Mostrando entradas con la etiqueta Pura López Colomé. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Pura López Colomé. Mostrar todas las entradas

domingo, 28 de diciembre de 2014

Ouroboros: del miedo irreal a la profunda confianza (mi camino con Batis)

28/Diciembre/2014
Confabulario
Pura López Colomé

Hace muy poco visité a mi maestro en su nueva casa, cerca del Ajusco. Cuando salió a la puerta para cerciorarse de que los vigilantes me habían dejado pasar con todo y coche, recordé su mirada del primer día de clases, en 1976. Exactamente la misma. Sigue rebosando curiosidad, picardía, honda y multiabarcante inteligencia, deseos de ir a la raíz de las cosas sin ocultar las emociones o ubicarlas en segundo plano.

Después de saludarnos con un cariño si acaso sólo acrecentado con los años, me invitó a pasar y a sentarme a la misma mesa original, la Ur-mesa, principio de toda verdadera travesía literaria, llena de libros, periódicos, revistas, fotos, algún lápiz, alguna pluma. Es la mesa del comedor, pero también la que presidía el salón de clases universitario; la de la redacción de sábado; el escritorio hasta el tope del subdirector de unomásuno, a quien le quedaba apenas un espacio pequeñito para corregir artículos, firmar cosas, recortar algo esencial. Hay tanto ahí encima que apenas se puede creer que le alcance el tiempo para leerlo todo. Y sí. Vaya que sí. Sobre todo, aquello que va dando forma a la historia de este país y del mundo: la cotidianeidad clavada en el corazón del futuro, como él mismo escribiendo en sus oficinas de Holbein, rodeado por torres de periódicos, resguardado, de alguna manera, por aquella muralla de palabras. Encantado de la vida.

Batis no nació, sin embargo, para encarnar 24 horas a una rata de biblioteca. O no solamente para eso. Nunca ha dejado de hacer algo que le despierte interés, aunque lo espere una pila de libros que leer, o de trabajos que corregir. Sabe que todo tiene que ver con todo, que todo está en todo. Que la literatura es letra viva, no muerta. Igual de viva que la primera vez que nos lanzamos a una aventura que implicaba dejar de leer o escribir casi todo un día; una de tantas emblemáticas andanzas quijotescas que lo pintan de cuerpo entero.

Acababa yo de entrar a su biblioteca —deslumbrada— en uno de los pisos superiores de la casa de Matamoros, en Tlalpan, cuando me llamó la atención un libro desde cuya portada me hacía guiños una muñeca antigua. “Qué belleza, ¿no?”, resonó la voz de Huberto. “Yo tengo todo un baúl lleno de unas muy parecidas”, repliqué. “¿En serio? Son de una delicadeza, de una voluptuosidad… Si quieres que te crea, vamos a verlas ahorita: estamos hablando de mensajeras de otro mundo”. Acto seguido, se colgó la cámara al cuello, y salimos rumbo a mi casa en la pick-up azul metálico (atrás, estacionado en su nostalgia, nos decía adiós el mítico Javelin…), yo al volante, Huberto de copiloto, a la deriva y ávido de descubrimiento espontáneo. Por el rabillo del ojo, yo veía a un pasajero que no acababa de dar crédito, que necesitaba ver para creer. Esa tarde, al abrir aquel baúl lleno de sorpresas, supongo, supo que siempre le diría la verdad. Nos pasamos horas enteras sacando fotos de todas aquellas muñecas de pasta entre las rocas del Ajusco, muy cerca del lugar donde vive ahora. Sólo Dios sabe dónde acabaron las “mensajeras”. Ah, pero el mensaje quedó cifrado entre nosotros: rostros casi perfectos ente rocas volcánicas, encajes decadentes sobre cactáceas, un cuello de porcelana, rizos rubios sobre bromelias, miradas aterradoras, mejillas inocentes con hoyuelos.

*

Cuando conocí al temido “Maestro Batis” en la Ibero, yo pensaba que había leído muchísimo, simplemente porque no había parado de leer desde que aprendí, había devorado la biblioteca familiar y la del internado donde había estudiado la preparatoria. Porque la lectura me había salvado la vida, porque no podía respirar sin ella y, para mi enorme fortuna, en casa, el buen gusto de mi papá nunca nos dejó perder el rumbo, regalándonos a todos antenas alertas para eliminar cualquier cosa disfrazada. Pura y estricta buena suerte, ningún mérito propio. Y ahora daba la casualidad de que, cada vez que había oportunidad de hablar con Huberto o escucharlo, ya fuera en clase o por los pasillos, con un comentario me revelaba a todo color lo mucho que me faltaba, mis abismos, mi ignorancia. Gracias a él, amplié mis horizontes todo lo que pude, y vi publicado mi primer poema, en la maravillosa revista estudiantil que lucía el sello inconfundible de Batis: Punto Cero en Literatura. Esto no duró más que un semestre, al término del cual me recomendó el cambio a la UNAM. No lo dudé ni un segundo.

Cursé la carrera de manera muy irregular, disfrutando sobre todo las materias que no podía cubrir por mi cuenta, las que necesitaban asesoría, es decir, latín, español, filología hispánica. Pude sobrevolar las de literatura, porque Batis me había enseñado a caminar con mi propio motor y a confiar en él (llevara las fallas y equivocaciones que llevara), logrando profundizar y analizar mucho más creativa que esquemáticamente. Una tarde me invitó a visitarlo en sus flamantes oficinas de la redacción de sábado. Él estaba trabajando, leyendo los ensayos, fragmentos de novela, cuentos, poemas y reseñas que compondrían el número de esa semana. En cuanto me senté a su lado, me puso delante los originales, que yo iba siguiendo mientras él leía en voz alta, glosaba, comentaba, criticaba, se burlaba, celebraba aquellos textos ya pegados en enormes cartones, cortando aquí y allá, añadiendo o salvando palabras y frases sobre las cortinas de papel muy delgado colocadas ex profeso para señalar correcciones y observaciones. Nos dieron las once de la noche. Salí viendo estrellitas.

Quién sabe cuántas veces hice lo mismo, en tácito entrenamiento, antes de que me ofreciera la “chamba” de secretaria de redacción. Pero ya desde mucho antes, generosamente me había publicado poemas, traducciones, notas, ensayos, cosa que siguió ocurriendo a lo largo de los años que considero, si no la época de oro del suplemento, sí la mía en el ejercicio de una cierta autocrítica para el resto de mi vida. Se dice fácil. Ni siquiera sé si él sabe hasta qué punto influyó en mí, si se daba cuenta de todo lo que me enseñaba. Y si esto escribo es estrictamente para que lo sepa.

*

Rememoro aquí y ahora, sobre todo, porque este maestro de la observación cuidadosa, detalladísima, sigue siendo el mismo, genio y figura, a sus 80. Basta la mención de algo, para que se lance a darle anclaje en la realidad, se encuentre ésta en las páginas de algún libro o revista, en alguna liga cibernética (me acaba de mostrar, hace muy poco, un museo virtual recién aparecido, y sólo porque mencioné un hortus conclusus), así como en hechos tangibles, físicos, mundanos. O, de preferencia, en ambas cosas: del nombre a lo nombrado, y viceversa. Yo veo lo mismo, claro, y por eso escribo poesía. Sin embargo, brincos diera por tener día y noche esa pasión de Huberto para salir en busca inmediata de la peculiar comprobación de la red de relaciones, invisible en apariencia, que lo recubre todo.

Durante los años mozos de varios de nosotros, sus alumnos, así se viajaba con él para aprender; lo único necesario era el abandono a la imaginación, el ensueño, el recuerdo, que desencadenaban la percepción de los varios niveles en uno solo. En un párrafo de Graves, una estrofa de Rilke, lo mismo que a bordo de alguno de sus coches, por ejemplo, pues siempre iba atento a la justicia poética en las placas del Ford destartalado que teníamos delante, o escrita, a manera de bautizo de toda una Weltanschauung, en las defensas o partes traseras de los camiones… En alguna de mis visitas a su casa en Cuernavaca, salió a relucir el tema de Maximiliano y la India Bonita. Imposible habría sido detenerlo, pues en ese mismo instante había que lanzarse al jardín de plantas autóctonas medicinales de aquella mujer que hechizó al emperador austriaco: ya ahí, echados sobre el pasto en una tarde de suyo psicodélica, nos pasó delante “el relámpago verde de los loros”, sin ayuda de ningún psicotrópico, ni siquiera habiendo bebido alcohol, no, nada más con la apertura interior y artística suficiente para recibir cualquier clase de epifanía.

Siento que no tuve que cortar ningún cordón con Huberto, pues mis terrenos poéticos me ofrecieron una cierta independencia de origen (¡qué bueno que no escribe poesía!). Tampoco el periodismo ejercido como tal fue jamás de mi interés. La Facultad, la biblioteca y sábado me abrieron la puerta a lo fascinante de este personaje, que me mostró, con todos sus líquidos y componentes diversos —buenos y malos, aromáticos y malolientes—, la entraña nutrida en las letras. Aunque pertenece, innegablemente, a la generación de sus queridos amigos (García Ponce, Gurrola, Elizondo, Carvajal), no se les parece más que en la avidez de libros, demonio, mundo y carne. Todos se han ido. Y Batis, al pie del cañón, más sólido que todos ellos juntos.

¿Cuándo me percaté de que, pese a no haber cordón umbilical entre nosotros, sí había un calor duradero sin fecha de caducidad? El día que comenzó a llamarme “Purépecha”. Era un viernes por la noche. Yo estaba cansadísima. Huberto, fresco como una lechuga. A la salida del periódico, me tomó del brazo y me dijo: “Pura, Purépecha, espérate, tengo que contarte algo importantísimo. Ayer me vino a ver una señora exclusivamente para cantar las loas acerca de sábado. Hizo un recorrido, sección por sección, género por género, riesgo por riesgo, colaborador por colaborador. Habló de lo habitual y lo novedoso. Lo característico de la época de Benítez y lo de la mía. Carretadas de amor. Casi se me salen las lágrimas, me tuve que aguantar. Purépecha, esto es lo que vale la pena, un lector anónimo que se aparece, de buenas a primeras, a decirte la neta”.

Caramba, y yo que nunca le he dado las gracias así, abierta y francamente, sin cursilería, por haberme estimulado (a veces negativamente, incluso), por haberme dado empujón y medio a los siguientes peldaños del recorrido. Más vale tarde que nunca. Va, a continuación, una muestra apenas.

*

Muy a principios de nuestra convivencia en unomásuno, le pedí, con temor y rebozo mordido, que leyera, cuando tuviera tiempo, la traducción de Kora en el infierno: improvisaciones, de William Carlos Williams, que acabábamos de “terminar” Luis Cortés Bargalló y una servidora. Sin decir una palabra, recibió el engargolado y lo metió en su emblemático portafolio. Una semana después, en su artículo semanal, habló de la riqueza humana de la obra, haciendo resonar muchos de sus momentos en su personalísima vida cotidiana, y calificando de “bella” nuestra versión al español. De ahí en adelante, así serían las cosas con Huberto. Me iría demostrando, de palabra y obra, lo que pensaba, sin adjetivar de más. Gente que trabajaba con él, como Henrique González Casanova, elogiaba mis poemas. Batis, no. Publicarlos era lo que contaba. Poco después, me permitió dar a conocer, por entregas, una selección de poemas de Seamus Heaney, muchísimo antes de que le otorgaran el Premio Nobel, acompañada de comentarios en torno a la tradición irlandesa, sus mitos, sus leyendas, su poderosa inspiración lírica. Por más que quise ponerme en contacto con el autor para enviarle ejemplares poco a poco, nunca logré averiguar su dirección. En cambio, de ahí surgió el interés de Francisco Toledo en publicar mi primera traducción de un libro de Heaney completo, Isla de las Estaciones. Sin yo saberlo, aquella selección original favorecida por Huberto, sí había llegado a manos de Seamus, pues Homero Aridjis se la iba mandando, puntualmente, semana a semana. Años después, un amigo me contó que Heaney había no sólo acusado recibo de estos envíos, sino que los había comentado ampliamente en cartas a Aridjis. Este amigo (que, a su vez, había sido alumno de Batis) me conseguiría dos domicilios, tanto en Dublín como en Harvard, para que no hubiera pierde, y yo le escribiera, etcétera. Cosa que ocurrió. Y de ahí pa’l real. Mi vida dio un giro, si no total, al menos significativo. No sé qué habría hecho sin quien se convirtió en un faro, que sigue vivísimo aquí junto a mí pese haber fallecido. Y todo se lo debo a mi Manager. Sin Huberto, nunca habría terminado y publicado mis traducciones de esa obra, quizás no habría seguido adelante. Punto.

A riesgo de estar extralimitándome, considero que he puesto en práctica apenas en mínima medida lo que él practica sin cesar y a todo vapor. Se clava en un texto equis con la misma intensidad y arrojo con que decide construir una casa. Al escribir, va abriendo puertas a otras interpretaciones de lo que afirma; nunca busca, de entrada, imponer criterios o que al lector le caiga el veinte. No. La pluralidad está frente a nuestras narices, parece insistir, siempre y cuando la individualidad se atreva a optar con energía.

*

Batis siempre ha gozado de una —ignoro qué tan merecida— “fama” de irascible. En efecto, algunas veces presencié su pérdida de estribos con alguien en particular (en secreto acuerdo). Siempre había motivos suficientes, nunca era de gratis. La arrogancia, la falsa modestia, la mezquindad, la zalamería, lo sublevaban. Siendo aspectos de la personalidad que a mí también me irritan sobremanera, nunca he sido capaz de estallar cuando alguien los despliega en mi presencia, y si lo he hecho, ha sido en versión miniatura. A veces, lo confieso, me daba envidia que él reaccionara de un modo tan claro. Creo compartir, aunque en sordina, el sentir de Huberto, quizás por educación cristiana. O quién sabe por qué. Habría que preguntárselo a él. El chiste es que él conmigo nunca tuvo un desahogo explosivo. A lo más que llegó fue a corregir con rojo mis notas alguna vez; a hablar pestes de gente que me deslumbraba, si acaso exageradamente, lo cual siempre, aunque me doliera en su momento, me ayudaba a ver la verdadera dimensión de aquella obra o escritor/escritora. Y llevo cincelada en la memoria (cosa que hoy contemplo con humor, muerta de risa) una ocasión en que un grupo de alumnos-amigos lo invitamos, con mucha anticipación, a una reunión en su honor, que incluía lo que considerábamos su comida favorita, y él se permitió dejarnos con la palabra en la boca muy poco tiempo después de haber llegado: se levantó, se dio la media vuelta, y slam, adiós. Qué flojera debemos haberle dado con nuestras “opiniones”, pobre Huberto.

*

El palacio ideal

A principios de los ochenta hice un viaje en coche por buena parte de Francia, en compañía de mi esposo y unos amigos. Una de nuestras paradas obligadas, según lo habíamos planeado, sería al sur de Lyon, donde se hallaba “El palacio ideal” del Cartero Cheval, una especie de postino, admirado por los surrealistas (André Breton, Max Ernst, etcétera) no por sus labores de entrega y recepción de correspondencia, sino por haber construido, casi en secreto y a lo largo de varios años, un edificio rarísimo. Tanto el cartero como su obra habían merecido incluso un homenaje de Juan O’Gorman. El lugar no aparecía en guías ni en mapas. Como por instrumentos nos fuimos aproximando, preguntando aquí y allá. Al fin dimos con él. Desde afuera de la barda que lo rodeaba, no se distinguía nada: un tesoro para el buen entendedor. La construcción, por demás perturbadora y estimulante para cualquier espíritu artístico, tenía poemas escritos en todas las paredes interiores, además de constituir un insólito muestrario de locuras arquitectónicas. Llamado “Templo de la naturaleza”, rebasaba esa definición. Era una maravilla, sobre todo porque uno salía con el poema en la boca, agregando de su cosecha. O soñaba después con esos espacios en calidad de onírico albañil, poniendo esto aquí, quitando aquello y transformándolo, en fin. No sólo bella e infinita obra: un verdadero work in progress. Un corazón en renovación perpetua.

A mi regreso, obviamente, platiqué del asunto horas enteras con Huberto quien, como era de esperarse, le dedicó un número de sábado. Su entusiasmo mostraba una calidad distinta, sin embargo. No fue sino hasta mucho después que me percaté del porqué: hacía eco a la obra de su vida, pues no nada más ha sido hombre de letras y periodismo: ha hecho extensiva su visión del mundo a todo lo que ha emprendido. Construcciones excéntricas, claro, pero congruentes (consistentemente extravagantes, felices de hallarse “en la trayectoria de la bala”). Un cuarto nuevo aquí, otro allá; un nuevo piso, que no necesariamente será el último… Nos hizo una detallada crónica, por ejemplo, de cómo había ideado cada cuarto de su “nueva” casa familiar (sobre los huesos de otra) en Cuernavaca, cómo le había enmendado la plana al ingeniero o arquitecto o diseñador original (aunque lo que a él se le ocurría podía carecer de castillos…). Al llegar al último piso (¿tercero, cuarto?), estuve a punto de caer (por distraída, por haber despegado rumbo al quinto cielo), si no es porque Huberto, atento, pese a la emoción de la descripción, me atrapó a tiempo. No de otra manera, me fue introduciendo a paraísos, al tiempo que me iba salvando de ellos: me empujaba a los fondos de mi persona, sin permitirme empantanarme en ella (de Huysmans me llevó a Balzac, digamos).

Sus ideales construcciones, de palabras o de ladrillo, conversadas o por escrito, en el fondo no han salido del espacio original, “rodeado de curas y de locos”: Tlalpan. Allá sigue, para nuestra fortuna, haciendo hasta de la descripción de sus dolencias una surrealista pieza literaria; leyendo la historia de los papas, los poemarios que uno se atreve a ponerle delante… si es que no distrae su atención alguna belleza fotografiada, pintada o sugerida, si es que la “Negrita” no lo mira con esa ternura inabarcable. Maestro con M mayúscula. Mi maestro.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Náutico compás del universo Seamus Heaney, 1939-2013

Octubre/2013
Letras Libres
Pura López Colomé

Se puede describir una brújula en calidad de objeto. Mi padre lo hizo más de una vez, con precisión de ingeniero, e intentó darme lecciones de orientación. Nunca aprendí. Describir la rosa de los vientos, en cambio, es casi imposible. Quienes habitamos los terrenos de la poesía, no necesitamos una demostración racional y fehaciente que confirme su existencia. Naturalmente nos dejamos llevar por ella, nada mejor que flotar en la esencia de una flor emblemática tanto de belleza como de verdad, en virtud del nombre labrado en la quilla de la nave en que viaja, el Austro, el Bóreas, el Mistral. Entre flor (rosa) y canto (viento), como querían nuestros antepasados, sobre sus bordes, logramos vivir. Seamus Heaney venía de márgenes, orlas; de un confín, un lugar fronterizo. Se hallaba entre dos aguas por dentro: una capacidad racional precisa e incisiva, y una intuición total, de sonámbulo. Era un poco del norte donde había nacido (Condado de Derry, parte de Gran Bretaña) y un poco del sur donde pasó la mayor parte de su vida adulta (Dublín, República de Irlanda). La música de su verso es un poco nórdica, anglosajona, y un poco clásica y del sur. En uno de sus entrañables ensayos, “Escrito para los míos”, dice: “Todos los días, al ir y venir de la escuela, cruzaba y volvía a cruzar el Sluggan, y todos los días se acentuaba mi sensación de estar viviendo a ambos lados de una frontera. Nunca abrigué la certeza de completa pertenencia a un solo lugar y, por supuesto, desde un punto de vista tanto histórico como topográfico, tenía razón: todos aquellos poblados y parroquias y diócesis que alguna vez habían formado parte firme y sólida de la antigua geografía eclesiástica, anterior a las plantaciones, de la Irlanda celta, habían pasado a manos de un sistema y una jurisdicción distintos.” Cada una de sus palabras va impulsada por los vientos de un intelecto poderoso, dueña de la tersura y aroma vegetales de una sensibilidad única. Se dice fácil. Sin embargo, quien crea que exagero, víctima de una devoción ciega, puede asomarse al azar a cualquiera de sus libros y confirmar que, si acaso, me quedo corta.
Las virtudes de su estilo, de su poesía en general (la cual incluye sus traducciones en calidad de creaciones propias), así como de sus ensayos han sido analizadas desde muy diversos puntos de vista. Se le han dedicado eruditos textos críticos, como los de Helen Vendler, que hasta sopesan la perfección silábica, numérica, de su verso (pasándola por un cedazo de construcción/deconstrucción), haciéndola coincidir con conclusiones filosóficas, justificando congruencias de fondo y forma. Y también se han escrito muchos textos esencialmente celebratorios de esa música que, sin explicaciones, se clava al centro de lo que importa en nuestras falibles y minúsculas vidas, nuestro terror ante la muerte, lo que la hace platónicamente ser nada menos que la prueba de la existencia de Dios.
Yo tuve la inmerecida fortuna de conocer su poesía casi desde que comenzó a publicarla, y sin saber con qué energías me enfrentaba. Una de las monjas de un colegio al que asistí en Estados Unidos era irlandesa. Recitaba la poesía de W. B. Yeats antes de irse a dormir todas las noches. Y por ahí me dio a conocer algún verso aislado de Seamus, a fines de los años sesenta, cuando él comenzaba a publicar. Yo no lo retuve. No obstante, cuando a fines de los setenta y principios de los ochenta comencé a leer sus libros, regresó a mí, como las primeras campanadas al alba en una aldea silenciosa, aquel arte gutural, fluido como los ríos profundos y caudalosos, cortado con la precisión de un cincel heredado de Gerard Manley Hopkins.
Cuando Seamus vino por primera vez a México, en 1981, invitado por Homero Aridjis al Festival Internacional de Poesía, supe, como él afirma en un poema, que “me hallaba en el limbo de las palabras perdidas”. Mi deslumbramiento ante su poesía fue tal a partir de entonces, que decidí que no habría limbo que me intimidara, y las palabras, esas palabras, me estaban hallando a mí, no yo a ellas. Por entonces se habían traducido al español muy pocos de sus poemas, ningún libro completo. Ese festival desencadenó el quehacer, y muy pronto se publicaron en España Norte y Muerte de un naturalista, libros definitorios del desgarramiento sectario de la comunidad de este poeta, del conflicto religioso católico-protestante, en sintonía con su intimidad personal con semejante geografía. El primer libro que yo traduje fue Isla de las Estaciones, cuyo vía crucis en busca de los seres que marcaron su destino, cuya vuelta a las raíces mitológicas de Irlanda, me lo impusieron como tarea inaplazable. Después siguieron Viendo visiones, El nivel, La luz de las hojas, Sonetos y Cadena humana, cada uno con su propia historia, sus intercambios de opiniones con Seamus y sus cambios de luces, lo mismo que su libro de ensayos Al buen entendedor, dedicado por él a “mis amigos en México / Que, atentos, alientan la obra”. En una ocasión, Seamus me contó que en la adolescencia, cuando comenzó a ir a fiestas, al despedirse, su mamá le recomendaba, desde el quicio de la puerta: “No dejes de bailar con todas las muchachas, sobre todo con las que seguramente se quedarían sentadas.” Siempre me sentí una de estas últimas, que quedaron marcadas por su fulgor personal, su inteligencia genial y poética. De una profundidad como no he conocido otra.
Al término de su funeral, después de que el violoncelista cumpliera su explícito deseo por escrito de interpretar la Canción de cuna de Brahms, su otro amigo íntimo y músico, Liam O’Flynn, tocó en la gaita irlandesa uno de los “Aires” tradicionales irlandeses favoritos de Seamus. Todo el mundo, toda “su gente”, salió de la iglesia canturreándolo en voz muy baja. El murmullo cimbró la tierra insular al igual que la noticia del Premio Nobel en 1995.
Tanto los irlandeses como los lectores de poesía de este mundo se sienten aludidos por sus poemas: los que hablan de la naturaleza; los que hablan de la familia, los amigos; los que hablan del pasado, del presente; los que recurren a la inspiración clásica; los que descienden a nuestras zonas dolorosas y los que ascienden en busca de respuestas frente a lo desconocido. Habiendo tenido el privilegio de su amistad durante años y de ser su humilde voz en español mexicano, mi lengua, me siento mosaico, vidrio reflejante de todos sus temas, su estilo, su modo de colocarlo a uno al lado de la belleza y la miseria, la ternura y la violencia, con la certeza absoluta del poder convocatorio de la palabra. Me ubicó –como lo hará con cualquiera de sus lectores en el tiempo– al lado del misterio, la oscuridad, la intraducibilidad de su música.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Retrato incompleto de Seamus Heaney

Octubre/2013
Nexos
Pura López Colomé

Difícil presentar un retrato cabal de un Capitán con mayúsculas como lo fue, lo sigue siendo para mí, Seamus Heaney, no solamente uno de los poetas más importantes de Irlanda, sino uno de los baluartes históricos de la poesía en lengua inglesa, y Premio Nobel de Literatura 1995. Siempre que he escrito acerca de su persona y su obra me he sentido apenas a las puertas de semejante edificio, ya que sus palabras quedan perpetuamente yuxtapuestas en nuevas y repentinas combinaciones. Ahora, gracias a ese su Helicón personal que él me dio en préstamo para intentar verterlo al español, mi dolor se ha adosado al placer en calidad de minúscula forma de emoción.

Vi por primera vez, en persona, a Seamus (porque mentiría si dijera que entonces lo conocí), cuando vino a México, en 1981, a invitación de Homero Aridjis, quien organizó aquel emblemático Festival Internacional de Poesía. El conjunto de poetas que participaron en diversas lecturas fue único, la verdad, e incluía a luminarias de la talla de Borges, Paz, Allen Ginsberg… Este último representaba para mi generación la gran figura de la poesía moderna, rebelde, arriesgada, que daba un golpe al timón a todo en términos de fondo y forma, un rompe y rasga que nos permitía la entrada a otros espacios expresivos. Todos lo queríamos traducir. Y fue precisamente otro enorme personaje invitado al festival, Tomás Segovia, a quien escuché decir entonces, como hablando solo, pero bien atento a nuestro deslumbramiento, cuando Ginsberg leía, cantaba, tocaba la concertina en escena: “Al que hay que traducir es a Heaney”. Si a mí en lo particular la música, la condición gutural, entre áspera y dulcísima, de Seamus me había tocado (ella a mí), resonando por extrañísimos motivos en mi interior, esa frase de Tomás, a quien yo no solamente respetaba como poeta sino como traductor, inició la propulsión a chorro: algo me presionó hacia atrás, hacia el fondo, para abrirme los oídos, permitir la entrada de aquella fuerza, y dejarla luego salir impulsada hacia delante. A partir de ese momento, me propuse leer a Seamus con cuidado e intentar recrearlo.
Para mi enorme fortuna, trabajaba con Huberto Batis en la redacción del suplemento Sábado. Él me dio la oportunidad de publicar mis primeras traducciones de Station Island, acompañándolas de breves comentarios en torno a aquel lugar, su tradición, su fe, la peregrinación anual que ahí se llevaba a cabo, y el vía crucis interior de este poeta en torno a celdas monacales para recuperar a sus propios espíritus tutelares (que incluían, nada menos y por cierto, a san Juan de la Cruz). Alberto Ruy Sánchez, el Pollo, por azares del destino me consiguió la dirección de Seamus: haciendo gala de osadía, le escribí, me atreví a enviarle mis versiones. Me contestó inmediatamente, celebrando mis intentos, tildándolos de “both daring and right”. Yo no daba crédito. Sabía que este hombre rebosaba maravilla y bonhomía, porque todo mi trabajo era primerizo e ingenuo, por decir lo menos. Para muestra basta un botón: esta actitud suya a cualquiera le pondrá delante al poeta de cuerpo entero, generosísimo siempre, afectuoso, bondadoso, intenso conocedor de las tribulaciones y soledades de quienes nos dedicamos a este quehacer. Cuando el libro estuvo listo, Francisco Toledo y Elisa Ramírez se entusiasmaron en publicarlo, coincidiendo con la invitación de David Huerta a unas lecturas que Seamus daría en la universidad en que él se encontraba de residencia artística. Mi suegro me regaló el boleto de avión. A raíz de aquel encuentro comenzó la amistad y colaboración constante que, para mi suerte increíble, continuó hasta hoy.

Después vino la traducción de Seeing Things, que en español se transformó en Viendo visiones, publicada por Conaculta, gracias al apoyo de Alfonso de María y Campos, cosa que dio pie a la invitación a Seamus a México, en 1999. Dado que tenía una colaboración de años con Jan Hendrix que deseaba continuar, él me propuso acompañarla de una selección de poemas dedicados a poetas importantes para él, entre ellos, Milosz, Auden, Hughes, Herbert, Brodsky, lo cual se concretó en La luz de las hojas. A su debido tiempo, a buen ritmo, fueron naciendo, todos ya en edición bilingüe, El nivel, publicado por Déborah Holtz en Trilce, Sonetos y Cadena humana, publicados por Diego García Elío en El Equilibrista. No podía faltar en esta constelación una selección de ensayos que lo definieran, para el lector de habla hispana, como poeta, como persona, como visionario. Así pues, entre ambos escogimos los más significativos del libro Finders Keepers, que en uno de mis mayores alardes titulé Al buen entendedor, publicado por el Fondo de Cultura Económica.

A lo largo de casi 30 años, muchos fueron mis encuentros con Seamus, mi Capitán, mi faro absoluto, cuya prematura ausencia nunca dejaré de lamentar, si bien su presencia seguirá latiéndome por dentro. Cuando se me ha llegado a preguntar si su poesía ha influido en la mía y cómo, he reflexionado con detalle en muchísimos asuntos y aspectos. Sin embargo, creo que lo principal, la verdad de fondo, radica en esa capacidad y poder ocultos en la palabra hasta el instante preciso de su articulación. Los nombres dan vida. Viven y reviven. Si en ello consiste su influencia en mi poesía, Capitán, me doy por bien servida.
Un papalote para Aibhín
En homenaje a “L’Aquilone” de Giovanni Pascoli (1855-1912)
Aires de otra vida y tiempo y lugar y estado,
Aires azul pálido celeste sostienen una lisa
Ala blanca agitada en alto contra la brisa,
Y sí, ¡sí es un papalote! Como esa tarde cuando
Todos nosotros en tropel salimos
Entre zarzas y brezos y descortezado espino,
De nueva cuenta me pronuncio, me detengo al otro lado
De la colina de Anahorish a recorrer los cielos, de vuelta
En esos campos a lanzar la cometa de cola larga, nuestra.
Y ahora revolotea, jala, se desvía, se clava de soslayo,
Se levanta, se deja llevar por el viento, y de inmediato
Se alza entre nuestros gritos jubilosos desde abajo.
Se alza, y mi mano es un huso que se va desovillando,
El papalote una flor de tallo delgado trepando
Y llevando, llevando más lejos y más alto
El anhelo en el pecho y los pies plantados
Y el rostro que contempla, el corazón de quien el papalote
Vuela hasta que —separada, exaltada— la cuerda se rompe
Y el papalote despega, por sí solo, como caído del cielo.

De no haber estado despierto
De no haber estado despierto, me lo habría perdido:
El viento se alzó y giró, haciendo resonar al techo
Entre las hojas del sicomoro al vuelo,
Y me levantó en un resonar idéntico,
Vivo y pulsando, un alambrado eléctrico:
De no haber estado despierto, me lo habría perdido:
Llegó y se fue inesperadamente
Y diríase casi peligrosamente,
Como un animal camino a casa,
Una ráfaga mensajera en fuga,
Pasó como si nada. Para nunca
Jamás volver. Y ahora menos.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Así escribo (Pura López Colomé)

Noviembre/2010
Nexos
Pura López Colomé

A las afueras del sonido
Escribo donde vivo y viceversa, sobre todo esto último. El lugar al que pertenezco es la escritura misma. Aunque me lo propusiera con todas mis ganas y mi concentración, no podría dedicarme a otra cosa que no fuera la lectura y la escritura, para mí, inseparables. Mi casa y mi estudio están en el Antiguo Camino a Chalma por el estado de Morelos, en un fraccionamiento que de suyo pertenece, municipalmente, a Cuernavaca, pero nada tiene que ver con las albercas, los jardines ornamentales de pasto grueso, la profusión de flores y el sol cayendo a plomo. Este lugar se parece más, si acaso, a Valle de Bravo: lluvias torrenciales, espectaculares, y bosques de oyamel, de un lado, de encino, del otro, follajes que no admiten competencia. Lo conocí de niña, cuando mi padre tenía una de las poquísimas casas de por aquí, donde pasábamos los fines de semana y una que otra vacación. Me encantaba montar a caballo y platicar con él, escuchar su terso bien hablar de príncipe yucateco, sus carcajadas camino a Chalma ante las tonterías que se me iban ocurriendo. Viéndolo bien, aunque él me enseñó a amar este sitio, no creo que le hubiera pasado por la cabeza que yo querría vivir aquí: del mismo modo, me enseñó a amar la literatura, y nunca imaginó que me consagraría por completo a la poesía.

He podido escribir en otros lugares, desde luego. Pero no así. Mi ritual casi siempre ha sido el mismo en lo que a la palabra sobre la página se refiere. Todos los días salgo a caminar a la montaña muy temprano, necesito llenarme del silencio que surge de la oxigenación. Una vez instalada en él y él en mí, cualquier sonido, cualquier súbita aparición de pájaros (desde carpinteros, primaveras azul metálico viajando en parejas o jilgueros, hasta águilas, auras y zopilotes), figuras de carne y hueso, sombras extrañas y enloquecedoras, cualquier suceso insólito para mí o pertinente para el engranaje totalizador (desde un jamelgo pastando hasta una pelea de perros, un coche que me pasa rozando o una balacera); cualquiera de estas cosas, decía, puede desencadenar las asociaciones, las revelaciones, las visiones, o dar verdadera rienda suelta a la memoria: desbocarla abriéndole la boca.

Ese guardar algo “a mis adentros” llamado creación poética siempre ha cobrado vida tangible en una libreta. Hablo de épocas incluso anteriores al diario con su llavecita que recibí de regalo de Primera Comunión. La costumbre de poner un secreto por escrito con plena seguridad de que nadie lo vería sin que yo explícitamente lo permitiera me empujó al cultivo de la letra, de la palabra sola, chisporroteante en la diversidad de significados e implicaciones, y la palabra en conjunto, oraciones maleables, metamorfoseables, camaleónicas, capaces de referirse a distintas personas o circunstancias, y en el fondo ser una sola cosa: el texto literario, el poema, un mundo físico y metafísico a la vez, algo que preserva la experiencia individual echando mano de una lengua, una tira de sábanas desde la torre, para lanzarla a otras esferas y volverla espejo de los demás: “desde las profundidades del alinde / emerge la nota baja / entrecortada finamente / por una voz quebrada / plumas multicolores / que desde ella ascienden / en aras y alas de una lírica […] a las afueras […] del sonido”.*

Libretas en blanco, rayadas, cuadriculadas, de distintos tamaños, atrapan la letra palmer o de molde escrita casi siempre con lápiz (HB) tensamente apoyado en el callo del dedo medio, la deformidad que me explica: borradores de poemas o poemas enteros, notas, reflexiones, esquemas para textos ensayísticos, citas, todo un verdadero y personalísimo corpus referencial… Muy rara vez escribo directamente en la computadora (antes en la Smith-Corona de cinta bicolor o la IBM eléctrica, monstruosidad que sin embargo escondía la opción del cambio de bolita, según el estado de ánimo). He de confesar que lo único que llega al teclado antes que al papel es la traducción. Todo lo demás sufre tachón y medio para ingresar al universo cibernético y aparecer en la pantalla, cuya luz me confirma que estoy pasando algo en limpio: esta aparente nitidez resulta apenas un chispazo, el trabajo que comienza.

Si durante la juventud nunca guardé las versiones de mis escritos, ahora, mucho menos. Me aproximo a la palabra con terror reverencial, hasta me sudan las manos. Cuando el poema está “listo” —o el libro—, todavía me consuela pensar en las galeras (un espacio purificador más para cambiar y corregir). Tiemblo al darle esa especie de huella que late a un equis lector (así se trate de un pariente), con ganas de encerrarme con llave (en el diario aquel) cuando se permite abrirlo al azar… “No te aflijas —me susurra mi papá desde un sueño recurrente—. El poema no encarna, por fortuna o merced a ella, un deber cumplido. Sus entrañas no se sacian. Tú sigue alimentándolo. Es un oráculo”.