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sábado, 15 de agosto de 2015

El nómada de paisajes lusitanos

15/Agosto/2015
Laberinto
Jorge Bustamante García

Para Armando Salgado, Premio Francisco Cervantes 2013

De los escribidores de carne y hueso, pero ya muertos, conocí algunos verdaderamente raros. No cabe duda que Francisco Cervantes era uno de ellos. De eterna barba breve, bebedor y blasfemo, su conversación era tan extraña como su personalidad. Cervantes era uno de esos seres contradictorios, de trato difícil y hosco, que con facilidad podía ser irascible y colérico, injusto y sordo. Si se encontraba de pronto un libro de alguien que no fuera santo de su devoción, podía echarlo a una alcantarilla o a la caneca de la basura sin el menor miramiento. Era un solitario en la gran ciudad, vivía recluido en un cuartito en el Eje Lázaro Cárdenas, en el Hotel Cosmos, a cincuenta pasos de la Torre Latinoamericana. Era duro en sus juicios sobre la poesía de los demás, reconocía a muy pocos, tenía una legión de enemigos. Muchos —amigos y enemigos— lo llamaban el Vampiro por su apariencia; algunos de sus adversarios lo ninguneaban, pero su obra poética constituida por libros singulares como Cantado para nadieHeridas que se alternan y Los huesos peregrinos, entre otros, y su intenso y riguroso trabajo de traducción de autores portugueses y brasileños los dejaba literalmente desarmados.


Lo traté a ratos, a intervalos, me irritaba a veces su trato altanero, aunque guardaba lealtad y aprecio por ciertos autores vivos en esos momentos: Paz, Mutis, Cardoza y Aragón, Charry Lara y otros poetas colombianos y lusitanos. Siempre me pareció que Cervantes era un traductor en busca de su propia voz, que en la traducción descubría resonancias y motivos que lo enriquecían en el asunto de nombrar y recrear las cosas de la vida y el mundo. Por eso desde su primer libro, Los varones señalados, deja transcurrir naturalmente el aliento de Luiz de Camões, Jorge de Lima y Fernando Pessoa y logra penetrar el sueño del juglar que lo conduce a una geografía de caballeros del medioevo que viven a sus anchas sus vidas singulares.

Un día quise entrevistarlo para un semanario de Bucaramanga, capital de Santander, en Colombia. Le llamé, se lo propuse y aceptó. No sabía en lo que me metía. Me puso cita en la tarde en una cantina a dos cuadras de su hotel, ahí estuvimos unas dos horas hablando desordenadamente de todo lo que se le ocurría y bebiendo tragos de whisky que le encantaba. Me habló de libros, de poetas brasileños, de Bogotá, una ciudad que quería, de Mutis a quien conocía hacía años. Saltaba de una cosa a otra y pedía otro whisky. Muchas veces mis preguntas concretas quedaban sin respuesta porque él se ponía a hablar de lo que le daba la gana. Yo grababa lo que podía con una pequeña grabadora de micro casetes. De pronto se levantó y dijo que nos fuéramos a otro lado. Estuvimos como en tres cantinas más y en cada lugar yo intentaba preguntarle por sus propios libros de poesía, pero me seguía hablando de sus traducciones, o de los escritores que detestaba o quería. Me pareció un hombre de grandes querencias y repulsiones.
En la noche resultamos en un bar espacioso, con varios salones, que él parecía conocer bien. Pasaban a su lado mujeres y algunas lo saludaban “poeta, hacía tiempo no venía por aquí”. Cuando nos sentamos a una mesa que vimos desocupada una de las mujeres se acercó, lo saludó y se sentó a su lado. Cervantes, ya subido de tragos, le convidó una cerveza a lo que ella correspondió con más plática, conversaba y conversaba más que él. Le comenté que intentaba desde hace horas hacerle una entrevista formal pero que hasta el momento había sido imposible, le mostré la pequeña grabadora, la encendí. La mujer me dijo “pregunte, pregunte”; le lancé entonces al poeta un comentario concreto “muchos de sus versos sufren de una sintaxis y una prosodia que se salen de toda clasificación, se saltan toda regla, constituyen una poesía rara…”. Arrastrando con esfuerzo las palabras, Cervantes me contestó: “¡Pueees claaaro, toda poeeesía buenaaa es rara!” y se calló, refunfuñó todavía algo y tomó otro trago. Lo más sorprendente es que la mujer a su lado se puso a hablarme de las bondades de su poesía, había leído recientemente Cantado para nadie que el propio poeta le había regalado, decía que la había tocado en lo más profundo, que le gustaría leer los otros libros de su poeta extravagante y remató con tres versos dichos de memoria: “La ira, el improperio,/ los bajos sentimientos/ te dieron este canto”. Cervantes la miró con cierta incredulidad y ya no dijo nada. Ese momento quedó grabado en el micro casete, pero la entrevista resultó imposible de editar, no tenía pies ni cabeza.
Después lo vi varias veces, fui leyendo poco a poco su poesía. Me atraía su trabajo de traductor. Por ese tiempo yo seguía intentando traducir a poetas rusos que me gustaban: Ajmátova, Blok, Mandelstam… Cervantes se interesaba cuando le hablaba de ellos, quería conocerlos, discutíamos si era posible traducir poesía, ambos creíamos que no, pero seguíamos tercos en ese empeño infructuoso. Años después vino a Morelia a dar una charla sobre traducción literaria. A uno de los organizadores le pareció fácil para que hubiera público acarrear a un grupo de muchachos de secundaria. El salón se llenó de jovencitos, solo habíamos unos cuantos adultos. Cervantes comenzó a hablar como si todos esos jovencitos fueran versados en el tema y se fue hundiendo cada vez más en su mundo fascinante, pero lleno de excentricidades que debía sonar ininteligible a los jovenzuelos. Poco a poco, en silencio, casi de puntillas, comenzaron a salirse hasta que los últimos huyeron. El salón quedó semivacío, solo ocho adultos seguimos escuchando con todo interés. Cervantes pareció no advertir la huida de los muchachos, ni se inmuto. Pero al rato comentó: “Qué bueno que se fueron, hacían ruido, ahora sí podemos comentar de lo que significa traducir poesía” —hizo una pausa y continuó ya encarrilado. Al terminar lo llevamos a un bar de la ciudad donde una amiga actriz haría un performance. No aguantó ni la mitad, había tomado varias cervezas y quería irse. Lo llevé al hotel en el mismo vocho en el que en alguna otra ocasión José Emilio Pacheco parecía salirse por las minúsculas ventanas.

En vida muchos le regatearon reconocimiento, no aguantaban su rareza poética ni su personalidad arisca, a veces altanera. Siempre me ha gustado su poesía, vuelvo a ella con frecuencia. Me parece escrita en un idioma que sabe a delicioso y transparente anacronismo, el uso de formas consideradas hoy abolidas otorga a su poesía un cariz muy especial. Es el lenguaje el que hace de la poesía cervantina una incursión a los límites, en un claro transitar por los bordes mismos de la identidad. En este preciso instante me dan vueltas algunas preguntas. ¿Quién era ese nómada de paisajes lusitanos, ese empecinado lector de Pessoa y amigo de poetas de otros lares que le hacían más llevadero el viaje incierto? Quién era ese lisboeta que desde el territorio de la poesía respondía a sus enemigos que lo hostigaban amparados en razones de verdugos, que lo señalaban por su “altanería con los necios” (como lo indicó alguna vez Álvaro Mutis) y a quienes lanzaba sus dardos de caballero medieval: “¿Os molesta/ que encuentre en otras tierras/ lo que de mis tierras me debéis?/ Todas las tierras son las tierras/ ninguna son las otras”.

Lo vi poco en sus últimos años, me llegaban noticias fragmentarias. Una de ellas fue para mí una total sorpresa. Publicó en un suplemento literario nacional su lectura muy personal de mi libro El caos de las cosas perfectas, en el que desentraña la significación de la forma en poesía: “Su afán de precisión y la sujeción estricta a lo que desea decir, dan a su poesía esa línea recta que no necesita de un verso deslumbrante y otro opaco de fondo. Indivisible lo que dice de la forma en que lo dice, rinde tributo a aquellos poetas que lo formaron e integran su imaginario antecedente”. Todo el artículo, que tituló “El alba entre las manos”, está escrito con ese espíritu de anomalía y extrañeza que lo caracterizaba. Tiempo después leí que alguien había coincidido con él en un avión y que lo había visto físicamente muy disminuido, su salud se desmoronaba. Regresó a Querétaro, su ciudad natal, impartió talleres e influyó en algunos nuevos escritores en su rededor. Murió hace diez años, en 2005. Son pocos los que todavía valoran su obra, pero su poesía es singular y sus traducciones ejemplares. Dicen que habrá una calle Francisco Cervantes en el centro histórico de Querétaro, a muchos les producirá colitis. Pero qué hacer, hay poetas así.

sábado, 19 de abril de 2014

Prodigio de inagotable realidad

19/Abril/2014
Laberinto
Jorge Bustamante García

No me apena confesar que fui un lector tardío de las novelas de García Márquez. Me resistía al embrujo que causaba entre mis amigos y coterráneos, aunque desde mi adolescencia en Zipaquirá leía sorprendido sus singulares artículos en revistas y periódicos colombianos que mi padre, mis hermanos mayores y mis amigos me compartían. Tras la publicación de Cien años de soledad, a sus cuarenta años, se volvió un escritor tan famoso y reconocido, que los jóvenes y muy jóvenes lectores colombianos se vieron fascinados e intimidados por su poderosa escritura e imaginación. Mi resistencia se doblegó con la lectura de El coronel no tiene quien le escriba, en una vieja edición argentina, cuando ya me encontraba en Moscú. Fue una verdadera conmoción para mí en el pleno invierno moscovita de 1975. Desde esa lectura supe que la ficción, la creación, la invención, la recreación por medio de la literatura es, tal vez, el camino más corto y seguro para tocar el alma humana. Al año siguiente me mandaron de Colombia El otoño del patriarca, publicada por Sudamericana, pero me decepcionó un poco. Sus escasos puntos seguidos o aparte y su singular forma me marearon y, aunque me esforcé, no logré terminarla placenteramente. Sin duda a eso me condujo mi propia incapacidad lectora, hecho que retrasó varios años la lectura de otras de sus novelas.


Cuando ya era un viejo de 32 años, decidí por fin enfrentármele a Cien años de soledad, un año después de que su autor recibiera el Nobel. La leí en un pueblo de Jalisco, en un campamento geo- lógico, y ya no me pude sobreponer a tanto gozo de imaginación. Quedé magníficamente derrotado y enriquecido por ese prodigio de inagotable realidad y portentosa ficción, alelado hasta tal punto que mis compañeros de trabajo notaron mi estado de ausencia y me cubrieron generosamente para que no me corrieran del trabajo. Al año siguiente, en marzo de 1984, me ocurrió un hecho afortunado. Fui al DF a la presentación de un libro de un paisano y después del evento nos fuimos a celebrar al bar La Ópera, en la esquina de las calles Filomeno Mata y 5 de Mayo. Éramos cinco colombianos aprendices de escritores, algunos ya habían publicado algún libro, tal vez el narrador Óscar Castro, el ensayista Fabio Jurado, especialista en Rulfo, el poeta Ricardo Cuéllar... Bebíamos cerveza en una mesa y en esas vimos llegar a García Márquez acompañado de su mujer y una joven. Óscar lo conocía y se acercó a su mesa, regresó casi al instante sonriendo, diciendo que el Nobel vendría a acompañarnos. Y así lo hizo. Se sentó entre nosotros, se sintió cómodo, tomó cerveza y conversó alegremente por casi dos horas. Se interesó y preguntó a cada uno de qué lugar de Colombia venía. Cuando llegó mi turno, le dije que de Zipaquirá y de inmediato le brillaron los ojos. Comenzó a preguntarme, a darme nombres y apellidos por si conocía a alguien, indagaba sobre muchos detalles e hizo énfasis en al menos dos muchachas y familias que había conocido durante su estancia en el Liceo Nacional de Zipaquirá. Pero solo coincidimos en el nombre del maestro Guillermo Quevedo Zornosa, compositor y prohombre de la ciudad, director eterno de la banda municipal, que daba retretas domini- cales en el parque principal después de misa y a las que el escritor acudía puntualmente, como yo lo haría también veinte años después. “Nunca supo el maestro (Quevedo Zornosa), ni me atreví a decírse- lo, que el sueño de mi vida de aquellos años era ser como él”, escribió el Nobel en Vivir para contarla. García Márquez pagó nuestra cuenta esa noche y al despedirse nos dijo, con ligera sorna, que nosotros le recordábamos cuando él era feliz e indocumentado. Acompañado de su mujer lo vimos salir de La Ópera y perderse por las calles del centro.

Desde ese momento leí sus otros libros, uno tras otro, y casi siempre experimentaba una cierta inquietud al terminarlos. Era una sensación de tristeza por que el libro se acabara y los personajes y las historias se quedaran reverberando durante semanas en la imaginación. Todos eran muy divertidos, no quería dejar de leerlos, que no terminaran y cuando llegaba el momento solo quedaba el silencio y la soledad. Me pasó con La increíble y triste historia de la cándida Eréndira..., con El amor en los tiempos del cólera, con Crónica de una muerte anunciada y Memoria de mis putas tristes. Sin embargo, creo que mi lectura de El general en su laberinto subió un tono más mi escala de desasosiego. La leí en un viaje de varios días entre Morelia y Arcelia. La terminé en esta última localidad, encerrado en un hotelucho sórdido y sofocante, lleno de mosquitos y zancudos que no daban tregua. Me imaginé que así, cercado por un mísero ambiente, iba Bolívar de regreso por el río Magdalena hacia la costa, traicionado y decepcionado, directo a la muerte, después de liberar cinco naciones. En la madrugada, bajo la luz amarilla de una bombilla donde revoloteaban sin descanso los pesados zancu- dos repletos con mi sangre, arribé al final del libro y no pude contener mi llanto al imaginarme a Bolívar cruzado de brazos, escuchando “las voces radiantes de los esclavos cantando la salve de las seis en los trapiches, y vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se iba para siempre, las nieves eternas, la enredadera nueva cuyas campánulas amarillas no vería florecer el sábado siguiente en la casa cerrada por el duelo, los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse”. Y hoy, cuando supe a través de mi hijo que el escritor había muerto, se me anegaron de nuevo los ojos al pensar que el escritor que nos obsequió con tanto oro y tanto deleite, no vería ya florecer las campánulas amarillas el sábado siguiente, ni contemplaría los últimos resplandores de la vida que nunca jamás volverán para él a repetirse.

domingo, 25 de agosto de 2013

Los trabajos de Álvaro Mutis

25/Agosto/2013
Jornada Semanal
Jorge Bustamante García

Álvaro Mutis (Bogotá, 1923) vivió de los dos a los nueve años de edad en Bélgica, donde su padre Santiago Mutis Dávila era ministro consejero de la embajada colombiana en Bruselas. Al morir su padre, a la temprana edad de treinta y tres años, regresa con su madre y su hermano para establecerse en la finca que su abuelo materno, vendedor de café, sembrador de caña e improvisado buscador de oro, había comprado en el Tolima, en la intersección de los ríos Cocora y Coello. En ese paraje de la tierra caliente, entre el trópico y el páramo, en medio de intermitentes lluvias, extensos cafetales, hojas de plátano, socavones de una mina abandonada en los que juega con su hermano Leopoldo y el zinc de los tejados en la finca, transcurre su niñez y su temprana adolescencia, hecho que sería de vital importancia para toda su obra, desde sus primeros poemas y relatos hasta su novela Amirbar (1990), parte de la saga narrativa de Maqroll el Gaviero. Entre las imágenes infantiles de Europa y Coello, y en medio de ellas el mar, se fue conformando todo su imaginario creativo. Podría afirmarse que toda la obra de Mutis no es más que una apuesta por salvar esos momentos de natural y auténtica alegría de su infancia, a partir de la espesura de desesperanza adquirida con el paso irremediable de los años.
Ya en la tardía adolescencia Mutis llegó a Bogotá para continuar el bachillerato en el Colegio Mayor del Rosario, y por estar ocupado jugando billar o leyendo todo tipo de libros y escuchando al maestro Eduardo Carranza hablar de poesía, según ha dicho innumerables veces, no le quedó tiempo para estudiar y terminar el colegio. Se casó muy temprano, a los dieciocho años, y se dedicó desde entonces, con buena estrella, a diversos oficios: locutor y actor de radio, gerente de emisora, director de propaganda de una compañía de seguros, jefe de relaciones públicas de una modesta empresa de aviación y de la esso en Colombia, narrador en castellano de la serie para televisión Los intocables y luego, por casi veintitrés años, gerente de ventas para América Latina de la Twentieth Century Fox y la Columbia Pictures, oficios que en la perspectiva de hoy estarían, aparentemente, en un espíritu contrario al de su poesía. No se puede publicitar nada, ni vender algo, si no se es, o se aparenta ser, un optimista obstinado. Pero el poeta de Los elementos del desastre y Los trabajos perdidos no podía ser más que un pesimista lúcido, adicto a la desesperanza ante la implacable realidad de nuestra condición humana. Esos misterios entre la personalidad y la poesía parecen un cuento sin fin.
La obra poética de Álvaro Mutis se encuentra concentrada en Summa de Maqroll el Gaviero, con ediciones en distintos años, tanto en España como en Colombia y México. En esa Summa están todos sus libros, así como sus últimos poemas no reunidos en libro: sus primeros poemas escritos entre 1947 y 1952, Los elementos del desastre (1953), Reseña de los hospitales de ultramar (1959), Los trabajos perdidos (1965), Caravansary (1981), Los Emisarios (1984), Diez lieder (1985), Crónica regia (1985), Un homenaje y siete nocturnos (1986) y varios poemas dispersos de los últimos veinte años. Aunque en sus poemas ya se enunciaba una vena prosística, su obra narrativa se fue gestando lentamente, bajo el espíritu de una propia e irrenunciable dinámica, y fue sólo con La nieve del almirante (1986) y las otras novelas de la saga de Maqroll el Gaviero que cristalizó definitivamente, cuando su autor ya sobrepasaba los sesenta y tres años de edad. Se podría afirmar, aunque suene a disparate, que sus relatos y novelas (La muerte del estratega, La mansión de Araucaíma, El último rostro, Ilona llega con la lluvia, Un bel morir, Abdul Bashur, soñador de navíos, La última escala del Tramp Steamerr, Amirbar, Tríptico de mar y tierra y la ya mencionada La nieve del almirante) son una prolongación natural de su poesía, de aquella poesía de sus primeros escritos, pero sobre todo de Los elementos del desastre y Los trabajos perdidos, donde ya bullían los fantasmas, los paisajes, las celebraciones y el espíritu de Sísifo que campea por toda su obra. La poesía y la prosa de Mutis son de una sorprendente unidad, tejida a través de los años con insólita y renovada insistencia.
Los trabajos perdidos fue el tercer libro de poesía de Mutis y apareció publicado por la editorial Era de México en 1965. Hernando Téllez, al comentar el libro en El Tiempo en marzo de 1965, afirmaba que “el encantamiento de sus poemas, su seducción, provienen de su propia gracia, de su propio signo, de su propia belleza. Nada es allí gratuito, adventicio o engañoso”.
Desde sus propios inicios, desde Los elementos del desastre y hasta Un homenaje y siete nocturnos, pero especialmente en Los trabajos perdidos, no hay, en efecto, nada arbitrario ni veleidoso en su poesía, sino que se percibe una profunda y casi secreta unidad que será casi una constante en toda su obra: su visión sobre la banalidad irreparable del mundo, sobre la vanidad de las empresas humanas, el absurdo de nuestros esfuerzos y la loca prisa que conduce a ninguna parte, en la que extraviamos nuestras vidas. Y esta suficiente y afortunada clarividencia impide que un abuso de lucidez destruya la gracia de su poesía y de sus dones.
No hay peor flagelo para la obra de un poeta que incurrir, en su crítica, a clichés que fosilizan y matan. La poesía es un territorio libre, un estado del espíritu con infinitas puertas abiertas hacia la luz y las sombras. ¿Sobre qué tratan los poemas de Los trabajos perdidos? Para un lector de hoy no parece arduo contestar a esta pregunta: tratan, ni más ni menos, sobre la desesperanza, el exilio, el fracaso, el amor, la derrota, la vida y la muerte. Es decir, sobre todo aquello que nos incumbe a todos, que ha sido tratado por innumerables poetas cada uno desde su singular visión y que aún guarda profundos enigmas, todo visto ‒en el caso de Mutis‒ a través de las visiones y olores de la infancia. Lo primero que despierta la lectura de Los trabajos perdidos es un cierto asombro por las cosas de la vida, siempre acompañadas por la presencia permanente de la muerte, una cierta intuición de que las cosas son bellas y disfrutables precisamente porque no pueden eludir su destino último, el de la muerte al fin y al cabo benefactora que te acoge “con todos tus sueños intactos”. Si en “Amén”, el primer poema del libro, la muerte no es un espanto, sino una presencia que incita a abrir los ojos para iniciarse en la “constante brisa del otro mundo”, en Un bel morir... es una añoranza de toda una vida que resuena en la transparente y cruda sensación de que “todo irá disolviéndose en el olvido”. Se canta y se vive y se hacen las cosas bien y se disfrutan, sin otra esperanza que la del olvido. Este sabio pesimismo, fruto de una telúrica y cruda mirada acerca de nuestra huidiza y misteriosa condición, es el que campea con vigor, desenfado y recóndito goce, por los poemas de este libro. Los trabajos perdidos son una especie de música inútil, infructuosa, que suena con armonía delirante y ecos inesperados, y que trae la lluvia desde el corazón perdido de la memoria, en medio de un mundo en donde existe la nublada certeza de que ya nadie escucha a nadie. Tanto en su poesía como en su prosa y sus novelas, Mutis regresa obsesiva y constantemente a un lenguaje inicial del que nunca ha logrado evadirse y que explica desde el principio sus certezas y sus dudas respecto al mundo que afronta. Gaviero, al fin, revela lo oculto para otros, vislumbra lo que está más allá del horizonte, y en ese territorio de nadie –a la intemperie‒ intuye la derrota a la que se enfrenta el hombre, porque todas sus iniciativas, hasta las más ambiciosas y temporalmente seguras, se verán tarde o temprano sometidas al olvido: al olvido ontológico y último, a la memoria apabullada por la escala implacable del tiempo geológico.
En otros poemas, como “Nocturno”, lo que realmente acontece es la presencia viva de un paisaje, pero no cualquiera, sino un paisaje de infancia cuyo instante es consagrado, con toda su gracia y milagros, por la acción reveladora de la palabra. En “Nocturno”, uno de los poemas más celebrados de Mutis, la “eficacia” poética reside en su inquebrantable pureza, en una inmediatez y una verdad que casi nos lacera, hasta tal punto que nos parece escuchar –todavía y para siempre‒ cómo cae la lluvia sobre los cafetales y sobre el zinc de los tejados. Como bien anotó Fernando Charry Lara, “la experiencia poética es la revelación de nuestras más concretas raíces olvidadas”, y precisamente esa experiencia que impactó la niñez de Mutis, con sus paisajes, sus olores y sus sonidos, es lo que constituye la revelación palpitante de esas “raíces” remotas plasmadas en algunos de estos poemas.
Por otra parte, uno de los textos que más se aproxima a una estética del deterioro y la derrota es, sin duda, “Cada poema”, donde resalta la convicción abierta de que toda construcción poética, de que toda búsqueda de la palabra sólo enuncia –al fin y al cabo‒ la experiencia de muerte, y conduce sin remedio al hastío, la ceniza y la agonía. Cada poema es el dolor diario del poeta al enfrentarse al desgarramiento del mundo, sin ninguna certeza de que mengüe el azar en que se siente inmerso, ni el sentimiento de pérdida que lo acecha. En cada poema se avanza un trecho hacia la muerte, porque cada poema es “un lento naufragio del deseo,/ un crujir de los mástiles y jarcias/ que sostienen el peso de la vida”. Así, en estos poemas percibirá el lector un entrañable y profundo sentimiento de que a pesar de que en el mundo actual campea el imperio de lo novedoso y de lo efímero, no existe en realidad nada nuevo, porque todo “torna a su sitio usado y pobre” y porque desde Jorge Manrique y Shakespeare y mucho antes, desde los griegos, sabemos que todo este torrente que subyace los ríos de la vida, desemboca permanentemente en ese mar de regreso y huida que es la muerte. Pero también estos poemas son reflexiones o, mejor, percepciones sobre el tiempo, sobre el tiempo endecasílabo que en “Sonata” se convierte en lobo, en óxido, en alga, en lengua, en aire, y que nos sirve para nutrirnos, para “llegar hasta el fin de cada día”. Ese tiempo que en “Canción del este” cava en cada uno de los seres “su arduo trabajo/ de días y semanas,/ de años sin nombre ni recuerdo.”
Los trabajos perdidos trata también sobre el exilio, pero no sobre cualquier exilio, sino el del desarraigo más radical, el del exilio interior. Ese estado del espíritu en que no existe ningún arraigo, ningún asidero. Ese no saber dónde ir, porque no importa a dónde vayas, en dónde estés, siempre te encontrarás extrañado en medio de los otros ante las imposibilidades implacables de una verdadera comunicación. Mejor lo ha expresado el autor en una conversación con Jacobo Sefami, de la Universidad de Nueva York: “Pero, en realidad, es la convicción de que estamos exiliados donde estemos; donde vivamos, somos unos eternos exiliados.” Quizás sólo la creatividad y el arte puedan, de alguna manera, contrarrestar la incertidumbre de la huida, la fractura del exilio sin final. Quizás sólo la creatividad y el arte sean, a fin de cuentas, la mejor manera de estar, de ser en el mundo y sentirse de alguna forma en casa.
El crítico Ernesto Volkening señaló que si le fuera dado hacer el encomio de la poesía de Álvaro Mutis, diría que en ella late el corazón del mundo. Habría que agregar que el ritmo de ese latido está condicionado por la presencia permanente del tiempo, un tiempo sin tiempo, porque la verdadera poesía no tiene tiempo, es atemporal, como lo intuía Osip Mandelstam, pertenece a todos los tiempos, permanece: la Ilíada, la Divina comedia, la poesía de John Donne, Quevedo, son los mejores ejemplos. Si hay que leer a Mutis, una forma será leerlo desde esta perspectiva. Hay que leerlo para dudar de todo y no creer sino en la lectura de los libros prodigiosos que prolongan la vida. Sólo esos libros nos pueden alimentar eficazmente en medio de los destrozos de un mundo que corre con prisa y sin remedio hacia su propia perdición. Sólo el poema, la palabra, la lengua, nos colocan en el centro mismo de nosotros mismos, nosotros que vivimos en medio de las cosas para mirarlas y pensarlas con atención: ahí se encuentra la poesía. La poesía de Mutis es, en fin, la de alguien que mira y camina desde el misterio, que es como la sombra luz que ilumina la noche larga en medio de la estepa sin término.


sábado, 24 de agosto de 2013

Paseos con Álvaro Mutis

24/Agosto/2013
Laberinto
Jorge Bustamante García

Conocí personalmente a Álvaro Mutis hace unos treinta años. Me lo presentó el poeta y traductor luso queretano Francisco Cervantes, un ser que podía ser al mismo tiempo áspero, gruñón y afable, singular e impredecible, en una lectura en la que Mutis participó en el Palacio de Bellas Artes. En esos años yo era un geólogo provinciano dedicado a la exploración en las montañas de Jalisco, que a veces se escapaba al D.F. para intentar entrevistas con escritores que luego aparecían en la edición dominical del diario colombiano Vanguardia Liberal de Bucaramanga o en la revista bogotana Gaceta de Colcultura. Allí aparecieron, entre otras, conversaciones con José Agustín, José Luis González, Luis Cardoza y Aragón, Jaime Labastida, Ernesto Mejía Sánchez y Sergio Pitol. Intenté entrevistar en una ocasión al propio Cervantes, pero el poeta me llevó a un antro donde a su lado se sentó una dama que él conocía y a cada pregunta mía sobre su obra y su trabajo de traductor la desapacible señora siempre metía su cuchara, por lo que la interviú resultó impublicable. Entonces me sugirió buscar a Álvaro Mutis, con quien sin duda —me dijo— se lograría un diálogo sugestivo y encantador.
Yo había leído parte de la poesía de Mutis desde mis años de estudiante de bachillerato en Zipaquirá. A Los elementos del desastre y Los trabajos perdidos regresaba de manera intermitente en la década de los setenta. No era una poesía que me apasionara sin medida en esos abriles de mi vida, pero había algo en ella que rozaba sin tregua mi apreciación de las cosas y el mundo. Sería, quizá, la peculiar visión sobre la vanidad de las empresas humanas, el absurdo de nuestros esfuerzos y la prisa loca en la que se extravía la vida. El encuentro no fue posible por esa época, tal vez por los constantes viajes de Mutis y porque yo pasaba largos periodos en un yacimiento aurífero al occidente de Jalisco. Sin embargo, cuando empezaron a aparecer sus novelas a finales de los ochenta y principios de los noventa, le di puntual seguimiento a la saga de Maqroll el Gaviero, esa prolongación natural de su poesía. Fue por esa época que empecé a verlo con mayor frecuencia.
Visitó Morelia en varias ocasiones. Le gustaba caminar por las calles del centro histórico mientras conversaba animadamente de las cosas que veía, lo que nos rodeaba, las visiones que le llegaban palpitantes de su memoria andante. Su conversación era firme, su voz vigorosa y sonora siempre impregnaba sus palabras de un cierto espíritu caviloso que le daba diafanidad a su discurso, salpicado de guiños irónicos y dosis imperceptibles de descreimiento. Nos metíamos a algún restaurante, bebíamos una copa de vino tinto antes de las viandas y su conversación se volvía un río. Era un placer escucharlo, sus historias parecían brincar impetuosas sobre los platos y marcharse tranquilas a tropezar con la vida en las calles. Todo en él rezumaba brío, empuje, frescura. Una tarde dio una charla en la Casa de la Cultura de Morelia sobre poesía hispanoamericana que resultó memorable. Nos habló de la obra de Enrique Molina, Vicente Gerbasi, Juan Liscano, Gastón Baquero, Gonzalo Rojas, Jorge Gaytán Durán, Carlos Martínez Rivas, Blanca Varela, Cintio Vitier y muchos otros. Hubo instantes relevantes como cuando leyó con su voz inconfundible de bajo ligero unos versos del venezolano Gerbasi, que se tatuaron en mi imaginación cual impronta indeleble: “Detrás de los árboles secos/ una era nueva/ mueve jardines fluviales./ Entre las hojas/ las mujeres desnudas/ se abren como tulipanes húmedos”. Al día siguiente, en el mismo lugar, hizo una lectura de poemas de Summa de Maqroll el Gaviero que acababa de aparecer en la editorial Visor de España. El público que colmaba la sala escuchaba expectante, mientras a mí me conmovió de manera especial el “Nocturno” que termina con los versos: “Ahora, de repente, en mitad de la noche/ ha regresado la lluvia sobre los cafetales/ y entre el vocerío vegetal de las aguas/ me llega la intacta materia de otros días/ salvada del ajeno trabajo de los años”.
En otra ocasión presentó en Morelia, junto con Vicente Quirarte, mis versiones de poemas de Anna Ajmátova que habían aparecido en la colección Poemas y Ensayos de la Dirección General de Publicaciones de la UNAM. Fui a recibirlo al aeropuerto local y tan pronto pisó tierra me entregó tres cuartillas de un prólogo que le había solicitado unas semanas antes para el libro Cinco poetas rusos que aparecería después en la editorial Norma de Bogotá. Me sorprendió su gesto y la manera ágil y comprometida como abordó en esas tres páginas, que tituló “Las voces de la tormenta”, la poesía de Mandelstam, Sologub, Gumiliov, Blok y la propia Ajmátova. Muchas veces hablamos de estos poetas que a él le fascinaban. En la biblioteca de su casa en San Jerónimo reservaba un estante completo para estos y muchos otros escritores rusos que leía, sobre todo, en versiones francesas. Su interés por los escritores rusos ha sido una constante. A finales del 2001 le envié un cuaderno publicado por filodecaballos con versiones de catorce poetas rusos. A los pocos días me llamó solo para decirme “qué fuertes y recios son esos poetas rusos del siglo de plata” y aclaró que le habían gustado, sobre todo, los poemas de Sologub, Arseni Tarkovski y Tsvetáieva. Apenas hace unos meses atrás lo llamé y noté su voz un poco apagada, pero no fue sino que le recordara a algunos de estos poetas y su voz se animó de nuevo vivamente: “¡qué maravilla son esos poetas rusos!”, exclamó, y se extendió esta vez en Ajmátova y Pushkin.
En el traslado del aeropuerto a Morelia le comenté que había acabado de leer las novelas Amirbar y Abdul Bashur, soñador de navíos. La segunda me gustó mucho, y la primera me inquietaba porque Maqroll se había vuelto buscador de oro en tierra firme, asunto al que yo me dedicaba desde hacía años. Me atreví a preguntarle cómo había ocurrido la transformación de Maqroll, un hombre de mar, en minero. Me parecía fascinante esa osadía. Le comenté que tal vez por su inexperiencia minera, Maqroll al entrar a la mina buscaba la veta en el suelo del socavón, mientras los mineros con colmillo y los geólogos la buscan, por el contrario, en el techo o en la frente de la galería. Mutis me escuchó con atención, sonrió divertido y dijo con toda naturalidad “carajo, tienes razón, no sé qué le pasó al Gaviero”. Años después volví a leer Amirbar en un campamento de exploración en el distrito minero de San Diego Curucupaceo, al sur de Michoacán, y me gustó más que la primera lectura, hasta tal punto que en el levantamiento de las minas y en el respectivo mapa que elaboramos, a uno de los filones lo bautizamos como Amirbar, en honor al Gaviero.
A fines de los años noventa lo visité varias veces en su casa de San Jerónimo. En ocasiones íbamos con el escritor y periodista Eduardo García Aguilar, quien en 1993 publicó Celebraciones y otros fantasmas, una larga y muy completa conversación con el inventor de Maqroll el Gaviero, una biografía intelectual. A Mutis siempre lo encontrábamos alegre, le daba gusto que lo visitáramos, no cesaba de conversar de mil cosas, de sus amigos (en su estudio había una gran cantidad de ellos en fotografías), de los libros que más le gustaban, sacaba botellas de la cava y nos preparaba tragos de su invención, escuchábamos música por horas y siempre había un momento aparentemente contradictorio, pero delicioso, en que ponía en discos de acetato primero “Dios salve al Zar”, interpretado por un coro ortodoxo portentoso, e inmediatamente después el enérgico y melodioso himno de la extinta URSS ejecutado por otro coro igual de maravilloso del ejército rojo.
Siempre me ha parecido que leer a Mutis ha sido una de las buenas cosas que me han sucedido. Hay que leerlo para dudar de todo y no creer sino en la lectura de los libros prodigiosos que prolongan la vida. Solo esos libros nos pueden alimentar eficazmente en medio de los destrozos de un mundo que corre con prisa y sin remedio hacia su propio extravío. La obra de Mutis es la de un esteta atrevido del deterioro, la de aquel que sabe que una palabra es suficiente para que se inicie “la danza de una fértil miseria”. El aparente monarquismo del escritor y su ilusorio desdén de la actualidad (el último hecho histórico que decía le interesaba fue la caída de Constantinopla en 1453), solo puede entenderse como una fina y pícara ironía del inclinado naufragio que vive el mundo contemporáneo.
Lo visité, la última vez, hace apenas tres semanas. Me acompañó el escritor y gran conocedor de su obra, Mario Rey. En una agradable habitación del segundo piso de su casa nos recibieron Carmen y don Álvaro. Los dos se veían de muy buen talante, alegres, conversadores. A sus noventa años el autor del Gaviero luce muy bien. Departimos durante tres horas, recordamos, bebimos whisky Chivas, Mutis tomó tres tragos, nos habló de su infancia en la finca de Coello, cerca de Ibagué, en Colombia, de su llegada a México, de Lecumberri, de su amigo Gabo, a quien ha visto recientemente. Al salir, Carmen nos acompañó y pudimos ver una vez más, en el primer piso, los libros y el estudio del poeta. Reviví por un instante nuestras veladas en ese lugar. Al salir a la calle le comenté a Mario que aunque no lo acepte, de seguro Mutis sigue imaginando nuevas empresas y tribulaciones de su entrañable personaje.

domingo, 15 de abril de 2012

El alma rusa en Latinoamérica: breve historia de una seducción

15/Abril/2012
Jornada Semanal
Jorge Bustamante García

Para Álvaro Mutis, con gratitud

Muchos escritores nuestros se han sentido fuertemente atraídos por la obra de los escritores rusos. En América Latina ha habido casos emblemáticos. Muy joven, Pablo Neruda ingresó al Liceo de Hombres de Temuco. Allí, una de sus maestras, una señora muy alta “con traje muy largo y zapatos de tacón bajo como los que usan las monjas”, lo introdujo en la lectura de las grandes obras maestras rusas. Esa señora se llamaba Gabriela Mistral y solía comentarle que los escritores rusos eran definitivamente los mejores del mundo. Por esos mismos años, en 1923, cuando José Carlos Mariátegui regresa a Perú desde Europa, se convierte en uno de los principales difusores de los novísimos escritores y artistas rusos, muchos de ellos sus estrictos contemporáneos, que después serían reconocidos como los que conformaron el siglo de plata ruso, esa suerte de espíritu renacentista en plenos años convulsos, no sólo en la poesía, el relato, la novela, sino también en la música, la pintura, el pensamiento sobre el arte, la dramaturgia, la danza, el cine y demás expresiones artísticas.

Mariátegui se empeñó en su difusión, en dar a conocer, así fuera fragmentariamente en revistas y otras publicaciones, a algunos de ellos, y se dedicó a tender puentes, a fomentar su traducción ya fuera del francés, del inglés, del mismo idioma original cuando era posible y de esta manera muchos lectores de estas latitudes, en la década inverosímil de los veinte, leyeron por primera vez en nuestra lengua a Anna Ajmátova, a Boris Pilniak, a Fedor Sologub, a Isaac Bábel, a Maiakovsky, Balmont y Serguéi Esenin. En 1927, al comentar una novela de Lidia Seifulina en el periódico Variedades de Lima, Mariátegui se lamenta de que permanezcan prácticamente inéditos en español los autores más representativos de la nueva literatura rusa, menciona a Blok, Biély, Briúsov y Remízov, este último hostil a la revolución, pero que ha extraído “de la nueva vida rusa, los temas de sus últimos trabajos”.

“Rusia es triste. La tristeza de la fuerza”, escribió el paisano de Mariátegui, el poeta César Vallejo, tras su tercer viaje a Rusia, en 1931. Vallejo fue a Rusia obsesionado por escribir artículos sobre la gente y la revolución, por establecer “verdades” acerca de la nueva forma de vida, y regresó decepcionado. Fue a Rusia y se extravió. Necesitaba permanentemente de traductores y los tuvo de la más diversa condición, desde un miembro del Partido, hasta alguna sobreviviente cercana a la nobleza zarista, que le transmitían cada uno a su manera sus propios puntos de vista. Por eso, tal vez, no logró comprender el lenguaje de esa realidad que intentaba transmitir, porque le resultaba impenetrable. Para Vallejo fue una noche larga y sus dos libros sobre Rusia son, hoy, casi ilegibles. Enfocado en los aparentes aspectos políticos, económicos y hasta ideológicos del complejo devenir de ese momento, pareció olvidarse de lo principal: de lo que latía profundamente en el alma de ese pueblo, algo que los rusos siempre han sabido expresar a través de las posibilidades inverosímiles del arte y la literatura. Para entender a Rusia hay que leer a sus escritores. Y Vallejo parece que no los leyó. Al menos no a aquellos que por esos mismos años hubiera podido escuchar en lecturas, tertulias y veladas literarias, como Bábel, Bulgákov o Pilniak, sus contemporáneos.

Nicanor Parra fue a Rusia por otras razones distintas a las de Vallejo. Fue a una misión imposible: a traducir poesía rusa sin conocer el idioma. El poeta de la antipoesía, y hoy premio Cervantes, vivió al menos seis meses en Rusia, entre 1963 y 1964; conoció todos los bares moscovitas, caminó por sus calles, degustó el pan caliente en pleno invierno, se enamoró de su traductora Margarita Aliguer, realizó recitales en Moscú y Leningrado, y escribió poemas de raro y contenido lirismo (algo verdaderamente extraño en él) sobre esa experiencia, que después conformarían el volumen Canciones rusas. De esos seis meses febriles dedicados a traducir de una lengua que ignoraba, Parra obtuvo después un volumen de 305 páginas con una amplia muestra de autores del siglo XX, sus invenciones de treinta poetas, desde Ajmátova y Tsvietáieva, hasta Vosnessenski y Bela Ajmadulina. Trabajó duro en la adaptación poética a partir de una primera versión literal de José Vento, con el apoyo de dos asesores lingüísticos españoles radicados en Moscú y el entusiasmo incondicional de la Aliguer. El libro, en el que el poeta chileno aparece como compilador, se publicó primero en Moscú, en la Editorial Progreso, y luego en la Editorial Universitaria de Chile. El caso de Parra es un vivo ejemplo de cómo, para un poeta, para un escritor viajero, todo contacto con otra cultura es una posibilidad inmensa para ensanchar su propia obra y su propia vida.

Una pasión por la literatura rusa que perduró toda la vida fue la del poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas. Al contrario de Parra, el autor de La insurrección solitaria, nunca estuvo en Rusia, pero se sentía desde siempre, aunque suene extraño, un poeta de esas tierras. En un poema recuerda a Anna Ajmátova y su amistad con Modigliani en París. Un fragmento de la biografía de la poetisa le servía de materia para su propia poesía. Martínez Rivas leía a Anna en francés y lo que más admiraba de ella era su singular manera de develar las sensaciones y sentimientos sin mencionarlos.

En otros poemas el nicaragüense menciona directamente, además de Ajmátova, a Pushkin, a Gógol y a Goncharov. Del autor de Eugenio Onieguin leía todo lo que encontraba, tanto en inglés como en español, y se convirtió con el tiempo en un experto en su obra y en su vida. En el poema “A quienes no perdieron nada porque nunca tuvieron”, trae a cuento las lágrimas en las mejillas de Pushkin cuando su amigo Gógol le lee el manuscrito de El inspector y el poetasólo acierta a decir “¡Qué triste es nuestra Rusia!” Hay personas que aún no olvidan la onda emoción que embargaba a Martínez Rivas en una conferencia sobre Pushkin que dio en 1991: “Narraba la vida de Pushkin con un conocimiento minucioso que no podía ser resultado sino de un profundo estudio y, aún más, de un profundo cariño”, ha recordado una de las asistentes, su amiga Helena Ramos. Un día antes de que Martínez Rivas fuera internado en un hospital de Managua, en donde moriría unos días después, el 16 de junio de 1998, Helena lo visitó y lo encontró todavía con fuerzas para hablar de literatura. Cuando, de pronto, en algún momento de la conversación se nombró a Pushkin, el poeta nicaragüense con voz cálida y exaltada exclamó: “¡Pushkin! ¡Un genio adorable!” Su admiración por la literatura rusa era tal que alguna vez mencionó que le habría gustado haber sido un poeta ruso, algo que debió sonar desquiciado a los oídos de quienes lo escuchaban. ¿Y por qué precisamente ruso?, se preguntaba tiempo después Helena Ramos, y ella misma se respondía que tal vez por una causa sombría “formulada con hiriente precisión por Anna Ajmátova: ‘La poesía se toma tan en serio en Rusia que se podía hasta asesinar a un poeta por haberla escrito’. Para Carlos Martínez Rivas, probablemente, ésta era una buena razón por la que le hubiera gustado ser un poeta ruso.”

Otro escritor chileno, Jorge Teillier, experimentó un extraño y poderoso influjo del Sergei Esenin del Moscú de taberna y La confesión de un granuja. El poeta Teillier es considerado por la crítica académica uno de los poetas más importantes e influyentes en las últimas décadas en su país. Teillier descubrió a Esenin en los sesenta y ya no pudo ni quiso desprenderse del hondo lirismo del último poeta del campo, el que se liaba a puñetazos con cualquiera, el bello muchacho irreverente amante de Isadora Duncan, que no quiso reservarse para una vida tranquila y cometió muchas faltas; el que bebió vino y fue feliz porque besó a las mujeres; el que prefirió arder al viento que pudrirse después en las ramas; el que inventaba de nuevo en sus versos el tintinear de las hojas de arce sobre la nieve y el aroma de los abedules de su entrañable aldea de Konstantínovo, cerca de Riazan, en fin, el escandaloso poeta imaginista que, extrañamente, sostenía que lo importante no era la imagen, sino el sentimiento poético del mundo. Si Esenin hubiera nacido en Colombia o en México, habría sido un bolerista excepcional, habría compuesto poemas que luego retomaría José Alfredo Jiménez; si hubiera nacido en Buenos Aires habría sido un compositor de tango y de arrabal.

Traductor de Jacques Prévert y de René Guy Cadou, Teillier se lanzó con su amigo Gabriel Barra a la aventura de verter directamente del ruso los poemas de Esenin y así fue como aparecieron por primera vez en castellano, en el convulsionado Chile de 1970, sus versiones de La confesión de un granuja, cuarenta y cinco años después del suicidio del poeta. En el prólogo a ese libro, el chileno afirma que se puede decir de la poesía de Esenin lo que se dijo en su tiempo de la poesía de Francis Jammes: “que aparece como una muchacha desnuda en el rocío”, y agrega que la poesía de Esenin se singulariza por ser un intento de revivir la tierra natal y los días de infancia –esas hermanas gemelas– que constituyen el “paraíso perdido” del poeta. Años después, en el libro Para un pueblo fantasma (1978), del escritor chileno, aparece el poema “Pequeña confesión” dedicado a Esenin y en donde la sombra del poeta ruso surge en cada línea con fuerza y naturalidad: “En medio del camino de la vida/ Vago por las afueras del pueblo/ Y ni siquiera aquí se oyen las carretas/ Cuya música he amado desde niño.” La música de esas “carretas” simboliza el tiempo de la infancia, que en Teillier y su sombra rusa se concretiza en el poema.

Es una larga historia la de los escritores latinoamericanos y su relación con la literatura rusa. Tuve la fortuna en 1973, en Moscú, de escuchar al cubano Eliseo Diego hablar de poesía rusa y de las versiones que había acometido con el método patentado años antes por su colega Nicanor Parra, y mucho antes que él por Pasternak con sus invenciones de Alberti. La velada fue memorable. Eliseo Diego obtenía versiones de Esenin que conmovían a través del puente inverosímil tendido con versiones literales realizadas con anterioridad por hispanistas rusos como Nina Bulgákova y Pável Grushko.

Esta breve historia de una seducción podría ensancharse casi sin término. Muchos escritores latinoamericanos y españoles leyeron intensamente en sus años juveniles a los escritores rusos del XIX y principios del siglo XX. Valdría la pena que alguien recreara esa historia. No solamente eran proclives a leer a los ingleses y franceses, sino también a los rusos, a estos últimos con frecuencia en traducciones desafortunadas, como las de Rafael Cansinos Assens, a quien Borges adoraba. Tal vez por esta razón, cuando al escritor argentino le preguntaban por la literatura rusa, no iba más allá de Dostoievsky y Tolstoi y sólo una vez se refirió a otro autor: Isaac Bábel. Octavio Paz leyó con rigor a los rusos en su juventud y mostró la versatilidad de su conocimiento en una singular entrevista que le concedió al hispanista y traductor Pável Grushko, en 1988. García Márquez se refirió con regocijo a su lectura de El maestro y Margarita, de Bulgákov, antes de Cien años de soledad. Seguramente ya existen tesis académicas que aborden la profunda influencia de Dostoievsky, Andréiev y otros rusos sobre José Revueltas, a quien Juan José Arreola –tan dado a la fina hipérbole– sugirió alguna vez leerlo como autor ruso, antes que como mexicano. Álvaro Mutis es un diestro, lúdico y audaz navegante por ese océano inabarcable. Alguna vez me dijo que le habría gustado visitar Rusia, pero sólo llegó a una costa de Finlandia, en el mar Báltico, desde donde le pareció divisar el remoto reflejo de las luces de Leningrado. Hugo Gutiérrez Vega es un amante, docto, puntual e ingenioso conocedor de las literaturas eslavas y centroeuropeas. Y Sergio Pitol ha construido toda un arca rusa dentro de su obra, en la que se percibe el aroma y el espíritu de esa cultura, con todos sus múltiples matices y sus convulsiones secretas. Pero esto ya es tema para otra invención.