista constantemente, cuando escribo, una serie de fotos que cuelgan en las paredes de esta casa. Una de ellas documenta la fiesta de despedida de Toño en Berlín, cuando terminó su beca de creación, que le sirvió para escribir un nuevo libro, Monólogo de la casta Susana y otros poemas. Y contemplando esa foto ahora, entiendo mucho mejor lo que me comentó Julio Mendívil, el etnomusicólogo peruano de la Uni de Colonia, que fue quien me dio la noticia de la muerte de Toño: “Él era un icono de mi juventud, casi como John Lennon, imagínate”. Y sí, Imagine.