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miércoles, 30 de marzo de 2016

Desventuras de Elena Garro

30/Marzo/2016
La Jornada
Vilma Fuentes

Escapar a las Elenas era más fácil prometérselo que cumplirlo. Había vivido la experiencia en la Ciudad de México a finales de los años 60 del siglo pasado, a partir de nuestro primer encuentro frente a la embajada de Bolivia, donde un puñado de personas protestábamos contra el encarcelamiento de Régis Debray. Desde ese mediodía, me convertí en una asidua visitante a su casa en Las Lomas, al lado de Juan de la Cabada, Juanito, como lo llamaba nuestra anfitriona.

Elena Garro irradiaba un encanto cautivante. Quienes cruzaban por su órbita eran atraídos y devorados, a la manera de los astros que aproximan las estrellas muertas, en cuya vida acabada se vuelven agujeros negros. Pero Elena, en esa época, no tenía nada de muerta. Al contrario, respiraba la vida por todos sus poros. Como exhalaba su imaginación, víctima ella misma de sus criaturas y delirios.

Me acerqué a ella, creía, de manera voluntaria, decidida a observar la vida de la gran escritora que representaba para mí Elena Garro. Me encontré, sin quererlo, con un ser fascinante, un personaje novelesco: la protagonista de un libro de aventuras. En realidad, creo ahora, me vi atrapada por una fuerza gravitacional que ella emanaba.

Nos veíamos a diario. Tuvieron que irse del país en un autoexilio para que dejase de verlas. Era 1968. De alguna manera, viví su huida: los muchachos que ayudaron a las Elenas a salir de México venían por las noches a nuestro departamento para relatarnos, paso a paso, la escapatoria de las Elenas. A escondidas. Nunca entendí de quién se ocultaban en ese clandestinaje organizado a petición suya por nuestros amigos para protegerlas, pues yo no lograba ver quién o quiénes las perseguían.

No pasó mucho tiempo sin encontrarnos. Ya en París, durante una exposición de José Luis Cuevas en una galería de la rue de Seine, me vi sitiada entre dos rostros que se pegaban al mío: ¿Te acuerdas de mí?, Tenemos tantas cosas que contarte… ¿Cómo reconocerlas cuando no conseguía ver más que un trozo de piel frente a mis ojos, tan cerca sus caras de la mía? Tampoco lograba comprender lo que decían: hablaban al mismo tiempo, una a gritos, la otra en un murmullo, el sonido de sus voces se encimaban en mis oídos. Sus voces, sí, yo las conocía. Eran ellas: las Elenas. De momento, brinqué de gusto, las abracé, me dejé envolver en sus brazos y volví a caer bajo el embrujo de su canto de sirenas. Nos vimos semana tras semana durante su estancia en París.

Me telefoneaban a cualquier hora, sin importarles que tuviera la cabeza cubierta de champú o fuesen las tres de la madrugada: ¿cómo decirles que estaba ocupada o que dormía cuando Elenita me decía que su madre tenía la cabeza metida en el horno e iba a abrir el gas? ¿O que Elena ya tenía la cuerda alrededor del cuello y amenazaba con ahorcarse colgada de una viga?

Una mañana rebasaron los límites: Helena Paz me avisó que su madre había logrado suicidarse. Me pidió que pasara a la embajada a ver a un primo suyo y pedirle dinero para el entierro. Cuando llegué a casa de las Elenas, encontré una Elenita eufórica. Me arrancó los billetes de la mano gritando: ¡Milagro, milagro! La Virgen del Pilar me escuchó y mamá resucitó.

Y yo que casi había jurado al primo que Elena Garro había fallecido, si acaso no juré, con toda mi buena fe en las Elenas, que había tocado el cadáver. A pesar mío, era cómplice de la… estratagema. Me juré no volver a verlas y, una semana después, cenábamos juntas en un restaurante chino.

Elena hizo señas: debíamos observar a las dos meseras asiáticas.

–Son menores de edad. Las explotan –dictaminó Elena Garro.

Me vi envuelta en su delirio: era necesario salvarlas de la trata de blancas, sacarlas de la esclavitud. Dicho y hecho, Elena armó un escándalo, exigió la liberación de las chicas. El dueño no logró entender de qué hablábamos. El escándalo aumentó.

Terminamos en el comisariado, donde se nos fue toda la noche. Juan Soriano, cuando supo la aventura, comentó riéndose: Esa es mi Elena.


domingo, 25 de enero de 2015

Emmanuel Carballo y la autobiografía

25/Enero/2014
Jornada Semanal
Vilma Fuentes

Era el año de 1966. Froylán López Narváez entregó el manuscrito de mi primera novela a Emmanuel Carballo, quien andaba buscando “nuevos talentos” para su naciente editorial Diógenes. Mi edad y mi escritura le interesaron. Sería la “José Agustín femenina” y la “Françoise Sagan mexicana”. Por fortuna, no fui ni uno ni otra, pues manuscrito, pruebas de galera y copias fueron devorados por las llamas con mi consentimiento. Sólo me quedaron el contrato y la maqueta de la portada de Autodestrucción, título premonitorio de esa novela.
Antes del justo enojo de Emmanuel ante este acto, nos reímos mucho. Lo conocí en su casa de Copilco, donde vivía con Neus Espresate. Formaban una pareja radiante, ¿no irradiaban amor? Durante los primeros tiempos de su relación, me contó Emmanuel, Neus y él siguieron en un mapa los avances de Castro y sus tropas en Cuba como si fueran los de su relación amorosa.
Escuchar a Carballo durante las tardes asoleadas de 1967 era, para mí, entrar a la caverna de Alí Babá de libros. Emmanuel conocía todos los secretos de la vida tras bambalinas del mundo literario mexicano de la época. Mundillo descrito sin complacencias, con sorna y, sobre todo, ingenio, donde los elogios, raros, sonaban verdaderos, en su “Diario Público”. En persona, su sarcasmo era de una ferocidad sólo comparable, entonces, a la de Salvador Elizondo. “Sans la liberté de blâmer, il n’y a pas d’éloge flatteur” (Sin la libertad de vituperar, no hay elogio halagüeño), señala Beaumarchais con esta evidencia a menudo olvidada por los autores de interminables florilegios de panegíricos laudatorios. Virulento, cáustico, Emmanuel arrancaba la sonrisa a los más escépticos. Su espíritu, de la familia de Voltaire, lejos de la acidez avinagrada del viejo Novo, se expresaba en frases lapidarias donde resonaba los ecos de la verdad.
Carballo decidió crear  una colección de “Autobiografías”. Calibradas, había que contar su vida en cuarenta páginas. El desafío era un vértigo y una fascinación. Los riesgos y peligros eran muchos y mortales. Salvador Elizondo los sorteó con verdadero genio. Su “Autobiografía” es una joya de la literatura sin literatura. En cuarenta páginas toca el milagro del ser y el enigma del tiempo, las interrogaciones sobre la locura y la obra de arte, su vida, el amor, las mujeres. Cuenta su huida de los amores descompuestos que vive con dos hermanas, el recorte de periódico que le envían a Europa, donde aparece la noticia del suicidio atroz, degollándose, de una de ellas. Punto y aparte genial, Salvador prosigue su relato: “La arquitectura en Roma…”
José Agustín logra también narrar su aún corta vida, en ese entonces, sin artificios literarios, insolente: amor y viaje a Cuba. Pitol escribe párrafos magistrales, como ése donde habla de Luis Prieto, sus caminatas y los encuentros insólitos en las calles de México, momentos de epifanía que sólo se viven gracias a la magia de Prieto.
En los años sesenta escribí una segunda “Autobiografía” a pedido de Silvia Molina, quien deseaba renovar la idea de tal colección. Quizás, algún día, si una autobiografía llega a parecer aproximarse más de cerca a la inasible verdad, me decidiré a publicar las solicitadas por Carballo, en los años sesenta, y por Molina en los noventa.
Escribir su autobiografía es una tentación frecuente, no sólo entre escritores, también entre personas que desean contar su vida con la esperanza de comprenderla. La autobiografía es, sin embargo, un ejercicio peligroso. ¿Cómo no caer en la trampa de la complacencia vis a vis de sí mismo? Sobre todo cuando el autor se enternece con recuerdos infantiles, sus descubrimientos de la vida, del amor, convencido de revelar al mundo una experiencia única, sin percatarse que esto es único sólo para él.
Riesgo más grave que la complacencia es la mala fe de la autojustificación. Sus autores parecen, en ocasiones, librarse a un alegato de defensa en una corte: se explica, se justifica, responde a una acusación imaginaria. De alguna manera, quiere ser el juez de sus actos sin dar la palabra a los otros, tratando de usurpar el papel del tiempo e introducirse en la Historia.
Existe un ejemplo de autobiografía perfecta. Se trata, de manera asombrosa, de una obra filosófica. En este monumento del pensamiento, El discurso del método, René Descartes comienza por contar su vida en unas páginas. Libro fundamental, denso en su brevedad. Su objeto es establecer las reglas para distinguir lo verdadero de lo falso, y Descartes se ajusta a sus propias reglas. Con rigor y sobriedad, el filósofo expone unos cuantos hechos verdaderos de su infancia, su educación, la formación de su espíritu, los errores que le enseñaron, y la manera en que aprendió, poco a poco, a dudar de todo. Los lazos entre lo vivido y el descubrimiento de su sistema de pensamiento con un arte llevado a la perfección. No falta ninguna palabra, ninguna está de más.
Se podría evocar también la autobiografía de Virgilio. Se halla contenida en sólo dos versos latinos: Mantua me genuit, Calabri rapuerunt, tenet nunc Parthenope
La cuestión esencial de una autobiografía, como en toda obra de escritura, es la búsqueda de la verdad. Un autor pretende no tener una ambición diferente. Cumplir ese deseo es un desafío: la verdad, como un espejismo, se aleja a medida en que se le aproxima. Rousseau presenta sus Confesiones como el libro más sincero jamás escrito. Pero la sinceridad es una virtud moral, la verdad es un enigma indisoluble.
Esa es acaso la paradoja más misteriosa de la literatura: la verdad se encuentra, a veces, mejor en la invención que en un relato fiel, en apariencia, a lo real. Quizá sea necesario dar algunos rodeos para acceder a la parte más oscura y verdadera de la existencia. Aureliano Buendía y Úrsula tiene más realidad, son más reales, e inolvidables que muchas personas de carne y hueso. Los personajes de Proust siguen vivos y cada uno de ellos encarna la verdad de su autor. Flaubert confiesa su verdad cuando dice: “Madame Bovary soy yo.”
Pero el striptease es un arte y un don que no se da a todos. Qué le vamos a hacer: los dioses son caprichosos.

domingo, 23 de junio de 2013

El vicio impune de la lectura

23/Junio/2013
Jornada Semanal
Vilma Fuentes

El azar es, acaso, el mejor de los guías. Apenas escrita y publicada aquí, en La Jornada Semanal, una crónica sobre Valéry Larbaud, apareció en estas páginas un texto de Hermann Bellinghausen consagrado al volumen Cómo hablar de libros que no se han leído, escrito por Pierre Bayard, donde hace el elogio del sutil arte de no leer. Imposible no pensar, más por disociación que por  asociación de ideas, en una de las mejores obras de Valéry Larbaud, cuyo título es en sí mismo una proclamación y un hallazgo: Este vicio impune, la lectura.
Lector excepcional, amoroso de libros, textos, páginas escritas, inéditas o publicadas, a semejanza de un drogadicto que por una nueva dosis está dispuesto al crimen, Larbaud reconoce que su pasión es un vicio, aunque, de inmediato, con la sonrisa de la inteligencia y la prudencia del hombre preocupado por su confort, acopla irónicamente a la palabra “vicio” la de “impune”.
Algunas civilizaciones, no todas, toleran ciertas perversiones. La lectura es una. “He sacado mucho provecho de ella, y sigo sacando”, dice Larbaud advirtiéndonos que caeríamos en un grosero error si no nos abandonamos a este vicio que procura exquisitos placeres.
Alfonso Reyes no se equivocaba. Su amistad con Larbaud reposa en un mutuo entendimiento, donde se reconocen de inmediato los adeptos, o los enfermos, según la mirada con que los ven los otros o la mirada de ellos sobre sí mismos cuando admiten que su pasión es un vicio.
Marcel Proust, lector voraz, escribió profundas páginas sobre esta voluptuosidad. Si hay sensualidad, en la civilización judeocristiana podría ser vicio. La sensualidad no es el primer mandamiento del decálogo. El erotismo estaría más bien colocado en la lista de los pecados capitales, al lado de la lujuria. ¿Un vicio la lectura? Sin duda. Se trata de un placer solitario. Una persona que goza a solas no puede negar que se satisface en secreto, lo cual también puede ocurrirle llevar a cabo con otro órgano para acceder a placeres aún más solitarios.
La soledad del lector no es total. Quien abre un libro y pasa las páginas olvidando el tiempo que pasa, ¿con quién se encuentra a solas? Solo, pero con un libro. Con palabras impresas en papel, o ahora en una pantalla. ¿Con quién se encuentra, dónde está? En ninguna parte. Fuera del tiempo, fuera del espacio, se halla en ese territorio que debería ser prohibido si no lo está ya: la lectura. ¿No lanza un desafío a las leyes de lo real? Pecado y transgresión supremos, más graves que comer la manzana ofrecida por la serpiente a la ávida curiosidad de la primera mujer, Eva, pronto seguidos por el primer hombre, Adán, dócil marido, a quien sus descendientes deben la expulsión del Paraíso.
Cuando Larbaud habla de vicio, lo quiera o no, recuerda que la lectura, como el árbol de la ciencia del bien y del mal, da frutos prohibidos. Acaso por ello su inconsciente se apresura a rectificar y lo hace escribir: vicio impune. ¿Dónde se encuentra el vicioso lector? En ninguna parte, si es necesario designar así el lugar donde el lector comparte un espacio imaginario con aquel que existe invisible, y no existe: el autor. Cierto, hablamos de escritores, hacemos sonar nombres propios, identidades, libros. Sabemos, no obstante, que nadie sabe nada de Homero, ni del autor de Las mil y una noches, y que la identidad real de Shakespeare se ha puesto a menudo en duda. Qué importa el autor, sólo el libro existe. La soledad del lector no se comparte con un autor invisible. Se comparte con lo invisible, lo inasible, lo inexistente, es decir, el ser. Hay palabras, luego hay sentido. Pero eso no puede tocarse. Milagro de la escritura y del lenguaje: dar presencia a lo que es sin tener necesidad de existir. A menudo se llama a esto lo imaginario. Fantasía, sueños, literatura, nada es real en esos territorios, tal vez. Precisamente por eso, más allá de lo que sucede en lo real, la escritura es la última llave que abre la única puerta al infinito con perspectivas menos estrechas que lo real, lo cual no es ni la realidad ni la verdad sobre nuestra existencia. Quizás está prohibido abrir esa puerta. El vicio es a veces castigado. Pero Larbaud era de carácter jovial y optimista: nunca temió abrir esa puerta a su antojo, según su capricho o su deseo. No era una persona que se jactase de haber leído un libro que no hubiera leído. Dejaba esta vulgaridad a los esnobs y a los pedantes. A quienes leen un libro como un trabajo. Él no leía sino por gusto, para su placer. Al extremo de imaginarse, acaso, culpable de un vicio. Tanto placer, en nuestro mundo, no puede concebirse sin ser culpable. Pero Valéry Larbaud, el poeta de Barnabooth, no toleraba la idea de sentirse culpable y desafiaba todas las prohibiciones: impune. Incluso si su adorable madre, quien manejaba la fortuna familiar, le limitaba el dinero alarmada por haber dado a luz a un hijo apasionado por la literatura, la lectura y la escritura en vez de ocuparse de cosas serias: los ingresos que daban los manantiales de aguas minerales. Fuentes, sobre todo, de la fortuna que, por su parte, él no hacía sino dilapidar, tal el hijo pródigo del cual habla con lucidez su amigo André Gide.
Antes que Kerouac, quien era pobre, o Burroughs, de familia rica, Larbaud, como Gide, de familias muy ricas, eran ya drop out, como lo serían más tarde los jóvenes beatniks estadunidenses. La lectura, vicio impune, droga dura, les comunicó una ebriedad, un éxtasis, que volvió sosa cualquier otra experiencia del placer.
¿Puedo terminar confesando que, ya adulta, hacia mis treinta años, lectora empedernida y endurecida por ese mismo vicio, no pude evitar que se me humedecieran los ojos al llegar a las últimas páginas de Fermina Márquez? La lectura de esta breve novela me devolvió la gracia de la inocencia, lavándome del pecado original, al menos el mío, para devolverme la capacidad del asombro. El asombro de sorprenderse ante lo real, tan secreto y enigmático en su evidencia por lo imaginario que encierra.