Confabulario
Nadia Villafuerte
Resulta imposible leer el principio de Los recuerdos del porvenir sin imaginar a Elena Garro (“el Tolstoi mexicano”, en palabras de Borges) repitiendo, para sí misma, el “Aquí estoy, sentado(a) sobre esta piedra aparente. Sólo mi memoria sabe lo que encierra”… “Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme”. Si algo pulsa en la obra literaria de Garro es la evocación insistente, incierta y maleable de dos mundos: el suyo (ese universo interior turbio, contradictorio, enigmático) y el construido, a la manera de una geografía imaginaria, mediante su obra.
“Yo no puedo escribir nada que no sea autobiográfico”, dijo la escritora y quizá por ello su obra posea esa “rara alianza entre invención verbal y fatalidad pasional”, destacada por Octavio Paz al referirse a la poética de e.e. cummings. Temperamento y visceralidad serían las palabras, el brillo maligno de la escritura como un proceso de expiación y confidencia. Para Elena, escribir es la incisión en las páginas, la herida que se resiste a cicatrizar, porque sus temas (ese conjunto obstinado y pesadillesco de sus recuerdos elegidos) se restriegan sobre la misma llaga.
No es casual sentirnos incómodos e impacientes al leer parte de su obra reunida (Cuentos, FCE, México, 2007). Reeditados los dos libros de relatos más importantes de Garro, además de un cuento inédito incluido, el lector se hallará ante un paraje de vastísimas voces en constante tensión: el México en perpetuo derrumbe que, no obstante su amenaza de caer, nunca estalla como debería; la revolución cristera y la guerra civil española; la cartografía del destierro; personajes tópicos (niños, mujeres, campesinos, desclasados, vulnerables y desprotegidos), escribiendo su versión de la historia desde la marginalidad; y sobre todo, una mujer: siempre Elena confundiendo sus nombres, extraviándolos en la necesidad de escribir para redimirse, explicarse y entender cada terreno minado donde se detuvo (México, España, Francia, Estados Unidos).
Con una introducción de Lucía Melgar, en que se enfatiza la relevancia literaria de Elena Garro por encima del controvertido papel de la autora en la escena pública y política (la tormentosa relación con Paz, sus declaraciones acusatorias contra los intelectuales en el movimiento estudiantil del 68, su presunta participación como ‘informante del gobierno de Díaz Ordaz’, las excentricidades y amoríos, el cruel exilio, el rumbo, en fin, de lo considerado para algunos ‘la exposición siempre pública y descarnada de su desdichado destino’), este primer tomo nos devuelve dos obras fundamentales: La semana de colores y Andamos huyendo Lola; junto a la posibilidad de examinar en su lectura, ya no digamos el guiño irónico o el diagnóstico político de sus personajes para revelarnos su visión del mundo, sino la belleza expresiva con la que Garro edificó hallazgos estilísticos irrefutables en la narrativa mexicana.
Lo atribuible a Elena Garro (ese sentido “fantástico” de sus historias después inscritas en la ominosa etiqueta del “realismo mágico”), tuvo un sentido distinto al atribuido en García Márquez, Rulfo, Carpentier. “En Garro, la palabra es invocación, advocación, maldición y presagio. La parte mágica de la palabra viene de la cosmovisión indígena pero también del teatro español del siglo de oro, donde el público se dejaba seducir por las imaginerías de un cuentero”, cita Melgar y agrega: “Garro amplía la dimensión de lo real sin romperlo, capta lo insólito que se esconde en los pliegues del tiempo o en el revés de las cosas, pero a diferencia de Borges, por ejemplo, no lleva una lógica al extremo ni construye una trama en función de casualidades causales, sino que percibe e inscribe como parte del tejido de la realidad otra lógica, otra forma de pensar y otro tipo de deseo”.
Pero, ¿quién podría negar incluso la ineludible influencia kafkiana o surrealista lograda gracias al humor negro, el lenguaje poético y delirante en algunos relatos de La semana de colores? ¿Cómo no sentirnos seducidos por el tono irónico y teatral existente en su narrativa? ¿O por el desconcierto producido ante la anulación específica del tiempo, creando en la lectura sensaciones de irrealidad, vértigo y vacío?
El conjunto de relatos de La semana de colores (publicado en 1964) linda entre lo extraordinario y lo común. Se trata de historias en las que lo sobrenatural se confunde con la vida cotidiana sin otorgar concesiones: alimentados por la imaginería y el absurdo, aquí a los personajes les corresponde escribir, desde su memoria reprimida y olvidada, su versión ante la historia “hegemónica, patriarcal, adulta, criolla, racional y razonable” del país que habitan.
En “La culpa es de los tlaxcaltecas”, acaso una de las mejores piezas de Garro, la culpa histórica —ese cáncer congénito identitario— se convierte en metáfora de una mujer casada a la vez con dos hombres: un soldado náhuatl combatiente de los españoles en Tenochtitlán, y un marido anodino del siglo XX. La traición —¡femenina y por tanto abominable!, valga decirlo— duplicada por el tiempo.
Si algo une los relatos de este libro (la voluntad estilística, la poética de la oralidad, la escritura ex-céntrica de seres en perpetua fuga, la evocación nostálgica de la infancia, el capricho del tiempo “todos los tiempos son el mismo tiempo”), algo también los confronta: la relación tensa entre contrarios; tensión resuelta en el lenguaje (el giro críptico de la palabra, la densidad del silencio) y las acciones. No hallamos amos y criados maniqueos, adultos tiranos y niños angelicales, hombres malvados y mujeres sumisas. Atrapados en su contradictoria naturaleza humana, los personajes van de víctimas a verdugos sin la menor sutileza, obligados a representar su violencia en escenarios de los que difícilmente logran escapar.
Andamos huyendo Lola (1980) significa, en cambio, una transición abrupta de temas y estilo. Escrito quizá en los años correspondientes al exilio de Garro, el rasgo autobiográfico se enfatiza. Aquí, distintas voces recuerdan desde su visión parcial la anécdota azarosa de haber conocido a dos mujeres cuya constante casi patológica es el misterio de un peligro inefable. La fuga de éstas, en compañía de sus gatos, tiene un telón de fondo sombrío: atmósferas sórdidas, tiempos y espacios más definidos, así el itinerario —si acaso existe— esté signado, de nuevo, por la incertidumbre. Si estos relatos se corresponden con el periodo neoyorquino de la autora (con sus vivencias en hoteles y pensiones), lo asombroso no es el cariz biográfico, sino el presenciar la sublimación literaria, ahí donde Garro es capaz de distanciarse de sí misma para verse con escarnio e ironía: ningún enemigo sino ella frente al espejo, ninguna errancia más sistemática que la suya. Bien lo señala Lucía Melgar: en Andamos huyendo Lola encontramos “la mirada sensible y crítica de Elena Garro sobre la marginalidad”, “una narrativa de la memoria y el exilio como la búsqueda de una voz a contracorriente”.
Podría reprochársele a Elena Garro haber sido insidiosa con sus personajes y tramas (la persecución in crescendo cercana a la locura se vive no sólo en estos relatos, sino en las novelas Un corazón en un bote de basura o Testimonios sobre Mariana), pero justo el trazo obsesivo de las mujeres protagónicas (van de pensión en pensión, de ciudad en ciudad fugándose de sus destinos ambivalente y letales) las vuelve hermosas por inadaptadas, outcast, como Elena decía.
Al final, y más allá de oír detrás de estos relatos la maquinaria infernal de la escritura como un ajuste de cuentas, como una reinvención fabuladora de la memoria, lo que resuena es el concierto de historias —inusuales algunas, abruptas y violentas otras— grabadas por la sensación de la melancolía, la soledad y el desamparo de todo aquello que conmueve por su intimidad, pero también por su intemperie.
Texto publicado originalmente en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, agosto de 2007. Incluido sólo en la edición digital de Confabulario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario