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domingo, 30 de marzo de 2014

Octavio Paz o las trampas del liberalismo

30/Marzo/2014
Confabulario
Rafael Lemus

Se oye decir demasiado a menudo que Octavio Paz —al menos el Octavio Paz que va de 1969 al día de su muerte tres décadas más tarde— no era, en rigor, un liberal ni un romántico sino más bien esa rareza: un liberal romántico. Se escucha agregar que ese Paz —director de Plural y Vuelta y autor lo mismo de encendidos artículos políticos que de nostálgicos poemas autobiográficos— constituía una saludable anomalía en la esfera pública mexicana, supuestamente fracturada a causa de la polarización ideológica. Para sustentar esa imagen se citan con frecuencia declaraciones en las que el propio Paz, muy entretenido con su self-fashioning en los últimos años, a la vez celebra y condena el liberalismo: “No me siento liberal aunque creo que es imperativo, sobre todo en México, rescatar la gran herencia liberal de los Montesquieu y los Tocqueville.

No soy liberal porque el liberalismo deja sin respuesta más de la mitad de las grandes interrogaciones humanas”. También como soporte se ofrece un estudio crítico de Yvon Grenier, Del arte a la política: Octavio Paz y la búsqueda de la libertad (2004), y como pruebas esos libros (La otra voz [1990], La llama doble [1993] y Vislumbres de la India [1995]) en los que Paz, ocupado con la poesía y el amor y el Oriente, truena de vez en vez contra el “vacío” de la sociedad capitalista contemporánea. Bien: ¿es necesario decir que esa imagen, la de un Paz liberal romántico, resulta de lo más conveniente para sus pretendidos herederos? Sencillo: cuando alguien colude a Paz con los regímenes neoliberales, se tira de la cuerda romántica para eximirlo; cuando algún valiente lo reclama desde la izquierda, se jala de la cuerda liberal para distanciarlo.

El Paz de 1994, el que escribe sobre el levantamiento zapatista, es, se dice, un sólido ejemplo de ese liberalismo romántico. En teoría ese Paz, apenas después de condenar el uso de las armas, se habría dejado seducir por la prosa del subcomandante Marcos (a la que lanza alguna vez un piropo) y por el “romanticismo” de las comunidades indígenas. En teoría habría escrito una serie de insólitos artículos, tan distantes del anti- como del filo-zapatismo. Lo cierto es que basta volver a esos textos para notar casi de inmediato que, lejos de ser excepcionales, reproducen buena parte de las estrategias retóricas que el gobierno federal empleaba para combatir al zapatismo.

Hay que ver: los artículos de Paz, como los comunicados oficiales, se obstinan en localizar el conflicto (tiene lugar en solo cuatro municipios), en minimizar el problema (se debe a causas precisas y se resuelve con políticas asistencialistas) y en adjudicarlo no a una falla sistémica, lo que obligaría a reparar todo el sistema, sino a una panda de radicales infiltrados entre los indígenas. Más todavía: emprenden la defensa de la política social del régimen salinista (“En los últimos años, sin embargo, el gobierno federal y el estatal realizaron esfuerzos considerables para remediar estas injusticias y discriminaciones”) y deslizan la noción, de plano racista, de que los indígenas, incapaces de organizar el movimiento por sí mismos, fueron manipulados: “No debe olvidarse —escribe Paz— que las comunidades indígenas han sido engañadas por un grupo de irresponsables demagogos. Son ellos los que deben responder ante la ley y ante la nación”.

Esa misma historia, la de un hipotético Paz liberal romántico que en los hechos actúa como un liberal a secas, se repite una y otra vez, antes y después del 94: ante el sandinismo, ante el fraude electoral del 88, ante las reformas neoliberales que suscribe o sencillamente no critica. Hay que decirlo de una vez: Paz no está en un margen sino en el centro del campo cultural, representando allí el conocido papel de letrado latinoamericano, y no supone una anomalía ideológica, una singularidad discursiva, en el debate político mexicano de los años setenta, ochenta y noventa. Justo al revés: es parte de un grupo y de una formación discursiva, es promotor y mentor de ese liberalismo a la mexicana que —anticipado por Daniel Cosío Villegas— se va formando en Plural, se consolida en Vuelta y se replica, ya cascado y cada vez más conservador, en Letras Libres.

Como tal, sus intervenciones políticas posteriores a 1968 están casi siempre marcadas por las bondades y las insuficiencias del liberalismo. Entre las primeras: la defensa de las libertades civiles, la reivindicación del pluralismo, la crítica de los abusos del poder. Entre las segundas: la escasa atención prestada a la desigualdad social, la desmedida confianza en el mercado, la estrecha noción de democracia y ciudadanía, el temor a la participación popular y esa propensión a advertir populismo (o peor: ¡proto-fascismo!) donde quiera que un sujeto colectivo se constituye, expone un agravio y demanda una reparación.

El liberalismo de Paz tiene dos momentos: uno encendido y otro apagado. Durante los años setenta los textos políticos que Paz publica, primero en Plural y después en Vuelta, son decididamente críticos de lo que en ese tiempo solía llamarse el “sistema político mexicano”. Enfrentados al obeso y autoritario Estado priista, sus reclamos liberales acertaban justo en el centro del ogro filantrópico. Si no se cree, léanse los ensayos reunidos en el libro (1979) de ese título: extraordinarios análisis críticos del presidencialismo, el centralismo, la corrupción mexicanos.

En algún momento de los años ochenta, sin embargo, su liberalismo termina por coincidir con el neoliberalismo de los funcionarios en el poder y deviene, por carambola, pensamiento hegemónico. Una vez que el Estado mexicano deja de gobernar según “el principio de la razón de Estado” y se rige por una “gubernamentalidad neoliberal” (“esa nueva programación de la gubernamentalidad liberal”), Paz y el poder empiezan a operar desde la misma “racionalidad política” (los términos son de Foucault). En esta etapa Paz ya rara vez acompañará a los críticos de las sucesivas administraciones priistas; más bien tenderá a combatirlos, acusándolos de reproducir disputas ideológicas supuestamente ya rebasadas e invitándolos a sumarse al nuevo consenso post-ideológico. Atrás queda el formidable crítico de las modernizaciones mexicanas, y su lugar lo ocupa un intelectual que, más o menos cercano a los presidentes en turno, aprueba, implícita o explícitamente, las repetidas reformas de liberalización económica.

Previsiblemente la “pasión crítica” de Paz, ya rara vez ejercida contra el poder político y económico del país, se posa con mayor frecuencia en otros parajes: las ruinas del socialismo realmente existente, las experiencias gubernamentales de la izquierda en América Latina, los intelectuales que defienden unas u otras. Ejemplo de ello es el encuentro que la revista Vuelta organiza en la ciudad de México en 1990, La Experiencia de la Libertad, un coloquio —sin duda brillante— en el que decenas de autores mexicanos y extranjeros se dan a la tarea —un tanto cómica—  de condenar el comunismo, ya vencido, en un país sacudido por las políticas neoliberales.

También previsiblemente la obra ensayística de Paz se torna durante estos años menos puntual, más etérea. Enemistado lo mismo con la academia que con los estudios culturales y la teoría posterior al estructuralismo, sus ensayos sobre la sociedad contemporánea tienen cada vez menos de crítica cultural y cada vez más de crítica moral. Dudosa práctica: lanzar filípicas contra la sociedad capitalista contemporánea sin criticar sus estructuras, su asimétrica distribución de recursos, sus mecanismos de reproducción. Cómoda estrategia: condenar los efectos morales del neoliberalismo mientras se defiende, aquí y ahora, a los regímenes que lo implementan.

Se dirá que es injusto detenerse en ese último Paz —y tal vez lo sea—. El problema es que es justo ese Paz el que reivindica más a menudo Letras Libres, el que celebra hoy el Estado mexicano y el que está a punto de convertirse en una fastidiosa estatua. No el joven socialista que creía que la revolución fundaría un mundo de poetas. No el tardío surrealista que desconfiaba de las promesas del progreso ni el poeta de los experimentos visuales.

Tampoco aquel potente ensayista de los años cincuenta y sesenta, atraído por la teoría y la vanguardia, hechizado por el Oriente, menos interesado en las instituciones políticas que en las vitales explosiones de disenso. No. El Paz posterior a 1968: ya liberal, ya plantado a la mitad del campo cultural mexicano, enfrentado a la izquierda, reñido con la teoría, receloso ante el arte contemporáneo, cada vez más clasicista, cada vez más conservador, cada vez más oficioso. Está claro que ese Paz es de lo más útil tanto para el Estado que lo conmemora como para los escritores que se reclaman sus herederos: por una parte, valida la deriva neoliberal del país; por la otra, justifica los prejuicios políticos y estéticos de esos escritores. Lo que no queda claro es que ese Paz sea un autor útil, un buen aliado, para pensar críticamente el mundo contemporáneo.

domingo, 15 de diciembre de 2013

La resistencia alucinante de Reinaldo Arenas

15/Diciembre/2013
Confabulario
Rafael Lemus

1. El 12 de marzo de 1965 se publica en el semanario uruguayo Marcha una carta abierta
de Ernesto Guevara a su amigo Carlos Quijano. El texto, “El socialismo y el hombre
nuevo en Cuba”, es quizás el escrito teórico más significativo de Guevara y, a la vez,
una enfática declaración de objetivos del régimen emanado de la Revolución cubana,
entonces ya declarado marxista y en pleno proceso de conversión socialista de la isla.
Tal vez en ninguna otra parte se enuncia con tanta claridad la intención del régimen de
intervenir en todos los órdenes de la sociedad cubana, de transformar radicalmente la
vida mental y física de sus ciudadanos y de producir un nuevo sujeto: el Hombre Nuevo.
Ese afán de regular la existencia de los individuos y de actuar sobre los
fundamentos biológicos de la vida —antes más bien al margen de la acción política— no
es, desde luego, exclusivo del régimen cubano, y ni siquiera de los sistemas socialistas.
Como descubrió Michel Foucault, se trata de una característica fundamental del poder
en las sociedades modernas occidentales. A partir del siglo XVIII, detalla Foucault
en Seguridad, territorio, población, el poder toma en consideración “el hecho biológico
fundamental de que el hombre constituye una especie humana” y crea una serie de
mecanismos disciplinarios y de normalización —desde hospitales y colegios hasta
campos y prisiones— que persiguen “la transformación eventual de los individuos”.
 Entonces todavía al frente del Ministerio de Industria cubano, Guevara escribe
en aquella carta: “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material,
hay que hacer al hombre nuevo”. La tarea, advierte, no es sencilla: “las taras del pasado
se trasladan al presente en la conciencia individual” y, para erradicarlas, los individuos
“deben ser sometidos a estímulos y presiones de cierta intensidad”. Esos estímulos y
presiones pueden ser de “índole moral” o bien administrados, a veces brutalmente, por
las instituciones revolucionarias, ese “conjunto armónico de canales, escalones, represas,
aparatos bien aceitados” que garantiza “la selección natural de los destinados a caminar
en la vanguardia”. En esa “dictadura del proletariado, ejerciéndose no sólo sobre la
clase derrotada sino también, individualmente, sobre la clase vencedora”, es de especial
importancia el aparato educativo del Estado, ya que actúa directamente sobre la juventud,
“arcilla maleable con que se puede construir al hombre nuevo sin ninguna de las taras
anteriores”.
Uno de esos jóvenes se llama Reinaldo Arenas y no es, a pesar de su
apellido, “arcilla” y menos aún “maleable”. Entonces, cuando se publica “El socialismo y
el hombre nuevo en Cuba”, Arenas tiene 21 años y está a punto de entrar por primera
vez en conflicto con el régimen de la Revolución. Ese año el Estado crea las Unidades
Militares de Ayuda a la Producción —campos de rehabilitación y trabajo forzado para
los “inadaptados” sociales— y atiza su homofobia. Ese mismo año Arenas termina su
primera novela, Celestino antes del alba, y la presenta a un concurso nacional en el que
obtiene una mención honorífica —el principio de sus difíciles, enconadas relaciones con
la burocracia cultural de la isla—. Es entonces, cuando coinciden la radicalización de la
represión castrista y la emergencia de Arenas como figura pública, que se inauguran las
fricciones entre el escritor y el régimen, fricciones que pronto devendrán en un
enfrentamiento cabal y asimétrico, ya sea porque Arenas es homosexual, ya porque
publica sus obras en el extranjero, ya porque se resiste a los procesos de disciplinamiento
auspiciados desde el Estado. Durante los siguientes quince años Arenas soportará el
acoso y el castigo de los dispositivos de poder estatales: será forzado a trabajar en una
plantación cañera, será recluido en una prisión, será obligado a firmar una retractación
pública y verá frustrados sus repetidos intentos de abandonar la isla, hasta que en 1980,
durante el éxodo de Mariel, consigue hacerlo y marchar hacia Estados Unidos. Es allí —
enemistado con el exilio cubano de Miami, primero animado y después aturdido por la
vida neoyorquina y, al final, enfermo de sida— donde termina de escribir Antes que
anochezca, las memorias que empezó a redactar un día de 1973 en las alcantarillas del
Parque Lenin mientras se ocultaba de las fuerzas de seguridad del régimen.

2. “Toda dictadura —escribe Arenas en un pasaje de Antes que anochezca— es casta
y antivital: toda manifestación de vida es en sí un enemigo de cualquier régimen
dogmático. Era lógico que Fidel Castro nos persiguiera, no nos dejara fornicar y tratara
de eliminar cualquier ostentación pública de vida”. Esta imagen, la de un Estado que
censura la “ostentación pública de vida” y se afana en controlar la existencia física de los
ciudadanos, se repite una y otra vez a lo largo de las 343 páginas del libro. Ya sea que el
régimen se conceda “la potestad de informar cómo debían vestir los varones”, que se
proponga “romper los vínculos amistosos” mediante la organización, calle por calle, de
los Comités de Defensa de la Revolución o que penalice las relaciones homosexuales,
la imagen que emerge aquí es la de un poder para el que la vida de sus ciudadanos no
representa el límite de la política sino, precisamente, su centro y objetivo. Dicho en otras
palabras: un biopoder que, para seguir siéndolo, debe intervenir en, y regular, todos los
aspectos vitales de la población.
     No casualmente Arenas se demora, en Antes que anochezca, en la descripción de tres
de los dispositivos disciplinarios y de normalización del régimen cubano: la educación,
el trabajo forzado y la prisión. Miembro de la primera generación de estudiantes
universitarios educados por el Estado revolucionario, Arenas recrea aquellos años no
como un periodo de formación sino más bien de adoctrinamiento en un colegio que, de
acuerdo con sus palabras, era un “monasterio donde imperaban nuevas ideas religiosas
y, por lo tanto, nuevas ideas fanáticas” y donde “no era fácil sobrevivir a todas aquellas
depuraciones que tenían un carácter moral, religioso y hasta físico”.
     Años después, en 1970, Arenas es enviado a una planta cañera, el Central Manuel
Sanguily en Pinar del Río, para cortar caña y escribir un elogio de la Zafra de los Diez
Millones. Allí se topa con una nueva generación de jóvenes, ya no adoctrinados en el
colegio sino peones en una campaña de trabajo forzado: “aquellos jóvenes de dieciséis,
diecisiete años, tratados como bestias de carga, no tenían un futuro que aguardar ni un
pasado que recordar. Muchos se daban un machetazo en una pierna, se cortaban un
dedo, hacían cualquier barbaridad con tal de no ir a aquel cañaveral”.
En vez de “guiar ideológicamente” a esa juventud, Arenas es acusado de
pervertirla. Con más precisión: en el otoño de 1973 se le acusa de haber abusado, junto
con otro amigo, de dos menores de edad, cargos que rechaza. Para evitar ser detenido, se
oculta durante cuatro meses en los sitios más inesperados (detrás de una boya en el mar,
en la copa de un árbol, debajo de una cama, en las alcantarillas del Parque Lenin), en una
serie de desventuras casi dignas del fray Servando Teresa de Mier que había recuperado
y reinventado años antes en la novela El mundo alucinante (1969). Cuando al fin es
detenido, en enero de 1974, es recluido en la prisión del Morro y dos meses más tarde es
trasladado a Villa Marista, sede de la Seguridad del Estado, donde es forzado a firmar una
retractación en la que se “arrepiente” lo mismo de su homosexualidad que de sus obras
literarias y promete “rehabilitarse”. Enseguida es devuelto al Morro y, poco después,
llevado a una prisión “abierta” a las afueras de La Habana, hasta que a principios de 1976
es finalmente “liberado”.
     Estos hechos, desde que Arenas es acusado hasta que es puesto en “libertad”,
ocupan dos años y medio de su vida pero casi una cuarta parte de la autobiografía. Es en
esas páginas donde aparecen las aristas más represivas del Estado cubano, como en este
pasaje sobre las torturas en Villa Marista:

Un día empecé a sentir en la celda de al lado una especie de ruido extraño que
era como si un pistón estuviera soltando vapor; al cabo de una hora empecé a
sentir unos gritos desgarradores; el hombre tenía un acento uruguayo y gritaba
que no podía más, que se iba a morir, que detuviesen el vapor. En aquel momento
comprendí en qué consistía aquel tubo que yo tenía colocado junto al baño de mi
celda y cuyo significado ignoraba; era el conducto a través del cual le suministraban
vapor a la celda de los presos que, completamente cerrada, se convertía en un
cuarto de vapor. Suministrar aquel vapor se convertía en una especie de práctica
inquisitorial, parecida al fuego; aquel lugar cerrado y lleno de vapor hacía a la
persona casi perecer por asfixia.
3. Imágenes como esta se repiten a lo largo de las páginas centrales de Antes que anochezca
y hacen pensar, con frecuencia, en escenas típicas de la literatura carcelaria. No es eso,
sin embargo, lo que más sorprende en esta autobiografía: no el sórdido retrato que
Arenas pinta del régimen cubano sino la manera en que él mismo enfrenta ese poder.
Dicho de otro modo: lo más singular en Antes que anochezca no es tanto la denuncia de la
represión castrista —al fin y al cabo presente en los textos de otros muchos escritores
y en los reportes de diversas agencias de derechos humanos— como las características
de la resistencia de Arenas, muy diferente a la oposición acostumbrada en las sociedades
liberales y poco afín a esa plataforma liberal desde la que se suelen disparar las críticas
contra el régimen de Castro. En una frase: la resistencia de Arenas —vital, corporal,
erótica— comparte no pocas de las nociones del mismo biopoder que enfrenta, y por lo
mismo podría ser calificada, si se quiere, como una resistencia biopolítica.
     Leyendo el primer volumen de la Historia de la sexualidad de Foucault, Thomas
Lemke nota que “los procesos de poder que buscan regular y controlar la vida provocan
formas de oposición que formulan sus reclamos y demandan reconocimiento en nombre
del cuerpo y de la vida misma”. Es decir, y como señala el propio Foucault: “Contra
ese poder [...] las fuerzas que resisten se apoyan en la misma cosa que está en juego,
es decir, la vida y el hombre como un ser vivo”. No se trata ya de una resistencia que
sucede exclusivamente en la esfera pública, o que concentra su acción en los procesos
electorales, o que persigue un reacomodo de las instituciones o una parcela del poder
en juego. Se trata de una resistencia que tiene lugar en todas partes y en todo momento,
que emplea como herramienta principal los cuerpos de quienes resisten y que se opone,
fundamentalmente, a las políticas de normalización y disciplinamiento dictadas desde el
poder.
     Basta recorrer una vez más las páginas de Antes que anochezca para notar que
la resistencia de Arenas es, sin duda, de ese tipo. Hay que ver: aunque decididamente
opuesto al régimen, Arenas no pretende derrumbarlo a través de medios políticos
ni se plantea la posibilidad de organizar un grupo político en su contra. Del mismo
modo, parece descreer de las bondades del diálogo de ideas y hasta reprueba a aquellos
disidentes que se manifiestan a favor del diálogo con las autoridades cubanas. Quizá aun
más revelador es que no hay en toda su autobiografía un solo momento de nostalgia
por ese orden político en el que la vida era el límite, el “otro lado”, el “afuera”, de la
política. Por el contrario: esa conflictiva asociación de vida y política dota al cuerpo y a
su erotismo de una intensidad que Arenas extraña en el exilio, ya en Nueva York, donde
las relaciones homosexuales parecen transcurrir rutinariamente, sin transgredir norma
alguna.
     De la misma manera, Arenas no parece interesado en reinstaurar la —siempre
relativa— autonomía del campo literario o en alejar la literatura de las pugnas políticas.
Tampoco parece querer restituir los viejos límites entre lo público y lo privado y menos
todavía devolver la sexualidad al lado de la esfera privada. De desearlo, eso haría:
reservaría los relatos sobre su vida erótica para sí mismo y escribiría obras literarias —
densas, difíciles, orgullosas de su “autonomía”— ajenas a la circunstancia política. Está
claro que no lo hace: escribe, casi sin excepción, obras belicosamente políticas y publicita
en ellas sus experiencias homosexuales. Esa es, de hecho, su estrategia política más
efectiva: la repetida exhibición de sí mismo.
     La primera imagen del primer capítulo de Antes que anochezca es la de un cuerpo
sano y se diría que casi nuevo: “Yo tenía dos años. Estaba desnudo, de pie; me inclinaba
sobre el suelo y pasaba la lengua por la tierra”. La última imagen es la de un cuerpo
enfermo, contagiado de sida y minado por el cáncer, que contempla la luna mientras
espera la muerte: “Y ahora, súbitamente, Luna, estallas en pedazos delante de mi cama.
Ya estoy solo. Es de noche.” Entre un momento y otro se suceden otras muchas
imágenes de Arenas, del cuerpo de Arenas, casi todas textuales pero también, a la mitad
del libro, algunas fotográficas. En casi todas ellas es notorio el afán de Arenas por
presentar su cuerpo despojado de metáforas, al margen de las categorías con las que los
Estados y las ideologías suelen vestir a los cuerpos. Exhibe su cuerpo para mostrar la
arbitrariedad de todas esas etiquetas —pájaro, escoria, proletario, varón, cubano— con
que han querido reducirlo. Lo exhibe, también, como si se tratara de un trofeo: la prueba
de que ese cuerpo, a pesar de los repetidos intentos por reprimirlo y normalizarlo, se
mantiene inestable y deseoso.
     Así se mantiene también hoy, 23 años después de la desaparición de ese cuerpo,
el fantasma de Reinaldo Arenas: desobediente, incorregible, alucinante.

domingo, 25 de agosto de 2013

El tiempo de la política

25/Agosto/2013
Confabulario
Rafael Lemus

Horror: la imagen de Elena Garro que circula aquí y allá. No tanto una escritora (la dramaturga de Felipe Ángeles [1979], la cuentista de La semana de colores [1964], la novelista de Testimonios sobre Mariana [1981]) como una anciana desquiciada, histérica, corroída por el rencor a Octavio Paz. No una de las primeras autoras mexicanas en participar, con sus relatos y obras de teatro, en los debates sobre la Revolución y el régimen que le siguió sino una mujer que, perturbada, sirvió como informante al gobierno de Díaz Ordaz en 1968. Por fortuna basta con volver a Los recuerdos del porvenir (1963), su primera novela, publicada hace cincuenta años, para contrapesar, e incluso desmentir, esa imagen. Es cosa de leer las primeras páginas del libro para darse cuenta de que no se trata de una obra intimista y claustrofóbica, producto de una mente obsesiva, ni de un relato político de corte conservador. Todo lo contrario: es una intervención, bastante radical, en el espacio público mexicano.

Se conoce el escenario en que se ubica la novela: Ixtepec, un pequeño pueblo en el sur de México, a finales de los años veinte. Se conoce la estrategia narrativa: es el propio pueblo, Ixtepec, el que relata la anécdota, a veces en primera persona, como un montón de piedras que dice “yo” y cuenta la vida de sus habitantes, y a veces en la primera persona del plural, como una voz comunitaria que dice “nosotros” y narra la historia de un sujeto colectivo. En el centro del poblado, y de la trama, descansa un fuereño, el general Francisco Rosas, jefe militar que acaba por operar como cacique y gobernar a todos salvo a la mujer que ama, la imponente Julia Andrade. Debajo de él se suceden otros pocos militares y, más abajo, una nómina más o menos previsible de pueblerinos: el cura, el poeta, el loco, algunas prostitutas, un puñado de familias acomodadas y, claro, un pícaro que, coludido con los militares, se enriquece a medida que Ixtepec se arruina.

Es bastante fácil, y provechoso, leer esta novela al lado de otras novelas sobre la Revolución mexicana. Allí, dentro de esa tradición, vaya si destaca –no como un documento más “realista”, o más “crítico”, sobre el movimiento revolucionario sino como un documento otro–. Un poco a la manera de Cartucho (Nellie Campobello, 1931), Los recuerdos del porvenir esquiva las versiones heroicas, mitologizantes, de la Revolución y, en lugar de prodigar héroes y batallas, se ocupa de los efectos del proceso posrevolucionario en un pueblo marginal. A ello suma por lo menos otros dos elementos: una clara voluntad de deconstruir el discurso oficial (“el nuevo idioma oficial, en el que las palabras ‘justicia’, ‘Zapata’, ‘indio’ y ‘agrarismo’ servían para facilitar el despojo de tierras y el asesinato de los campesinos”) y una pizca de esa paranoia que tiempo después afligiría las declaraciones públicas de Garro y que aquí da con frecuencia en el blanco: “Había intereses encontrados y las dos facciones en el poder se disponían a lanzarse en una lucha que ofrecía la ventaja de distraer al pueblo del único punto que había que oscurecer: la repartición de las tierras”.

También es posible, y sensato, leer esta novela al interior de otro archivo: el de las novelas latinoamericanas sobre el conflicto modernidad/tradición. Lo que se cuenta en las casi trescientas páginas del libro es, de algún modo, sencillo: el avance del Estado nacional, acompañado de su ejército y sus nuevos capataces, y la terca pero vana resistencia de las élites locales. Desde cierto punto de vista podría decirse que la novela adopta una postura progresista ante el asunto: se solidariza con las víctimas de la violencia “modernizadora” (indígenas, zapatistas, pueblerinos) y parece clamar por una comunidad nacional en la que puedan coexistir distintos tiempos y espacios y saberes. Desde otra perspectiva puede afirmarse casi lo contrario: la voz narrativa no se salva de arrastrar tópicos conservadores (la idea del edén subvertido, por ejemplo) y de idealizar las comunidades tradicionales, con todo y sus curas y sus viejos burgueses terratenientes.

Léase el libro desde otros enfoques, al interior de otros archivos, y se verá cómo también destaca en esos casos: ya dentro de la narrativa sobre la guerra cristera, ya por su galería de personajes femeninos empoderados, ya debido a esa mezcla de realismo y fantasía que de algún modo se anticipa al realismo mágico. Ninguna de sus dimensiones, sin embargo, resulta más contemporánea que la estrictamente política. Dicho de otro modo: Los recuerdos del porvenir es, entre otras cosas, un relato sobre el poder y la comunidad y como tal arrastra una noción de lo que es y debe ser la política –una noción muy distinta a la que defienden hoy los liberales y que, para decirlo pronto, privilegia, antes que la negociación y el consenso, el antagonismo y el conflicto.

En la primera mitad de la novela la voz narrativa se detiene una y otra vez para lamentarse de lo mismo: el tiempo parece haberse suspendido en el pueblo. Dice Ixtepec:

En esos días yo era tan desdichado que mis horas se acumulaban informes y mi memoria se había convertido en sensaciones. La desdicha como el dolor físico iguala los minutos. Los días se convierten en el mismo día, los actos en el mismo acto y las personas en un solo personaje inútil. El mundo pierde su variedad, la luz se aniquila y los milagros quedan abolidos. La inercia de esos días repetidos me guardaba quieto, contemplando la fuga inútil de mis horas y esperando el milagro que se obstinaba en no producirse. El porvenir era la repetición del pasado. [...] Como en las tragedias, vivíamos en un tiempo quieto y los personajes sucumbían presos en ese instante detenido. Era en vano que hicieran gestos cada vez más sangrientos. Habíamos abolido el tiempo.

¿Cómo entender esto? ¿Cómo explicar que el pueblo se lamente de la inmovilidad del tiempo, de la idéntica repetición de las horas, cuando es obvio que ni el flujo de días y meses ni el movimiento expansivo del Estado se han detenido? No es que no pase nada en Ixtepec: hay persecuciones y fusilamientos y, en el proceso, una nueva élite destruye y sustituye a otra. Lo que ocurre es que hay acontecimientos, muchos y de pronto brutales, pero no un Acontecimiento –el gran evento, la Revolución, ha quedado atrás y ahora se viven tiempos de estabilización y reflujo–. Así, no es el tiempo sino la política lo que se ha suspendido: hay actividad pero no hay conflicto entre las partes que componen la comunidad ni sujetos colectivos capaces de desafiar el estado de las cosas. En vez de política, prevalece lo que Jacques Rancière ha llamado policía: las labores jurídicas, administrativas y de seguridad necesarias para mantener un determinado orden social. En lugar de conflicto, hay pura y simple dominación: la tiranía de una parte sobre las otras.

Si la primera mitad de la novela describe el quieto orden de la dominación, la segunda pone en escena el desorden, el disenso, la política. Han pasado algunos meses desde el día en que Julia abandonó a Rosas (hecho con que cierra la primera parte del libro) y lejos, en el centro del país, Calles ha declarado la guerra a la iglesia católica. Los habitantes de Ixtepec no presumen de ser vehementemente religiosos, pero las noticias sobre la insurgencia cristera sacuden a todos y activan de golpe eso que estaba apagado: la ilusión política, la convicción de que el estado de las cosas no es irremediable y puede ser resistido y hasta reconfigurado. Las calles de Ixtepec se encienden en un instante: “Me invadió un rumor colérico. [...] Una ola de ira inundó mis calles y mis cielos vacíos. Esa ola que no se ve y que de pronto avanza, derriba puentes, muros, quita vidas y hace generales.” Los habitantes tejen de un momento a otro inesperadas alianzas (“Llegaron las señoras y los señores de Ixtepec y se mezclaron con los indios, como si por primera vez el mismo mal los aquejara”) y, ya recobrada su agencia, traman un plan: distraer con una fiesta a los militares para que el cura local puede huir y encontrarse con las milicias cristeras. Es el momento de la política, del conflicto entre las partes, y por lo mismo todo se transfigura: los hombres y las mujeres de Ixtepec, antes previsibles y un tanto caricaturizados, se tornan misteriosos (mantienen, por ejemplo, un doble discurso: uno para ellos y otro para las autoridades) y el pueblo entero se vuelve “humo” y se escapa “entre las manos” de los militares.

¿Es necesario decir que la alianza entre los indígenas y los mestizos dura poco, que la ilusión política de algunos se extingue rápidamente y que la guardia militar termina desmembrando, con cierta facilidad, la efímera resistencia? ¿Es necesario agregar que, una vez aplastada la insurgencia, vuelven los fusilamientos y el Estado posrevolucionario continúa su marcha? Aunque las últimas páginas relatan el fracaso de la resistencia popular, la novela no concluye con una nota pesimista, desencantada, y menos con un llamado a abandonar las protestas, resignarse al estado de las cosas y ocupar mansamente un lugar en el orden existente. Al revés: lo que la novela deja claro es que solo donde hay conflicto hay política, que solo la efervescencia civil y la expresión radical del disenso pueden impedir que el tiempo de la dominación militar y económica se congele y perpetúe.

Al final es como si la novela deslizara la misma pregunta que hoy recorre las calles y plazas de numerosas ciudades: ¿cómo lograr que las insurrecciones ciudadanas se extiendan, resistan y tengan efectos perdurables?

domingo, 15 de julio de 2012

El espectáculo de la literatura mundial

Julio/2012
Letras Libres
Rafael Lemus

Todavía hasta hace no mucho tiempo un escritor mexicano escribía resignadamente para los lectores mexicanos. Se sabía que solo unas cuantas obras literarias conseguían atravesar las fronteras del país y que aún menos alcanzaban a dar el salto a otro idioma y, tal vez por lo mismo, se producían libros y libros obstinados en descubrir o construir o derruir la identidad nacional. De dos décadas para acá, sin embargo, es bastante más fácil rebasar los bordes de las literaturas nacionales y circular en ámbitos más amplios. Nada más hay que ver: hoy son legión los narradores latinoamericanos que tienen agentes y viajan a ferias y son publicados en España y traducidos a uno y otro idioma. Además: si son traducidos, rara vez es porque sus obras hayan tenido cierto impacto al interior de sus literaturas locales y demanden circular en otros sitios. Casi por el contrario: si tienen algún impacto en su país es porque han sido editadas en un sello español o porque se sabe que serán traducidas o porque sus autores han sido previamente legitimados en eventos internacionales. Desde luego que los escritores que se benefician de este orden de cosas murmuran una y otra vez que todo se debe a su talento, como si sus obras fueran necesariamente superiores a las de esos colegas que, pobres, no son atendidos más allá de su país o a las de aquellos viejos que, tontos, no supieron escribir más que en clave nacionalista. Desde luego que no es así. Si los narradores latinoamericanos circulan hoy más que antes no es porque sean mejores o más universalesque los narradores latinoamericanos del pasado sino porque, sencillamente, hoy es más fácil andar por circuitos internacionales. Piénsese en internet y las redes sociales. Piénsese en el alcance de las editoriales españolas. Piénsese, sobre todo, en el presente económico: un capitalismo global que rebasa el marco de los estados nacionales y demanda mercancías, cada vez más mercancías, que puedan viajar ligeramente.
Ya se sabe que las fuerzas económicas se acompañan siempre de discursos que tienden a justificar sus prácticas. Se conoce también el gastado truco de esos discursos: minimizar precisamente los factores económicos y explicar los fenómenos en clave meramente simbólica. Así sucede en el ámbito editorial: a la vez que se expande y globaliza el mercado, irrumpen discursos que presentan el fenómeno no como resultado de ciertos procesos económicos sino como una victoria casi espontánea del universalismo, como una conquista del espíritu humanista. Puede verse: a partir de los años noventa se suceden textos y manifiestos –sí: McOndo y el Crack en el caso latinoamericano– que proclaman la extinción de las literaturas nacionales y el nacimiento de una literatura mundial en la que todos los escritores participan, pretendidamente, en igualdad de circunstancias.
Pocos entre nosotros han expuesto con más convicción este discurso que Christopher Domínguez Michael. En un ensayo (“¿El fin de la literatura nacional”) publicado primero en la Nouvelle Revue Française (núm. 575, 2005)y luego en el periódico Reforma (El Ángel, 21 de agosto de 2005) Domínguez Michael sostiene que, gastada la “identificación romántica entre cultura y nación”, las literaturas nacionales están a punto de extinguirse y diluirse “en el seno de la literatura mundial”. No cualquier literatura mundial: una república de las letras que, gracias a los efectos de la globalización, es ya de veras mundial y se diría que casi idílica. Una república democrática, sin fueros ni excepcionalidades: “Es hora de asumir que la fiesta terminó y que el precio de haber ganado un lugar en la literatura mundial se traduce en el fin de nuestra excepcionalidad y de los fueros que el realismo mágico, falso o verdadero, conllevó.” Una república igualitaria, sin centros ni periferias: “Hoy día, un escritor mexicano o colombiano tiene la misma oportunidad sobre la tierra –para seguir parafraseando a García Márquez– que un escritor checo o irlandés, para insistir en otras viejas periferias que, como la latinoamericana, acabaron por ocupar el centro.” Una república pacificada, desprovista de tensiones poscoloniales: “Salvo en el alma envenenada de racismo invertido de algunos profesores, no existe, ni ha existido jamás, en México ni en el resto de América Latina, una ‘literatura postcolonial’.” En suma, una literatura mundial que es, curiosamente, el envés del mundo: justa y apacible, alumbrada por “el universalismo de las Luces” y en la que el “talento individual” termina siempre por imponerse.
Por supuesto que hay algo de verdad en todo esto: los mitos sobre el alma nacional han sido felizmente vapuleados y –como han mostrado Pascale Casanova, Franco Moretti y otros teóricos de la World Literature– los esquemas nacionales con que suelen estudiarse las literaturas no alcanzan ya a referir los acelerados procesos de transferencia cultural actuales. También es cierto que existe un vasto circuito internacional de comercio de libros en el que cada vez más actores participan y para el cual cada vez más narradores escriben. Lo que cuesta aceptar es esa idea de que las literaturas nacionales se han extinguido cuando está claro que los imaginarios nacionales siguen pesando, que los mercados locales y globales se traslapan y que las obras culturales participan a la vez, y con efectos distintos, en ámbitos locales, nacionales e internacionales. Lo que de plano no se puede tolerar es esa noción de que la literatura mundiales una república justa y apacible. No: es asimétrica y el poder y la voz están distribuidos inequitativamente. No: es jerárquica y existen centro y periferia, literaturas mayores y menores, idiomas más y menos atendidos, poéticas más y menos rentables.
Al final del día no existe ningún escritor mundial. Lo que hay son escritores plantados en un sitio u otro, afectados por estas o aquellas ideologías, atados a un idioma, que escriben obras que apelan a unos lectores y no a todos. Los escritores mundiales, por tanto, deben ser producidos –y rápidamente–. En nuestras sociedades de consumo el mercado editorial no puede esperar a que un autor se imponga por sí solo y traspase poco a poco sus fronteras locales; debe mundializar escritores cuanto antes. ¿Cómo? Por medio de la publicidad y el espectáculo. Así: con giras de promoción, con encuentros internacionales, con concursos literarios cuyo cometido no es tanto reconocer el trabajo de un autor como producir capital –capital simbólico para los nuevos y viejos autores que reciben el premio, capital a secas para las empresas editoriales que organizan todo el tinglado–. Además, ya creado ese escritor mundial, es difícil que caiga y vuelva al ámbito de donde vino. El tipo puede perpetrar las obras más atroces y los críticos pueden cebarse casi unánimemente contra ellas y no pasará demasiado: los dardos de los críticos rara vez atraviesan las fronteras y apenas si pueden contra el prestigio de una figura avalada por las grandes editoriales y los grandes premios.
Buena parte de este espectáculo está montado, en el caso latinoamericano, por empresas e instituciones españolas. Tusquets, Anagrama, Babelia, la versión en castellano de Granta, el Instituto Cervantes, la Casa de América. O mejor todavía: Santillana, Planeta, Random House Mondadori. En otros tiempos uno habría recordado que, detrás de los discursos panhispanistas formulados desde España, suele ocultarse –como quería Fernando Ortiz– una ideología “neoimperialista” que, a la vez que proclama la existencia de una cultura común a todas las naciones de lengua castellana, tiende a ocultar las radicales diferencias socioeconómicas entre España y algunos países latinoamericanos y a justificar los intereses comerciales de las empresas españolas en América Latina. Ahora que el orbe literario es supuestamente amigable y los reclamos poscoloniales son solo producto de “almas envenenadas”, al parecer no queda más opción que aplaudir y sumarse acríticamente al espectáculo.
Uno de los trucos que más se celebra a los escritores latinoamericanos en ese espectáculo globalizado es desdeñar sus escenarios nacionales y ubicar sus ficciones en la Alemania nazi o en algún rincón de Asia, “luchando –como ha escrito Enrique Serna– contra el estigma nefando de haber nacido en la colonia Narvarte”. Otro es escribir un español “estándar”, sin marcas regionales, listo para ser traducido. Parecería incluso que para algunos escritores la lengua no es ya su materia prima sino un lastre: eso que delata un origen, eso que dificulta el libre tránsito de las mercancías. Un último y multipremiado truco: maquilar una escritura que viaje por todas partes y no incida en ninguna, que consienta a distintos públicos y no afecte a ninguno; una escritura que, en vez de arrastrar esos reclamos de reconocimiento característicos de las literaturas menores, se crea el cuento de que ya no hay periferia y de que todos habitamos parejamente el mundo.
Que quede claro: no se trata de tomar el lápiz y recalcar los bordes de las literaturas nacionales, y menos todavía de atizar el burdo nacionalismo y alentar obras folclóricas o esencialistas. Justo lo contrario: hay que aprovechar que el campo de acción se ha extendido y arrastrar las disputas ideológicas más allá de las fronteras. Porque vaya que hay motivos de disputa. Porque el escenario, aunque globalizado, sigue siendo injusto. Porque, al fin y al cabo, esaliteratura mundial que tantos celebran no es el fin de la historia. ~

domingo, 15 de abril de 2012

El ensayo como práctica

Abril/2012
Letras Libres
Rafael Lemus

A veces pasa que algunos escritores dictan poéticas severas y chatas que ni siquiera ellos mismos tienen el cuidado de respetar. Ese es un poco el caso de Luigi Amara, quien hace dos meses publicó aquí (“El ensayo ensayo”, Letras Libres, núm. 158) una apagada disertación sobre el ensayo y quien, afortunadamente, practica una escritura ensayística más potente e irreverente que la que ahí prescribe. Quién sabe si exasperado ante la profusión de papers académicos o sencillamente lampareado por la reciente reedición de los Ensayos de Montaigne, Amara fijó en ese artículo una definición cerrada y esencialista del ensayo –en resumen: un género egotista e impresionista condenado a repetir los ademanes de su supuesto fundador– que ya mereció la atinada sorna de Heriberto Yépez (“Ilusiones del ensayo-ensayo”, Laberinto, 25 de febrero). Convenza o no, el texto es de una utilidad innegable: reúne en unas cuantas páginas los tópicos que suelen blandirse para justificar los ensayos personales o literarios y deslegitimar todas esas prácticas ensayísticas que portan, ay, una tesis y se involucran con la teoría crítica o las ciencias sociales. Desde luego que no está de más discutirlo y disputarle el signo ensayo. ¿Por qué habría uno de contemplar mudamente cómo ciertos ensayistas definen en su provecho el recurso del ensayo, le fijan un origen, delinean sus normas, recortan sus bordes y se lo guardan en el bolsillo?

Hay que empezar ahí donde termina Amara: en esa tosca raya que pinta entre los textos literarios y todos los demás documentos. “Para ahorrarnos más discusiones quién sabe cuán bizantinas –escribe–, propongo que todos los ensayos espurios, de tipo político y de teoría literaria, los sociológicos y de actualidad económica [...] se queden en el estante de la ‘no ficción’ [...] Y que el ensayo personal y tentativo se reubique en el estante de la ficción, en ese lado del librero en el que llanamente se amontona la literatura.” Es decir: no conforme con aislar al ensayo –al ensayo auténtico, al ensayo ensayo– de la teoría y de la academia y del periodismo y de la política, al final hace otro poco y lo arrastra hasta el compartimento, en apariencia apacible, de la literatura. Es como si, después de décadas de batallas por desdefinir el arte y perforar la esfera de lo literario, siguiera habiendo solo de dos sopas: o se escribe literatura o se redactan textos que no son literatura. Por fortuna hay otras muchas escrituras mestizas que rebasan esa tiesa dicotomía (manifiestos, crónicas, reseñas, alegatos, textos de artistas) y el ensayo es, creo, una de ellas. El ensayo –al menos como lo han practicado miles y entendido otros tantos– no es, propiamente, una forma artística volcada sobre sí misma ni, tampoco, un simple reporte mal o bien redactado: es una escritura esquiva, inestable, se diría que intersticial, que anda entre varios campos sin fijarse en ninguno, a la vez usando y subvirtiendo elementos de diversas tradiciones. De pronto el autor que ejerce el ensayo penetra el terreno de la narrativa o de la poesía y se vale de la ficción o recarga otro poco su “estilo”. De pronto atraviesa el terreno de la historia o de la crítica literaria, de la sociología o del periodismo, de la ciencia política o de la filosofía, y se lleva consigo datos y términos e ideologías. No es que sea un género híbrido, mitad esto y mitad aquello. Es que no es un género: es una práctica que, cada vez que sucede, adopta rasgos y registros particulares.

Lo mismo en el texto de Amara que en otros elogios del ensayo personal uno acaba topándose tarde o temprano con una aversión, más o menos manifiesta, a la teoría literaria. A veces esa fobia se expresa como denuncia de la academia (y sus “aparatos críticos” y sus “rigideces consensuadas”) y a veces como reproche contra los “autoproclamados posmodernos” que, entre otras “baladronadas efectistas”, cometen el crimen, al parecer imperdonable, de pensar con términos distintos a los que el humanismo liberal nos ha acostumbrado. Pero, a todo esto, ¿por qué se le teme tanto a la teoría? En parte, porque se sabe que las categorías teóricas (qué sé yo: subalternidad, biopolítica, habitus, sensorio, fetichismo de la mercancía) arrastran consigo sus propios referentes y polémicas y que, apenas entran al ensayo, desbordan el dichoso yo del autor, fisuran la artificiosa unidad del texto y atentan contra esa autonomía de la forma que, según algunos, distingue a las creaciones artísticas. Pero, de acuerdo con Adorno, esa es justamente la maniobra que permite el ensayo y que ni los géneros literarios ni los tratados dizque objetivos toleran: el uso crítico, indisciplinado, antisistemático de los conceptos. La literatura, para no ensuciar su pretendida especificidad, rara vez le abre la puerta a las categorías teóricas; la filosofía y las ciencias sociales, para no ocuparse de “minucias”, desprecian toda aquella realidad que no fue absorbida por esas categorías. El ensayo, por el contrario, hace esto y aquello: emplea los conceptos, revienta los conceptos, atiende lo que queda fuera de los conceptos.

Apenas si sorprende que el ensayo ensayo defendido por Amara –“subjetivo y tentativo”, enemigo de la teoría y de la academia, desprovisto de tesis y de agenda política, forzado a orbitar indefinidamente alrededor de un yo más bien ilusorio–, en vez de afirmar, masculle: “susurra confidencias y recuerdos, anhelos y decepciones al oído del lector”. Uno ya se va acostumbrando: o se defiende la naturaleza estética del ensayo, y para ello se ocultan sus coqueteos con el concepto, o se defiende su potencia intelectual, y para ello se ocultan sus coqueteos con la expresión artística. Lo que rara vez se dice, y el texto de Amara de plano descarta, es que son legión los textos ensayísticos que, más que intentar reflejar literariamente o explorar rigurosamente la realidad, se empeñan en afectarla. Basta leer un puñado de ensayos para advertir que no todos se conciben como composiciones literarias ni mucho menos como análisis objetivos de la realidad. Hay que ver: son gestos, son actos, son intervenciones precisas, en momentos y sitios específicos, que debaten ideas, disputan signos, refutan poéticas, abollan sistemas o avanzan una agenda política. Siendo sinceros, si uno atiende las innumerables maneras en que los innumerables autores han ejercido el ensayo, uno terminará reconociendo que no existe, en rigor, un género ensayo, y mucho menos un ensayo ensayo, con su código propio, sus normas y sus prohibiciones, sus comisarios y sus fronteras. Lo que hay son estallidos: textos que poetas y narradores y críticos y políticos y periodistas y sociólogos y demás han arrojado a la arena pública con el fin de encenderla y perturbarla. Lo que hay, ya se dijo, son prácticas: ensayos del ensayo y no ensayo ensayo.

Pero supongamos, nada más por un momento, que de verdad existe una línea gruesa entre la literatura y la no literatura y que el ensayo, el ensayo auténtico, el ensayo ensayo, está, claro, del lado de la literatura. Imaginemos que un hipotético lector –digamos que ingenuo, digamos que mexicano– se toma al pie de la letra el artículo de Amara y reacomoda su biblioteca tal como se le sugiere en las últimas líneas: aquí la literatura, allá todos esos textos contagiados de teoría y política y ruido. Mucho me temo que ese lector tendría que empezar por mover de su sitio más de la mitad de los tomos que componen el ensayo hispanoamericano: ¡Sarmiento y Martí y Rodó y Mariátegui y Vasconcelos y Henríquez Ureña al librero donde se empolva el directorio telefónico! Como la teoría no es literatura, ni pensar que un libro de Foucault pueda descansar al lado de uno de Bellatin o uno de Barthes al lado de uno de Vicens o uno de Butler al lado de uno de Rivera Garza. Como la crónica confía un poco demasiado en el periodismo, Novo y Monsiváis se tornan problemáticos y hasta un tanto sospechosos. A Reyes, ni modo, habrá que dividirlo –unos tomos aquí, otros tomos allá–, y qué pena pero casi todo Cuesta tendrá que abandonar el estante donde descansa con sus amigos poetas y marcharse al librero donde se oxida la crítica literaria. Con Paz, cuidado, es necesario ir volumen por volumen, si no es que página por página:Vislumbres... aquí, El arco... allá, y así y así.

Vamos: ¿no sería mejor dejar a un lado la regla y el lápiz con los que se intentan marcar los lindes entre los géneros y aceptar de una vez por todas la irremediable promiscuidad de la producción cultural? ¿No convendría olvidar el ensayo ensayo, y de paso la novela novela y el poema poema, y pensar, mejor, en escritura escritura escritura? ~

jueves, 12 de agosto de 2010

Coetzee o de la complejidad

Agosto/2010
Letras Libres
Rafael Lemus

Hay por ahí una frase de Martin Heidegger –“La anécdota es enemiga de la razón”– que bien podría emplearse contra la mayor parte de la narrativa contemporánea. En realidad, pocas cosas más sencillas que detenerse ante una mesa de novedades, magullar algunas novelas y delatar su sobrada tontería. El uso de fórmulas y estereotipos en este libro. Los velos románticos, la tosca sentimentalidad, el feroz antiintelectualismo en este otro. El dócil fantaseo. El dócil costumbrismo. La idea, tan popular entre lectores y escritores, de que el género es menor y escapista, apenas un divertimento. La degradación ha llegado ya a tal punto que da pena que lo descubran a uno leyendo una novela. ¿Cómo explicarles que uno no ha claudicado ni lee solo para pasar el tiempo? ¿Cómo demostrar que la narrativa (como el ensayo) (más aún que el ensayo) es, puede ser, conocimiento –no una fuga sino otra manera de penetrar y comprender lo real?

Para convencer no es necesario dar marcha atrás y recurrir, otra vez, a los clásicos. Basta con acudir al que es, quizás, el más grande de los novelistas contemporáneos: J.M. Coetzee. Decir eso, que Coetzee es el mejor narrador en activo, es, a estas alturas, casi un lugar común; agregar que es, por lo mismo, uno de los dos o tres pensadores más potentes de la actualidad es menos ordinario. Pero de veras que Coetzee lo es. Primero, porque tiene de sobra aquello que uno espera de los grandes narradores –digamos: inventiva, originalidad verbal, rigor dramático, una fina comprensión del comportamiento humano. Después, y sobre todo, porque sus obras poseen un elemento –o mejor, una fuerza– que uno casi ha dejado de buscar en la ficción y ya solo demanda a los mejores ensayistas: tensión intelectual. No es nada más que uno pueda adivinar debajo de sus personajes y anécdotas un plan previo, una esmerada construcción conceptual que sirve solo como combustible para un texto que ha de rebasarla. No es tampoco que sus libros, en especial desde La vida de los animales, estén tapizados de ideas y debates. Es, sobre todo, que en sus manos la narrativa es un medio al servicio de la inteligencia: un vehículo para perseguir, y felizmente no alcanzar, la verdad.

La pregunta obvia sería: ¿por qué la narrativa y no el ensayo? O de otra manera: ¿por qué Coetzee elige crear personajes y tramas aun cuando, en sus libros más recientes, no parece querer otra cosa que discutir ideas sobre –digamos– los animales, el erotismo, el mal? En vez de responder, habría que arrojar algunos apellidos: Kafka, Beckett, Borges, Michon, Jelinek –intelectuales que también han optado por pensar a través de la narrativa. O incluso: Benjamin, Blanchot, Barthes –autores que prefirieron filosofar no en el vacío sino mientras interpretaban textos ya existentes. Lo que impera al final, en unos, en otros y en Coetzee, es un mismo deseo: el afán de encarnar el pensamiento.

Para hacer eso, entretejer pensamiento y ficción, los narradores suelen reblandecer los pasajes realistas y echar mano de la alegoría. No Coetzee, y ese es uno de sus rasgos distintivos: incluye, sí, elementos alegóricos en sus tramas –alguna casa alevosamente dispuesta en medio de ninguna parte, una enferma terminal que se consume al mismo tiempo que Sudáfrica– pero jamás atenúa su realismo. Cualquiera que lo haya leído conoce esa rara mezcla de literalidad y simbolismo, relato y especulación, materia y espíritu, que destaca y enciende a sus libros. Allí está, por ejemplo, Vida y época de Michael K: una novela que es a la vez descripción de un vagabundeo a través de Sudáfrica y meditación sobre la Sudáfrica que el vagabundo recorre. Allí está, también, la doble naturaleza de Foe: narrativa por un lado, reflexión sobre la narrativa por el otro. Allí está, por supuesto, la inusual combinación de Esperando a los bárbaros: naturalismo brutal, densa alegoría.

Otro recurso a la mano de todo aquel que pretenda pensar por medio de la narrativa es, ya se sabe, la adopción del punto de mira de uno o varios personajes. A primera vista parecería que Coetzee se oculta detrás de protagonistas más bien cómodos: humanistas enfrentados, de una manera u otra, a la barbarie –un magistrado en Esperando a los bárbaros, un profesor en Desgracia, Dostoievski en El maestro de Petersburgo, un par de escritoras en Foe y Elizabeth Costello, todos sitiados por seres ásperos y violentos. Basta, sin embargo, que transcurran unas pocas páginas para que los muros entre los bárbaros y los civilizados se fracturen. Es entonces, ya perdidas las distinciones, cuando ocurre el momento clave –el punto crítico– de casi todas las novelas de Coetzee: ese instante en que los protagonistas, todavía más o menos al margen del caos, deciden lanzarse al abismo abierto bajo sus pies. En La edad de hierro: ese segundo en que la protagonista, una vieja enferma de cáncer, acepta al mendigo y al perro que han ocupado su jardín. En El maestro de Petersburgo: esa página en que Dostoievski opta por acompañar a un implacable joven nihilista, camarada de su hijo muerto. En Desgracia: cuando el profesor David Lurie se niega a defenderse de una acusación injusta y soporta estoicamente el castigo. En Elizabeth Costello: el apartado en que esa mujer, una escritora ya anciana, se resiste a confesar sus creencias, único requisito para que se le permita cruzar una puerta hacia el Otro Lado.

¿Qué pasa ahí? ¿Por qué personajes en apariencia tan racionales actúan, de pronto, tan inexplicablemente? Pasa, en principio, que esos personajes no son, en el fondo, tan racionales –las criaturas de Coetzee abandonan, en los momentos clave, la razón y confían en su instinto. Pasa, también, que en las obras del sudafricano no imperan las mecánicas leyes del conductismo –no toda acción tiene una causa identificable, y lo que creíamos haber entendido en, por ejemplo, la página 37 de Hombre lento no necesariamente determina lo que ocurre en las páginas 39 o 92. Pasa, además, que dentro de la moral de Coetzee (porque se delinea, sí, una moral a lo largo de la obra de Coetzee) nadie es verdaderamente inocente –y, por lo mismo, qué sentido tiene intentar esquivar los problemas cuando uno, nada más por el solo hecho de existir y ser blanco o burgués o civilizado, o, para el caso, negro o explotado o rústico, ya está en el centro del problema. Pasa, por último y por encima de todo, que el apetito de conocimiento, la necesidad de entender, arroja a los personajes de Coetzee hacia esos abismos –penetran la oscuridad porque ese, y no el frío raciocinio, es el único modo de comprender, de veras comprender, cualquier cosa.

Todo esto para llegar a esta frase: “Entendemos mediante la inmersión de nuestro ser y nuestra inteligencia en la complejidad” (Elizabeth Costello).

Si Coetzee es uno de los dos o tres pensadores vivos más importantes, es justo por eso: porque desconfía –como otros– del análisis distante, puramente racional, que acostumbran tanto las ciencias sociales como la mayoría de los intelectuales y porque se compromete –como nadie, con una vehemencia solo suya– con otra vía de conocimiento. ¿Hay que decir que esa vía se llama narrativa? ¿Hay que añadir que incluye, solo en la superficie, personajes y anécdotas y, en su núcleo, un severo desdén por la opinión y la certidumbre de que el fin de la escritura no es concluir sino explorar, no aclarar sino exhibir la densidad de las cosas?

Ya debe estar claro que un escritor así no anda por la vida brindando entrevistas, despidiendo juicios, firmando desplegados. Desde luego que Coetzee no lo hace. Rara vez participa en actos públicos –y si participa, se esfuerza en ser pálido y olvidable. Rara vez concede entrevistas –y si las concede, no habla de sus obras y se recluye, de pronto, en monosílabos. Rara vez emite opiniones –y si se le orilla a hacerlo, se escapa con su ya típica estrategia: leer un relato oscuro y zigzagueante (como el que preparó para la entrega del Nobel) cuando todo mundo espera una declaración sencilla y repetible.

Si ya se sabe esto, ¿para qué molestarlo entonces con un correo electrónico y solicitarle imprudentemente una entrevista?

Porque también se sabe que la trama del hombre es compleja y que no hay modo de anticipar la reacción de nadie y que cualquiera, incluso el escritor más hermético, puede apreciar el resquicio que se le ofrece y decir sí y lanzarse y responder todo esto:

martes, 8 de junio de 2010

El estado de las artes Literatura

Mayo/2010
Letras Libres
Rafael Lemus

La joven becaria. El temible tutor. El dócil poeta que, debajo de la fotografía que ensucia la solapa de su libro, presume sus demás obras, el par de premios esforzadamente trabajados y, ay, las becas obtenidas. El jodido miembro del jurado. El querido miembro del jurado. La vieja luminaria que, al fin, alcanza los sesenta años, la docena de libros publicados y el cuarto homenaje nacional (agradezco, señor subsecretario, su presencia) –y todo ello sin haber producido una obra de peso, creado un público propio, sacudido el mundo que pisa. El escritor-funcionario. El consejo consultivo. La gente del Sistema. Etcétera.
A casi veintidós años de la fundación del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, una nueva especie se pasea ya dentro de los confines de la literatura mexicana. Entre sus hábitos: la redacción maestra de currículos y planes de trabajo, la escritura apresurada de una tercera obra (requisito obligatorio para optar a una beca del Sistema Nacional de Creadores), la astuta manufactura de libros premiables, la ensayada facilidad para apoltronarse en las categorías que el Estado propone: o narrador o poeta o ensayista o dramaturgo, rara vez una y otra cosa. Además: el cuidado con que se anda por los pasillos literarios, al tanto todos de que el pobre diablo de hoy podría ser el decisivo jurado de mañana. Incluso: una rara noción del tiempo que, cosa curiosa, coincide con el calendario de Conaculta. Se es joven hasta los treinta y cinco –porque entonces se acaban las becas de los jóvenes y empiezan las de los adultos. Los grandes libros se escriben en tres años –porque eso duran, o duraban hasta hace unos días, los apoyos oficiales. Las generaciones y afinidades estéticas son anacronismos –porque ahora uno pertenece a una añada de becarios o no es parte de nada.
Esto no quiere decir: que el desobligado Estado mexicano renuncie a sus obligaciones culturales y que Conaculta –que debería reducir sus gastos de operación– disminuya el monto de su inversión. Por el contrario: ya se va viendo que la iniciativa privada mexicana, más bien privada de iniciativa, invierte apenas nada en la cultura y que la literatura, como las otras artes, es una materia de interés público que debe ser fomentada por el Estado. Esto sólo quiere decir: que las relaciones entre el Estado y la cultura son necesarias y necesariamente conflictivas; que uno sería un ingenuo si creyera que ambas esferas pueden convivir tersamente. Digamos, para no ir lejos, que no hay manera de que el aparato cultural mexicano crezca y engorde y otorgue, como anunció Consuelo Sáizar el 13 de abril, cientos de becas ¡vitalicias! a los creadores mexicanos sin afectar de paso la vida literaria, sin deformar de algún modo la producción artística.
El mayor riesgo: que se invierta tanto en los creadores, se procure tanto su subsistencia, que al final se termine por aislarlos. Puede pasar: que con el pretexto de protegerlos de la inercia mercantil, obstinada en hacer de los productos culturales una mercancía más de la civilización del espectáculo, se les margine no del mercado sino de la sociedad. Hay que ver ya a esos autores, tutelados y subsidiados, que producen mezquinamente: para justificar el próximo subsidio y tutelaje. Hay que imaginarlos –o evitar imaginarlos– ahora que las becas podrán renovarse año con año: escribiendo no para turbar a los vecinos ni para cerrar la brecha abierta entre el mundo y la literatura sino para seducir a los miembros del jurado. Qué peor escenario que este: no la muerte sino la vida artificial de la literatura mexicana. Un grupo de autores subsidiados, felices en su burbuja, pero desactivados. Un montón de obras inofensivas, desatendidas por el público, pero protegidas por las instituciones.
Se sabe que las comunidades, cuando empiezan a vaciarse de sentido, comienzan a saturarse de gestos y ceremonias. Algo así está ocurriendo con la literatura mexicana: a la vez que los intelectuales son desplazados de la arena pública, y las capas entre los ciudadanos y las obras literarias se espesan, se multiplican las ceremonias literarias financiadas por el aparato cultural. Ya no se piense en las desiertas presentaciones de libros o en las incombustibles lecturas de poesía. La moda hoy son los homenajes que el Estado rinde a los autores: desayunos porque publicaron un libro, comidas porque ganaron un premio, cenas y simposios y óperas porque se llaman Carlos Fuentes. Desde luego que al hacer eso, rendir homenaje a unos escritores y no a otros, las autoridades violan sus fronteras: cometen un juicio estético. Porque lo saben, han optado por la solución más complaciente: homenajear a todo mundo. ¿Cómo explicar a los funcionarios, alérgicos a la crítica, que tanto aplauso y protocolo acaba reblandeciendo la discusión intelectual? Los escritores deberían saberlo. Entonces ¿por qué tan pocos siguen el reciente ejemplo de Francisco Toledo y dicen no a los agasajos? Así de fácil: NO
Ablandar el debate: ese mismo efecto tiene, a la larga, el tentador paquete de becas y premios y estímulos que se ofrece a los escritores. Para aspirar a algo de ello, hay que ser bueno: no con el gobierno, que ni nos mira ni nos oye, sino con los demás autores, que ahora concursan por unos juegos florales y ahora ya los conceden. Sinceramente: ¿para qué temer hoy a los críticos literarios, tan desoídos, cuando las figuras más imponentes son aquellas que deciden, quién sabe con qué criterios, los apoyos económicos y los concursos literarios? Suele olvidarse, además, que todo esto –premios y estímulos– es y seguirá siendo lo de menos, meros paliativos, mientras las autoridades culturales no cumplan con su objetivo primario: crear público. Esa, fomentar la lectura, es la tarea. Ese es su fracaso.
¿Entonces? Curiosamente, la respuesta es más y más inversión y más inteligente. Gastar, primero, en el lector: publicando libros, auspiciando editoriales, animando revistas, organizando talleres. Gastar, después, en los proyectos de los autores (sobre todo en los de los jóvenes, como se ha hecho con eficacia) y no en sus vitalicias personas. Apoyar, sobre todo, aquello que los acerca al mundo –publicaciones, traducciones, becas para estudiar y residir en el extranjero– y no lo que los recluye en la culturita mexicana. Suspender las fiestas. Abrir espacio. Dejar libre ese espacio. ~