Julio/2013
Letras Libres
José Miguel Oviedo
Cuando en 2006 la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel de Literatura
al escritor turco Orhan Pamuk tuvo un doble acierto: llamar la atención
sobre una lengua literaria que no había tenido en tiempos recientes
mayor difusión entre los lectores de Europa y América y, al mismo
tiempo, distinguir a un escritor que en ese momento solo tenía 54 años,
es decir, no a un autor que se encontraba cerca del final de su vida
creadora, como suele ocurrir en una gran mayoría de los casos. Además,
numerosas traducciones de sus libros habían tenido una favorable
recepción entre la crítica y el público de diferentes partes del mundo.
A
pesar de que uno de los rasgos distintivos de su obra es la constante
variedad de sus temas y el polimorfismo de su estilo, que cubren lo
político, lo filosófico, lo histórico, y a veces el clima de misterio,
con la misma habilidad literaria, el gran asunto que subyace a toda su
obra es el que caracteriza a la misma cultura turca: la de ser la más
paradigmática encrucijada entre Oriente y Occidente. Pamuk mismo es un
claro ejemplo de eso, pues siendo un escritor profundamente comprometido
con todos los aspectos de la realidad turca es, a la vez, un
intelectual cosmopolita (lo que le ha valido críticas y censuras de
ciertos sectores sociales y políticos de su país), que ha absorbido los
más variados influjos del mundo occidental. Esa orientación tuvo un
temprano impulso gracias a su educación secundaria en el Robert College,
pues pertenecía a una acomodada familia turca. Eso mismo explica que el
autor, aunque fuese parte de la comunidad musulmana, no lo fuese en el
sentido de ser fiel observador de sus rituales religiosos. En 2004 fue
enjuiciado por las autoridades turcas por “insultar y debilitar la
identidad turca”. Amenazado de muerte, tuvo que escapar del país.
En
realidad, lo que las autoridades no le perdonaban era que Pamuk se
refiriese al genocidio de las poblaciones armenias y kurdas cometidos
por los turcos en 1915, algo que ningún gobierno de su país ha aceptado y
probablemente nunca aceptará: “la dignidad nacional” está de por medio.
Tras abandonar su patria, Pamuk fue profesor visitante en la
Universidad de Iowa y luego en Columbia, donde actualmente tiene una
cátedra de humanidades.
Uno de los primeros fuera de Turquía en reconocer la calidad y originalidad de su ficción fue John Updike, a propósito de
El castillo blanco (1985;
Debolsillo, 2008). Creo que lo primero que leí de Pamuk no fueron sus
novelas, sino los brillantes artículos y ensayos que publicaba en
The New York Review of Books,
cuya inteligencia y originalidad llamaron mi atención; considero
probable que su lúcida posición respecto a la cultura musulmana frente a
Occidente en nuestro tiempo contribuyó a que la Academia Sueca
decidiese premiarlo para ofrecer así su apoyo moral a un intelectual
acosado por el sector más recalcitrante de su país. Hace pocos años, ya
con el Nobel en sus manos, fue invitado a la Feria del Libro de
Guadalajara, México, donde hizo una presentación que me impresionó por
su lucidez, brillante argumentación y gracia personal. En todos los
aspectos de su persona literaria, Pamuk es una cabal demostración de
ser, a la vez, un hombre moderno que representa a una cultura muy
antigua.
Su obra narrativa comienza con
Oscuridad y luz (1982), algunas obras que siguieron a esta como
Me llamo Rojo (1998; Alfaguara, 2003; Debolsillo, 2009) y
Nieve
(2001; Alfaguara, 2005; Punto de lectura, 2007) establecieron su
prestigio en el mundo occidental, igual que importantes premios
internacionales como el Premio al Mejor Libro extranjero en Francia, el
Premio Grinzane Cavour en Italia, el Premio de la Paz en Alemania y el
Premio Médicis Étranger en Francia.
Con cierto retraso he leído la versión castellana de la novela que publicó originalmente en 2008,
El museo de la inocencia (Mondadori, 2009),
que me ha producido una verdadera conmoción. La considero una auténtica
obra maestra, uno de los relatos más notables que he leído jamás, casi
impecablemente perfecta y la recomiendo sin vacilación a todo buen
lector. Como es una fuente constante de placer, cuando terminé de leerla
tuve una sensación de pérdida o nostalgia porque había quedado
enamorado de sus personajes principales, su cautivante historia, sus
ambientes, sus laberínticas peripecias, sus continuas sorpresas, sus
seductoras trampas y pistas falsas. La impresión que produce es tan
vívida que, al final, a uno le es difícil separar la ficción de la
realidad exterior a ella, porque se adhiere a esta de una manera casi
inextricable, es decir, el mundo ficticio y el objetivo quedan soldados
en una alianza tan estrecha que no sabemos bien dónde comienza una y
dónde termina la otra.
Se trata de una gran novela de amor, que
tiene rasgos de veracidad, encanto, poesía y tragedia, que se nos
transmiten con la misma fuerza pese a que emanan de un mundo concreto
bastante alejado de nuestra experiencia personal, histórica y cultural
como el de Turquía.
Kemal Bey, el protagonista y narrador de su
propia historia, tiene treinta años y es uno de los herederos de una
acomodada familia dedicada a un próspero negocio de textiles en Estambul
(ubicado en el barrio de Nişantaşı, donde nació Pamuk). Un día decide
comprarle a su novia Sibel –con la que está próximo a casarse– un regalo
en una elegante boutique. Cuando se lo ofrece a Sibel, ella le hace
notar amablemente que la marca de la cartera no es auténtica. Cuando él
regresa a la tienda para hacer el reclamo, descubre que quien atiende
ahora en el mostrador es Füsun, una prima suya, a quien no veía desde
niña. Ahora ella es una atractiva muchacha de dieciocho años, cuya
deslumbrante belleza lo fascina de inmediato y para siempre. Ella se
ofrece a llevarle el dinero del reembolso en persona al departamento que
la familia de Kemal usa como desván y él como estudio. Allí comienza
una corta relación erótica entre los dos, cuya intensidad alcanza un
altísimo grado. Pese a ello, y con bastante cinismo, Kemal no rompe su
compromiso con Sibel y mantiene su secreto
affaire con Füsun.
Así llega el inevitable día de la petición formal de mano que ocurre en
el capítulo 24. Este capítulo, que podría ser el mero relato de una
ceremonia convencional, se convierte en uno de los ejes más importantes
de la historia; es, además, el más extenso de toda la novela, lo que es
raro en el arte narrativo de Pamuk que se caracteriza precisamente por
lo contario, lo que asegura el ritmo rápido y cambiante en sus obras.
En
medio de la fiesta, Kemal busca desesperadamente a Füsun –con quien ha
hecho el amor ese mismo día– sin importarle el alto riesgo que corre. Es
evidente que Kemal quiere a Sibel, pero siente por Füsun una pasión
incontrolable, un verdadero caso del
amour fou que tanto exaltaron los surrealistas, que trata de calmar recurriendo a abundantes copas de
rakı,
hábito que se irá convirtiendo en una adicción más que social. Al
acabar este crucial capítulo, el lector tiene la impresión de que las
relaciones paralelas van a continuar. Una de las muchas sorpresas que
animan este relato es que no ocurre así: por un lado, Kemal no vuelve a
ver a Füsun por un largo periodo; por otro, se refugia en los brazos de
Sibel, pasa varias semanas al margen de todos sus amigos refugiado con
ella en la casa de verano de sus padres, aunque le es imposible amarla
físicamente porque se lo impide el torturante recuerdo de Füsun.
Mientras
la ausencia de ella le produce un constante dolor moral, emotivo y
físico que lo fuerza a realizar actos totalmente desesperados como
volver periódicamente al lugar de sus encuentros secretos o buscarla en
lugares o barrios donde cree que puede encontrarla caminando, Sibel le
devuelve su anillo y da por terminada su relación con él ante el
escándalo familiar y social. Poseído por su devoradora pasión amorosa
que nada calma, Kemal se entrega a una forma sublimada de fetichismo:
conserva, acaricia, huele y contempla hasta el más mínimo objeto que
tocaron las manos de su amada, desde la cuchara con la que tomó té a la
sábana sobre la que hicieron el amor. Este es el origen de lo que luego
él llamará Museo de la Inocencia, es decir, la heterogénea colección que
da testimonio de esta suprema historia de amor, cuya heroína me hizo
revivir las de
Madame Bovary y
Ana Karenina.
Cuando
al fin los amantes se reencuentran, la situación es completamente
distinta: ella está casada con un joven aspirante a director
cinematográfico que quiere convertirla en la nueva estrella del cine
turco, y Kemal no tiene otro modo de acercarse a ella que verla casi
diariamente en la casa de los padres de Füsun donde la pareja vive y
donde él –primero con discreción y luego con descaro– recoge, roba
cucharillas, saleros, adornos y otros objetos de la casa para
incrementar su museo. Increíblemente, el rito de la cena en esa casa
durará ocho años, o, según su más preciso cómputo: “Fui a cenar a
Çukurcuma para ver a Füsun exactamente durante siete años y diez meses,
[es decir] pasaron dos mil ochocientos sesenta y cuatro días. Según mis
notas, en esas cuatrocientas nueve semanas cuya historia me dispongo a
relatar, fui mil quinientas noventa y tres veces a cenar a su casa.” No
solo eso, también nos dice: “Durante los ocho años que fui a la casa de
los Kerkin y me senté a su mesa logré ocultar y acumular 4213 colillas
de cigarrillo de Füsun.” ¿No siente acaso el lector un eco de los
delirantes cómputos que abundan en
Cien años de soledad? Tampoco es difícil no pensar en la primera frase de
Rayuela en la que otro loco enamorado se pregunta: “¿Encontraría a la Maga?”
El
insufrible mal de amor que aqueja al protagonista no tiene otro
consuelo que contemplar y adorar en silencio a su inalcanzable Füsun, en
un juego de miradas, gestos, silencios y palabras a todos los cuales él
les da una elaborada interpretación. Para ayudarla financieramente en
sus aspiraciones de actriz, funda Limón Films (Limón es el nombre del
canario de la familia de Füsun) y concurre con gran frecuencia al café
llamado Papel Cebolla donde se reúne todo el mundillo vinculado al cine
local con mayor o menor fortuna. Al final, tras enterarse por Füsun que
su matrimonio nunca se consumó y que pronto se iniciarían los trámites
de su divorcio, los hechos parecen anunciarle a Kemal que su
persistencia está a punto de culminar con un gran triunfo y toda la
felicidad del mundo. Pero no será así: cuando justamente están iniciando
el muy postergado viaje a París ocurre algo totalmente inesperado y
que, en beneficio del lector, no revelaré aquí.
Para narrar lo que
sigue a ese crítico momento, la historia –cuyo núcleo gira alrededor de
los años setenta y se extiende hasta mediados de los ochenta– se
proyecta ahora veinte años hacia adelante, y relata primordialmente los
esfuerzos de Kemal para hacer realidad el museo, lo que lo obliga a
visitar muchos museos y galerías de todo el mundo, para saber mejor cómo
organizarlo. El lector se da cuenta de que los centros artísticos,
culturales y documentales que registra en los capítulos 81 y 82 no son
en absoluto ficticios, sino muy reales. Lo asombroso es que la novela da
otro gran vuelco: el proyecto de Kemal genera el auténtico Museo de la
Inocencia, inaugurado en Estambul el 28 de abril de 2012 y que los
interesados pueden ahora visitar. En el capítulo 83 y final, titulado
irónicamente “Felicidad”, Kemal nos dice que la mejor manera de dar
sentido a los objetos del museo era escribir un relato: “Así pues, un
escritor podía redactar el catálogo de mi museo como si escribiera una
novela.” Ese novelista es nadie menos que Orhan Pamuk, personaje real
convertido en ficticio, con lo cual la novela da un giro del todo
inesperado. Cuando el héroe y el escritor que lo creó se encuentran por
última vez, Kemal –un hombre que ronda ya los sesenta años– le dice una
frase que sintetiza toda su pasión amorosa por Füsun: “Que todo el mundo
sepa que he tenido una vida muy feliz.”
Algo particularmente
curioso es que en el ya citado capítulo 24 hay una fugaz aparición del
mismísimo Orhan Pamuk, con quien Füsun también baila; en esa instancia
el narrador nos hace una sorprendente invitación (que decidí no aceptar
para mantener el suspenso): “Quienes deseen saber con sus propias
palabras lo que sintió Orhan Bey [Pamuk] al bailar con Füsun, por favor
que vayan al último capítulo [...]” (pp. 158-159). Esto tiene cierto
aire de semejanza con lo que Cortázar llamó “capítulos prescindibles” en
Rayuela. En otro insólito juego de vasos comunicantes entre el
plano imaginario y el real, Pamuk publicó en 2012 un hermoso libro
titulado
The innocence of objects, que es en verdad el catálogo
de la colección de objetos y toda la memorabilia que se refiere a
Füsun, su familia y la de Kemal, los ambientes del viejo Estambul y
otros detalles de la historia que hemos leído y que nos hacen ver
–aunque parezca extraño– que la novela y el museo fueron concebidos como
un esfuerzo conjunto y simultáneo a lo largo de varias décadas.
El
arte de su composición novelística, el absoluto control sobre sus
cambiantes tonos, las continuas sorpresas y pistas falsas que estimulan
la imaginación del lector, el toque siempre delicado pero intenso de sus
introspecciones en el alma enamorada, las convincentes descripciones
del mundo estambulí con sus paseos por las riberas del Bósforo, las
alusiones a los cambios que sufre por entonces la sociedad turca en sus
hábitos sexuales (con mujeres que llevan la cabeza cubierta mientras
otras llevan minifalda), las referencias al autoritarismo del poder
político, etc., hacen de esta novela una auténtica experiencia del alto
placer que solo una gran obra literaria puede producir.