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lunes, 25 de mayo de 2015

Rubem Fonseca o la seducción del mal

Mayo/2015
Letras Libres
José Miguel Oviedo

Estoy seguro de no equivocarme al considerar al brasileño Rubem Fonseca (Minas Gerais, 1925) uno de los más grandes narradores latinoamericanos de nuestro tiempo, y también uno de los más fecundos. Durante más de cuarenta años ha producido libros de gran originalidad y de perturbadora belleza. Su vasta obra cubre los géneros del cuento y la novela, pero también, ocasionalmente, la crónica (La novela murió, 2008) y una forma muy singular de memorias o “recuerdos atropellados” a los que tituló José (2011).

No comparto la opinión generalizada de que Fonseca es mejor cuentista que novelista. El lector puede sacar sus propias conclusiones después de leer las novelas El caso Morel (1973), Agosto (1990) y Grandes emociones y pensamientos imperfectos (1988), que muestran su habilidad para tejer tramas de gran complejidad conceptual y estructural, con las que diseña un mundo febril y vertiginoso.

Las historias de Fonseca caen, casi siempre, dentro de los formatos narrativos del género negro, el thriller, la novela policial; es decir, con personajes representantes del orden (como el policía o el detective) que enfrentan a los que lo violan. Este esquema está presente en sus relatos, pero con una significativa serie de variantes, la más decisiva de las cuales es el sustrato anárquico: en el terrible mundo de Fonseca todo está perdido de antemano y para siempre. Sus personajes actúan atraídos por el irresistible impulso del mal. Esto refleja tanto la temprana experiencia del autor como comisario policial y sus estudios de derecho penal que le dieron una visión interna del mundo delincuencial y de las limitaciones para combatirlo dentro del marco de la ley. (En un viaje a Brasil conocí a Fonseca. Nos encontramos en un bar de las playas de Río de Janeiro. Allí, animados por unas caipirinhas, le pregunté por qué el asesino en serie de El cobrador (1979) apuntaba siempre “al tercer botón de la camisa”. Con precisión de médico legista, Fonseca me explicó que ese disparo caería sobre el esternón, que al fragmentarse en mil pedazos, como afilados cuchillos de hueso, podrían perforar los pulmones, el corazón, el estómago y otros órganos vitales. Sobrevivir era imposible.) Esa experiencia le permitió ver cómo esa pugna se entreteje con las contradicciones de una sociedad como la brasileña, en la que hay enormes desigualdades que permiten la compra y venta del sistema penal, de cuyos engranajes siempre se escapan los ricos y poderosos mientras los marginados quedan atrapados entre sus ruedas. El cinismo y la sangre fría con la que se ejecutan los crímenes en su obra son característicos del autor; no hay ni un rastro de remordimiento en sus personajes, ni nada que les impida regodearse en el placer morboso de sus fechorías.

El género noir suele ser considerado una especie de subgénero literario, hecho para el puro entretenimiento y afín a los gustos populares. Se podrían invocar los casos de Raymond Chandler y Georges Simenon entre los que dieron al género una gran calidad artística. Aunque el más alto ejemplo es Borges, quien hizo magistrales versiones paródicas del género en “El jardín de senderos que se bifurcan”, “La muerte y la brújula” o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Fonseca, por su parte, suele dar a sus historias un trasfondo intelectual, científico o literario que las convierten en algo más que meras aventuras policiales, pues las ahonda con meditaciones sobre la condición humana y, especialmente, sobre el impulso sexual, que ve como una fuerza imposible de frenar e irremediablemente insensata. Pueden invocarse como sus antecedentes literarios más directos al Marqués de Sade (quizá la más sadiana de sus obras sea Del fondo del mundo prostituto solo amores guardé para mi puro, 1997) y a Georges Bataille; en el campo del arte a Hans Bellmer, en el de la fotografía a Helmut Newton y en el del cine a Luis Buñuel.

El efecto escalofriante que sus historias producen se incrementa porque se evitan las complicaciones accesorias al diseño esencial del relato (técnica que aprendió como guionista de cine); es decir, nos sentimos de inmediato arrastrados por el vórtice de la trama. Este procedimiento in medias res se complementa con otro estilístico: el lenguaje totalmente funcional, casi indiferente al torrente emocional que se descarga sobre nosotros. No falta ni sobra ni una palabra y el ajuste verbal a lo que se narra es completo, sin desperdicio ni demoras innecesarias.

El lector podrá comprobarlo consultando cualquiera de los libros del autor, donde encontrará infinitas variantes de ese mismo patrón narrativo. Quizá los que tenga ahora a la mano sean dos de los títulos de cuentos publicados en español por Cal y Arena en 2012 y 2014 respectivamente: Axilas y otras historias indecorosas (2011) y Amalgama (2013). El primero alude a la perversión sexual que sufre el protagonista del cuento homónimo, que cree que: “La axila de una mujer tiene una belleza misteriosamente inefable que ninguna otra parte del cuerpo femenino posee. La axila, además de atractiva, es poética.” Ninguno de estos dos libros contiene solo relatos policiales; algunos narran dramáticas historias sobre ambientes y personajes que salen del mundo marginal donde domina la extrema pobreza como único horizonte social, como “Zapatos”. Otros, como el notable “La enseñanza de la gramática”, nos presenta, con filosa ironía, el diálogo en la cama de una pareja sobre cuestiones de retórica que de súbito desemboca en una inesperada revelación. Uno de los mejores cuentos de Axilas es “Belleza”, en el que la acción criminal en la que se empeña un hombre es la consecuencia de una cuestión filosófica, que le plantea una mujer: ¿envejece el alma igual que el cuerpo? “Ventana sin cortina” es un clásico relato policiaco –que recuerda un poco a La ventana indiscreta de Hitchcock– en el que un hombre espía desde su departamento a una muchacha que en otro piso se pasea semidesnuda. El frío esquema policiaco suele acompañarse de reflexiones autorales que citan obras literarias o filosóficas: se cita a Poe, Steiner, Adorno, Goethe, Rousseau, Dickens, Cioran... Este último es mencionado en “La mujer del ceo” cuando el personaje recuerda que el filósofo rumano afirmaba que “la lucidez vuelve al individuo incapaz de amar”.

La amalgama a la que seguramente se refiere Fonseca en su libro homónimo es la alternancia entre el género narrativo y el poético. Aunque podemos encontrar cuentos que fallan porque generan una expectativa que el desenlace abrupto no llega a satisfacer del todo (por ejemplo, “Devaneo”), hay otros textos de altísima calidad literaria. Algunos cultivan el humor negro y el gusto por lo absurdo (“Perspectivas”, “João y María”) que ofrecen una visión distorsionada de lo que llamamos vida moderna. Si tuviese que elegir el mejor relato del volumen, me quedaría con “El aprendizaje”, que usa elementos del relato policiaco, pero en este caso el delito no atenta contra una vida: consiste en la destrucción de un original literario. Además, el autor introduce con maestría un elemento de carácter fantástico o milagroso del que me abstengo de dar detalles.

El 11 de mayo Rubem Fonseca cumple noventa años. Que estas líneas sirvan de modesto homenaje a un escritor de veras excepcional.

domingo, 14 de julio de 2013

El amour fou de Pamuk

Julio/2013
Letras Libres
José Miguel Oviedo

Cuando en 2006 la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel de Literatura al escritor turco Orhan Pamuk tuvo un doble acierto: llamar la atención sobre una lengua literaria que no había tenido en tiempos recientes mayor difusión entre los lectores de Europa y América y, al mismo tiempo, distinguir a un escritor que en ese momento solo tenía 54 años, es decir, no a un autor que se encontraba cerca del final de su vida creadora, como suele ocurrir en una gran mayoría de los casos. Además, numerosas traducciones de sus libros habían tenido una favorable recepción entre la crítica y el público de diferentes partes del mundo.
A pesar de que uno de los rasgos distintivos de su obra es la constante variedad de sus temas y el polimorfismo de su estilo, que cubren lo político, lo filosófico, lo histórico, y a veces el clima de misterio, con la misma habilidad literaria, el gran asunto que subyace a toda su obra es el que caracteriza a la misma cultura turca: la de ser la más paradigmática encrucijada entre Oriente y Occidente. Pamuk mismo es un claro ejemplo de eso, pues siendo un escritor profundamente comprometido con todos los aspectos de la realidad turca es, a la vez, un intelectual cosmopolita (lo que le ha valido críticas y censuras de ciertos sectores sociales y políticos de su país), que ha absorbido los más variados influjos del mundo occidental. Esa orientación tuvo un temprano impulso gracias a su educación secundaria en el Robert College, pues pertenecía a una acomodada familia turca. Eso mismo explica que el autor, aunque fuese parte de la comunidad musulmana, no lo fuese en el sentido de ser fiel observador de sus rituales religiosos. En 2004 fue enjuiciado por las autoridades turcas por “insultar y debilitar la identidad turca”. Amenazado de muerte, tuvo que escapar del país.
En realidad, lo que las autoridades no le perdonaban era que Pamuk se refiriese al genocidio de las poblaciones armenias y kurdas cometidos por los turcos en 1915, algo que ningún gobierno de su país ha aceptado y probablemente nunca aceptará: “la dignidad nacional” está de por medio. Tras abandonar su patria, Pamuk fue profesor visitante en la Universidad de Iowa y luego en Columbia, donde actualmente tiene una cátedra de humanidades.
Uno de los primeros fuera de Turquía en reconocer la calidad y originalidad de su ficción fue John Updike, a propósito de El castillo blanco (1985; Debolsillo, 2008). Creo que lo primero que leí de Pamuk no fueron sus novelas, sino los brillantes artículos y ensayos que publicaba en The New York Review of Books, cuya inteligencia y originalidad llamaron mi atención; considero probable que su lúcida posición respecto a la cultura musulmana frente a Occidente en nuestro tiempo contribuyó a que la Academia Sueca decidiese premiarlo para ofrecer así su apoyo moral a un intelectual acosado por el sector más recalcitrante de su país. Hace pocos años, ya con el Nobel en sus manos, fue invitado a la Feria del Libro de Guadalajara, México, donde hizo una presentación que me impresionó por su lucidez, brillante argumentación y gracia personal. En todos los aspectos de su persona literaria, Pamuk es una cabal demostración de ser, a la vez, un hombre moderno que representa a una cultura muy antigua.
Su obra narrativa comienza con Oscuridad y luz (1982), algunas obras que siguieron a esta como Me llamo Rojo (1998; Alfaguara, 2003; Debolsillo, 2009) y Nieve (2001; Alfaguara, 2005; Punto de lectura, 2007) establecieron su prestigio en el mundo occidental, igual que importantes premios internacionales como el Premio al Mejor Libro extranjero en Francia, el Premio Grinzane Cavour en Italia, el Premio de la Paz en Alemania y el Premio Médicis Étranger en Francia.
Con cierto retraso he leído la versión castellana de la novela que publicó originalmente en 2008, El museo de la inocencia (Mondadori, 2009), que me ha producido una verdadera conmoción. La considero una auténtica obra maestra, uno de los relatos más notables que he leído jamás, casi impecablemente perfecta y la recomiendo sin vacilación a todo buen lector. Como es una fuente constante de placer, cuando terminé de leerla tuve una sensación de pérdida o nostalgia porque había quedado enamorado de sus personajes principales, su cautivante historia, sus ambientes, sus laberínticas peripecias, sus continuas sorpresas, sus seductoras trampas y pistas falsas. La impresión que produce es tan vívida que, al final, a uno le es difícil separar la ficción de la realidad exterior a ella, porque se adhiere a esta de una manera casi inextricable, es decir, el mundo ficticio y el objetivo quedan soldados en una alianza tan estrecha que no sabemos bien dónde comienza una y dónde termina la otra.
Se trata de una gran novela de amor, que tiene rasgos de veracidad, encanto, poesía y tragedia, que se nos transmiten con la misma fuerza pese a que emanan de un mundo concreto bastante alejado de nuestra experiencia personal, histórica y cultural como el de Turquía.
Kemal Bey, el protagonista y narrador de su propia historia, tiene treinta años y es uno de los herederos de una acomodada familia dedicada a un próspero negocio de textiles en Estambul (ubicado en el barrio de Nişantaşı, donde nació Pamuk). Un día decide comprarle a su novia Sibel –con la que está próximo a casarse– un regalo en una elegante boutique. Cuando se lo ofrece a Sibel, ella le hace notar amablemente que la marca de la cartera no es auténtica. Cuando él regresa a la tienda para hacer el reclamo, descubre que quien atiende ahora en el mostrador es Füsun, una prima suya, a quien no veía desde niña. Ahora ella es una atractiva muchacha de dieciocho años, cuya deslumbrante belleza lo fascina de inmediato y para siempre. Ella se ofrece a llevarle el dinero del reembolso en persona al departamento que la familia de Kemal usa como desván y él como estudio. Allí comienza una corta relación erótica entre los dos, cuya intensidad alcanza un altísimo grado. Pese a ello, y con bastante cinismo, Kemal no rompe su compromiso con Sibel y mantiene su secreto affaire con Füsun. Así llega el inevitable día de la petición formal de mano que ocurre en el capítulo 24. Este capítulo, que podría ser el mero relato de una ceremonia convencional, se convierte en uno de los ejes más importantes de la historia; es, además, el más extenso de toda la novela, lo que es raro en el arte narrativo de Pamuk que se caracteriza precisamente por lo contario, lo que asegura el ritmo rápido y cambiante en sus obras.
En medio de la fiesta, Kemal busca desesperadamente a Füsun –con quien ha hecho el amor ese mismo día– sin importarle el alto riesgo que corre. Es evidente que Kemal quiere a Sibel, pero siente por Füsun una pasión incontrolable, un verdadero caso del amour fou que tanto exaltaron los surrealistas, que trata de calmar recurriendo a abundantes copas de rakı, hábito que se irá convirtiendo en una adicción más que social. Al acabar este crucial capítulo, el lector tiene la impresión de que las relaciones paralelas van a continuar. Una de las muchas sorpresas que animan este relato es que no ocurre así: por un lado, Kemal no vuelve a ver a Füsun por un largo periodo; por otro, se refugia en los brazos de Sibel, pasa varias semanas al margen de todos sus amigos refugiado con ella en la casa de verano de sus padres, aunque le es imposible amarla físicamente porque se lo impide el torturante recuerdo de Füsun.
Mientras la ausencia de ella le produce un constante dolor moral, emotivo y físico que lo fuerza a realizar actos totalmente desesperados como volver periódicamente al lugar de sus encuentros secretos o buscarla en lugares o barrios donde cree que puede encontrarla caminando, Sibel le devuelve su anillo y da por terminada su relación con él ante el escándalo familiar y social. Poseído por su devoradora pasión amorosa que nada calma, Kemal se entrega a una forma sublimada de fetichismo: conserva, acaricia, huele y contempla hasta el más mínimo objeto que tocaron las manos de su amada, desde la cuchara con la que tomó té a la sábana sobre la que hicieron el amor. Este es el origen de lo que luego él llamará Museo de la Inocencia, es decir, la heterogénea colección que da testimonio de esta suprema historia de amor, cuya heroína me hizo revivir las de Madame Bovary y Ana Karenina.
Cuando al fin los amantes se reencuentran, la situación es completamente distinta: ella está casada con un joven aspirante a director cinematográfico que quiere convertirla en la nueva estrella del cine turco, y Kemal no tiene otro modo de acercarse a ella que verla casi diariamente en la casa de los padres de Füsun donde la pareja vive y donde él –primero con discreción y luego con descaro– recoge, roba cucharillas, saleros, adornos y otros objetos de la casa para incrementar su museo. Increíblemente, el rito de la cena en esa casa durará ocho años, o, según su más preciso cómputo: “Fui a cenar a Çukurcuma para ver a Füsun exactamente durante siete años y diez meses, [es decir] pasaron dos mil ochocientos sesenta y cuatro días. Según mis notas, en esas cuatrocientas nueve semanas cuya historia me dispongo a relatar, fui mil quinientas noventa y tres veces a cenar a su casa.” No solo eso, también nos dice: “Durante los ocho años que fui a la casa de los Kerkin y me senté a su mesa logré ocultar y acumular 4213 colillas de cigarrillo de Füsun.” ¿No siente acaso el lector un eco de los delirantes cómputos que abundan en Cien años de soledad? Tampoco es difícil no pensar en la primera frase de Rayuela en la que otro loco enamorado se pregunta: “¿Encontraría a la Maga?”
El insufrible mal de amor que aqueja al protagonista no tiene otro consuelo que contemplar y adorar en silencio a su inalcanzable Füsun, en un juego de miradas, gestos, silencios y palabras a todos los cuales él les da una elaborada interpretación. Para ayudarla financieramente en sus aspiraciones de actriz, funda Limón Films (Limón es el nombre del canario de la familia de Füsun) y concurre con gran frecuencia al café llamado Papel Cebolla donde se reúne todo el mundillo vinculado al cine local con mayor o menor fortuna. Al final, tras enterarse por Füsun que su matrimonio nunca se consumó y que pronto se iniciarían los trámites de su divorcio, los hechos parecen anunciarle a Kemal que su persistencia está a punto de culminar con un gran triunfo y toda la felicidad del mundo. Pero no será así: cuando justamente están iniciando el muy postergado viaje a París ocurre algo totalmente inesperado y que, en beneficio del lector, no revelaré aquí.
Para narrar lo que sigue a ese crítico momento, la historia –cuyo núcleo gira alrededor de los años setenta y se extiende hasta mediados de los ochenta– se proyecta ahora veinte años hacia adelante, y relata primordialmente los esfuerzos de Kemal para hacer realidad el museo, lo que lo obliga a visitar muchos museos y galerías de todo el mundo, para saber mejor cómo organizarlo. El lector se da cuenta de que los centros artísticos, culturales y documentales que registra en los capítulos 81 y 82 no son en absoluto ficticios, sino muy reales. Lo asombroso es que la novela da otro gran vuelco: el proyecto de Kemal genera el auténtico Museo de la Inocencia, inaugurado en Estambul el 28 de abril de 2012 y que los interesados pueden ahora visitar. En el capítulo 83 y final, titulado irónicamente “Felicidad”, Kemal nos dice que la mejor manera de dar sentido a los objetos del museo era escribir un relato: “Así pues, un escritor podía redactar el catálogo de mi museo como si escribiera una novela.” Ese novelista es nadie menos que Orhan Pamuk, personaje real convertido en ficticio, con lo cual la novela da un giro del todo inesperado. Cuando el héroe y el escritor que lo creó se encuentran por última vez, Kemal –un hombre que ronda ya los sesenta años– le dice una frase que sintetiza toda su pasión amorosa por Füsun: “Que todo el mundo sepa que he tenido una vida muy feliz.”
Algo particularmente curioso es que en el ya citado capítulo 24 hay una fugaz aparición del mismísimo Orhan Pamuk, con quien Füsun también baila; en esa instancia el narrador nos hace una sorprendente invitación (que decidí no aceptar para mantener el suspenso): “Quienes deseen saber con sus propias palabras lo que sintió Orhan Bey [Pamuk] al bailar con Füsun, por favor que vayan al último capítulo [...]” (pp. 158-159). Esto tiene cierto aire de semejanza con lo que Cortázar llamó “capítulos prescindibles” en Rayuela. En otro insólito juego de vasos comunicantes entre el plano imaginario y el real, Pamuk publicó en 2012 un hermoso libro titulado The innocence of objects, que es en verdad el catálogo de la colección de objetos y toda la memorabilia que se refiere a Füsun, su familia y la de Kemal, los ambientes del viejo Estambul y otros detalles de la historia que hemos leído y que nos hacen ver –aunque parezca extraño– que la novela y el museo fueron concebidos como un esfuerzo conjunto y simultáneo a lo largo de varias décadas.
El arte de su composición novelística, el absoluto control sobre sus cambiantes tonos, las continuas sorpresas y pistas falsas que estimulan la imaginación del lector, el toque siempre delicado pero intenso de sus introspecciones en el alma enamorada, las convincentes descripciones del mundo estambulí con sus paseos por las riberas del Bósforo, las alusiones a los cambios que sufre por entonces la sociedad turca en sus hábitos sexuales (con mujeres que llevan la cabeza cubierta mientras otras llevan minifalda), las referencias al autoritarismo del poder político, etc., hacen de esta novela una auténtica experiencia del alto placer que solo una gran obra literaria puede producir.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Carlos Fuentes (1928-2012)

Otoño/2012
Luvina (68)
José Miguel Oviedo  


La noticia de la muerte de Carlos Fuentes, que acabo de recibir desde México, me ha producido una verdadera conmoción por muchas razones, pero sobre todo por tres: con él pierdo a un amigo entrañable a quien conocí por algo más de medio siglo y con quien me he encontrado a lo largo de ese periodo en las más diversas circunstancias y por los más diversos motivos, lo que me permitió disfrutar de su enorme inteligencia, su pasión literaria y su indestructible entusiasmo por la cultura y la política de México, América Latina y el mundo entero; en segundo lugar, su obra literaria misma puede considerarse, junto con las de Juan Rulfo y Octavio Paz, entre lo más trascendente que su país produjo en la segunda mitad del siglo pasado, gracias a una excepcional imaginación e inventiva verbal y a su enorme ambición narrativa; y en tercer lugar, no creo que en ninguno de los momentos en que hablé con Fuentes o vi alguna de las incontables entrevistas que concedió, haya notado en él un ápice de pesimismo o desaliento, no importa cuán grave fuese la situación por la que nuestra historia presente atravesaba. Era un hombre, en todo, desbordante, generoso y, al mismo tiempo, rigurosamente disciplinado para poder realizar, en medio de sus incontables viajes y compromisos intelectuales, la vasta obra —que cubre casi todos los géneros literarios— que nos ha dejado.
     Fuentes, en realidad, fue algo más que un escritor: fue un testigo y un vocero de nuestra cultura y nuestra vida política. Actuó siempre sabiendo que sus opiniones podían despertar tempestuosas polémicas y que algunas de sus ideas iban a enajenarlo de ciertos sectores intelectuales dentro y fuera de su país. Las proporciones de su obra tienden a ser descomunales y sólo podrían compararse, entre nosotros, con las de Carpentier, Vargas Llosa y García Márquez. Su pasión literaria es auténtica y también lo es su pasión americana, que lo ha movido a representar y analizar la compleja fase de modernización de un país tan antiguo como el suyo, dentro del gran marco de la historia latinoamericana y mundial; es decir, ha compuesto un gran mural, un verdadero friso de la vida pública y privada de nuestro tiempo. Tan vastas y variadas son las imágenes de ese friso, tan complejo y abarcador su drama, que, en algún punto de su evolución, Fuentes decidió organizar su programa creador y darle un nombre general: «La Edad del Tiempo». El título de este programa narrativo es revelador y exacto si lo entendemos en dos sentidos: por un lado, alude al tiempo histórico, que se mueve siempre entre espasmos impredecibles y violentos, dejando un rastro de sangre y muerte; por otro, al tiempo de los grandes mitos humanos, donde la destrucción es anuncio de un nuevo renacer, donde todo está o estará vivo en algún momento de ciclos o imágenes permanentes como los que brinda el lenguaje de la novela y la poesía. Su obra narrativa puede considerarse, por eso, una novela del tiempo y una fascinante invitación a vivir en el tiempo de la novela. El tiempo es para él una dimensión abierta a infinitas transfiguraciones, fantasmagorías y hechicerías que cuestionan o extienden nuestra percepción de la realidad, como Cortázar lo hizo a su modo. El mundo de Fuentes es, a semejanza del arte mesoamericano, ceremonial, ritual, excesivo, grotesco, barroquizante y cifrado. México es el centro de su indagación, pero alejado de todo nacionalismo provinciano. Su obra es una apertura de la novela mexicana al más amplio espíritu cosmopolita, al universalismo que le permite a la realidad latinoamericana dialogar con el mundo y reconocerse como legítima parte de él: representa un movimiento de libertad conceptual, estética y moral.
     La triste noticia de su muerte ha evocado en mí el momento en que lo encontré por primera vez y el último. Lo conocí personalmente en 1962, en uno de los encuentros que organizaba el poeta Gonzalo Rojas en Concepción. Allí disfruté de su charla y fuimos cómplices en una respuesta muy ardiente a las ideas algo convencionales que sobre América Latina había presentado Frank Tannenbaum, historiador norteamericano. Muy poco después volvimos a vernos en Lima, en una reunión en la llamada Peña Pancho Fierro, donde José María Arguedas acogía a amigos peruanos y extranjeros, en un local decorado con las bellas piezas de arte popular que su esposa Celia Bustamante y su cuñada Alicia habían recogido durante largos años. Esa visita estaba relacionada con la aparición de su notable novela La muerte de Artemio Cruz, que yo había leído con una admiración que todavía conservo y uno de cuyos ejemplares me dedicó con generosas palabras. La última vez tuvo lugar a fines del año pasado en la Free Library de Filadelfia, donde él tuvo un animado e intenso diálogo con su traductora Edith Grossman, al final del cual —mientras él firmaba, sin parar, decenas de ejemplares de libros suyos frente a una larga cola de admiradores— tuvo un par de minutos de diálogo conmigo, lleno como siempre de humor y entusiasmo. Al final quedamos en que nos veríamos muy pronto en México. Ahora sé que Carlos no podrá cumplir esta promesa.
Filadelfia, 15 de mayo de 2012

lunes, 3 de enero de 2011

Mario Vargas Llosa: en el corazón del colonialismo

Invierno
Luvina
José Miguel Oviedo


Con la publicación de su primera novela, La ciudad y los perros, en 1963, Mario Vargas Llosa abrió una dirección distinta para el género: recogía lo mejor de nuestra tradición novelística y, al mismo tiempo, la superaba y sorteaba sus limitaciones para crear, con gran libertad, un mundo ficticio muy original en forma y contenido. Lo que casi de inmediato lo convirtió en el escritor emblemático de lo que muy pronto empezaría a llamarse el Boom.

El arte novelístico de Mario Vargas Llosa es una síntesis de fórmulas y elementos estéticos muy contradictorios, que solían aparecer, pero aislados, en varias obras narrativas de nuestra lengua surgidas al comenzar la segunda mitad del siglo xx. Por un lado, era un escritor que se presentaba como un «realista» atento al mundo social peruano, que retrataba con tanta minucia como ardor crítico. Por otro, introducía una variante de los modelos narrativos dominantes de entonces en la novela española e hispanoamericana, pues no cabía cómodamente en el cauce del realismo testimonial o social, ni en el frío conductismo según el estilo adaptado del nouveau roman.

Mientras Vargas Llosa comenzaba (su único libro anterior era Los jefes, colección de cuentos escritos en plena adolescencia), sus compañeros ya habían escrito en ese período algunas obras maestras: Alejo Carpentier, El siglo de las luces; Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz, ambas en 1962; y Julio Cortázar, Rayuela, coetánea de La ciudad y los perros. Siendo totalmente distintas entre sí, estas novelas dieron el tono peculiar de esa época: eran complejas y virtuosas construcciones narrativas con un impulso expansivo y no reductivo o astringente. Constituían una radical experimentación con formas, estructuras y lenguaje. Los del boom querían indagar en lo profundo de nuestro ser colectivo, en los sueños y mitos compartidos a lo largo del tiempo, es decir: expresaban lo real pero con un impulso lírico o fantasioso, lo ancestral pero con un lenguaje moderno.

La historia de La ciudad y los perros es, en verdad, traumática, pues tenía que ver con la dura experiencia vivida en un colegio militar, que suponía convocar y conjurar una serie de fantasmas —lo que llamaría después sus «demonios»— por vía literaria. El formato básico de la novela lo constituía el contrapunto entre el microcosmos cerrado del colegio militar Leoncio Prado y, por otro lado, el mundo urbano de Lima y sus alrededores. Desde el comienzo, su objetivo supremo era reconstruir el mundo de lo vivido, pero presentándolo como una construcción ficticia que envolvía y atrapaba al lector en una maraña de variadas sorpresas y revelaciones, identidades ambiguas, bruscos cambios de tono y tensión, saltos, discontinuidades narrativas, verdaderas simetrías, constantes desplazamientos de tiempo y espacio; todo un arsenal retórico que convertía un pasaje de vida en una narración de indudable validez estética.

Las dos novelas que siguen a La ciudad y los perros, La casa verde (1965) y Conversación en la Catedral (1969), incrementan sustancialmente la dualidad de ámbitos y acciones y se convierten en narraciones sinfónicas, cuyo montaje desarrolla simultáneamente varias historias que, siendo muy diversas entre sí —por su material, tono, estilo y tensión—, se conectan progresivamente mediante contactos súbitos, saltos en la acción y revelaciones que alteran nuestra percepción de los personajes y sus móviles. En La casa verde, por ejemplo, tenemos cinco historias distintas rotando constantemente ante nosotros, con un efecto de caleidoscopio y con desplazamientos entre dos amplios espacios físicos: la selva amazónica y el mundo suburbano de Piura. Todavía más abigarrada y proliferante resultaría Conversación en la Catedral, que además señala la primera franca incursión del autor en el campo de la novela política —que más adelante alcanzaría una presencia protagónica en su obra. Presenta también algo nuevo y de gran trascendencia: una agónica e implacable indagación moral de un país bajo los años de una dictadura, que marcó profundamente la juventud del autor y definió su contextura intelectual. Además de la fuerza torrencial de la acción, la obra se distingue por el insistente afán de introspección y análisis al que somete la conducta de los personajes, creando así un perfecto equilibrio entre el ardor y la lucidez. Una importante consecuencia de esto último es la de diluir las fronteras entre los inocentes y los culpables, e introducir la noción de que el mal que anida en las entrañas del sistema ha contaminado irremediablemente al país entero y no hay salida posible.

Más adelante en su obra, el asunto político cobraría creciente importancia, ya sea como una manifestación de las grandes tensiones sociales, culturales e ideológicas que han moldeado la historia del continente, según puede verse en La guerra del fin del mundo (1981); o siguiendo más de cerca la pauta clásica de la «novela de la dictadura», como lo haría en La fiesta del Chivo (2000). Historia de Mayta, Lituma en los Andes (1993) y La fiesta del Chivo son, por un lado, exámenes de la realidad sociopolítica, aunque su «realismo» posea una contextura distinta de la que conocíamos; por otro, una tendencia hacia lo lúdico, lo erótico o la revelación de su mundo privado.

El paso que lo lleva de las cumbres épicas de Conversación en la Catedral al hallazgo del humor farsesco en Pantaleón y las visitadoras (1973) y al autorretrato del escritor como «escribidor» melodramático que encontramos en La tía Julia y el escribidor (1977), señala un momento crítico en la evolución creadora de Vargas Llosa. Progresivamente, sus novelas han ido adoptando una contextura más reflexiva, polémica y compleja, como vehículos de cuestiones ideológicas, históricas, culturales o artísticas. Su lenguaje narrativo se ha ido alejando de las aventuras hiperactivas e hipertensas del comienzo, y aproximándose al tono del ensayo, como lo muestra de manera eminente El paraíso en la otra esquina (2003).

Los lectores de El paraíso en la otra esquina podrán confirmar que el género de la novela se ha vuelto un vehículo reflexivo (y a veces autorreflexivo) que le permite meditar sobre asuntos de trascendencia moral, ideológica o estética. Para ilustrar uno de esos temas —el de la utopía— hace suyos a dos importantes personajes reales: Flora Tristán, una precursora de la lucha por los derechos de los obreros y de la mujer y otras causas, y el pintor Paul Gauguin, del que la novela narra esencialmente sus últimos diez años de vida en Tahití y las Islas Marquesas. Flora fue abuela materna de Gauguin, razón por la cual pasó los primeros años de su infancia en Lima. El patrón bipolar se reitera en esta novela, con sus veintidós capítulos, los impares protagonizados por Flora y los pares por Paul. Los contactos entre las dos corrientes narrativas se harán frecuentes, con saltos espacio-temporales dentro de cada capítulo. Hay otro recurso narrativo también reconocible en el repertorio técnico del autor: la constante interiorización de la experiencia que los personajes viven al desdoblarse y dialogar consigo mismos en segunda persona. Pero hay una notoria diferencia con los moldes narrativos habituales en el Vargas Llosa de la primera época, cuando el estilo instintivo y de altísima carga dramática otorgaba a sus novelas un clima de arrolladora tensión. Aquí la acción, en sí misma vasta y compleja en grados y niveles muy distintos, está narrada a través de reflexiones o recuerdos de los personajes; es decir, desde los remansos de su conciencia, lo que agudiza su cualidad reflexiva, propia del ensayo. Con El paraíso en la otra esquina, Vargas Llosa ha escrito algo muy personal: una novela-ensayo-crónica de la utopía.

Travesuras de la niña mala (2006) es una narración ligera, de entretenimiento y de tema amoroso o erótico. En esta novela todo gira alrededor de una sola historia: los amores de Ricardo y Lily, la llamada «niña mala». La naturaleza episódica de cada capítulo, subrayada por el hecho de que llevan títulos, genera una soberanía que bordea con el cuento o sugiere una novela escrita a partir de secuencias concebidas casi independientemente. Es, sin duda, una novela de personajes y no de acción. Creo que es la primera vez que el autor trabaja una novela dentro de marcos más propios de las convenciones del relato tradicional, sin el efecto intensificador de los contactos entre dos o más madejas narrativas simultáneas.

El sueño del celta (Alfaguara, Madrid, 2010), sin ninguna exageración, debe considerarse una obra maestra, no sólo por su impecable ejecución, sino por la temeraria audacia de su concepción y la minuciosa documentación que supone. La idea de escribir esta novela surgió cuando Vargas Llosa descubrió, leyendo una biografía de Joseph Conrad, que un tal Roger Casement había sido, aparte de un muy cercano amigo del gran escritor anglo-polaco, la persona que le brindó la información esencial que lo movió a escribir su célebre novela El corazón de las tinieblas (1903). Así se configura una triangulación entre Casement, Conrad y Vargas Llosa, cuyo hilo común es la colonización del Congo, centro de esta novela. La experiencia de 20 años en África cambiaría profundamente a Casement: haber trabajado para los intereses belgas —que eran comunes con los de Inglaterra en el Congo— es como un descenso al infierno. Presencia las más brutales formas de tortura, entre ellas mutilaciones, decapitaciones, flagelaciones, incineraciones de cuerpos vivos, violaciones y matanzas ejemplarizantes de todos aquellos —sin excluir niños, mujeres o viejos— que no pudiesen entregar la cuota diaria de caucho a los amos blancos. Con creciente horror, va comprobando que los blancos pueden ser más salvajes que los nativos a los que ellos mismos llaman «salvajes». En esas tierras se produce una terrible inversión de los conceptos que todos dan por ciertos sobre cómo los acontecimientos modelan nuestra historia; es decir, hay avances que parecen retrocesos a un momento anterior, porque los agentes de la civilización resultan ser los nuevos bárbaros.

La consabida vocación de Vargas Llosa por los grandes espacios salvajes, donde sólo impera la ley del más fuerte y donde toda aventura es posible, reaparece aquí para plantearnos, con un vuelo épico —y en pleno corazón del colonialismo— la eterna tensión entre la aspiración civilizadora y el respeto a las formas tradicionales de la cultura humana.