Laberinto
Jorge Bustamante García
Conocí personalmente a Álvaro Mutis hace
unos treinta años. Me lo presentó el poeta y traductor luso queretano Francisco
Cervantes, un ser que podía ser al mismo tiempo áspero, gruñón y afable,
singular e impredecible, en una lectura en la que Mutis participó en el Palacio
de Bellas Artes. En esos años yo era un geólogo provinciano dedicado a la
exploración en las montañas de Jalisco, que a veces se escapaba al D.F. para
intentar entrevistas con escritores que luego aparecían en la edición dominical
del diario colombiano Vanguardia Liberal de Bucaramanga o en la revista
bogotana Gaceta de Colcultura. Allí aparecieron, entre otras, conversaciones
con José Agustín, José Luis González, Luis Cardoza y Aragón, Jaime Labastida,
Ernesto Mejía Sánchez y Sergio Pitol. Intenté entrevistar en una ocasión al
propio Cervantes, pero el poeta me llevó a un antro donde a su lado se sentó
una dama que él conocía y a cada pregunta mía sobre su obra y su trabajo de
traductor la desapacible señora siempre metía su cuchara, por lo que la
interviú resultó impublicable. Entonces me sugirió buscar a Álvaro Mutis, con
quien sin duda —me dijo— se lograría un diálogo sugestivo y encantador.
Yo había leído parte de la poesía de Mutis
desde mis años de estudiante de bachillerato en Zipaquirá. A Los elementos del
desastre y Los trabajos perdidos regresaba de manera intermitente en la década
de los setenta. No era una poesía que me apasionara sin medida en esos abriles
de mi vida, pero había algo en ella que rozaba sin tregua mi apreciación de las
cosas y el mundo. Sería, quizá, la peculiar visión sobre la vanidad de las
empresas humanas, el absurdo de nuestros esfuerzos y la prisa loca en la que se
extravía la vida. El encuentro no fue posible por esa época, tal vez por los
constantes viajes de Mutis y porque yo pasaba largos periodos en un yacimiento
aurífero al occidente de Jalisco. Sin embargo, cuando empezaron a aparecer sus
novelas a finales de los ochenta y principios de los noventa, le di puntual
seguimiento a la saga de Maqroll el Gaviero, esa prolongación natural de su
poesía. Fue por esa época que empecé a verlo con mayor frecuencia.
Visitó Morelia en varias ocasiones. Le
gustaba caminar por las calles del centro histórico mientras conversaba
animadamente de las cosas que veía, lo que nos rodeaba, las visiones que le
llegaban palpitantes de su memoria andante. Su conversación era firme, su voz
vigorosa y sonora siempre impregnaba sus palabras de un cierto espíritu
caviloso que le daba diafanidad a su discurso, salpicado de guiños irónicos y
dosis imperceptibles de descreimiento. Nos metíamos a algún restaurante,
bebíamos una copa de vino tinto antes de las viandas y su conversación se
volvía un río. Era un placer escucharlo, sus historias parecían brincar
impetuosas sobre los platos y marcharse tranquilas a tropezar con la vida en
las calles. Todo en él rezumaba brío, empuje, frescura. Una tarde dio una
charla en la Casa
de la Cultura
de Morelia sobre poesía hispanoamericana que resultó memorable. Nos habló de la
obra de Enrique Molina, Vicente Gerbasi, Juan Liscano, Gastón Baquero, Gonzalo
Rojas, Jorge Gaytán Durán, Carlos Martínez Rivas, Blanca Varela, Cintio Vitier
y muchos otros. Hubo instantes relevantes como cuando leyó con su voz
inconfundible de bajo ligero unos versos del venezolano Gerbasi, que se
tatuaron en mi imaginación cual impronta indeleble: “Detrás de los árboles
secos/ una era nueva/ mueve jardines fluviales./ Entre las hojas/ las mujeres
desnudas/ se abren como tulipanes húmedos”. Al día siguiente, en el mismo lugar,
hizo una lectura de poemas de Summa de Maqroll el Gaviero que acababa de
aparecer en la editorial Visor de España. El público que colmaba la sala
escuchaba expectante, mientras a mí me conmovió de manera especial el
“Nocturno” que termina con los versos: “Ahora, de repente, en mitad de la
noche/ ha regresado la lluvia sobre los cafetales/ y entre el vocerío vegetal
de las aguas/ me llega la intacta materia de otros días/ salvada del ajeno
trabajo de los años”.
En otra ocasión presentó en Morelia, junto
con Vicente Quirarte, mis versiones de poemas de Anna Ajmátova que habían
aparecido en la colección Poemas y Ensayos de la Dirección General
de Publicaciones de la UNAM.
Fui a recibirlo al aeropuerto local y tan pronto pisó tierra
me entregó tres cuartillas de un prólogo que le había solicitado unas semanas
antes para el libro Cinco poetas rusos que aparecería después en la editorial
Norma de Bogotá. Me sorprendió su gesto y la manera ágil y comprometida como
abordó en esas tres páginas, que tituló “Las voces de la tormenta”, la poesía
de Mandelstam, Sologub, Gumiliov, Blok y la propia Ajmátova. Muchas veces
hablamos de estos poetas que a él le fascinaban. En la biblioteca de su casa en
San Jerónimo reservaba un estante completo para estos y muchos otros escritores
rusos que leía, sobre todo, en versiones francesas. Su interés por los
escritores rusos ha sido una constante. A finales del 2001 le envié un cuaderno
publicado por filodecaballos con versiones de catorce poetas rusos. A los pocos
días me llamó solo para decirme “qué fuertes y recios son esos poetas rusos del
siglo de plata” y aclaró que le habían gustado, sobre todo, los poemas de
Sologub, Arseni Tarkovski y Tsvetáieva. Apenas hace unos meses atrás lo llamé y
noté su voz un poco apagada, pero no fue sino que le recordara a algunos de
estos poetas y su voz se animó de nuevo vivamente: “¡qué maravilla son esos
poetas rusos!”, exclamó, y se extendió esta vez en Ajmátova y Pushkin.
En el traslado del aeropuerto a Morelia le
comenté que había acabado de leer las novelas Amirbar y Abdul Bashur, soñador
de navíos. La segunda me gustó mucho, y la primera me inquietaba porque Maqroll
se había vuelto buscador de oro en tierra firme, asunto al que yo me dedicaba
desde hacía años. Me atreví a preguntarle cómo había ocurrido la transformación
de Maqroll, un hombre de mar, en minero. Me parecía fascinante esa osadía. Le
comenté que tal vez por su inexperiencia minera, Maqroll al entrar a la mina
buscaba la veta en el suelo del socavón, mientras los mineros con colmillo y
los geólogos la buscan, por el contrario, en el techo o en la frente de la
galería. Mutis me escuchó con atención, sonrió divertido y dijo con toda
naturalidad “carajo, tienes razón, no sé qué le pasó al Gaviero”. Años después
volví a leer Amirbar en un campamento de exploración en el distrito minero de
San Diego Curucupaceo, al sur de Michoacán, y me gustó más que la primera
lectura, hasta tal punto que en el levantamiento de las minas y en el
respectivo mapa que elaboramos, a uno de los filones lo bautizamos como
Amirbar, en honor al Gaviero.
A fines de los años noventa lo visité
varias veces en su casa de San Jerónimo. En ocasiones íbamos con el escritor y
periodista Eduardo García Aguilar, quien en 1993 publicó Celebraciones y otros
fantasmas, una larga y muy completa conversación con el inventor de Maqroll el
Gaviero, una biografía intelectual. A Mutis siempre lo encontrábamos alegre, le
daba gusto que lo visitáramos, no cesaba de conversar de mil cosas, de sus
amigos (en su estudio había una gran cantidad de ellos en fotografías), de los
libros que más le gustaban, sacaba botellas de la cava y nos preparaba tragos
de su invención, escuchábamos música por horas y siempre había un momento
aparentemente contradictorio, pero delicioso, en que ponía en discos de acetato
primero “Dios salve al Zar”, interpretado por un coro ortodoxo portentoso, e
inmediatamente después el enérgico y melodioso himno de la extinta URSS
ejecutado por otro coro igual de maravilloso del ejército rojo.
Siempre me ha parecido que leer a Mutis ha
sido una de las buenas cosas que me han sucedido. Hay que leerlo para dudar de
todo y no creer sino en la lectura de los libros prodigiosos que prolongan la
vida. Solo esos libros nos pueden alimentar eficazmente en medio de los destrozos
de un mundo que corre con prisa y sin remedio hacia su propio extravío. La obra
de Mutis es la de un esteta atrevido del deterioro, la de aquel que sabe que
una palabra es suficiente para que se inicie “la danza de una fértil miseria”.
El aparente monarquismo del escritor y su ilusorio desdén de la actualidad (el
último hecho histórico que decía le interesaba fue la caída de Constantinopla
en 1453), solo puede entenderse como una fina y pícara ironía del inclinado
naufragio que vive el mundo contemporáneo.
Lo visité, la última vez, hace apenas tres semanas.
Me acompañó el escritor y gran conocedor de su obra, Mario Rey. En una
agradable habitación del segundo piso de su casa nos recibieron Carmen y don
Álvaro. Los dos se veían de muy buen talante, alegres, conversadores. A sus
noventa años el autor del Gaviero luce muy bien. Departimos durante tres horas,
recordamos, bebimos whisky Chivas, Mutis tomó tres tragos, nos habló de su
infancia en la finca de Coello, cerca de Ibagué, en Colombia, de su llegada a
México, de Lecumberri, de su amigo Gabo, a quien ha visto recientemente. Al
salir, Carmen nos acompañó y pudimos ver una vez más, en el primer piso, los
libros y el estudio del poeta. Reviví por un instante nuestras veladas en ese
lugar. Al salir a la calle le comenté a Mario que aunque no lo acepte, de
seguro Mutis sigue imaginando nuevas empresas y tribulaciones de su entrañable
personaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario