Laberinto
Evodio Escalante
Siempre que pienso en el primer gran libro de poemas de Efraín Huerta, Los hombres del alba
(1944), me vienen a la mente las severas palabras con las que Rafael
Solana se refería al temple de su autor y a una supuesta ausencia de
oído musical en su poesía. Solana, que había animado Taller Poético
(1936–38), afirmaba en el prólogo que lo acompaña que Huerta carecía
por completo del sentido del humor, y que era “el más duro, el más
inflexible, el más sin sonrisa de todos nuestros poetas”. Explicaba
Solana: “va dejando a su paso, en sus versos, no un camino florido y
enjoyado, como el que trazan otros poetas […], sino un sendero
sangriento y destrozado, como si hubiese pasado agitando entre las matas
un filosa espada enfurecida”. Remataba su descripción al compararlo con
el monje Jerónimo Savonarola, de cuyas invectivas no se libraban los
Borgia. ¡Tremendo! En cuanto a las búsquedas musicales de Huerta, Solana
no era menos drástico: el poeta relegaba la música al último término,
como la cosa menos importante de un texto. “Las palabras no son
utilizadas nunca en función de sus valores fonéticos, rítmicos […], sino
exclusivamente son estimadas como fórmulas de sugestión de ideas, en
aspectos rígidamente semánticos […]; es por ello una poesía que no
pierde nada de su valor al ser vertida a otro idioma, porque aquellos
valores que se hacen perdedizos en las versiones estaban ya ausentes
desde la redacción original”.
Lo
primero que habría que decir, es que sorprende la “sordera” de Rafael
Solana para advertir los valores musicales de la poesía de Huerta, en la
que solo encuentra, por lo que se ve, aspectos denotativos. Es cierto,
no se trata en ella de una música convencional o de algún modo sutil,
como la de los impresionistas, sino de una sonoridad áspera, ríspida,
disonante por convicción, como podría suceder en las composiciones de
Stravinsky o de Silvestre Revueltas. En lugar de una ignorancia de la musicalidad,
lo que hay en Huerta es la exploración de un sentido armónico más
acorde con la realidad agria y desafiante ante la que se enfrentaba. El
mundo del poeta pedía otras sonoridades y otros ritmos. Lo que me
impresiona de muchos de los poemas de Los hombres del alba, al
revés de Solana, es justamente su profunda musicalidad: a menudo uno no
sabe bien a bien cuál es el tema del poema, de qué asunto está hablando,
pero lo que se impone en lo inmediato es el valor de sugerencia de un
lenguaje que parece improvisarse en el momento mismo como un largo solo
de saxofón. “La poesía enemiga”, uno de los poemas de este libro, podría
servir de ejemplo. Lo que es asible de primera mano en el texto es el
título; el cuerpo del poema, en cambio, propone una serie de sugerencias
de sentido que solo poco a poco en sucesivas relecturas empiezan a
descifrarse.
Si
bien no comparto el juicio estético de Solana, me doy cuenta que la
comparación con Savonarola, que podría parecer exagerada, atina en
muchos aspectos. Como Savonarola, Huerta es un “profeta desarmado” lleno
de imprecaciones contra el mundo en que le ha tocado vivir. La
corrupción, la estupidez ambiente, nuestra condición de “colonizados”,
suscitan su cólera inflexible, y justifican que el poeta saque la espada
y se dedique a dar estocadas a diestra y siniestra como si se tratara
de alguien que ha perdido la razón. Pero no, digo mal, no ha perdido en
absoluto la razón, al revés, su lucidez sin concesiones, la dureza de su
mirada le permiten ver esa materia de escándalo que se ha vuelto cosa
normal para la mayoría de todos nosotros, sumidos como estamos en las
nieblas del conformismo y la banalidad. Por lo demás, la pasión crítica
de Huerta es también una forma de amor. Ama y odia a la ciudad, de la
que él se apropió como ninguno en sus versos. Amarla y odiarla son las
dos caras de una misma pulsión ardiente que puede lindar peligrosamente
con la diatriba pero que la supera por la fuerza misma de su
imprecación, quiero decir, por su innegable calidad literaria. Cuando
Solana piensa que Huerta es el Savonarola de nuestra poesía, seguramente
recuerda (entre otros) estos versos dirigidos ni más ni menos que
contra sus pretendidos hermanos de raza: los poetas. Así, al declararle su odio irrevocable a la Ciudad de México, Efraín Huerta no puede dejar de exclamar:
¡Por tus poetas, grandísima ciudad!, por ellos y su enfadosa categoría de descastados, por sus flojas virtudes de ocho sonetos diarios, por sus lamentos al crepúsculo y a la soledad interminable, por sus retorcimientos histéricos de prometeos sin sexo o estatuas del sollozo, por su ritmo de asnos en busca de una flauta.
Gracias a este temple crítico —propio de una generación que se formó en
la agitada época de Lázaro Cárdenas— y, habría que agregar, gracias
también a sus convicciones socialistas de viejo cuño, Huerta escribe
algunas de las piezas imprescindibles de la historia reciente de nuestra
poesía, entre las que se encuentran (para mi gusto) “Los ruidos del
alba”, “La muchacha ebria”, “Declaración de odio”, “Avenida Juárez”,
“Buenos días a Diana Cazadora”, “Barbas para desatar la lujuria”,
“Manifiesto nalgaísta”, El Tajín, “Borrador para un testamento” y “Responso por un poeta descuartizado”. Aunque pienso que El Tajín
se escribió teniendo como telón de fondo el magnífico “Himno entre
ruinas” de Octavio Paz y las no menos apreciables “Alturas de Macchu
Picchu” de Pablo Neruda, textos que de algún modo exhiben acentos
esperanzadores, el poema de Huerta contrasta y sorprende por su rigor y
por lo que podríamos llamar un nihilismo sin concesiones .
Dejando de lado su estalinismo militante, y como si lo enterrara, Huerta
trama una obra maestra dura e implacable como el cristal de roca. “No
hay origen”, observa el poeta, y con esto nos coloca como lectores al
borde del abismo: “Solo los anchos y labrados ojos/ y las columnas rotas
y las plumas agónicas”. Como premonición de la tragedia de Tlatelolco y
de todo lo que habría de venir, incluida la actualidad atroz desde la
que escribo esta nota, el profeta Huerta señala sin titubear:
No hay un imperio, no hay un reino. Tan solo el caminar sobre su propia sombra, sobre el cadáver de uno mismo, al tiempo que el tiempo se suspende y una orquesta de fuego y aire herido irrumpe en esta casa de los muertos —y un ave solitaria y un puñal resucitan.
Unos van al Museo de Antropología e Historia a mirar la Coatlicue para
entender a México; otros preferimos leer por enésima vez este poema de
Huerta. Como acudimos de modo reiterado a ese documento único que se
titula “Borrador para un testamento”. Dedicado a Octavio Paz, este texto
es un testimonio generacional. Quien quiera saber qué cosa fue la
generación de Taller, cuál era el temple de la época, cómo
vivían sus días y sus noches hasta que llegaba el amanecer estos jóvenes
de corazón en llamas, tendrá que acudir a este texto fundacional. Es
uno de los poemas más intensos de nuestro siglo XX. Solo a partir de
este poema puede entenderse lo que significa en México pertenecer a una generación poética.
Quizá desde entonces no ha habido de verdad otra generación en nuestro
país. O sea, un grupo de jóvenes amotinados capaz de generar un mundo, y de identificarse de corazón con ese mundo
que generan con su actitud. Poner el mundo y transformar el mundo no
son sino dos caras distintas de una misma vitalidad armada, subversiva,
beligerante. Valdría la pena intentar un análisis verso por verso de
este texto excepcional. Dejo la tarea pendiente y me limito a indicar
que ni la generación del Ateneo de la Juventud (Vasconcelos, Caso,
Reyes, Martín Luis Guzmán) ni la de Contemporáneos (Gorostiza,
Villaurrutia, Torres Bodet, Ortiz de Montellano, Owen y Novo) cuentan
con un documento de identidad de este calibre y naturaleza. “Borrador
para un testamento” es ya un poema histórico al que tendremos que
regresar cada vez que intentemos reconstruir el pulso de la generación
de Taller.
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