Confabulario
Carlos Ulises Mata
Es por lo menos llamativo que hayamos tenido que esperar la llegada del centenario de Efraín Huerta para comenzar a asomarnos al conocimiento de su abundantísima obra en prosa.
Es cierto que el avistamiento de ese continente oculto de la geografía literaria de Efraín Huerta ni ha sido absoluto ni comenzó apenas en 2014. Conocíamos de él los relieves puestos a la vista por su propio autor, en las compilaciones que de su prosa hizo él mismo —Textos profanos (UNAM, 1978) y Prólogos (UNAM, 1981)—, dos cuadernillos que suman apenas 31 textos y 152 páginas. Habíamos visitado nueve de sus islotes, en la compilación que Mónica Mansour hizo de unas presentaciones de 1964 y 1965 en Aquellas conferencias, aquellas charlas (UNAM, 1983). Teníamos esporádica noticia sobre su variedad, gracias a la reproducción facsimilar que la misma Mansour hizo de artículos, columnas y entrevistas aparecidas en decenas de periódicos y revistas (de cuya pertenencia daba cuenta las credenciales de Huerta como “colaborador” y “redactor”), en Efraín Huerta: Absoluto amor (Gobierno de Guanajuato, 1984). Nos habíamos prendado de los afilados perfiles —por momentos cortantes; de golpe, tiernos— de las 101 crónicas recogidas por Guillermo Sheridan en Aurora roja (UNAM-CELL, Pecata Minuta, 2006). Y al fin, habíamos ingresado a una de sus más extensas provincias al leer los 127 artículos de asunto cinematográfico reunidos por Alejandro García en los dos tomos de Close-up (La Rana-Universidad de Guanajuato, 2010).
Sin embargo, ni siquiera la acumulación de esos seis títulos y sus 1,200 páginas de prosa efrainiana (contadas gruesamente, sin restar las que ocupan las notas, prólogos y otros paratextos que las acompañan) han sido suficientes para componer un mirador estable sobre la dimensión, la variedad, la ubicación exacta, la vigencia y la calidad de las piezas que forman el continente oculto cuyos perfiles tratamos de dibujar. Ocurre entonces un fenómeno elocuente: le pide uno a casi cualquier buen conocedor de literatura mexicana que cite el título de un artículo memorable o de un libro de prosa de Huerta y, casi invariablemente, el conocedor confiesa no poder nombrar ninguno.
La explicación de ese desconocimiento está hecha de varias razones, entre las cuales una es la principal: Efraín Huerta no escribió un solo libro deliberado de prosa, aunque a lo largo de cincuenta años redactó una cifra de escritos con los que se podrían formar una decena o más. Una razón derivada de esta es que la mayoría de esos escritos, si no es que casi todos, tuvieron como destino principal las páginas de una cantidad aún no establecida de periódicos, revistas, suplementos culturales, secciones de opinión, y boletines publicados en la ciudad de México principalmente, así como en Mérida, Morelia, La Habana, Managua, Jalapa y otras ciudades, y que tras su lectura del día, la semana o el mes correspondiente, pasaron a empolvarse en esos archivos de la memoria postergada que son las hemerotecas.
Sumadas a esas dos razones hay otras más que han concurrido para que se siga identificando a Efraín Huerta solamente como el autor de una extraordinaria obra poética, dejando de lado que fue también un extraordinario y caudaloso periodista; que fue también un apasionado y riguroso crítico de cine en todas sus categorías problemáticas; que fue también un lector de alcances vastísimos y un comentador muy original de libros y asuntos literarios; y, al fin, que fue también un activo polemista que promovió y defendió por escrito sus creencias políticas y sus convicciones literarias y éticas en artículos periodísticos, en ensayos unitarios, en proclamas circunstanciales y en mítines.
Revisemos una de esas razones, atribuible por entero al propio Huerta. La posteridad de un escritor tiene como su principal agente de configuración al escritor mismo y, aceptando esto, es claro que Efraín Huerta no hizo demasiado para que la suya lo reconociera también como prosista. Para empezar, Huerta no se ocupó de reunir en libros los escritos prosísticos que juzgaba dignos de perduración o simplemente le gustaban. Como se dijo arriba, sólo preparó tres compilaciones, una de las cuales —Aquellas conferencias, aquellas charlas— ni siquiera vio impresa, con todo y que la tenía lista desde 1971, cuando entregó dos de sus capítulos a las páginas de El Heraldo Cultural. Según le contó a Beatriz Reyes Nevares en una entrevista (Siempre…!, núm. 1300, 24 de mayo de 1978), el inexplicable desinterés de cierto editor contribuyó a esa postergación:
—Por último, Efraín: ¿No piensas en la edición de un libro de prosa, en que se podrían reunir algunas de tus crónicas de periódico?
—Sí, sí lo he pensado. Hace poco, quise reunir cuatro conferencias que dicté en el Instituto Hispanomexicano (calles de Tabasco). Eran sobre la novela, el cuento, el teatro y la poesía en nuestro país. En total, son algo así como ciento y pico de cuartillas. Le propuse los textos a un editor joven —relativamente joven—, pero no me tomó en serio. Poco después supe que tampoco como poeta me tomaba en serio […] / ¿Las columnas? —agrega Efraín—. Las que escribí durante años en El Popular (El hombre de la esquina, Las paredes oyen y muchas más), eran esencialmente políticas, antialmazanistas y antisinarquistas. […] Recoger todo aquello significaría una hazaña de hemeroteca. Me gustaría, en cambio, registrar en un volumen modesto mi sección Libros y antilibros, que escribo para El Día cada domingo, en El Gallo Ilustrado, desde agosto de 1975. Bueno, a ver si hay tiempo y Diosito me da licencia.
Las conferencias, ya se ve, se publicaron de manera póstuma y no fue mejor la suerte de los escritos reunidos en las dos compilaciones que Huerta sí vio circular. La adversidad primordial procedía de haber sido publicadas ambas en la UNAM, de deficiente circulación (Huerta mismo, al hablar de unos libros de Jaime Sabines y de Rosario Castellanos publicados por esa institución al inicio de los años sesenta, anticipó sin saberlo el destino que tuvieron los suyos: “Lo que duele es que el libro de Sabines, Recuento de poemas, y el de Chayito, fueron editados por la honorable Universidad Nacional Autónoma de México y su circulación ha sido absoluta y totalmente nula”, según dice en Aquellas conferencias…, p. 55. Al margen hay que decir que es curioso y hasta divertido que el desahogo de Efraín aparezca en un libro editado, sí, por la UNAM), de la ausencia de reseñas críticas que discutieran su valor y (otra vez) de la desinteresada actitud de Huerta para continuar con el rescate de su prosa, como se muestra en las respuestas que le dio a Ambra Polidori, en una entrevista publicada pocos meses después de la aparición de Textos profanos (unomásuno, 25 de mayo de 1979):
—Don Efraín, ¿qué nos dice de la crítica que se ha hecho a Textos profanos?
—Muy buenas notas, en general, pero unas demasiado solemnes, como si yo hubiera escrito algo así como un Apocalipsis. En general, comentarios muy generosos.
—¿Y cómo va su recolección de textos, “cuentos y algo peor” (como cita en su libro) para preparar otro volumen profano?
—No va. Recolectar textos impresos o conferencias equivaldría a realizar un trabajo monstruoso y no tendría tiempo ni para prepararme un jaibol. Pero algo se hará.
Otra razón que debe revisarse se asocia con el destino de las compilaciones elaboradas y publicadas tras la muerte de Huerta en 1982, en las que, por contraste, la suerte editorial y crítica de su prosa deja de estar en las manos de su autor y pasa a la de quienes intervinieron en el rescate de ese legado. La primera de ellas, ya mencionada con título abreviado, fue Aurora roja. Crónicas juveniles en tiempos de Lázaro Cárdenas (1936-1939), recopilada por el equipo que sustenta el “Proyecto para la documentación de la literatura mexicana” con sede en el Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM y editada por Guillermo Sheridan, cuya elaboración se vio rodeada de un desacuerdo entre este y la familia del poeta, que no autorizó su publicación (iba a aparecer en Ediciones Era). Precedida por un riguroso y nada halagador prólogo de Sheridan y acompañada por 683 notas, Aurora roja se vio destinada a aparecer en “una edición no venal de la que se imprimen cincuenta ejemplares fuera de comercio, destinados exclusivamente a bibliotecas públicas”, según reza la nota informativa inscrita en su página legal. El efecto no podía ser otro: los escritos ahí reunidos han sido citados en tesis y ensayos académicos, pero no se han leído con la abundancia y la ausencia de filtros polémicos deformantes que su calidad amerita.
Un caso similar, aunque por otra razón, es el de los escritos reunidos en Close-up por Alejandro García, con la ayuda de Evelin Tapia. Orientados por un loable propósito de rescate hemerográfico, los investigadores recogieron una parte importante de las colaboraciones sobre cine que Huerta publicó entre abril de 1947 y agosto de 1952 en El Nacional, sin aplicar un criterio de legibilidad, sino organizándolas en apartados temáticos muy específicos, con el doble efecto no buscado, primero, de presentar textos muy buenos en alternancia con otros de calidad mediana (por el compromiso periodístico respecto del cual fueron escritos, por su anclaje en circunstancias y discusiones pasajeras, olvidadas o intrascendentes) y, segundo, de crear en el lector la impresión de que Huerta desarrollaba los temas fílmicos mediante un enfoque de compartimentos estancos (lo que nunca fue así). Compilación sin duda valiosa, por su primacía y porque nos provee de decenas de escritos impecables, Close-up, sin embargo, se ha leído poquísimo, sobre todo por dos razones: porque la edición original constó de sólo 500 ejemplares, repartidos para su distribución y venta entre la Universidad de Guanajuato y el Instituto Estatal de Cultura (que ya agotó sus 250 ejemplares) y porque la distribución de ambas se concentra en el ámbito regional.
Hecho este recorrido, acaso puede decirse ya que la prosa de Efraín Huerta ha padecido los azarosos efectos de una posteridad —la suya— encaprichada en hacerlo prevalecer sólo como poeta y en postergar su conocimiento como prosista copioso y de muy diversos registros cualitativos.
En una entrada de su artículo “Suplemento de 1982 al ‘Esquema para un diccionario (abreviado) de la poesía de Efraín Huerta’” (Proceso, 17 de abril de 1982), José Emilio Pacheco señalaba uno de los valores de la prosa efrainiana y describía un panorama no demasiado diferente al de este 2014 de su primer centenario natal, concretamente en lo que se refiere a la proporción que se ha rescatado de su escritura no poética. Observó JEP:
“Huerta no pensó mucho en el sitio que le reservaría el impredecible hit-parade de los muertos. Al despreocuparse por lo que aún seguimos llamando ‘posteridad’, no escribió memorias. Tal vez podrían entretejerse con los recuerdos, imágenes y estampas que dejó aquí y allá a lo largo de su inmensa labor en prosa. Prosa que él llamaba ‘ligera’, análoga a lo que en inglés se designa como light poetry, y que, por cierto, sólo en mínima parte se halla recopilada: Textos profanos (1978) y Prólogos (1981)”.
Escrito ese agudo párrafo hace 32 años ya, dos meses después del fallecimiento del poeta nacido en Silao, hay sin embargo dos cosas que sí han cambiado desde entonces. La primera es que hoy sabemos con más precisión lo que ignoramos y, por tanto, lo que debemos investigar a propósito de la prosa de Huerta: cuántos artículos y en dónde los publicó, en qué estado se encuentran, cuáles conservan vigencia y cuáles ameritan republicarse. Y la segunda, surgida bajo el impulso auspicioso del centenario, es que ahora mismo esa prosa se está tomando “en serio” y es objeto de un justificado interés editorial: el FCE puso a circular El otro Efraín. Antología prosística con 176 textos, que me encargó editar; La Rana y la Universidad de Guanajuato publicarán en agosto Canción del alba, compilación en dos tomos seleccionada por Raquel Huerta-Nava, quien preparó también la antología Efraín Huerta en El Gallo Ilustrado, que editará Planeta; Sergio Ugalde y Ernesto Mendoza tienen una investigación en proceso sobre los artículos publicados por Huerta en El Popular entre abril de 1940 y enero de 1942, en plena guerra mundial, en su columna El hombre de la esquina.
En una palabra: situados frente al continente de su obra en prosa, contamos con un mirador más firme y elevado desde el cual —no obstante estar rodeado aún por la sombra de varias ignorancias— podemos comenzar a reconocer la ingente dimensión, la gran profundidad y las múltiples formas de sus zonas sumergidas.
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