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lunes, 16 de junio de 2014

La prosa de Efraín Huerta: Los caprichos de la posteridad

15/Junio/2014
Confabulario
Carlos Ulises Mata

Es por lo menos llamativo que hayamos tenido que esperar la llegada del centenario de Efraín Huerta para comenzar a asomarnos al conocimiento de su abundantísima obra en prosa.

Es cierto que el avistamiento de ese continente oculto de la geografía literaria de Efraín Huerta ni ha sido absoluto ni comenzó apenas en 2014. Conocíamos de él los relieves puestos a la vista por su propio autor, en las compilaciones que de su prosa hizo él mismo —Textos profanos (UNAM, 1978) y Prólogos (UNAM, 1981)—, dos cuadernillos que suman apenas 31 textos y 152 páginas. Habíamos visitado nueve de sus islotes, en la compilación que Mónica Mansour hizo de unas presentaciones de 1964 y 1965 en Aquellas conferencias, aquellas charlas (UNAM, 1983). Teníamos esporádica noticia sobre su variedad, gracias a la reproducción facsimilar que la misma Mansour hizo de artículos, columnas y entrevistas aparecidas en decenas de periódicos y revistas (de cuya pertenencia daba cuenta las credenciales de Huerta como “colaborador” y “redactor”), en Efraín Huerta: Absoluto amor (Gobierno de Guanajuato, 1984). Nos habíamos prendado de los afilados perfiles —por momentos cortantes; de golpe, tiernos— de las 101 crónicas recogidas por Guillermo Sheridan en Aurora roja (UNAM-CELL, Pecata Minuta, 2006). Y al fin, habíamos ingresado a una de sus más extensas provincias al leer los 127 artículos de asunto cinematográfico reunidos por Alejandro García en los dos tomos de Close-up (La Rana-Universidad de Guanajuato, 2010).

Sin embargo, ni siquiera la acumulación de esos seis títulos y sus 1,200 páginas de prosa efrainiana (contadas gruesamente, sin restar las que ocupan las notas, prólogos y otros paratextos que las acompañan) han sido suficientes para componer un mirador estable sobre la dimensión, la variedad, la ubicación exacta, la vigencia y la calidad de las piezas que forman el continente oculto cuyos perfiles tratamos de dibujar. Ocurre entonces un fenómeno elocuente: le pide uno a casi cualquier buen conocedor de literatura mexicana que cite el título de un artículo memorable o de un libro de prosa de Huerta y, casi invariablemente, el conocedor confiesa no poder nombrar ninguno.

La explicación de ese desconocimiento está hecha de varias razones, entre las cuales una es la principal: Efraín Huerta no escribió un solo libro deliberado de prosa, aunque a lo largo de cincuenta años redactó una cifra de escritos con los que se podrían formar una decena o más. Una razón derivada de esta es que la mayoría de esos escritos, si no es que casi todos, tuvieron como destino principal las páginas de una cantidad aún no establecida de periódicos, revistas, suplementos culturales, secciones de opinión, y boletines publicados en la ciudad de México principalmente, así como en Mérida, Morelia, La Habana, Managua, Jalapa y otras ciudades, y que tras su lectura del día, la semana o el mes correspondiente, pasaron a empolvarse en esos archivos de la memoria postergada que son las hemerotecas.

Sumadas a esas dos razones hay otras más que han concurrido para que se siga identificando a Efraín Huerta solamente como el autor de una extraordinaria obra poética, dejando de lado que fue también un extraordinario y caudaloso periodista; que fue también un apasionado y riguroso crítico de cine en todas sus categorías problemáticas; que fue también un lector de alcances vastísimos y un comentador muy original de libros y asuntos literarios; y, al fin, que fue también un activo polemista que promovió y defendió por escrito sus creencias políticas y sus convicciones literarias y éticas en artículos periodísticos, en ensayos unitarios, en proclamas circunstanciales y en mítines.

Revisemos una de esas razones, atribuible por entero al propio Huerta. La posteridad de un escritor tiene como su principal agente de configuración al escritor mismo y, aceptando esto, es claro que Efraín Huerta no hizo demasiado para que la suya lo reconociera también como prosista. Para empezar, Huerta no se ocupó de reunir en libros los escritos prosísticos que juzgaba dignos de perduración o simplemente le gustaban. Como se dijo arriba, sólo preparó tres compilaciones, una de las cuales —Aquellas conferencias, aquellas charlas— ni siquiera vio impresa, con todo y que la tenía lista desde 1971, cuando entregó dos de sus capítulos a las páginas de El Heraldo Cultural. Según le contó a Beatriz Reyes Nevares en una entrevista (Siempre…!, núm. 1300, 24 de mayo de 1978), el inexplicable desinterés de cierto editor contribuyó a esa postergación:

—Por último, Efraín: ¿No piensas en la edición de un libro de prosa, en que se podrían reunir algunas de tus crónicas de periódico?

—Sí, sí lo he pensado. Hace poco, quise reunir cuatro conferencias que dicté en el Instituto Hispanomexicano (calles de Tabasco). Eran sobre la novela, el cuento, el teatro y la poesía en nuestro país. En total, son algo así como ciento y pico de cuartillas. Le propuse los textos a un editor joven —relativamente joven—, pero no me tomó en serio. Poco después supe que tampoco como poeta me tomaba en serio […] / ¿Las columnas? —agrega Efraín—. Las que escribí durante años en El Popular (El hombre de la esquina, Las paredes oyen y muchas más), eran esencialmente políticas, antialmazanistas y antisinarquistas. […] Recoger todo aquello significaría una hazaña de hemeroteca. Me gustaría, en cambio, registrar en un volumen modesto mi sección Libros y antilibros, que escribo para El Día cada domingo, en El Gallo Ilustrado, desde agosto de 1975. Bueno, a ver si hay tiempo y Diosito me da licencia.

Las conferencias, ya se ve, se publicaron de manera póstuma y no fue mejor la suerte de los escritos reunidos en las dos compilaciones que Huerta sí vio circular. La adversidad primordial procedía de haber sido publicadas ambas en la UNAM, de deficiente circulación (Huerta mismo, al hablar de unos libros de Jaime Sabines y de Rosario Castellanos publicados por esa institución al inicio de los años sesenta, anticipó sin saberlo el destino que tuvieron los suyos: “Lo que duele es que el libro de Sabines, Recuento de poemas, y el de Chayito, fueron editados por la honorable Universidad Nacional Autónoma de México y su circulación ha sido absoluta y totalmente nula”, según dice en Aquellas conferencias…, p. 55. Al margen hay que decir que es curioso y hasta divertido que el desahogo de Efraín aparezca en un libro editado, sí, por la UNAM), de la ausencia de reseñas críticas que discutieran su valor y (otra vez) de la desinteresada actitud de Huerta para continuar con el rescate de su prosa, como se muestra en las respuestas que le dio a Ambra Polidori, en una entrevista publicada pocos meses después de la aparición de Textos profanos (unomásuno, 25 de mayo de 1979):

—Don Efraín, ¿qué nos dice de la crítica que se ha hecho a Textos profanos?

—Muy buenas notas, en general, pero unas demasiado solemnes, como si yo hubiera escrito algo así como un Apocalipsis. En general, comentarios muy generosos.

—¿Y cómo va su recolección de textos, “cuentos y algo peor” (como cita en su libro) para preparar otro volumen profano?

—No va. Recolectar textos impresos o conferencias equivaldría a realizar un trabajo monstruoso y no tendría tiempo ni para prepararme un jaibol. Pero algo se hará.

Otra razón que debe revisarse se asocia con el destino de las compilaciones elaboradas y publicadas tras la muerte de Huerta en 1982, en las que, por contraste, la suerte editorial y crítica de su prosa deja de estar en las manos de su autor y pasa a la de quienes intervinieron en el rescate de ese legado. La primera de ellas, ya mencionada con título abreviado, fue Aurora roja. Crónicas juveniles en tiempos de Lázaro Cárdenas (1936-1939), recopilada por el equipo que sustenta el “Proyecto para la documentación de la literatura mexicana” con sede en el Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM y editada por Guillermo Sheridan, cuya elaboración se vio rodeada de un desacuerdo entre este y la familia del poeta, que no autorizó su publicación (iba a aparecer en Ediciones Era). Precedida por un riguroso y nada halagador prólogo de Sheridan y acompañada por 683 notas, Aurora roja se vio destinada a aparecer en “una edición no venal de la que se imprimen cincuenta ejemplares fuera de comercio, destinados exclusivamente a bibliotecas públicas”, según reza la nota informativa inscrita en su página legal. El efecto no podía ser otro: los escritos ahí reunidos han sido citados en tesis y ensayos académicos, pero no se han leído con la abundancia y la ausencia de filtros polémicos deformantes que su calidad amerita.

Un caso similar, aunque por otra razón, es el de los escritos reunidos en Close-up por Alejandro García, con la ayuda de Evelin Tapia. Orientados por un loable propósito de rescate hemerográfico, los investigadores recogieron una parte importante de las colaboraciones sobre cine que Huerta publicó entre abril de 1947 y agosto de 1952 en El Nacional, sin aplicar un criterio de legibilidad, sino organizándolas en apartados temáticos muy específicos, con el doble efecto no buscado, primero, de presentar textos muy buenos en alternancia con otros de calidad mediana (por el compromiso periodístico respecto del cual fueron escritos, por su anclaje en circunstancias y discusiones pasajeras, olvidadas o intrascendentes) y, segundo, de crear en el lector la impresión de que Huerta desarrollaba los temas fílmicos mediante un enfoque de compartimentos estancos (lo que nunca fue así). Compilación sin duda valiosa, por su primacía y porque nos provee de decenas de escritos impecables, Close-up, sin embargo, se ha leído poquísimo, sobre todo por dos razones: porque la edición original constó de sólo 500 ejemplares, repartidos para su distribución y venta entre la Universidad de Guanajuato y el Instituto Estatal de Cultura (que ya agotó sus 250 ejemplares) y porque la distribución de ambas se concentra en el ámbito regional.

Hecho este recorrido, acaso puede decirse ya que la prosa de Efraín Huerta ha padecido los azarosos efectos de una posteridad —la suya— encaprichada en hacerlo prevalecer sólo como poeta y en postergar su conocimiento como prosista copioso y de muy diversos registros cualitativos.

En una entrada de su artículo “Suplemento de 1982 al ‘Esquema para un diccionario (abreviado) de la poesía de Efraín Huerta’” (Proceso, 17 de abril de 1982), José Emilio Pacheco señalaba uno de los valores de la prosa efrainiana y describía un panorama no demasiado diferente al de este 2014 de su primer centenario natal, concretamente en lo que se refiere a la proporción que se ha rescatado de su escritura no poética. Observó JEP:

“Huerta no pensó mucho en el sitio que le reservaría el impredecible hit-parade de los muertos. Al despreocuparse por lo que aún seguimos llamando ‘posteridad’, no escribió memorias. Tal vez podrían entretejerse con los recuerdos, imágenes y estampas que dejó aquí y allá a lo largo de su inmensa labor en prosa. Prosa que él llamaba ‘ligera’, análoga a lo que en inglés se designa como light poetry, y que, por cierto, sólo en mínima parte se halla recopilada: Textos profanos (1978) y Prólogos (1981)”.

Escrito ese agudo párrafo hace 32 años ya, dos meses después del fallecimiento del poeta nacido en Silao, hay sin embargo dos cosas que sí han cambiado desde entonces. La primera es que hoy sabemos con más precisión lo que ignoramos y, por tanto, lo que debemos investigar a propósito de la prosa de Huerta: cuántos artículos y en dónde los publicó, en qué estado se encuentran, cuáles conservan vigencia y cuáles ameritan republicarse. Y la segunda, surgida bajo el impulso auspicioso del centenario, es que ahora mismo esa prosa se está tomando “en serio” y es objeto de un justificado interés editorial: el FCE puso a circular El otro Efraín. Antología prosística con 176 textos, que me encargó editar; La Rana y la Universidad de Guanajuato publicarán en agosto Canción del alba, compilación en dos tomos seleccionada por Raquel Huerta-Nava, quien preparó también la antología Efraín Huerta en El Gallo Ilustrado, que editará Planeta; Sergio Ugalde y Ernesto Mendoza tienen una investigación en proceso sobre los artículos publicados por Huerta en El Popular entre abril de 1940 y enero de 1942, en plena guerra mundial, en su columna El hombre de la esquina.

En una palabra: situados frente al continente de su obra en prosa, contamos con un mirador más firme y elevado desde el cual —no obstante estar rodeado aún por la sombra de varias ignorancias— podemos comenzar a reconocer la ingente dimensión, la gran profundidad y las múltiples formas de sus zonas sumergidas.

domingo, 15 de junio de 2014

Un rasgo oculto de Efraín Huerta

Junio/2014
Nexos
Carlos Ulises Mata

1932, el año de sus 18 (había nacido en 1914, el 18 de junio), fue un año crucial en la vida del poeta Efraín Huerta.
Nacido Efrén Huerta Romo, en Silao, Guanajuato, en la fecha indicada, en 1932 el escritor adoptó el nombre con el que firmó todos sus libros y el que figura en la lápida que cubre su tumba. Lo hizo a sugerencia de su amigo Rafael Solana, quien, sobre la base de una razón literaria, lo convenció de la mejoría eufónica que significaba pasar de un hexasílabo de pronunciación algo hueca (efrénhuertarrómo) a un pentasílabo de mayor viveza y concisión (efraínhuérta).
Ese mismo año, con toda exactitud en “Irapuato-15-9-932”, el joven Huerta fecha su primer poema, escrito al reverso de una hoja membretada del despacho de su padre —“Lic. José M. Huerta / Guadalupe 17 (antes 21) / Irapuato, Gto.”—. El poema se llama “Tarde provinciana” y hay en sus versos la huella delatora de su frecuentación de Ramón López Velarde:
Toca la campana
el toque de oración.
Hay en mi calleja
silencio y unción.1
También en 1932, Huerta comienza a escribir con regularidad en El Estudiante y, al cierre de éste, en 1934, en el periódico La Lucha, ambos editados en Irapuato, ciudad a la que regresaba a visitar a su padre. Desde 1930 vivía en la ciudad de México, a donde se trasladó con la intención de inscribirse en la Academia de San Carlos para estudiar dibujo, lo cual no consiguió, por lo que al fin ingresó a la preparatoria en San Ildefonso. Según su propio testimonio, en aquellas modestas publicaciones colaboró con crónicas, con “una columna de tipo satírico” y, claro, con poemas, siendo en El Estudiante en donde debió de aparecer el primero suyo puesto en letras de imprenta, cuya identificación precisa está por hacerse, aunque ya pueda decirse —gracias a las indagaciones de Emiliano Delgadillo— que no fue “El Bajío”, como llegó a asegurar el poeta, repiten todas las bibliografías, y consta incluso en su Poesía completa (1ª ed., 1988, 3ª ed., 2014, FCE).
En una carta de “enero 23” de 1934 a su novia Mireya Bravo (se casaría con ella en 1941), Efraín Huerta —lleno ya entonces su mundo de libros y afanes de escritura—, le entrega un emocionado parte de novedades:
¿Te acuerdas de mis primeras andanzas periodísticas en El Estudiante? Pues bien, como ese periódico está bien muerto, ya que Manuel se fue a Guanajuato, su hermano trabaja ahora en otro, La Lucha, semanario también de crítica municipal y sus artículos queman y estorban a todo el mundo, desde el Presidente Municipal, jueces, ediles y paisanos. En el próximo número saldrá algo mío. Me exigen que hable de mis temas favoritos: calles, edificios, monumentos, etc. Hoy mismo escribo el artículo, con más ánimo todavía si es que hoy tengo carta tuya.
La lectura de ese pasaje epistolar —citado también por Briones en su libro— nos deja una impresión alucinante: no había cumplido Efraín Huerta aún los 20 años y ya su escasa obra, y la divulgación entre sus amigos de sus gustos, habían configurado en torno suyo el prestigio de “escritor de la ciudad”.
Como lo señaló Octavio Paz en el emocionado escrito de despedida que le dedicó en 1982, atribuir a Huerta esa etiqueta, con ser exacto, es una simplificación que oculta otras facetas relevantes de su obra y deja sin analizar la preeminencia en la tesitura urbana de otros autores, de Propercio a Baudelaire. José Emilio Pacheco puntualiza mejor que nadie el asunto al observar que Huerta fue “poeta de la ciudad entre los treinta y los cincuenta”, que “se despide de ella en 1956” con “Buenos días a Diana Cazadora” y “Avenida Juárez”, y que tras ese momento se convierte en “el primer poeta de la nueva realidad que, en todo sentido, no tiene nombre y llamamos por sus siglas burocráticas DF”.
Muy lejos de esa aproximación desesperanzada a la catástrofe citadina actual, a la que Huerta se anticipó y cuyo registro poético se inicia en Los hombres del alba (1944), se sitúan los tres textos que se presentan: “Estética de la calle”, “Atardeceres de la Feria” y “Fe de errores”, que no fueron incluidos en El otro Efraín. Antología prosística de Efraín Huerta (FCE, 2014), de reciente aparición. En esa compilación se reúnen 176 textos, entre crónicas urbanas; artículos sobre libros, autores, cine y arte; piezas polémicas; prólogos y entrevistas publicados de 1936 a 1980 en periódicos y revistas, y una parte de ellos luego republicados en compilaciones que circularon en medios muy restringidos o están agotadas, lo cual hace de ellos escritos prácticamente desconocidos, como desconocido y otro es el Efraín Huerta que descubren.
Publicado en El Estudiante, “Quincenal estudiantil de información”, en uno de sus dos números de septiembre de 1933, “Estética de la calle” es el escrito en prosa de Efraín Huerta más antiguo que se ha documentado; el recorte de donde se transcribió apareció doblado entre las páginas de un libro que guarda su hija Andrea. Situado literariamente en una de las cuatro ciudades del Bajío —Silao, León, Guanajuato e Irapuato— en donde Huerta residió antes de instalarse en México, previa estancia en Querétaro, “Estética de la calle” recoge con una espontaneidad no exenta de candor las expansiones líricas de un joven de 18 años que se emociona de emocionarse y de descubrir que tiene la facultad natural para reconocer maravillas en la más humilde avenida de una ciudad pequeña: “¡Tan poético es el tema que suministra un irapuatense saltando cualquiera esquina inundada con un palo para tender ropa!”.
También, y sin incurrir en la impostación, el breve escrito es el homenaje que el incipiente poeta le dedica, otra vez, a López Velarde, a quien llama en el segundo párrafo “el poeta de la voz sonámbula y picante”, y en cuya estela inscribe sus ensayos de adjetivación desusada (“las campanas centaveras”, “la desconcertante vía”, “las visiones acertadamente desérticas”), sus notas de humor implícito y hasta la sinceridad de su confesión final.
A su vez, “Atardeceres de la Feria” y “Fe de errores” se publicaron juntos en la Revista Mexicana de Cultura, suplemento cultural de El Nacional, el 4 de mayo de 1947, acompañados de un dibujo de Raúl Anguiano. Apenas un mes antes, Huerta se había integrado al brillante equipo de colaboradores formado por Fernando Benítez para lanzar la nueva etapa de esa publicación —estaban ahí Max Aub, Juan Rejano, Salvador Moreno y tres “Antonios”: Acevedo Escobedo, Rodríguez y Magaña Esquivel—. Desde el número 1 (6 de abril de ese año) y hasta el 281 (17 de agosto de 1952) Huerta tuvo a su cargo en el influyente suplemento dominical la sección —de una página completa— “Close-up de nuestro cine”, calificada por Gustavo García como “uno de los sueños de la crítica de cine en México”, al tener “el espacio suficiente para extenderse ensayando, sin atenerse a la cartelera sino a las mil reflexiones a que se presta el cine”. Huerta aprovechó de forma óptima ese privilegio al incluir en su sección artículos críticos, reseñas, comentarios de actualidad, colaboraciones solicitadas, traducciones de textos tomados de revistas norteamericanas, inglesas, italianas y francesas (hechas en muchos casos por él) y, en generoso despliegue, fotogramas de sus películas preferidas y fotografías de sus estrellas favoritas (algunas con cariñosas dedicatorias: “Best wishes to EH: Gale Sondergaard”).
Deudor también, a su modo, de las crónicas de El minutero, en las que la anécdota se adelgaza a favor de la elaboración de retratos memorables (“Francisco Díaz de León, con su sonrisa a flor de espíritu, sin su acordeón de gratos recuerdos”) y del registro atmosférico de sensaciones (“Allá a lo lejos, una carcajada atruena la espaciosa Plaza de la República. Naturalmente, es Rafael Heliodoro Valle”), “Atardeceres de la Feria” es una amabilísima —en todos los sentidos— divagación hecha también de pequeñas noticias, de guiños privados y de una casi voluptuosa, aunque sobreentendida, declaración de afecto a la ciudad, a sus sitios y ciclos emblemáticos: “Allí queda la Feria del Libro, magistral y única, calumniada, zaherida, necesaria siempre”.
Al fin, “Fe de errores”, firmada con el pseudónimo El Periquillo, asociado desde 1940 a la actividad periodística de Huerta, es algo más que una curiosidad: basta situarse en la fecha de su publicación (mayo de 1947) para tomar conciencia de que sus traviesos apuntes son un anuncio en prosa y con 22 años de antelación de los célebres poemínimos, el primero de los cuales —“Mansa hipérbole”: “Los lunes, miércoles y viernes/ Soy un indigente sexual;/ Lo mismo que los martes,/ Los jueves y los sábados./ Los domingos descanso”— su autor fechó el 29 de mayo de 1969, al incluirlo en Los eróticos y otros poemas (1974).
Y no se trata de ver moros aforísticos con tranchete poético. Los apuntes de “Fe de errores” están compuestos con exactamente los mismos recursos retóricos que más adelante utilizó Huerta para elaborar los poemínimos: el juego de palabras; la alteración humorística de frases proverbiales; el uso del doble sentido; las alusiones privadas a los amigos y la invención de “neohuertismos”. Así, según El Periquillo, al apoltronado corrector de pruebas todo mundo lo llama “corruptor de pruebas”; a los amantes de los libros conviene aplicar “el tremendo adjetivo de libróvoros”; a Rafael, que busca al editor Botas para pedirle un dato, un amigo le aconseja evitar que le den “dato por liebre”. Siguiendo esa línea creativa, en una sección de 1951 llamada “Aforismos del Periquillo”, Huerta acabará por componer poemínimos estrictos, salvo por el hecho de estar en prosa y no en versos. Por ejemplo: “¡Sonetófagos de todos los países, moríos!”, idéntico a “Arenguita” (divulgado en 1986), que dice: “Paranoicos/ De todos/ Los/ Matices/ ¡Uníos!” (y como ése, otros tantos).
Como Octavio Paz y José Revueltas; como Alberto Quintero Álvarez, Enrique Guerrero Larrañaga, María del Carmen Millán y como María Félix también, Efraín Huerta llega en 2014 a su primer centenario natal. No es una casualidad que sobre cada uno de sus compañeros de efeméride secular el poeta de Silao haya escrito una reseña elogiosa, un artículo de reivindicación, un comentario generoso, una conferencia, un poema y hasta una declaración de rendición amorosa. No lo es porque, como Salvador Novo y Alfonso Reyes, durante cinco décadas Huerta se allanó alegremente al precepto atribuido a Plinio el Viejo, que nadie ha localizado en texto alguno y sin embargo explica sus miles de páginas en prosa que siguen en espera de ser descubiertas: Nulle dies sine linea. O dicho en prosa huertiana: yo ni en domingo dejo de escribir.

sábado, 14 de junio de 2014

Una prosa, la prosa Efraín Huerta

14/Junio/2014
Laberinto
Carlos Ulises Mata

Tres rasgos perfectamente distintivos de la escritura en prosa de Efraín Huerta (y sin problema podríamos decir que distintivos también de su personalidad) se unen en el texto que aquí presentamos: la intervención vigorosa en las discusiones de la hora; la estrecha y frecuente unión del propósito crítico y de la expansión autobiográfica; y su gusto por la práctica del apunte rápido y del comentario heterogéneo, desarrollados en su caso por medio de los géneros de la revista y de la crestomatía.
 
Aparecido en el Diario del Sureste, de Mérida, el 27 de abril de 1937 (no se había vuelto a publicar), “Reseña metropolitana” es una entre las centenares de posibles puertas de entrada al conocimiento y disfrute de la zona escondida de una obra que erróneamente suponíamos conocer en su integridad, atribuyéndole tan solo la gozosa oportunidad de la relectura, cuando de golpe nos vino a recordar que de ella no hemos leído ni la mitad, si la consideramos más allá de los géneros. Antes que a la lamentación por el retraso, la puesta en circulación que este año se hará de más de mil páginas de la escritura prosística de Efraín Huerta nos conduce más bien a la avidez lectora, a la promesa del placer y a la afinación de los sentidos críticos (al ser predecible que no todo lo que surja hoy y se rescate luego tendrá la misma calidad). Esa suma prevista tomará forma en diferentes propuestas editoriales: El otro Efraín. Antología prosística (FCE), con selección y prólogo míos; Canción del alba (La Rana-Universidad de Guanajuato, 2014) y Efraín Huerta en El Gallo Ilustrado (Planeta, 2014), ambas seleccionadas por Raquel Huerta-Nava.
 
Una cosa sí puede anticiparse y se verifica en “Reseña metropolitana”: los artículos políticos y literarios, las crónicas urbanas, los textos de cine, los prólogos, y hasta las entrevistas y los apuntes privados de Efraín Huerta que hasta hace poco comenzaron a rescatarse, y que a partir del centenario se volverán más y más accesibles, son completamente consistentes con su poesía: revelan al mismo personaje, la misma actitud moral, la misma agudeza y humor. Incluso más: nos ayudan a leerla y a ponerla en contexto, sin por ello dejar de ser escritos que se leen con gozo e interés autónomo.
 
Por lo que hace a la intervención que desde su actividad periodística tuvo Efraín Huerta en las discusiones de más apremiante actualidad, el texto que se presenta incurre por lo menos en dos asuntos cruciales. Como telón de fondo, el primero es el de la guerra civil española, todavía sin atisbos en ese momento sobre el ominoso desenlace que tendría a favor del bando franquista, lo que daba lugar a la creencia sobre la necesidad y la urgencia de intervenir para frenar o cuando menos atenuar sus horrores. Era esa la razón por la que Nicolás Guillén estaba en México. Según lo documentó Guillermo Sheridan, Guillén llegó al país en enero de 1937, invitado por la LEAR (en cuyo salón dicta la conferencia que el texto señala, y a cuyas filas informa Huerta que pertenece “desde la semana anterior”) para participar en el Congreso Mexicano de Escritores y Artistas Revolucionarios, celebrado del 17 al 24 de enero en un nuevecito Palacio de Bellas Artes (se había inaugurado menos de tres años antes). El cubano permaneció aquí los meses que mediaron entre esos días y la consumación del segundo acontecimiento al que Huerta alude en su “reseña”: el viaje que desde México emprenderían Juan Marinello, Carlos Pellicer, Octavio Paz, José Mancisidor, Elena Garro, José Chávez Morado, Fernando Gamboa, Juan de la Cabada, Gabriel Lucio y el propio Guillén al mítico (imposible no llamarlo así) Congreso Internacional de Escritores para la  Defensa de la  Cultura, que se realizó del 4 al 11 de julio de ese año en Valencia, con extensiones a Barcelona y Madrid (que estaba sitiada casi en su totalidad). Como él mismo lo contaría después y lo dejan ver sus artículos de la época, Huerta deseó con todas sus ganas ir a ese congreso. Todavía un mes antes estaba en la lista de los “apoyados” por la  LEAR, pero al fin fue excluido, según su interpretación porque él no era aún muy conocido y se buscaba la presencia en España de una figura joven representativa, y ésa fue la de Paz. En abril ya tenía la ilusión de ese viaje y por eso dice, noble: “Mi mejor deseo es que se le cumpla (a Guillén) su intento de marcharse a España”.
 
Por otro lado, debajo de la apariencia anecdótica que le otorga su carácter primario de crónica urbana, “Reseña metropolitana” es también un texto no demasiado velado de crítica y, sobre todo, de política literaria. Sin desperdiciar ninguno de los párrafos que forman el escrito, Huerta desgrana juicios sobre los poemas que le gustan y sobre el tipo de poesía que le parece apropiado practicar y a la que se adhiere. Así, alaba por supuesto la obra de Guillén; revela a través de una frase de éste su aprecio por la parte séptima del West Indies Limited; reafirma su postura de respeto por la obra de “el viejo maestro” Enrique González Martínez; destaca entre los escritos poéticos hasta entonces conocidos de Octavio Paz sus sonetos (que en otro escrito pone al lado de los de Carlos Pellicer) y el “poema perfecto” “¡No pasarán!”, el cual el mismo Huerta había reseñado semanas atrás con estas palabras, en la sección de “Libros recibidos” del número III de Taller Poético (de marzo de 1937): “Paz —poeta serio y consciente, como ningún otro— ha dado a la poesía mexicana el primer documento valioso y digno; ha puesto en las manos de los críticos suspicaces algo que les quema las manos; ha entregado al pueblo de México y al de España el medio más efectivo de comunión y entendimiento. Ha creado una auténtica poesía de ilimitadas perspectivas”.
 
Y, claro, en la misma oportunidad, al referirse al “reseco poeta” Xavier Villaurrutia, Huerta reanuda su disputa con Contemporáneos, situada en esos días en su punto más tenso, como lo muestran otros artículos de semanas previas y posteriores publicados en El Nacional y el mismo Diario del Sureste (búsquese, sobre todo, “Por una poesía de la juventud”, del 9 de marzo; “Carta lírica a Paz, Cortés y Novaro”, del 12 de abril, y “Las cosas turbias”, del 23 de mayo, el primero y el tercero incluidos en El otro Efraín). La citada disputa, y sobre todo la crítica severa a la obra de Villaurrutia, pronto se atenuarían. En “Las cosas turbias” ya dictamina Huerta que “la última plaquette de X.V. se salva, bien que difícilmente” (se refiere a Nocturno mar). En septiembre de 1939, al reseñar el cuarto número de Taller (no confundir con Taller Poético, que terminó su recorrido en junio de 1938), escribe que “dedicado a la  Poesía, es de todos los números el que más maduros frutos recoge”, sustanciando su valoración con este apunte: “Villaurrutia dio un bellísimo poema, ‘Amor condusse noi ad una morte’, del que tomamos estos fragmentos, que hablan por sí solos”. Al fin, muerto Villaurrutia, Huerta se creó la costumbre de llevar flores a su tumba en el Tepeyac cada 25 de diciembre.
 
En cuanto a sus comentarios derogatorios sobre la línea editorial de Taller Poético y de Letras de México —a las que critica, respectivamente, por la peligrosa “democracia” que permite la inclusión de escritores que juzga insustanciales (los citados Gabriel Mercado y Neftalí Beltrán, más otros olvidados con justicia como Carlos Mata, Anselmo Mena, Manuel Lerín y etcétera), y por su falta de compromiso político (“se ven los toros desde la barrera”)—, se trata de desplantes provocadores. La prueba: Huerta publicó versos y reseñas en los cuatro únicos números de la publicación, mientras que a la segunda le entregó poemas importantes (“La amante”, en 1940, y “Problema del alma”, en 1942) y una reseña extensa sobre Alberto Quintero Álvarez, recibiendo en sus páginas comentarios elogiosísimos sobre su propia producción (fue ahí donde José Luis Martínez dijo de Huerta que “es quizás un pariente no del todo lejano de Rimbaud”).
 
Finalmente, “Reseña metropolitana” es un ejemplo más de los numerosos escritos prosísticos de Huerta en que la forma fragmentaria funciona como recurso eficaz para armonizar la reseña crítica, el comentario punzante, el anuncio de novedades y el comentario autobiográfico, práctica de la que más tarde serían ejemplo brillantísimo sus “Columnas del Periquillo”, “El Periquillo en su balcón” y la célebre “Libros y antilibros”.

sábado, 25 de enero de 2014

Gabriel Zaid: Un clásico que no ha terminado de ser escrito

25/Enero/2014
Laberinto
Carlos Ulises Mata

Estoy con Borges y Calvino: un libro clásico es el que no termina de leerse nunca, porque su lectura le dice cosas nuevas e interesantes al mismo lector en distintos momentos y porque logra la condición prismática para distintos lectores de una misma época. Cómo leer en bicicleta, de Gabriel Zaid pertenece a ese orden. Con todo, su condición de fuente perenne de la que no deja de brotar agua fresca y transparente se logra también por ser un libro que, tras su primera publicación en 1975, no ha terminado de ser escrito.

El propio Zaid cuenta que, al idearlo o darse cuenta de la posibilidad de que existiera (lo que debió ocurrir en 1967, en parte gracias a la mayéutica de Joaquín Díez–Canedo), no se propuso escribir un libro sino explorarse como escritor y explorar el nivel de tolerancia crítica del entorno, previsiblemente bajo en pleno diazordacismo. Hacia ese efecto, Zaid intervino primero en el orden compositivo de sus ensayos, a los que, por mera curiosidad y reto artístico, despojó de sus inclinaciones habituales (aparición obsesiva del yo, de frases preelaboradas de elogio y denuesto, de afirmaciones que no se prueban) y de sus formas consabidas, ejecutando cada uno con una diferente (e inusual) fórmula retórica: como si fuera un paper, un alegato judicial, un instructivo, una indagación detectivesca, y etc., y como si no, pues eran legibles y divertidos. En equiparación con esa formalidad subversiva, Zaid inició una práctica a la que lo empujaba su disgusto estético y, sobre todo, su sentido moral. La práctica consistía en criticar “las cosas públicas y demostrables públicamente”, en criticar a “personas con poder literario o político” (p.ej., al presidente de la República) y, al fin, en “hacer política literaria”. En sus palabras, ejercer el poder que sí se tiene como escritor: “hacer planteamientos independientes, por escrito, para el público”. En las mías: ser un escritor moderno en un país de nuevo premoderno, a causa del servilismo imperante.

La distancia de cuatro décadas con escritos como “Carta a Carlos Fuentes” y “Los escritores y la política”, determinantes del perfil peculiar que la posteridad dará al libro, permite darnos cuenta del hito que implicó la sucesiva publicación de sus ensayos en Siempre!, Plural y Vuelta, así como del valor genésico que tienen en la obra entera de Zaid, en cuyo orden —por extensión y afinidad, por iluminación de zonas colindantes no exploradas— originaron nuevas y fecundas indagaciones (p.ej., y Zaid lo acepta, la saga de De los libros al poder surge de la evolución que significa pasar del conflicto del poder en la cultura al conflicto de la cultura en el poder. Y de ahí a la crítica social de El progreso improductivo y La economía presidencial solo hay un paso).

La perduración de los propósitos que nacieron con Cómo leer en bicicleta explica también su inacabamiento virtuoso: ha tenido cuatro ediciones y ninguna ha sido igual: sus capítulos —como ha hecho con sus otros títulos— han sido “abreviados, combinados, corregidos, actualizados, reescritos”. Y es muy probable que, cuando el libro vuelva a editarse, incluya los artículos con que Zaid intervino hace meses en los escándalos de la concesión del Premio Villaurrutia a un plagiario y de la dirección del FCE a un ex vocero presidencial. Se probará así que la obra de Zaid no existe sustancialmente en la forma de libros que son entidades acabadas (o sea muertas), estables (o sea sin conflicto) y fijas (o sea sin movimiento) sino que se verifica en la condición gerundial de su actividad crítica y poética.


Cuenta Ibargüengoitia que un día, tras dar una conferencia, un sujeto calvo y decente se levantó y le preguntó: “¿Qué entiende usted por un clásico?”. “El que remata una tradición y la deja inservible”, respondió. Justo lo que viene haciendo Zaid con sus libros lúcidos y enigmáticos, pues, al fin, ¿cómo leer en bicicleta? El libro no lo dice pero uno sospecha: con atrevimiento y libertad para situar la mirada atenta en el fondo transparente del libro y en las incidencias del paisaje en el que transcurre también el autor, el editor y el patriarca cultural, trocando para siempre el hábito banal de leer sentados en la sala asfixiante por el de descifrar los enredos de la escritura mientras un viento fresco rompe su invisible unidad sobre nuestro rostro.