Laberinto
Liliana Chávez
Cuando Inés Arredondo escribió Los espejos
(1988), tenía nueve años sin publicar cuentos y se recuperaba de una operación
de columna cuyo dolor apenas la dejaba trabajar. Para entonces ya había escrito
tres libros de cuentos, una novela, un ensayo y varias traducciones al inglés y
al alemán, se había casado y divorciado del escritor Tomás Segovia, y era madre
de tres jóvenes.
La escritora sinaloense tomó un ejemplar
del que sería su último libro y lo dedicó así: “Para la bibliotecomanía de Alí
Chumacero, con un abrazo”, seguido de una firma temblorosa pero aún legible. Cuando
recibió el regalo, el poeta y crítico ya contaba con premios nacionales e
internacionales por su obra y en su trayectoria editorial se encontraban las
correcciones a Pedro Páramo de Juan Rulfo y La muerte de Artemio Cruz de Carlos
Fuentes.
Inés murió al año siguiente sin poder
continuar el diálogo que Alí inició a través de la lectura de su libro, pluma
azul en mano y sin piedad. ¿Qué habría pensado ella de haber vivido más que él
para entrar en su biblioteca, ahora pública, y encontrarse con aquel obsequio
plagado de signos que evidencian sus errores de puntuación, tiempos verbales,
sintaxis y vocabulario?
En ese ejemplar, el perfeccionismo de una
escritora capaz de pensar horas la palabra exacta y acudir a la imprenta a
realizar las últimas correcciones se encontró con el perfeccionismo de un
colega que creía que la crítica literaria complementaba a la obra. Esta es la
historia de un libro, su escritora y su lector más crítico.
◆ ◆ ◆
Corregir, según la Real Academia
Española, es enmendar lo errado. Advertir, amonestar, reprender. Hasta su
muerte en 2010, Alí Chumacero logró reunir una colección de alrededor de 50 mil
volúmenes, la cual fue adquirida por Conaculta para abrirla al público como una
de las cinco bibliotecas personales que se encuentran en el complejo histórico
de La Ciudadela
(Biblioteca México). Entre los estantes de madera destaca uno singularmente en
desorden pero con la peculiaridad de contener libros firmados por autores que
dedicaban su obra al escritor nayarita. Solo en Los espejos encontré las marcas
de corrección de Chumacero.
A lo largo de las 152 páginas del libro,
Alí encerró en trazos poco uniformes las 110 repeticiones de la palabra
“todos”, que podía asomarse hasta tres veces en el mismo párrafo. También
detectó demasiados “y”, “desde” y “tenía”.
“El crítico debe ser un ordenador y un
orientador, y mientras más críticos haya, mejor”, le dijo Chumacero alguna vez
al escritor Marco Antonio Campos. Arredondo valoraba más la opinión de sus
amigos que aquélla de la crítica, pero Alí era un amigo y un colega admirado.
Ana Segovia Arredondo recuerda la
ortografía impecable de su madre. “Era muy exigente, releía lo que había
escrito y también se lo daba a leer a sus amigos escritores (Juan Vicente Melo,
Juan García Ponce, Tomás Segovia) para tener una opinión externa; si lo
consideraba necesario hacía correcciones y cambios. Ya en la imprenta, ella
revisaba las planas. Recuerdo que lo hacía cuando publicaba con Joaquín Díez
Canedo en la editorial Joaquín Mortiz”.
La editorial que publicó Los espejos fue,
precisamente, Joaquín Mortiz. Inés, sin embargo, no era la misma de sus
primeros cuentos: “Estaba pasando por una etapa difícil, pues había tenido
operaciones de columna y sufría de dolor, sin embargo, terminó de escribir su
libro contra viento y marea”, relata Ana en entrevista.
Las costumbres de revisión que recuerda la
hija, no obstante, contrastan con los hallazgos de la doctora Graciela
Martínez–Zalce Sánchez, quien al comparar el manuscrito de su primer cuento,
“La señal” (1965), con la versión publicada no encontró grandes diferencias.
Esto prueba para ella el extremo trabajo de Arredondo antes de enviar su texto
a la editorial: “Difícilmente en una obra tan compacta algo es gratuito”. Por
lo tanto, y pese a las correcciones de Chumacero, la investigadora de su obra
en la UNAM
considera que no hay descuido en Los espejos, un libro que se caracteriza por
ser “una continuación en su temática, en su estilo, en sus preocupaciones, pero
llevadas al extremo”.
Quizá Alí pensaba diferente: “El crítico
conduce no solo a la lectura de los libros que están apareciendo sino que
contribuye a que el caos de la imaginación, o peor aún, de las imaginaciones,
se perfile en una continuidad que al fin y al cabo creará lo que llamamos
tradición de la literatura”.
Como crítico, Alí se consideraba un
ordenador de la palabra del otro y así lo demostró con el libro de Inés. Las
marcas indelebles permiten una nueva lectura sobre ambos autores. En el
ejemplar se observa cómo una de las escritoras mexicanas más sobresalientes se
muestra humanamente vulnerable, pero también uno de los editores más
reconocidos evidencia sus obsesiones gramaticales, incluso sobre una obra
publicada que no admitiría modificación.
Así, se deduce en la lectura que Alí
prefería los puntos y aparte a los puntos y seguido, y que era enemigo de los
puntos suspensivos, la separación silábica, los adverbios y gerundios. De
hecho, Alí pensaba que uno de los retos del escritor era evitar los “que” y los
gerundios: “El abuso de ambos denota pobreza de expresión”, le dijo a la
revista Letralia.
Claudia Albarrán, investigadora de
Arredondo en el ITAM, reconoce que Los espejos tiene debilidades técnicas y que
es posible encontrarse algunos cuentos mejores que otros, pero lo considera un
libro escrito con maestría y madurez, que da coherencia y continuidad a su obra
previa. A pesar de la lectura inquisidora de Chumacero.
◆ ◆ ◆
Inés tomaba ventaja de su insomnio para
escribir de noche. En el día trabajaba como profesora, redactora, traductora o
investigadora para sostener a sus hijos. Solía escribir a máquina, aunque en
sus últimos años de vida, cuando el dolor le impedía levantarse de la cama,
dictaba sus textos o escribía a lápiz sobre papel revolución que apoyaba en una
tabla de madera.
“Lo que más me impresionaba es que antes de
escribir pasaba muchas horas reflexionando en silencio. La veía abstraída
repasando cada escena de sus cuentos y buscando palabras exactas para ellos. Ya
que tenía pensado el cuento completo, con todo y el desenlace que ella
consideraba adecuado, se ponía a escribir”, cuenta Ana Segovia.
Los errores identificados por Alí
Chumacero, por tanto, no encuentran fundamento en los hábitos de escritura de
Inés, quien “tachaba, rearmaba, leía a sus amigos lo escrito, aceptaba los comentarios
y reescribía hasta conseguir una versión que ella considerara digna”, según
confirma Albarrán.
Estos hábitos, además, se parecen a los del
poeta, según lo que él contaba: “Escribí siempre de noche. Redactaba el poema,
corregía, lo pasaba en limpio, lo volvía a corregir. Puedo mostrar que un poema
mío tiene hasta sesenta o setenta versiones corregidas. ¿Cómo los terminaba? Un
poema no da más hasta que, leído en voz alta, el poeta cree que no le falta ni
un punto ni una coma. No era raro que me tardara hasta un año en cerrar un
poema”.
Cuando Alí recibió el libro de regalo tenía
70 años de edad, diez más que Inés. En lo personal, según Ana Segovia, Inés
mantuvo una relación de amistad y aprecio por su poesía. En el terreno
profesional, sin embargo, Claudia Albarrán deduce que no pudieron haber tenido
oportunidad de convivir mucho, puesto que Arredondo no pertenecía a los mismos
grupos literarios y nunca publicó en el Fondo de Cultura Económica cuando el
poeta era pieza clave de la editorial.
Pareciera que más allá de la obsesión por
la palabra exacta y una antología de Gilberto Owen que editaron juntos en 1979,
entre la narradora y el poeta había poco en común. Ambos provenían de pequeñas
poblaciones del país: Alí nació en Acaponeta, Nayarit, mientras que Inés creció
en una hacienda azucarera de El Dorado, Sinaloa. Ambos continuaron estudios
superiores en Guadalajara y publicaron desde la Ciudad de México. Sin
embargo, el lenguaje empleado en la creación literaria era distinto.
Al criticar la obra ajena, Alí buscaba
quizá lo mismo que en su propia escritura. Buscaba poesía, una poesía que huía
del lenguaje coloquial y de la realidad inmediata. “Mi concepción estética, si
pudiera llamarla así, sería la de la rosa que cae: escribir cosas que dicen
otras cosas que dicen otras cosas”.
La estética de Inés era simplemente la
opuesta, como ella misma lo expresó en una entrevista con Miguel Ángel Quemain:
“lo que mi prosa quiere es ser perfectamente justa con lo que está sucediendo y
con lo que piensan los personajes. No quiero que haya palabras de más ni
palabras de menos ni me quiero meter en sus asuntos, y los calificativos que
los pongan ellos y los verbos que los pongan ellos y yo, a economizar lenguaje
para que puedan expresar más. Finalmente lo que más me interesa son los
lectores, porque solo ellos, no la crítica, me van a decir si sintieron algo
fuera de lo común.”
Por debajo de las incisivas marcas de tinta
azul de Alí imponiendo una coma, dos puntos o advirtiendo redundancias, se lee
una autora que prefiere los guiones largos a las comillas o la cacofonía de la
reproducción de un discurso oral campesino a la hipercorrección del lenguaje
culto. Porque al escribir su último libro, conforme rompía el camisón de fuerza
de temas tabú para su época, como la sensualidad femenina, la homosexualidad,
el erotismo o el aborto, quizá también estiraba sus palabras más allá de las
normas gramaticales.
Obsequiar es, según la RAE, agasajar a alguien
mediante un regalo. Al obsequiar Los espejos a Alí Chumacero, Inés Arredondo
ofrendó su último libro a un lector que sabía cuál era su trabajo: completar y
mantener viva la obra.
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