Mayo/2014
Nexos
Ricardo Bada
La jirafa de Barranquilla
Si se colocan el uno sobre el otro los cuatro tomos que recogen la
obra periodística de Gabriel García Márquez entre mayo de 1948 y mayo de
1960, el desnivel sobre la altura obtenida colocando uno sobre el otro
todos los tomos de su obra narrativa es algo que salta de inmediato a la
vista.
La tarea de hormiga llevada a cabo por el estudioso francés Jacques
Gilard, rastreando en las colecciones de diarios donde GGM colaboró en
sus años mozos, merece todos los respetos… académicos: sólo resta
preguntarse si esa tarea, que responde aproximadamente a los
presupuestos naturales de una edición crítica, ha sido debidamente
valorada por quienes —al parecer— tan sólo ven la publicación de un
nuevo libro de GGM como una nueva ocasión de hacer dinero contante y
sonante.
Que la obra de GGM, a nivel editorial español y latinoamericano, es
una evidentísima gallina de los huevos de oro, está fuera de toda duda.
Que el público, a la larga, llegará a un límite de su capacidad de
absorción, también. Y mucho más si lo que se le ofrece, a una velocidad
que afecta traumáticamente su precario rubro para la adquisición de
libros, está tan lejos de la calidad de página que ofrece casi cada uno
de sus cuentos, de sus novelas.
En este sentido, al menos, los públicos extranjeros están mejor
defendidos en sus intereses: como lectores y como compradores. No habrá
editorial estadunidense o francesa o alemana o de cualquier lugar que
sea, dispuesta a embarcarse en la aventura de ofrecer la obra
periodística completa de Gabo: 890+986+861 páginas son lisa y llanamente
demasiado. Ya resulta difícil interesar a un lector venezolano (es
decir, casi vecino) en parte de los artículos 100% locales del primer
volumen periodístico,
Textos costeños, del autor de
Cien años de soledad: pretender que un lector de Ámsterdam se interese por lo que GGM reseñó del estreno en Bogotá de
Roman Holliday [sic], la peli con Audrey Hepburn y Gregory Peck, sería desatino.
Dicho en otras palabras: También el público español y
latinoamericano hubiese estado mejor servido si los editores le hubieran
ofrecido una selección de lo más granado de los artículos de GGM, y lo
que es más importante, no se correría el riesgo de infligir un daño
irreparable al buen nombre periodístico del autor.
El primer volumen de la obra periodística primera de GGM, un libro de 890 páginas, se titula
Textos costeños.
¿Por qué “costeños”? Porque en él se recoge la obra publicada por GGM
en diarios y revistas de la costa atlántica colombiana, una región
sui géneris cuya quintaesencia ha entrado en la historia de la literatura universal con el nombre de Macondo.
Textos costeños abarca en su cronología desde mayo de 1948 a
diciembre de 1952. En esos años, GGM comienza a perfilarse como un
escritor urgido por las realidades inmediatas, pero al mismo tiempo
preocupado por trascenderlas, expresarlas artísticamente.
No es en modo alguno casual que el primer artículo conocido de GGM
esté relacionado con el toque de queda. Ni nos parece casual (pero aquí
nos limitaremos a aventurar una hipótesis) el hecho de que cuando GGM se
hace cargo de una columna fija, “La Jirafa”, en enero de 1950, en el
diario
El Heraldo, de Barranquilla, elija como seudónimo el bien poco barranquillero, bien poco colombiano, bien poco habitual, de Septimus.
¿Por qué Septimus, por el personaje homónimo de Virginia Woolf, como
siempre se ha conjeturado? Nosotros creemos ver más bien, en la
elección de ese nombre, un homenaje indirecto, sutil, a la memoria del
líder populista y liberal Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en pleno
centro de Bogotá, en la Carrera Séptima, el 9 de abril de 1948. La
muerte de Gaitán desencadenó aquella insurrección popular conocida como
“el bogotazo”, y puso en marcha la irrefrenable maquinaria de “la
violencia”, un periodo de enfrentamiento civil marcado por el signo de
una crueldad y una implacabilidad sin parangón anterior en la historia
de América Latina; y un periodo —dicho sea de paso— que quizás no esté
todavía tan cancelado como pueda parecer.
Finalmente, una observación a lo mejor no tan obvia sobre el título de la columna fija que GGM mantiene en
El Heraldo
de Barranquilla durante tres años: la jirafa es, de entre todos los
animales terrestres, el que por razones morfológicas ve más lejos.
Muchos de los mejores artículos que GGM publica en esta época son
luego canibalizados —para emplear una expresión de Raymond Chandler— en
la saga de Macondo, y constituyen un vivero de temas, de leitmotivs, que
iremos viendo reaparecer recurrentemente en
El coronel no tiene quien le escriba, en
La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, en
La mala hora. Pero esto, con ser ya mucho, sería muy poco y, en último término, tan sólo documentaría unilateralmente el aspecto
work in progress dentro de la obra de GGM.
El periodista GGM, en esos años, tiene temas que se le vienen
insistentemente a la pluma o a la máquina: la bomba de hidrógeno, los
platillos voladores, las dizque extravagantes camisas del presidente
Truman, ciertos personajes de tiras cómicas, el vegetarianismo. Su ritmo
de publicación no llega sino en muy contados momentos (marzo del 50,
por ejemplo) a la absoluta cotidianeidad, pero de todas maneras nunca
baja de los tres artículos por semana, con todo lo que ello implica.
Así, no resulta sorprendente que GGM se cuente en el infinito número de
los columnistas que también han hecho su artículo sobre la falta de tema
para escribir el artículo de ese día.
Evidente es también que Gabo ha dispuesto, casi desde el primer
momento de su actividad periodística, de un cheque en blanco para la
elección de los temas de su columna. Los únicos asuntos que parecen
(sólo parecen) no atraer su atención son los relacionados con la vida
política de su propio país. Pero aquí ya está germinando el gran GGM de
determinadas páginas de
La hojarasca y de
La mala hora,
que cuenta las cosas como si fuesen cuento, pero son dura realidad.
Aquí, por cierto, se produce un momento decisivo, bien precisado
cronológicamente por su recopilador Jacques Gilard, el 15 de marzo de
1952, cuando GGM publica su artículo “Algo que se parece a un milagro”;
este artículo, al mismo tiempo un bellísimo reportaje concentrado, es
bien directo, bien nítido y claro en su mensaje y denuncia, al mismo
tiempo que anuncia dos cosas: el gran reportero en ciernes (del que muy
poco después, ya afincado en Bogotá, tendremos cumplidas pruebas), y
todo un segmento narrativo importantísimo de
Cien años de soledad, el episodio de la masacre en el pueblo bananero.
Temprana es la admiración de Gabo por William Faulkner, y no se
recata de decirlo cada vez que se le presenta la ocasión. Curiosamente,
en su artículo sobre la concesión del Premio Nobel al maestro
norteamericano, GGM aprovecha la oportunidad para expresar su desagrado
por el hecho de que Faulkner comparta ese galardón con los “panecillos
de sobremesa” que son Pearl S. Buck, Hermann Hesse y Thomas Mann. Sería
interesante saber qué era lo que GGM había leído, en aquel entonces, del
autor de
La muerte en Venecia. Pero volviendo a las
admiraciones, en estos artículos primerizos de GGM se aprecia una
influencia muy notable del mayor estilista y creador español del siglo
XX, Ramón Gómez de la Serna.
Una lectura cuidadosa, detenida, de las más de 800 páginas del
primer volumen de la obra periodística de GGM revela también la
necesidad de precaverse contra el prejuicio de que esa obra tiene que
ser, por fuerza, el humus en el cual germina su obra posterior. Hasta
llegar a ella, GGM ha debido recorrer un camino más largo de lo que
cabría pensar.
Y en un cierto sentido, iconoclasta para los adoradores de
l’art pour l’art, de la literatura pura, también podría decirse lo siguiente: cuando hace años leíamos ávidamente la edición del miércoles de
El País,
de Madrid, a la búsqueda del artículo semanal de GGM, estábamos a veces
tentados de pensar que toda la poderosa saga narrativa del hombre de
Aracataca no había sido más que un largo aprendizaje, la conquista de
una tribuna imposible de desoír, desde la cual se pronunciaba, más
sabia, más intensamente, llamando la atención del mundo sobre las
urgencias y las carencias de la América Latina, sobre la difícil
construcción del socialismo, aquel periodista joven que un día se
presentó en la redacción de
El Universal, de Cartagena de Indias, y meses más tarde en la de
El Heraldo,
de Barranquilla, con varios cuentos bajo el brazo y una irreprimible
comezón de escribir en las puntas de los dedos. Dicho en otras palabras:
tal vez algún día la historia de la literatura registre el nombre de
GGM como el del mayor periodista latinoamericano del siglo XX.
El espectador de Bogotá
Entre cachacos I y
Entre cachacos II recogen la
obra periodística de GGM entre febrero de 1954 y julio de 1955. García
Márquez vive este lapso entre cachacos, es decir, en Bogotá. García
Márquez se halla, pues, fuera de su eje vital, del hinterland que se
trasparece en toda su obra narrativa, y que no es otro que la costa
atlántica de Colombia.
El Espectador, el diario liberal de Bogotá, incorpora a su plantilla al joven hacedor de la columna “La Jirafa”, del diario barranquillero
El Heraldo,
y apuesta plenamente por él. Hay madera en ese periodista, y la
confianza depositada en él por los propietarios del periódico capitalino
se ve confirmada de un modo portentoso por el reportaje que aparece en
sus páginas entre el 5 y el 22 de abril de 1955; ese reportaje que ha
dado la vuelta al mundo en quizás no ochenta, pero casi tantas
traducciones,
Relato de un náufrago. Bastaría esta obra maestra del periodismo para haber consagrado al posterior autor de
Crónica de una muerte anunciada.
En
El Espectador Gabriel García Márquez se desempeña como
reportero de plantilla, crítico cinematográfico, columnista anónimo, en
fin, algo que va mucho más allá del mero contemplar: ello se pone
particularmente de manifiesto en sus críticas de cine.
I. El espectador García Márquez, o mejor dicho, G.G.M.
—como insiste en firmar—, es más que un simple espectador; GGM observa, a
caballo entre contemplar y considerar. Su tarea no es relevante si la
juzgamos sólo con los parámetros de la crítica cinematográfica que se
estaba haciendo entonces en Francia y en Italia; y si comparamos la obra
de crítica de cine cumplida por GGM en
El Espectador entre 1954 y 1955, con la llevada a cabo por Graham Greene en
The Spectator a partir de 1935, la verdad es que Greene le gana a GGM por
knock out.
Retengamos sin embargo —¡oh manes de Macondo!— la curiosa identidad de
títulos de las dos publicaciones en donde GGM y Greene se ocupan del
séptimo arte.
A propósito de estas críticas de cine del autor colombiano, el
meritorio recopilador de su obra periodística, Jacques Gilard, confiesa
paladinamente en la documentada introducción a los dos volúmenes de
Entre cachacos:
“Es más bien injusto recopilar esas crónicas junto con los reportajes
que fueron firmados con nombre y apellidos. Es una consecuencia lógica
—si bien perfectamente discutible— del criterio usado en la
investigación documental, la cual aspiraba a recoger cronológicamente
todos los textos inmediatamente identificables, llevaran la firma de
García Márquez o solamente la de GGM”.
¿Por qué injusto? Jacques Gilard no se explaya mucho al respecto… y
hace bien; porque, después de todo, las críticas de cine de GGM hablan
por sí mismas y están —todas— en los dos tomos de
Entre cachacos.
Así, la crítica de
Umberto D., que puede pasar perfectamente como sinopsis de
El coronel no tiene quien le escriba. O cuando al hablar medio ex cáthedra de una mediocre producción alemana,
Cristina,
llega a la desoladora conclusión de que el cine alemán jamás se
universalizará a causa de la dificultad fonética que entrañan los
nombres de sus luminarias; cosa que hoy, con los Fassbinder, Schygulla,
Schlöndorff, y un largo etcétera, enquistados en el firmamento
cinematográfico, casi causa risa. O cuando GGM pasa de largo, como quien
no quiere la cosa, ante una obra maestra de la categoría de
Johnny Guitar.
II. Otra cosa es el reportero GGM. Aquí asoma la fibra del autor del episodio de las bananeras en
Cien años de soledad.
Sus reportajes son un fiel testimonio de lo visto, observado y
considerado por un hombre que se va definiendo ideológicamente como
abogado de causas, si bien perdidas, eventualmente a ganar.
Cierto que, a veces, la presión de la actualidad le obliga a
realizar largas entrevistas donde se adivina su desapego: por ejemplo
con el torero Joselillo de Colombia. (Y aquí podría hacerse un inciso y
remarcar que, con excepción de un largo capítulo en una novela peruana,
Un mundo para Julius,
de Alfredo Bryce Echenique, el mundo de la tauromaquia quedó exento de
cualquier tratamiento en la narrativa contemporánea de América Latina:
¿se avergüenzan, quizás, los narradores latinoamericanos, de esa
herencia española?)
Cierto que, a veces, la presión de la editorial que le paga un
sueldo le obliga a realizar largas entrevistas en las que, a despecho de
su desapego, le va cobrando afecto al entrevistado y consigue un
resultado, aunque de tono menor, al menos digno; por ejemplo con el
entonces héroe nacional de Colombia, el corredor ciclista Ramón Hoyos.
Pero cierto también que su acercamiento a las tragedias —digámoslo
así— sin importancia, si es que hablar de tragedias sin importancia no
constituye un peligroso pleonasmo (pienso en Reagan), llevan al
reportero García Márquez a una situación en la que tiene que sacar lo
mejor de sí: la constante, indomeñable, segura aversión a todo lo que es
injusto, pero sobre todo a aquello que da lugar a que aparezca y
adquiera carta (burocrática) de naturaleza la injusticia. Determinados
comportamientos de autoridades colombianas asediadas por las preguntas
del reportero García Márquez recuerdan la banalidad del terror que se
refleja en el comportamiento del Eichmann retratado magistralmente por
Kipphardt: sencillamente cumplen órdenes.
III. El tercer y último aspecto a considerar es el del columnista. Aquí es donde, tal vez, y con la excepción del
Relato de un náufrago,
se encuentran sus mayores aciertos literarios. Pero aquí, también, es
donde por primera y —quizás— última vez, Gabriel García Márquez trabaja
inter pares. El cuadro de columnistas del diario
El Espectador,
de Bogotá, es de una categoría excepcional. Pero lo cierto es que en
esa columna anónima de la glosa diaria, GGM tiene que mantener un nivel
de calidad que satisfaga dos exigencias: el lector debe saber que él es
quien escribe, pero al mismo tiempo su glosa no puede ni debe ser ni
mejor ni peor que la que hubiese escrito uno de los otros compañeros que
son redactores habituales de la sección. En otras palabras: esa sección
no la escribe Fulanito o Menganito; esa sección la escribe toda una
generación de grandes periodistas colombianos. Y haber encontrado el
punto de engarce con ellos, haber engranado con el mecanismo, es una de
las grandes proezas periodísticas cumplidas por García Márquez.
Entre el Caribe y Moscú
En julio de 1955, el diario
El Espectador, de Bogotá,
destaca en Ginebra a su reportero estrella, Gabriel García Márquez, para
que cubra informativamente el encuentro de los entonces todavía Cuatro
Grandes.
A orillas del lago Leman, GGM carecerá de la infraestructura de que
siempre ha podido disponer hasta ahora, tanto en Barranquilla como en la
capital de su país, y además no puede competir —ni tan siquiera pensar
en intentarlo— con las agencias noticiosas internacionales. Sólo algunas
de las crónicas logra pasarlas por cable, el resto irá por correo
aéreo, y no es pequeño milagro el hecho de que no se perdieran.
Repasándolas atentamente se ve que el reportero colombiano apenas si
desliza un par de escuálidas informaciones acerca de la Conferencia en
sí; para salvar el expediente tiene que echar mano a su bien
desarrollado sentido del humor y escribir la pequeña crónica de los
acontecimientos.
La necesidad convierte al reportero en glosador. “Para nosotros”,
concluirá significativamente su última crónica ginebrina, sin
especificar quién es ese
nosotros enmascarado en plural mayestático, “Ginebra seguirá siendo siempre esta casa de locos de La Maison de la Presse” [
sic].
Dos meses más tarde, en Venecia, en la Bienale, el caudal
informativo que recibe a través de las carpetas de prensa del propio
Festival es mucho mayor, y GGM le saca bastante partido. Es el glosador
vocacional quien interrumpe las crónicas informativas sobre el festival
para insertar una estampa de la playa del Lido. Al margen de sus apuntes
sobre las películas que ve en el Palacio del Festival, unos apuntes que
tanto le deben a esas carpetas de prensa, GGM no deja escapar la
ocasión de mostrar, cuando puede, su humor corrosivo. Por ejemplo, cita
(o se inventa) el comentario de un colega italiano sobre la película
argentina
La Tierra del Fuego se apaga: “El español es un idioma extraño; cuando un actor pide un vaso de agua, parece que estuviera recitando a Corneille”.
Poco después de la Bienale estalla el escándalo Wilma Montesi —hoy
entretanto ya olvidado en la maraña de connivencias político/mafiosas
que parecen ser la característica diferencial de la vida pública
italiana tras la Segunda Guerra Mundial— y GGM marcha a Roma para cubrir
la información sobre aquel que fue llamado en su día “el escándalo del
siglo”, antes de que Watergate, el escándalo de la Banca Ambrosiana y el
hundimiento del Rainbow Warrior de Greenpeace pusieran sucesivos puntos
finales a tanta ingenuidad.
En Roma, como en Ginebra, GGM se ve librado a sus propias fuerzas… y
a la prensa diaria italiana, en cuyas páginas entrará a saco,
esmaltando su prosa todavía un tanto insegura con refritos que huelen
claramente a traducción apresurada del idioma del Dante. Lo mismo
sucederá meses después en París, durante el también por aquellos días
célebre proceso por las infiltraciones en el gobierno francés, si bien
ahora los préstamos idiomáticos serán de la lengua de Voltaire.
Y aquí, además, al glosador no le queda tiempo, o no tiene ganas, de
intercalar ninguna crónica de costumbres… a no ser que se considere así
algún comentario machista como éste, cuando describe una sesión del
Comité de Defensa Nacional de Francia: “En torno a una mesa de doce
metros de longitud había veinte sillas que sólo podían ser ocupadas por
las personas capaces de guardar el secreto más secreto del mundo. En
ninguna de ellas se ha sentado jamás una mujer”.
Esta última serie de crónicas no aparece ya en
El Espectador, que ha debido cerrar a causa de la dictadura de Rojas Pinilla, sino en
El Independiente, que es un
Espectador
camuflado, y que a su vez se ve obligado a parar sus prensas a los dos
meses de ponerlas en movimiento. Con lo que GGM se queda sin un ingreso
fijo, y varado en Europa. Esa estancia en Europa, en condiciones de
verdadero apuro económico, fructifica en dos relatos,
La hojarasca y
El coronel no tiene quien le escriba, uno de los cuales, el segundo, bien puede considerarse su obra maestra.
Por ese tiempo, y en compañía de su amigo Plinio Apuleyo Mendoza,
emprende dos viajes que le llevan a la Hungría de después de la
revuelta, y a la Unión Soviética, sólo que los reportajes escritos a
raíz de tales viajes han de aguardar un par de años antes de ser
publicados; en Colombia es imposible en esos momentos, y en esos
momentos GGM no dispone todavía de un nuevo empleador de su talento
periodístico.
La publicación del relato del viaje a Hungría tendrá lugar en
Venezuela y no en Colombia, poco antes del regreso de GGM a América
Latina, justamente a Venezuela y no a Colombia, porque entretanto Plinio
Apuleyo está dirigiendo una revista en Caracas y le ofrece trabajo
allí. Muy poco más tarde, una vez triunfante Fidel Castro y fundada la
agencia noticiosa cubana Prensa Latina, a Plinio Apuleyo y GGM se les
brinda la mayor chance profesional que pudieron soñar nunca: montar la
oficina de esa agencia en Bogotá, donde ya ha caído Rojas Pinilla y se
ha reinstaurado el sistema de alternancia de los partidos políticos
tradicionales en el poder. Con la entrada de GGM en una agencia
noticiosa se inicia un nuevo periodo de su vida y que escapa al marco
cronológico abarcado por la cuidadosa recopilación de su obra
periodística por Jacques Gilard.