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jueves, 31 de julio de 2014

Mucho más que cien años de soledad

Julio/2014
Nexos
Roberto González Echevarría 

La muerte de Gabriel García Márquez me hace recordar, con ánimo muy propio del autor de Cien años de soledad, el impacto que tuvo sobre mi vida esa gran novela cuando apareció, en 1967, justo entonces yo hacía mis estudios doctorales en la Universidad de Yale. Me hace evocar como si fueran un solo instante los cuarenta años de carrera como profesor y crítico que habrían de seguir, y es que esa deslumbrante obra marcaría de forma indeleble mi manera de ver la literatura escrita en lengua española, y la narrativa en general. La publicación de Cien años de soledad me hacía contemporáneo de una indiscutible obra maestra, a la par con cualquiera en las otras lenguas que yo leía y estudiaba (inglés, francés, italiano, etcétera), y de cualquiera de las que figuraban en las historias literarias que había sido mi deber asimilar con reverencia. No era poco. Era como haber estado presente cuando apareció el Quijote, A la recherche du temps perdu o el Ulises y haberme podido dar cuenta del portento que esto significaba. Y en el caso de Cien años de soledad me lo supe enseguida.
Me hipnotizó la prosa fluida, sin afectaciones pero tampoco poses populacheras, capaz de lidiar con todo, lo elevado y lo bajo en un mismo tono, con un ligero dejo irónico y un humorismo latente que a veces se hacía explícito. Era éste un castellano culto pero carente de la retórica que heredamos del latín y el legado romano, parecido en esto al de Borges, y al inglés de un Hemingway o un Faulkner —ambos reconocidos maestros de García Márquez—. Me impresionó cómo la voz narrativa se acoplaba a lo que serían las creencias de los personajes, que se mencionaban con toda naturalidad, sin falsas benevolencias, por muy sobrenaturales que fueran los acontecimientos narrados o los seres y objetos descritos. El llamado “realismo mágico”, que García Márquez aprendió leyendo a Alejo Carpentier, se trataba de eso; de narrar con impavidez lo que creen personas provenientes de una cultura profundamente católica que creen en milagros a pie juntillas. A ese trasfondo prodigioso que nos viene de la Colonia se sumaban otras creencias populares derivadas de culturas no occidentales —africanas, indígenas— asimiladas al catolicismo.
Pero al profesor de literatura en ciernes que era en 1967 lo estremeció sobre todo el delicado trabajo de relojería de la trama de Cien años de soledad y del discurso mismo de García Márquez, fraguado con base en un intrincado sistema metafórico y simbólico que no parecía tener salideros de ningún tipo. Las raíces de esa maleza tropológica se extendían hasta la Biblia y los griegos, con un espesor que no tenía nada que envidiar a los más cultos escritores en cualquier lengua. Los ecos del Antiguo Testamento se oyen desde las primeras páginas de la novela, así como las referencias al mito de Edipo, y otros de la tragedia griega. Cervantes está por todas partes, desde los manuscritos de Melquíades, especie de figura de Cide Hamete Benenjeli —supuesto autor árabe del Quijote en la ficción cervantina— hasta los juegos de autoría y origen del texto que leemos y el humorismo que éstos encierran. Además, el humorismo cervantino de García Márquez se basaba en el equilibrio logrado entre la fatalidad trágica de las persistentes repeticiones y la comicidad de éstas, reforzado por el uso hilarante de las hipérboles —todas esas guerras civiles que el coronel pierde.
Borges también figura en Cien años de soledad, especialmente en sus páginas finales, especie de versión de “Las ruinas circulares”, entre otros cuentos del argentino. Ya he mencionado a Carpentier, pero hay que incluir también a Juan Rulfo, cuyo Pedro Páramo García Márquez leyó en un momento decisivo de su carrera —a fines de los años cincuenta—. Macondo tiene mucho de Comala. También hay resonancias poéticas muy fuertes que pocos o nadie han notado. El alcance global —totalizante— de la existencia de Macondo, que contiene la historia entera de América Latina, es una especie de prosificación irónica del Canto general de Pablo Neruda —irónica porque García Márquez no se permite nunca la prosopopeya algo solemne del gran poeta chileno—. Pero su historia también empieza “Antes de la peluca y la casaca…” y nos retrotrae al presente (más o menos), recogiendo acontecimientos señeros de la historia del continente. El tejido temporal de Cien años de soledad, con su sugerencia de circularidad debe mucho a Piedra de sol, el gran poema de Octavio Paz cuya factura refleja el calendario azteca.
También me impresionó, desde que tuve que analizarla en clases con estudiantes de Yale, que Cien años de soledad resistía airosa el más implacable escrutinio crítico. Tomemos el principio de la novela que es, con el del Quijote, el más famoso en lengua española, y uno de los más famosos de todos los tiempos en todas las lenguas. Esa primera oración, que tantos nos sabemos de memoria, reza: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. García Márquez podría haber escrito, usando el potencial simple, “recordaría”, en vez de “había de recordar”, el compuesto. Pero no lo hizo, tal vez obedeciendo al ligero arcaísmo predominante en el español colombiano, pero pienso que hay una razón más profunda. “Había de recordar” expresa el futuro de un pasado y mediante el uso del auxiliar y el verbo principal, en vez del contracto, “recordaría”, produce la sensación de que ambos momentos están presentes a la vez, que es precisamente la sensación que se quiere crear, y que forma parte de la estrategia general de la novela que tiende a sugerir la simultaneidad de pasado, presente y futuro en el instante de la lectura. “Había de recordar” es un giro que se repite varias veces en Cien años de soledad, por lo que es lícito pensar que pertenece a un diseño más amplio, que simplemente se anuncia en esa primera oración. A esto se suma, por supuesto, la fábula de que, en el instante de la muerte, nos posee una visión de conjunto de nuestras vidas, por lo que constituye un relámpago en que se suspenden las leyes temporales. El acto de lectura debería ser paralelo a la visión del coronel ante los rifles que lo encañonan. Un ligero matiz gramatical aparece cargado de significación integral con respecto a la obra entera. No sabremos jamás si García Márquez tuvo conocimiento de lo que hacía, pero no importa, su subconsciente sin duda le fue tan importante como sugestivo para el lector.
Ese principio es, además, sublime, porque resulta difícil expresar de golpe tantos sentimientos simultáneos y contradictorios. Se trata de un momento de visión, de profecía, asistida en parte por la autoridad de que se reviste sacrificado, ungido por esa experiencia definitiva y definitoria en todos los sentidos. Por eso la escena del coronel ante el pelotón de fusilamiento, y sus repeticiones con otros protagonistas, como Arcadio, proyecta tantas significaciones sobre el resto de la novela. La comparecencia de éste ante el pelotón se narra casi con las mismas palabras que las de su padre: “Años después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de acordarse…” (p. 68). Y poco más adelante: “Fue ella [Remedios] la última persona en que pensó Arcadio, por años después, frente al pelotón de fusilamiento” (p. 82). La escena prácticamente se convierte en un acto ritual. El castigo colectivo siempre tiene visos trágicos, y el reo adquiere un aura de sacralidad, precisamente por ser inmolado por la comunidad, a veces de forma cargada de simbolismo, como las crucifixiones de los romanos, los despeñamientos de la roca Tarpeya, y las decapitaciones por guillotina de la revolución francesa.
El acto de memoria del coronel frente al pelotón, es decir, ante la muerte perentoria impregna al resto de Cien años de soledad con un hálito poético por su implícita instantaneidad: todo lo que sigue se va a agolpar en ese momento de clarividencia provocado por un cúmulo de emociones que incluyen el terror, el placer y la lucidez. Este haz de sentimientos lo representa el bloque de hielo que recuerda el coronel: “Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo” (pp. 22-23). Ese bloque transparente es como el mundo ficticio de Macondo, con límites sólidos pero translúcidos y complejas relaciones internas que son como esas agujas de luz fragmentada. El nexo entre el hielo y Macondo se verifica cuando se relata que José Arcadio Buendía soñó, antes de fundar el pueblo, con “una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo”, sueño que no logró descifrar “hasta el día en que conoció el hielo” (p. 28). Las agujas internas son representación de los lazos entre los personajes que le dan cohesión y movimiento a ese mundo, que a mí me gustaría ver como reflejo (valga la palabra) de las obligaciones que organizan la sociedad macondina; ataduras determinantes pero inconsútiles en su mayoría. Así, pues, el chispazo de visión del coronel frente al pelotón de fusilamiento, emblema del vínculo entre individuo, comunidad (ley) y castigo, proyecta una síntesis completa de Macondo, su historia íntegra, con los mecanismos que la arman.
Esa historia está contenida en la figura del archivo que la novela proyecta en varios niveles y que refleja los estudios que García Márquez hizo de derecho, y la presencia determinante del derecho romano en la cultura latinoamericana en general. (Ha dicho que aprobó el curso de derecho romano con la ayuda de la prostituta con quien dormía en el burdel donde se alojaba en Cartagena durante sus años de pobreza extrema). El archivo se aloja en la habitación de Melquíades, donde éste redacta el manuscrito que resultará ser el de la novela misma, y se atesora la enciclopedia, suma escrita del saber del que emanan los conocimientos que hacen posible su existencia. El predominio de lo escrito y codificado en Cien años de soledad manifiesta la presencia del derecho en la misma y su entronque con las fuentes de la ficción de la novela. El archivo es el depósito fichado de la historia de Macondo, y también, de su arché, de su arcano, secreto o cifra. En el juego dialéctico entre ambos radica la poesía que está en su base, que cautiva a los lectores —sobre todo al que esto escribe— sin entregarse a ellos. Tal vez ese misterio poético sea un vestigio del origen coetáneo del derecho y la poesía, según postularon románticos como Jacob Grimm, o un filósofo adelantado a éstos como Giambattista Vico; ambos situaban ese origen compartido en la violencia primigenia de la vida en sociedad, que sólo puede acoger el lenguaje poético. De ahí la relevancia de la escena del coronel frente al pelotón de fusilamiento. La presencia de ritmos y rimas en épicas como el Beowulf o las sagas nórdicas quizás corrobore esa asociación de ley y poesía en sus más recónditos inicios. La violencia en el origen del derecho es todavía muy visible en la Ley de las XII Tablas (siglo V a. C), precursor primitivo pero perdurable del derecho romano, de notoria crueldad, pero sin poesía. El derecho romano representa un estadio superior, prosificado desde luego, que intenta sustituir la violencia con la razón.
Pero también se nota la presencia generalizada del derecho romano en algo que se le ha atribuido, no sin alguna razón, a ecos del vanguardismo literario en la novela, y a la influencia de Borges: el predominio de lo escrito, precisamente en la preeminencia del archivo y de la enciclopedia. Cien años de soledad es ese manuscrito pergeñado en un papel como de hojaldre, parecido al “pellejo hinchado y reseco” (p. 549) del niño muerto que las hormigas arrastran al final de la novela. Ésa es la ficción de la ficción. Pero anterior a ésta se cierne la constitución legal de Macondo, en cuyo trasfondo está la del derecho romano, la primera legislación escrita de Occidente. La relación del manuscrito de Melquíades, que es en la ficción la historia de Macondo, con el pellejo reseco del niño producto del incesto es altamente significativa —con él se cumple la profecía que servía de epígrafe al texto del gitano: “El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas” (p. 349, cursivas en el original)—. El bebé y el manuscrito son consustanciales, ambos son productos del incesto. Es ésta la manifestación más profunda de la autorreflexividad en la obra y en el mundo de Macondo —todo se vuelve sobre sí mismo como en una esfera sellada al vacío—. Macondo, como universo imaginario y como texto, existe en un estado permanente de violación de la ley; vive al margen de la ley, o mejor, se inscribe en las entrelíneas de ésta. Lo que se escribe en ese espacio es el texto de la novela, que es su transgresiva constitución, texto literalmente escrito en el latín caído que es el español, que se remite a las primeras leyes escritas que son las del derecho romano y la Ley de las XII Tablas, como si quisiera, al igual que el patriarca, revertir al latín original.
García Márquez sabrá hoy, si puede algo saber, el secreto de la muerte, cuya amenaza y enigma se ciernen sobre Cien años de soledad, como sobre toda obra maestra. Su visión ante ésta, como la del coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, nos dio esa inmortal novela, que perdurará por mucho más de cien años, como si el bloque de hielo se transformara en la sustancia diamantina que remeda. Y lo hará, en la imaginación de los muchos lectores que gozarán de esa sensación fugaz de plenitud que una obra de esta envergadura provoca, salvándonos por un instante del incesante roer del tiempo y de la presencia rigurosa de la “siempre segura muerte”, al decir de Quevedo.

martes, 25 de febrero de 2014

Epílogo al Quijote: una imagen posible de nosotros mismos

Febrero/2014
Letras Libres
Roberto González Echevarría

Cuando el lector termina de leer el Quijote y cierra el libro, le quedan grabados vívidamente en la memoria el caballero y su escudero. La obra maestra de Cervantes es una novela de personajes, no de argumento sostenido, impulsado por una intriga. Por ello, pintores, desde Daumier a Picasso y muchos otros, se han deleitado en representar a la pareja de protagonistas, usualmente montados en sus animales (personajes en sí mismos también), e ilustradores como Gustave Doré han inscrito en la mente de generaciones imágenes de ellos y otros personajes del libro. Dibujos, pinturas, estatuillas y otras representaciones de don Quijote, basadas puramente en construcciones imaginarias, proliferan. Compiten en número esas imágenes con las de Cristo, la Virgen María, San Francisco de Asís y otros santos populares, que fueron “reales” y vistos por quienes escribieron primero sobre ellos. En Madrid, una impresionante estatua de don Quijote y Sancho se erige en la céntrica Plaza de España como emblema de la esencia de la nación española; el único monumento de esa índole que yo conozca. Esta multiplicación de imágenes se debe a rasgos inherentes a la novela de Cervantes, pero además a una innovación propicia en la historia del arte.
El Quijote apareció en una época cuando la literatura producía no pocos personajes memorables: Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais; Hamlet y el rey Lear, de Shakespeare; el avaro y el misántropo, de Molière; Don Juan, de Tirso de Molina; Fedra, de Racine, y Gil Blas, de Lesage. Algunos de ellos, especialmente Hamlet y Don Juan, permanecen, junto a don Quijote, como figuras imperecederas en la tradición de Occidente. La relevancia de dichos personajes debe mucho a la exaltación renacentista del individuo, en oposición a la predilección por alegorías, símbolos o arquetipos en la Edad Media. El hombre de carne y hueso se ubicó en el centro del humanismo, que mostraba, por antonomasia, una estudiada preocupación por lo humano; en consecuencia, surgieron personajes distintivos e idiosincrásicos junto a historias novedosas –como la de don Quijote–, en las cuales manifestaron sus deseos, voluntad y debilidades. Todos estos personajes existen sin asistencia de la intervención divina, aunque no la desafían necesariamente. Algunos (Don Juan me viene inmediatamente a la mente) son pecadores reincidentes; otros, como Hamlet, luchan angustiados en un mundo que parece haber sido olvidado por Dios.
El mundo de don Quijote no ha sido abandonado por Dios; su presencia se siente de forma indirecta a través de los actos de generosidad cristianos de los protagonistas, y de aquellos que los rodean. El cura del pueblo no es puntual en su sacerdocio, la atención a su vecino desquiciado no parece surgir de una doctrina religiosa dada, sino de la más modesta solidaridad humana. La biblioteca de don Quijote no contiene libros devotos. Don Juan, Hamlet y los obsesivos protagonistas de Molière son impulsados por fuertes pasiones como la lujuria, la venganza, el odio a la humanidad y la codicia; la pasión de don Quijote es leer literatura fantasiosa y emular a los héroes caballerescos de las novelas que atesora. La de él es una obsesión mimética: el deseo de convertirse en otro personaje, más cercano a sus ideales, y de alzar el caído mundo en el que vive a la altura del de las novelas de caballería. Este intento por transformarse es lo que ha hecho al libro imperecedero, pues llegar a convertirse en otro parece ser un deseo eterno y universal. Más que una historia impulsada por la trama, la obra maestra de Cervantes se centra en la personalidad de don Quijote y en la de aquellos que conoce a lo largo de su viaje por caminos y campos castellanos.
El cliché “personaje bien desarrollado” se refiere usualmente a uno con diversas características, no todas armonizadas entre sí. El concepto sugiere la acción de dar la vuelta alrededor de una persona para observar sus enteras dimensiones desde todas las perspectivas. Esta idea es particularmente aplicable a los personajes de Cervantes y a otros que surgieron a partir del temprano Renacimiento en consonancia con un movimiento artístico que se remonta a la obra del tratadista del arte Leon Battista Alberti (1404-1472). Fue Alberti el primero en reflexionar acerca de la perspectiva en un breve pero muy influyente libro, De pictura (De la pintura, 1435). El teórico florentino propuso que el tamaño y el volumen de las figuras varían en proporción a la distancia entre estas y el observador, lo cual debía reflejarse en sus representaciones pictóricas y las construcciones arquitectónicas. Esta idea aparentemente sencilla y natural, pero revolucionaria, hizo a la pintura del Renacimiento –especialmente a los retratos– más realista, al representar a personas y objetos en su total volumen, y con rasgos individuales en su dimensión correcta. En el arte medieval, las figuras eran unidimensionales, planas, porque desde la perspectiva de Dios no hay distancias ni tamaños variables. Fueron reemplazadas por las multidimensionales y “profundas” del Renacimiento –y, en realidad, de todo el arte moderno que le sigue hasta el cubismo.
Como se sabe, don Quijote es flaco y Sancho gordo, y en la novela se nos informa también sobre el volumen y talla de otros individuos. La apariencia de los personajes refleja su ánimo, su comportamiento y sus deseos. Don Quijote es melancólico, parco y reflexivo; Sancho es extrovertido, glotón y actúa impulsado por su deseo de comer y de mejorar su posición económica. La barriga, la barba y el trasero de Sancho aparecen a menudo en la novela. Al demacrado cuerpo de Don Quijote lo aporrean puños, piedras y palos: pierde un pedazo de oreja y varios dientes. Las funciones fisiológicas del par son significativas; ambos vomitan y defecan en el transcurso de la novela. Los defectos físicos son esenciales en la definición de los personajes: Sancho y Maritornes, la prostituta de la venta, huelen mal; Ginés de Pasamonte, el galeote y luego titiritero, es bizco; el ventero es zurdo (considerado, entonces, un defecto); Sansón Carrasco es bajo y de cara redonda; la duquesa tiene úlceras supurantes en las piernas. La belleza física es también un factor determinante: Dorotea, Luscinda y Zoraida son hermosísimas y virtuosas.
La plenitud corporal de los protagonistas refleja la redondez de sus personalidades. Don Quijote está poseído por su deseo de convertirse en caballero andante, preferentemente en Amadís de Gaula. Sin embargo, no desdeña las recomendaciones prácticas del primer ventero de que debe llevar algunas camisas limpias y un poco de dinero, y hace caso a veces a las advertencias de su escudero. Su relación con Sancho, un campesino analfabeto, le inclina a ser amable, comprensivo y generoso en su trato con los demás que no lo entienden. Sancho no solo es gordo, sino verdaderamente voluminoso, y está especialmente preocupado por su bienestar físico. Sin embargo, lidia con su desvariado amo con admirable sabiduría y tacto. Sancho es capaz de admitir que don Quijote está loco, pero también que es más que eso y merece respeto. Sancho muestra lealtad y consideración por don Quijote, y la muerte del caballero lo entristece profundamente. Así como don Quijote no es un hidalgo ordinario, Sancho no es un campesino común. Uno de los triunfos de la novela de Cervantes es el de retratar a un simple rústico como un ser humano plenamente formado, con razón natural suficiente para hacerles frente a los retos de la vida, y la inteligencia y compasión para lidiar con los caprichos de don Quijote y los aprietos en los que se ve comprometido por culpa suya.
La complexión de don Quijote es más compleja. Él es el primer protagonista loco de la literatura occidental, y su insania lo hace sublime y ridículo al mismo tiempo. Su sublimidad se basa en la sensación que tiene el lector de que las acciones y creencias de don Quijote acontecen en un nivel moral por encima del mundo ordinario en el cual él (y el lector) vive. Los individuos, por supuesto, deben conducir sus vidas según altos ideales de pureza, constancia y devoción, como aquellos que el caballero andante don Quijote intenta emular. Deben también ser honorables en su trato con otros y valientes, como lo es el caballero. La resignación y perseverancia de don Quijote ante repetidos fracasos y desaires son dignas de admiración. Lo sublime en él también se debe a su altruismo y generosidad para con otros, no solo para con Sancho. Don Quijote es sincero en su deseo de salvar a Andrés de su abusivo amo, y encuentra virtudes en el bandido Roque Guinart, a pesar de que desaprueba su vida entregada al crimen. Sin embargo, don Quijote es también un personaje ridículo, que anda enfundado en una armadura arcaica, inútil e incómoda, y además con una bacía de barbero plantada en la cabeza. En la oscuridad de la noche, confunde a una prostituta fea y maloliente con una princesa, y la alaba valiéndose de fórmulas poéticas pasadas de moda. Cuando se encuentra con el duque y la duquesa sufre una caída embarazosa de Rocinante, y es víctima de sus insistentes burlas, y hasta resulta asaltado por gatos que le dejan feos arañazos en la cara.
Estas dos cualidades antitéticas, la sublimidad y la ridiculez, se funden y confunden en muchos momentos, pero de la forma más honda tal vez cuando don Quijote pronuncia su discurso sobre la Edad de Oro ante un grupo de atónitos cabreros. Cargada de clichés, pero declamada con convicción y brío, la retórica del discurso contrasta con su desconcertado y rústico público en una escena que tiene mucho de la comedia baja. No obstante, hay algo profundamente apropiado en el discurso y su contexto, tanto los oyentes como el escenario. Los cabreros, que viven una vida simple, ocupados en sus rutinarios quehaceres, son amables y generosos. Invitan a don Quijote y a Sancho a compartir con ellos su sencilla cena de carne y vino, y escuchan cortésmente las incomprensibles palabras del delirante hidalgo. Los cabreros existen en la Edad de Oro que don Quijote describe en un arrebato de nostalgia humanística –nostalgia por la remota edad clásica–. Ellos constituyen una Edad de Oro en el presente, no en el pasado que evoca don Quijote en su absurdo discurso. Lo sublime y lo ridículo conviven en esta escena genial, cómica y conmovedora a la vez.
La profunda y perdurable fama y vigencia de la obra maestra de Cervantes se debe, en parte, a esta rara combinación de características contrastantes que encarna y dramatiza su protagonista. Los grandes personajes cómicos de Rabelais y Molière son, en última instancia, serios o graciosos. Los héroes trágicos de Shakespeare, Macbeth, Lear y, sobre todo, Hamlet, son más complicados, por supuesto, y nos asombran todavía con sus dramáticos dilemas y trágicos desenlaces a los que llegan. Pero no hay casi nada cómico y mucho menos ridículo en ellos. Shakespeare reserva el humor para sus personajes cómicos, como Falstaff. Cervantes, por su parte, dota a don Quijote de una seriedad del más alto orden y de una comicidad del más bajo nivel. Sancho posee también ambas cualidades, aunque en dosis distintas. Cervantes ofreció a generaciones de lectores una imagen posible de sí mismos que incluía tanto lo sublime como lo ridículo, un penetrante sentido moderno del ser que no volvió a surgir otra vez, sino hasta La metamorfosis, de Kafka. Frente al espejo, todos somos don Quijote.
Cervantes es famoso, además, por haber agotado en el Quijote todas las posibilidades técnicas y teóricas de la novela como género. Entre estas se encuentran, a saber: el redescubrimiento de manuscritos que deben ser traducidos, historias contadas desde múltiples puntos de vista, un narrador que se refiere a su propia obra en la ficción, la visita del protagonista a una imprenta en la que se está estampando una versión apócrifa del Quijote, personajes en la segunda parte de su novela que han leído la primera, y protagonistas conscientes de que han sido representados en un libro. A qué seguir. Pocas innovaciones quedan para los escritores modernos que se creen experimentales. Gabriel García Márquez dijo alguna vez en un tono admirativo y resignado: “Todo está ya en Cervantes.” Una característica destacada de su obra fue la creación de personajes menores de relieve, logrados algunas veces con una simple pincelada, como el galeote (i, 22) que es un seductor en serie, y que por su breve discurso de un solo párrafo podemos deducir que es un estudiante de derecho preso por haber sostenido amoríos con cuatro mujeres al mismo tiempo, dos de las cuales eran primas –un Don Juan letrado, incestuoso y desafiante.
Si contar cuentos parece ser una actividad universal, la invención de seres imaginarios (personas, animales, objetos animados) es uno de sus principales componentes, de lo cual Cervantes nos hace conscientes. Los humanos inventamos a Dios y a dioses; a infantiles compañeros ficticios de juego; redes mitológicas vastas y complejas, pletóricas de deidades caprichosas; y los medios actuales ofrecen héroes con complicados mundos hipotéticos como Superman, Batman, Luke Skywalker y Harry Potter. Fantasmas, vampiros y bestias peludas habitan los pavores, pánicos y pesadillas de todos. Algunas tétricas figuras imaginarias, como los zombis, son invenciones culturales colectivas. En Occidente, la literatura está poblada de personajes célebres, desde figuras bíblicas como Moisés y David, hasta Aquiles y Ulises en la edad clásica, y Robinson Crusoe, Madame Bovary, Sherlock Holmes, Huckleberry Finn o Gatsby en la moderna. Crear personajes que se asemejen a seres humanos reales es una tarea profunda y difícil. Es como hacer el papel de Dios al crear a los hombres. Mary Shelley en Frankenstein y Jorge Luis Borges en su poema “El Golem” y en el cuento “Las ruinas circulares” han contemplado las perturbadoras derivaciones de semejante proyecto. Reflejo y reflexión de esta tendencia en los orígenes de la literatura es el que una de las principales actividades de los personajes en el Quijote sea, precisamente, la creación de otros personajes, tanto como la creación de sí mismos.
El primero, por supuesto, es Alonso Quijano, el hidalgo que se convierte en don Quijote. El anodino aristócrata rural de mediana edad, consumido por las novelas de caballería, decide volverse caballero andante. Así, se da a sí mismo un nuevo nombre, don Quijote de la Mancha; repara una vieja armadura que pertenecía a sus ancestros, y se lanza a una vida de aventuras. Inventa, además, a otro personaje, su amada Dulcinea, que es, en realidad, una joven de su comarca de la cual había estado enamorado alguna vez. Don Quijote también da nombre al caballo que lo lleva en sus viajes, Rocinante, y luego compromete a un campesino local, Sancho Panza, a que sea su escudero. El pobre hombre, un analfabeto que jamás ha oído hablar de novelas de caballería, tiene que improvisar su propio papel basándose en lo que aprende de su amo. En el camino, don Quijote convierte a gente común en personajes de las novelas de caballería, provocando su asombro, frecuentemente con desastrosas y divertidas consecuencias.
Pronto, otros personajes comienzan a inventar a sus propios personajes. El cura y el barbero intentan hacerse pasar por una princesa en aprietos y su escudero, pero avergonzados persuaden a Dorotea de que ella interprete el rol de la princesa. Esta se convierte en la princesa Micomicona, quien está en peligro de ver su reino usurpado por el gigante Pandafilando de la Fosca Vista, un malandrín que inventa sobre la marcha para inducir a don Quijote a que la acompañe en su viaje de regreso al reino Micomicón, donde supone que él pueda derrotar al rufián. En la venta, donde todos se detienen para pasar la noche, Pandafilando se le aparece a don Quijote en una pesadilla. El caballero atraviesa al gigante con su espada, pero realmente perfora los odres de vino que el ventero había colgado en la habitación. Estos personajes imaginarios, creados por los mismos personajes en la novela, aparecen todos en la primera parte del Quijote.
En la segunda parte, la creación de personajes por otros personajes es una de las actividades principales de la trama. Sansón Carrasco, un estudiante universitario que ha leído la primera parte, convence a don Quijote de emprender otra misión, esencialmente, recrear sus pasadas aventuras. Su plan es representar a otro caballero errante, interceptar y retar a don Quijote y vencerlo, y así curarlo de su delirio. Carrasco toma el rol del Caballero de los Espejos, pero es vencido por don Quijote. Finalmente, Carrasco derrota a don Quijote bajo el disfraz del Caballero de la Blanca Luna.
El creador de personajes menos hábil es Sancho. Para encubrir la mentira que dijo de haber visitado a Dulcinea, intenta hacer creer a su amo que una campesina con quien se topan en el camino es la amada del caballero, a pesar de que la moza es fea, habla en un lenguaje soez y apesta a ajos crudos. Sancho se ve forzado a sostener la mentira y dice que es Dulcinea, pero encantada por los malignos hechiceros que persiguen a don Quijote, cambiando constantemente la apariencia de las cosas. Esta Dulcinea encantada será la ruina de Sancho durante el resto de la novela. Aparece en la cueva de Montesinos en su basto atuendo campesino y le pide un préstamo a don Quijote; su papel como belleza deslumbrante lo asumirá un joven atractivo en el sofisticado desfile del bosque organizado por el duque y sus criados, quienes anuncian que Dulcinea no regresará a su estado original a menos que Sancho se propine 3,300 latigazos en su propio trasero desnudo.
El mayordomo del duque, un bromista consumado que creó a Dulcinea travesti en el bosque, organiza también la aventura de Barataria, cuando Sancho es nombrado gobernador de una isla ficticia. El mayordomo inventa una multitud de personajes y dirige un vasto elenco secundario. Planea también el papel de Altisidora, una bella damisela que se comporta como una Dido rechazada por su amante Eneas, el desafortunado don Quijote, y monta un estrambótico funeral fingido cuando ella “muere”, previsiblemente, de amor por el caballero.
Al arribar don Quijote a su innominado “lugar de la Mancha”, deja atrás a todos estos personajes ficticios o metaficticios y abandona su propio rol, que él mismo había inventado, para morir como Alonso Quijano; se apresta ahora para asumir una vida real, por lo menos la vida real del más allá, en términos cristianos. Sansón y Sancho, implicados en su ficción, le suplican que no deje de ser don Quijote y que no se muera, pero el hidalgo sabe que la farsa ha llegado a su fin.
Sin embargo, Quijano, al morir, no puede borrar del todo a su caballero inventado. Cervantes tampoco. Don Quijote sobrevive en la imaginación colectiva no solo de lectores, sino también de las millones de personas que nunca han siquiera tenido en las manos la novela de Cervantes. Al cerrar el libro, el hidalgo se ha convertido en un ser tan real o más que muchos de nuestros prójimos.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Dante en Carpentier

Noviembre/2013
Nexos
Roberto González Echevarría

Como no hemos tenido a un T.S. Eliot en América Latina o a un H.D. Longfellow, Dante nunca ha llegado a convertirse en figura central de nuestra moderna literatura y reflexiones críticas, como lo ha sido en las letras norteamericanas y británicas.* Hay hasta quienes dicen que Dante es un poeta norteamericano. Pero sí tuvimos al militar, político y poeta argentino Bartolomé Mitre (1821-1906), que publicó una traducción en verso de La divina comedia en 1889 (Casa Editorial Félix La jouane, Buenos Aires). Mitre fue un poeta de no poco talento y su terza rima es muy respetable, aunque no faltan ripios y barbarismos en su texto. Hubo nuevas ediciones en 1891, 1893, 1894. La traducción se ha seguido publicando y sospecho que es la que leyeron la mayoría de los escritores e intelectuales latinoamericanos del siglo XX. Poseo tres ediciones: de 1839, 1946 y 1968. Uso aquí la de la Editorial Sopena, Buenos Aires, en su cuarta edición de 1946. Mitre, que también tradujo a Horacio y al propio Longfellow, fue, como es sabido, presidente de Argentina entre 1862 y 1868; me atrevo a decir que ha sido el único traductor de Dante en alcanzar semejante posición política.

La obra de Mitre inició una tradición de traducciones de Dante en Argentina, continuada en nuestros días por la de Antonio Jorge Milano, publicada por el Grupo Editor Latinoamericano. El interés de los argentinos por Dante debe reflejar la nutrida inmigración italiana al Río de la Plata porque no lo iguala, que yo sepa, el de ningún otro país latinoamericano. Jorge Luis Borges, el más argentino de los argentinos, como es notorio, ha sido el más notable comentarista de Dante en lengua española, pero a él no le hacía falta ningún incentivo histórico-social para interesarse en un clásico como La divina comedia.

En el caso de Alejo Carpentier, dado el período en que huellas de Dante empiezan a aparecer en su obra, sospecho que fue José Lezama Lima y su grupo Orígenes, con quien se asoció a principios de los cuarenta, que lo llevaron a La divina comedia, aunque tal vez también Borges, a quien ya leía, como he demostrado en otra parte (1983). La novela mayor de Lezama se intitula, después de todo, Paradiso. Pero los años cuarenta son, además, para Carpentier, que había nacido en 1904, el “mezzo del cammin della sua vita”. Regresó a Cuba, en 1939, después de 11 años en París, y su vida y obra tomaron un nuevo rumbo. Realizó entonces una revisión, revaluación, y renovación de éstas, como detallé hace años en mi Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home (1977, hay dos traducciones al español). La divina comedia pudo haber sido el prisma a través del cual mirarse a sí mismo y sus proyectos literarios, que versarían de ahí en adelante sobre la historia latinoamericana y la cuestión de cómo se insertaba él en ésta.

Hay una razón fundamental por la que Carpentier se torna hacia Dante en su obra madura. Carpentier se convirtió entonces, al igual que Dante, a quien probablemente emulara, en un escritor enciclopédico, cuya obra absorbe la totalidad de la cultura occidental, así como otras culturas como la africana y la latinoamericana en el sentido más amplio. Antes Carpentier se había concentrado exclusivamente en lo cubano, con una inflexión africana. Pero de ahora en adelante su obra estará erizada de precisas alusiones a la literatura, la pintura, la arquitectura, la música, la teología, la filosofía, la astronomía, la astrología; una cornucopia de conocimientos desplegada de la forma más abarcadora pero a la vez detallada y específica. Ningún escritor latinoamericano, con la excepción de Borges, podía hacer alarde de semejante erudición; pero, mientras que el argentino escribió agudos ensayos sobre Dante, su obra narrativa no posee las dimensiones monumentales, dantescas, de las del cubano. Digo monumental en el sentido metafórico, pero también en el más literal posible porque las nuevas narrativas de Carpentier, como La divina comedia, despliegan una estructura arquitectónica que se refleja a su vez en los importantes edificios minuciosamente descritos e incorporados a la trama. En suma, Carpentier pudo haber visto en Dante un modelo a seguir en la composición de su obra, que ahora, y por el resto de su vida, la mueven las más elevadas ambiciones intelectuales y estéticas.

Hay tres períodos perceptibles en el proceso de asimilación de Dante por Carpentier, durante una carrera literaria que se inició en los años veinte y terminó con su muerte en 1980. El primero va de mediados de los cuarenta a mediados de los cincuenta, cuando los libros importantes de Carpentier empezaron a salir: novelas como El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953), El acoso (1956) y la colección de relatos Guerra del tiempo (1958). El segundo abarca los sesenta y principios de los setenta e incluye novelas como El siglo de las luces (1962), El recurso del método (1974), Concierto barroco (1974) y el cuento largo o novela corta El derecho de asilo (1968). El tercer y final período consiste de una relativamente breve novela, El arpa y la sombra, que apareció en 1978, dos años antes de la muerte de Carpentier, y La consagración de la primavera, del mismo año, una novela autobiográfica malograda de considerables dimensiones que no gozó de una recepción crítica positiva. Esta postrera novela, que sufre por ser la autobiografía que Carpentier nunca se atrevió a escribir, torpemente transformada en prolija ficción, cae fuera de mi foco de estudio aquí, pero hay en ella también rastros de Dante. Un personaje secundario, el alardoso y gárrulo José Antonio, exclama: “Eso del amor sublime, inmaterial, es una pendejada que inventó Dante, porque tenía una fijación con una niña de nueve años llamada Beatriz. Prevenido, el poeta prefirió escribir La divina comedia a ser encarcelado por el delito de corrupción de menores” (pp. 389-90). Y una de sus protagonistas, la rusa Vera, alude al principio del Infierno en una de sus cavilaciones literarias, cuando dice: “me interesaba por saber si aquel que se había extraviado en una selva obscura al alcanzar el medio tránsito de su vida, había podido salir del atolladero, a pesar de las tres alimañas que lo molestaban” (p. 460). Se trata de meras alusiones de pasada sin mayores consecuencias. El rastro importante de Dante en este último período de la vida de Carpentier es el que aparece en El arpa y la sombra, obra maestra del final de su carrera.
El efecto más importante de Dante sobre Carpentier data de los años cuarenta, en las narraciones que eventualmente aparecerían incluidas en Guerra del tiempo y muy en particular su primera gran novela El reino de este mundo. Fue entonces cuando la obra del novelista adquirió profundidad, revelando una ambición profunda de trascendencia en sus temas, y el empeño de dejar atrás las modas efímeras de la vanguardia, sobre todo el surrealismo. El aspecto más visible de ese “efecto Dante” fue la compleja estructura numerológica manifiesta en las nuevas narrativas y la tendencia a la alegoría; esta última se convertiría en su rúbrica, y algo que algunos considerarían anacrónico en un autor moderno surgido de las vanguardias, ya que la alegoría parecería atar sus textos a sistemas fijos de significación. Ambas tendencias generaron ficciones rigurosamente construidas con intrincadas y coherentes arquitecturas, y a veces personajes con o sin nombres (El acoso, Los pasos perdidos), o con nombres genéricos (El siglo de las luces, El recurso del método) que parecen representar cualidades abstractas, oficios, o simplemente el Hombre, como en un auto sacramental calderoniano o La divina comedia. La estructura numerológica incorporaba no sólo la construcción interna de las narrativas, tales como la cantidad y el número de los capítulos, sino además las fechas de los acontecimientos históricos que narran. Las correspondencias integraban no sólo esas fechas sino el número de años que separaban a los sucesos relacionados al número de capítulos y al número de los capítulos, y la alegoría abarcaba no sólo el nombre de los personajes sino alusiones explícitas al año litúrgico.

En La divina comedia semejante estructura reflejaba el orden del universo y por lo tanto el armonía cósmica creada por Dios. Carpentier, en cambio, le atribuye el complejo diseño de El reino de este mundo a una fuerza telúrica que él denominó “lo real maravilloso americano”, que, sugería en el prólogo se expresaba a través de él, no debido a un esfuerzo creativo individual suyo. Esta es la marca de esa primera gran novela, El reino de este mundo, pero también de relatos como “Viaje a la semilla”, “Semejante a la noche” y “El camino de Santiago”, publicados en revistas durante los años cuarenta y recogidos en Guerra del tiempo. (Todo esto lo documenté y estudié hace años en Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home.) Se trata de un esquema evidentemente dantesco, especialmente si además tomamos en consideración el concepto providencialista de la historia en la obra del florentino, que sobrevive en Carpentier, con variantes laicas pero poco estrictas (por ejemplo no se trata nunca de un milenarismo marxista), a lo largo de toda su obra.

El diseño arquitecto-alegórico también figura en estas narrativas de los años cuarenta, cincuenta y principios de los sesenta, y las que siguen, de manera refleja en los múltiples edificios imponentes que aparecen en ellas, que figuran como emblemas del texto mismo y sus sólidos vínculos con sistemas de significado. (No carece de interés que el padre de Carpentier haya sido arquitecto, y que él mismo haya iniciado estudios de arquitectura en la Universidad de La Habana, que tuvo que abandonar por razones económicas.) En El reino de este mundo las majestuosas fortalezas de Henri Christophe, La Ferrière y Sans Souci, desempeñan papeles relevantes en la trama, tanto como evidentes alardes de su poder político como construcciones que representan el propio yo de Carpentier y el montaje de la novela misma. Tras su muerte, Christophe termina emparedado en uno de los muros de su fortaleza La Ferrière, lo cual sugiere su consubstancialidad con estos edificios y la de éstos con el texto que leemos. Estos monumentos representan una especie de archtextualidad, figuraciones fundacionales de la composición de estas narrativas. El más significativo edificio desde un punto de vista gráfico es la mansión de “Viaje a la semilla”, que ha sido demolida cuando abre la narrativa, pero que se va reconstruyendo a medida que el relato se desarrolla, retrocediendo en el tiempo, en lo que constituye una evidente imagen de la elaboración del texto mismo. Éste está compuesto mediante una rigurosa numerología como la de El reino de este mundo: los números de los capítulos, el número de capítulos, la edad del protagonista en cada momento, y cualquier sistema reductible a guarismos, como el calendario o la música, se enlazan entre sí como los fragmentos de la casa que va siendo rehecha.

Pero este tipo de esquema hace crisis en dos novelas que Carpentier publica en los años cincuenta: Los pasos perdidos y El acoso. En la primera, que muchos consideran la obra maestra de Carpentier, el protagonista-narrador, un musicólogo, emprende un viaje por la selva del Orinoco (aunque no se nombra, lo cual contribuye a su carácter alegórico), en busca de unos instrumentos musicales primitivos, que en realidad constituye una exploración de los orígenes del tiempo y de la cultura humana. El personaje se ve atrapado en el tipo de red numerológica imperante en las  narrativas anteriores sin estar consciente de ello, aunque él mismo es el narrador de su propia narración. La ignorancia de su circunstancia se le hace evidente al lector, en parte, por un error en las fechas del diario que el protagonista lleva y que se incorpora al texto de la novela, una falla interna que abre una perspectiva irónica.

La aventura del protagonista-narrador pronto se amplía con el inicio de una relación amorosa con una mujer oriunda de la región llamada Rosario (Rosa-rio), de claros ecos dantescos. Como ésta aparece al final de su trayecto, su destino, Rosario es una figura criolla de Beatriz, y su nombre parece aludir también a la rosa mística que aparece casi en la culminación de La divina comedia, en Paradiso pp. 30-32. Pero el romance del narrador-protagonista con Rosario fracasa. El período menstrual de ésta llega en un momento inoportuno que entorpece que hagan el amor, lo cual imposibilita que tengan un hijo —ella lo tendrá más adelante con Marcos, un joven de la región—. El protagonista-narrador no está en sincronía con los ritmos de la naturaleza, de la misma manera que no lo está con la trama numerológica en que está fraguada su historia, que él mismo cuenta. La penosa travesía del autobiográfico protagonista-narrador está traspasada por resonancias alegóricas y es reminiscente del inicio del Infierno —de la selva selvaggia—, y los varios estadios de la historia humana representados en la selva tropical que atraviesa se corresponden con otros lugares de la Comedia. Su fracaso al final, tanto de cumplir su misión como de componer un treno, además de no poder regresar a la aldea en la jungla donde Rosario se ha casado con otro, revela la naturaleza falaz de la red numérica, que no lo conduce a la satisfacción personal o a descubrir el sentido del tiempo, excepto que él no pertenece al que se manifiesta en los ritmos naturales. La naturaleza y su vida no empalman y sólo puede vislumbrar un futuro incierto en que la acumulación de los conocimientos adquiridos en el pasado no será capaz de ofrecerle un fundamento o guía. Sólo sabe que ha sido arrojado a la historia, cuya armazón temporal y su inserción en ella todavía está por descubrir. En esto, claro, Los pasos perdidos difiere radicalmente de La divina comedia, cuyo apoteósico final ya no es posible en la modernidad.

En 1956 Carpentier publicaría una novela corta, El acoso, en que, como en Los pasos perdidos, habrá un contrapunto entre la organización numerológica del tiempo y la historia y la conciencia del protagonista. La novela se adhiere al calendario litúrgico marcado por la Semana Santa, y culmina con el sacrificio del personaje, un activista político, que ha delatado a sus compañeros y es perseguido y asesinado por éstos en una sala de conciertos. En esto coincide la novela punto por punto con la cronología de La divina comedia, cuya acción empieza el Viernes Santo y culmina el Domingo de Resurrección (aunque el poema en sí empieza el Jueves Santo). Como en Los pasos perdidos Carpentier ha engranado el tiempo narrativo y la música, aquí la Quinta sinfonía de Beethoven, que se interpreta en la sala de conciertos en la que se refugia el acosado. Pero aquí el acoplamiento es aún más concreto porque Carpentier sugirió que el tiempo de la trama coincidía con el de la ejecución de la sinfonía. Pero hay una disyunción dramática entre la conciencia del protagonista, cuya voz interior “oímos”, y el desenvolvimiento de la acción, cuya concordancia desconoce, así como con el ritmo de la música, una especie de cacofonía que refleja el sesgo trágico del relato. Como en Los pasos perdidos, hay un fuerte contraste dantesco entre la ciudad, una Habana descrita en detalles tangenciales pero precisos, y el campo, las provincias de donde proviene el protagonista —es como el florentino, un exilado—. La ciudad, con su monumental arquitectura empareda y petrifica al protagonista-narrador y lo somete a los terrores de la política y su inherente maldad, igual que los residentes del Infierno. Hay también ecos de La divina comedia en el personaje de Estrella, la prostituta que el protagonista visita, versión invertida de Beatriz y del mundo estelar del Paraíso donde ésta aparece. Naturaleza e historia, e historia y conciencia no se armonizan, como en Los pasos perdidos. La gran novela que surge de esa revelación será El siglo de las luces, que es una crónica de la entrada de América Latina en la historia moderna de Occidente como resultado de la revolución francesa. Los movimientos políticos, no los ciclos naturales, serán los que de ahora en adelante darán forma al tiempo en las narrativas de Carpentier.
Este giro decisivo será, a su vez, revisado en su ficción de los años sesenta y setenta con el surgimiento de un Carpentier renovado, provisto ahora de humorismo, sin duda porque ha internalizado la perspectiva irónica de Los pasos perdidos (no hay ironía ni comicidad en El acoso). Tanto en Concierto barroco como en El recurso del método la estructura numerológica como la alegoría persisten, pero con una nueva inflexión. En Concierto barroco la historia es como una espiral ascendente en la cual los protagonistas se elevan desde el siglo XVIII y la música de Scarlatti y Vivaldi hasta el XX y el jazz de Louis Armstrong. Hay un sentido de liberación inminente en ese movimiento, cuya inherente fluidez ablanda la dureza de la alegoría y la arquitectura. En El recurso del método un dictador latinoamericano clownesco, que gobierna un innominado país que representa a todos los países latinoamericanos, despilfarra su fortuna y tiempo, mayormente en París, donde se codea con artistas e intelectuales, entre otros, Gabrielle d’Annunzio. Un tosco ignorante, el anónimo dictador, que sólo se identifica por sus extravagantes títulos, alienta desorbitadas aspiraciones culturales. Obra que se asemeja en el estilo a la ópera bufa, esta novela sobre el dictador de dictadores, está también imbricada en un torbellino numérico que incluye el Tarot, surrealista visión del futuro en sus permutaciones. Es un jocoso andamiaje que representa el mundo político latinoamericano. Concierto barroco y El recurso del método son versiones paródicas del Infierno y el Purgatorio, pobladas de personajes con exagerados defectos de carácter, inmersos en un mundo carnavalesco.

Una de las más explícitas de estas ficciones de los sesenta y setenta en sus reflejos de Dante es una novela corta, El derecho de asilo (1972), cuyo tema central es precisamente el del exilio, tan central en la vida y obra del autor de La divina comedia. El relato está ambientado otra vez en un arquetípico país latinoamericano, con su dictador de turno. El protagonista es uno de sus subordinados que, a causa de un golpe de Estado, se refugia en la embajada de un país vecino en la capital del suyo. Allí permanece por tanto tiempo que, a la larga, puede pedir la ciudadanía en ese país, que a su vez lo nombra a él embajador en su propio país. Un exilado que nunca ha abandonado su tierra natal, se transforma en extranjero por el mero pasar del tiempo. Mientras se esconde en la embajada, el asilado pasa el tiempo leyendo, meditando sobre el transcurrir de las horas, que marca el tañer de las campanas de una iglesia cercana, y tratando de seducir a la esposa del embajador. Esto último lo logra en una escena de lectura (él le lee un pasaje lascivo del Tirant lo Blanc) en que hay referencia explícita a Infierno V, el conocido episodio de Paola y Francesca: “y aquel día, a fuer de pedante, diré que ‘no leímos más allá’ ” (p. 50). Falso exilado que “sufre” una conversión risible, el innominado protagonista es un peregrino que nunca abandona su patria, pero “regresa” a ésta transformado en forastero. El relato es una parodia del gran tema de la literatura occidental del exilio, tan presente en Dante, y de la literatura latinoamericana en especial. El relato es uno de los textos más humorísticos de Carpentier.

El cariz erótico de El derecho de asilo aumenta en El arpa y la sombra, que es la obra más abiertamente inspirada por Dante de todas las de Carpentier. Aquí las relaciones amorosas son nada menos que entre Cristóbal Colón, el protagonista, y no otra que la reina Isabel de Castilla, de quien recibe el futuro Descubridor el apoyo político y económico para su ambicioso proyecto, inspirada por el fogoso idilio. La novela es como una vasta alegoría burlesca en la que el nacimiento de América es producto de este improbable amorío, una unión platónica vuelta explícitamente carnal en la extravagante bufonada de Carpentier. Es una empresa cumplida no en la apoteosis de la visión sublime de Dios al final del Paraíso, sino que culmina con la más trascendental ruptura en la historia occidental desde el nacimiento de Cristo, según Bartolomé de las Casas: el Descubrimiento del Nuevo Mundo. En este burlesco nivel alegórico, América vendría a ser el fruto de esta portentosa unión de protagonistas históricos.

Carpentier seguramente vio en Colón un descendiente del Ulises de Dante, que expía sus culpas en el canto 26 del Infierno por haber sobrepasado los límites del conocimiento de su época y causado la inmolación de sus hombres en un naufragio al pie del monte del purgatorio, víctimas de una tormenta. (Este es un episodio que pasma por la forma en que anticipa La tempestad de Shakespeare y buena parte de la literatura del Caribe.) Ulises, que Dante deriva de la tradición oral porque no había llegado a él La Odisea, es un transgresor, que embauca y embarca a sus compañeros con un falaz pero hábil discurso animándolos a ir más allá de las Columnas de Hércules, es decir, el Estrecho de Gibraltar. Dante lo presenta como culpable no sólo por la catástrofe, sino por el abuso de la retórica, del lenguaje, como haría, siglos más tarde, Colón para convencer a sus amotinados marineros a seguir adelante hacia lo desconocido. Hay, de todos modos, una cierta admiración por Ulises en La divina comedia, es una figura que reaparece y que evidentemente fascinó a Dante. Lo mismo se puede decir del Colón de Carpentier. El novelista siempre alabó al navegante en entrevistas y otras declaraciones, y se puede detectar su identificación con él en esta novela.

Pero lo más patentemente derivado de Dante en El arpa y la sombra es uno de los relatos que enmarca la trama de la novela. En éste, Colón y su camarada Andrea Doria aparecen como espíritus que flotan por el Vaticano, observando el juicio en que se debate la beatificación del Almirante, iniciada por el papa Pío IX, el otro protagonista de la novela y de otro relato marco. Andrea y Cristóbal vuelan sin ser vistos espiando el proceso durante el cual se sopesa y analiza una vasta bibliografía sobre la vida y obras del Descubridor, y las porfías provocadas por el abogado del diablo y otros que le imputan a Colón los consabidos cargos de haber traído la esclavitud al Nuevo Mundo y abusado de los nativos que allí encontró, algunos de los cuales (tanto en la vida real como en la novela) Colón trajo contra su voluntad a España para animar el espectáculo ambulante que montó para recaudar fondos para sus próximos viajes. Los cargos más severos contra él son el haber llevado una vida licenciosa que resultó en un hijo ilegítimo, que sería la contrapartida, o el gemelo del Nuevo Mundo al nivel de la amplia e hilarante alegoría sobre el nacimiento de América que El arpa y la sombra encierra.

La beatificación se deniega y los dos amigos planean en retirada, con la queja de Colón de que “me jodieron” (p. 202). El espíritu errante del Descubridor alcanza el medio de la Plaza de San Pedro, epicentro de la columnata diseñada por Bernini en el que convergen los radios del vasto semicírculo, y se evapora en ese centro de centros que es Roma, punto de reunión de todas las líneas del universo, la meta de todos los peregrinajes, el final de todo viaje —todos los caminos conducen a Roma. Así finaliza la obra.
La última parte de la novela, en la que transcurren estos episodios, abre con un epígrafe, en el original, del canto cuarto del Infierno (versos 31-32), donde aparece el Limbo, como para no dejar dudas sobre el carácter dantista de la ficción: “Tu non dimandi/ che spiriti son questi que tu vedi?” (“¿No me preguntas/ qué espíritus son estos que tú ves?” —Mitre traduce “Quiero que sepas que espíritus llorosos son esos que tú ves”— p. 23). Pienso que la apropiación de Dante en El arpa y la sombra obedece a un fuerte impulso autobiográfico y jocosamente autocrítico. No se debe ignorar que cuando Carpentier terminó la novela era consciente ya de que se moría de cáncer. En la novela, por lo tanto, medita sobre su destino en la otra vida y su lugar en la historia de la literatura. ¿Qué mejor punto para proyectarse en el más allá que en ese cónclave de escritores famosos que sólo habitan este lugar del Infierno porque vivieron antes del cristianismo, por lo que no pueden ser ni condenados ni salvados, y que constituye una especie de salón de la fama de la filosofía y literatura clásicas? Carpentier probablemente vio en la invención de Dante un anticipo extraordinario de la situación y actitud del escritor moderno, sólo que la falta de fe de éste no se debe al accidente histórico de los individuos residentes en el Limbo. Vio también  —Limbo deriva de límite, de margen— la posición de marginalidad respecto a las doctrinas que los modernos prefieren. Pensó, o quiso, que él y los modernos tampoco merecieran el fuego temporal o eterno por semejantes actitudes.

En Dante los condenados muestran una ambigua sonrisa, moderna en su irónico despego, como expresando un juguetón menosprecio de sí que por el contrario refleja su enorme presunción y orgullo. Carpentier sugiere, me atrevo a pensar, que a él le gustaría sumarse a esa sesión permanente de un coloquio dedicado a las obras de los presentes, deambulando por el magnífico palacio que allí se eleva, como si hubiese sido financiado justo para ese propósito por una generosa fundación contemporánea, como el comité del Premio Nobel, por ejemplo. Porque en todo este asunto del juicio de beatificación del Almirante se vela también una broma para los enterados, porque es sabido que Carpentier fue propuesto varias veces para el Nobel, pero que siempre lo eludió. A eso es a lo que el “me jodieron” alude. Me impresiona la manera tan fina con que Carpentier supo responder a semejante fracaso.

Otra broma para enterados en El arpa y la sombra, que no fue descubierta sino hasta 15 años después de la muerte de Carpentier en 1980, es que su identificación con el Almirante velaba otra condena propia de resonancias dantistas. Colón es conocido no sólo por su famosa hazaña, sino también por sus mentiras, las que les dijo a sus marineros para apaciguarlos, sobre cuánta distancia habían recorrido, y otras concernientes a sus orígenes, que han provocado innumerables conjeturas y polémicas. ¿Cuál era la nacionalidad de Carpentier? En 1995 se supo que había mentido a lo largo de toda su vida sobre su lugar de nacimiento (ver mi libro Cartas de Carpentier). Siempre declaró haber nacido en La Habana, el 26 de diciembre de 1904. Pero ahora se descubrió que sí había nacido en esa fecha, pero en Lausana, Suiza. Pienso que reconoció esta mentira mediante su identificación con Colón quien, en El arpa y la sombra, confiesa sus propios engaños mientras se prepara para confesarse en su lecho de muerte. Carpentier también sabía que sus días estaban contados y sospechó que su mentira sería a la larga descubierta.

La novela no podía haber alcanzado la grandeza de La divina comedia, pero el resumen y balance que Carpentier hace de su vida en El arpa y la sombra, que incluye las ficciones en que ésta se basaba, es una apoteosis digna de sus ansias de trascendencia, aun cuando su espíritu se deshace en ese cómico “puff” final, al desvanecerse en medio de la columnata de Bernini, una consumada unificación de ser y arquitectura, como la de Christophe en su fortaleza.

Los escritores mayores latinoamericanos dialogan con los grandes autores de la tradición occidental, no sólo con sus coterráneos. En el caso de Dante, no sólo Borges y Carpentier, sino también Neruda, Paz y sobre todo Rulfo y Lezama Lima también incorporaron la visión del florentino a sus obras, dándoles de esa manera un peso y alcance que no habría tenido de otra manera. No podía ser de otra manera. Por laicos que sean todos esos escritores, escriben en la estela de una tradición artística e intelectual que es en su origen católica, con todo lo que tiene ésta de rescatable aún en la modernidad. Lo irónico es que con Eliot, Longfellow y tantos otros, Dante haya llegado a ser una presencia tan importante en las letras anglosajonas. Tal vez se deba a una nostalgia por el orden y sentido de la literatura medieval en sus más altas manifestaciones.
Bibliografía

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Carpentier, Alejo, La consagración de la primavera, Siglo XXI Editores, México, 1978.

González Echevarría, Roberto, Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home, Cornell University Press, Ithaca, 1977. (Hay dos ediciones en español, Alejo Carpentier: el peregrino en su patria, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1993, y Alejo Carpentier: el peregrino en su patria, segunda edición, Gredos, Madrid, 2004.)

González Echevarría, Roberto, “Carpentier, crítico de la literatura hispanoamericana: Asturias y Borges”, en Isla a su vuelo fugitiva: ensayos críticos sobre literatura hispanoamericana, Porrúa, Madrid, 1983, pp. 179-203.

Mazzotta, Giuseppe, “Paradiso en el Paradiso”, en Cuba: un siglo de literatura, coordinadores Anke Birkenmaier y Roberto González Echevarría, Colibrí, Madrid, 2004, pp. 147-63.