20/Marzo/2010Suplemento LaberintoVíctor Núñez Jaime
En más de una hora de conversación, Miguel Ángel Bastenier fuma cuatro cigarrillos DucaDos y bebe una taza de café. En algún momento comenta:
—Para mí un gran periodista es un hombre o una mujer del Renacimiento.
Y enseguida refuerza su afirmación:
—Para ser periodista en el siglo XXI hay que ser capaz de defenderse en todos los campos. Luego ya tendrás tu nicho particular… Pero el gran periodista es aquel que trata de explicar por qué pasan las cosas que pasan. ¡Qué cosa tan gigantesca! ¡Qué ilusión tan luciferina! Cierto. Pero el gran periodista es alguien que trata de abarcar la totalidad aunque, obviamente, muchas veces, sea derrotado”.
• • •
Miguel Ángel Bastenier Martínez era un adolescente cuando comenzó a formar su biblioteca personal. Primero con novelas y luego con libros de historia y de política.
—Tengo ahora —dice— una gran biblioteca de unos seis mil volúmenes. He regalado y he perdido muchos libros. Me he casado tres veces y en esos matrimonios se han ido perdiendo libros por el camino. No obstante, tengo una biblioteca de unos seis mil volúmenes, donde la historia es más importante que la novela. Pero he pasado horas extraordinarias leyendo libros a los que debo varios momentos de realización personal, de satisfacción íntima.
Momentos de aprendizaje los ha tenido no sólo en la universidad, donde estudió Periodismo, Derecho y Literatura inglesa, sino de manera muy especial en la práctica de la profesión periodística. De entre todos sus maestros, el que más destaca es el catalán Josep Pernau al que, por cierto, le dedicó su libro El blanco móvil. Pernau, galardonado apenas el pasado jueves con el premio de honor de la Comunicación Local de la Diputación de Barcelona por su trayectoria profesional, ha dirigido cinco diarios, ha fundado asociaciones de prensa y escribe la columna “Opus Mei” en el El Periódico de Cataluña. Pronto cumplirá 80 años y para Bastenier es el “mayor fabricante de periodistas que haya conocido”.
—Pernau —cuenta— es un maestro sin saberlo, que es la mejor forma de ser maestro. Nunca dictaba cátedra, nunca dictaba teórica. Yo sí doy teórica. Yo, de repente, empiezo a decir y decir… Junto a él aprendías por ósmosis: viendo cómo hacía las cosas, viendo sus reacciones ante los hechos, ante las circunstancias. Su serenidad, su conocimiento, su dignidad… Lo conocí cuando yo era un jovencito y él era mayor y ya todo un gran periodista. Y tuvo siempre la amabilidad de mantenerme cerca, de preocuparse por mí, de ver cómo hacía las cosas. Y una palabra suya equivalía a una clase entera de quien sea, mía o de quien sea. Los periodistas no tenemos un corpus de conocimiento para defendernos, pero hay una práctica. En otras carreras hay una teoría que se desarrolla. En el periodismo hay una práctica sobre la que se teoriza. Es al revés. No existe el saber académico del periodismo. Y la realidad nos presenta casos a las que hay que responder de manera diferente. Hay que reaccionar genéticamente. Hay una biología del periodismo que se nota, sobre todo, en los países anglosajones. Una biología de generaciones que han leído buenos periódicos y, como han leído buenos periódicos, no saben hacerlo mal. El periodista ha de genetizar sus herramientas de trabajo. Ese es el oficio.
Muchos años después, ya como encargado de Relaciones Internacionales de El País, Bastenier trabajó con el sociólogo francés Pierre Bourdieu.
—Es una gran satisfacción haber trabajado con Pierre durante dos años, hasta poco antes de su muerte. Fue una casualidad, como pasan esas cosas. A fin de cuentas yo sólo soy un periodista y él uno de los grandes intelectuales de la modernidad. Recuerdo que en un momento dado se decidió hacer un suplemento cultural entre cinco periódicos: uno italiano, uno alemán, uno francés, uno británico y uno español. Y el director de esa obra era Pierre Bourdieu. Yo era representante de El País. Nos veíamos cada mes, yo iba a París… a su casa, hacíamos cincuenta mil cosas. Y él siempre me trató con un gran afecto, con gran simpatía. Pierre estaba muy interesado por España, hablaba castellano muy bien, aunque entre nosotros prácticamente siempre hablábamos en francés. Siempre tuvo la gentileza que tienen los sabios. Porque los sabios son generosos siempre.
—Otro hombre generoso —continúa— fue Tomás Eloy Martínez, alguien que tenía el dominio total del territorio que pisaba, que verdaderamente se sentía dueño de lo que hacía. Y también era un tipo generoso. Sus artículos, aparte de estar escritos muy bien, son imbatibles. El conocimiento, la dignidad…. Lo grande no es presuntuoso. La gente talentosa no tiene que demostrar nada. ¡Le da igual, no vive para eso! La novela de Perón es genial. Nada explica mejor a Argentina que ese libro… Yo he tenido suerte de conocer a los grandes, ¿sabes? En un momento dado El País me pone como agente de ventas mundial, por decirlo de alguna manera. La otra versión sería decir que yo era el “Embajador de El País”, pero es una versión demasiado positiva. Pero eso me sirvió para conocer a mucha gente en Europa y América Latina.
Su interés por los temas internacionales tiene dos orígenes. En primer lugar, el entorno en el que creció.
—Mi padre era belga, en mi casa se hablaba de cosas que no se hablaban en otras casas, como la Segunda Guerra Mundial, como de De Gaulle… Yo oía hablar de todo ello y me parecía natural que todo mundo se preocupara por De Gaulle. Y eso te marca. Lo “otro”, lo que nos decían que no era de nosotros, lo tenía más presente que muchos de mi generación, que eran menos abiertos a otras realidades. Mi padre, que murió en 1966, era gaullista y lo oía hablar de eso con sus amigos… Además, en mi casa había mucha prensa francesa, novelas en francés. Mi madre, Palmira Martínez, que murió en 1992, leía muchas novelas francesas. Yo no había cumplido los diez años y creía que todo el mundo leía novelas en su casa y encima en otro idioma. Pero tardé tiempo en darme cuenta de la suerte que tenía de vivir en una casa con libros y periódicos. No es que hubiera un tipo de comunicación muy intelectual. No, no es eso. Mi padre era ingeniero y se dedicaba a sus cosas, pero sí hablaba de política europea. Y mi madre era una loca de literatura, pero sin pretensiones. Por diversión, porque le gustaba, porque entraba a otros mundos. Pero no había pretensiones de intelectualidad, era lo natural… No obstante, tardé años en darme cuenta de que eso no era tan común.
Eran los años de la dictadura franquista y en España la información nacional tenía un férreo control. A los censores, en cambio, no les preocupaban mucho el análisis de lo que ocurría en el extranjero.
—En lo internacional, a partir de la segunda mitad de los sesenta, se podía decir de todo y nadie te reprochaba nada. Daba igual. Preocupaban los temas nacionales, que Franco estuviera bien visto, que no se atacase al régimen. Y lo internacional fue mi refugio.
Desde entonces y hasta hoy, se ha ocupado, por ejemplo, del conflicto árabe-israelí y ha escrito dos libros sobre el tema: La guerra de siempre e Israel-Palestina: la casa de la guerra.
Pero al principio, Miguel Ángel Bastenier estudiaba con otro propósito.
—Para serte inmensamente sincero, todo eso tenía un sustrato: el de ser novelista. Bueno, no lo he sido, no lo seré, no funcionaba, no lo hacía suficientemente bien. Alguna cosa escribí y luego la rompí. Nunca publiqué eso. Ni falta que hace. Sobre la marcha me fui encontrando a gusto en el periodismo y estoy muy satisfecho de ello por una cosa: a mí me han pagado durante muchos años e, incluso, bastante bien, por divertirme. No por trabajar. Por divertirme.
La diversión comenzó en el Diario de Barcelona, luego en Tele-Exprés y en El Periódico de Cataluña hasta llegar a El País, en donde se jubiló hace dos años, aunque sigue escribiendo una columna cada semana y redacta la mayoría de los editoriales sobre asuntos latinoamericanos. También es profesor de Reporterismo y Géneros Periodísticos en la Escuela de Periodismo UAM/El País y del Taller “Cómo se escribe un periódico” de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) que preside Gabriel García Márquez.
—Con todo eso te sientes útil —puntualiza—. Piensas que aquello que estás discutiendo, que es lo que yo hago porque no deben dar por bueno algo sólo porque yo lo diga, sirve para aprender. Todo eso es gratificante desde el punto de vista humano.
• • •
Desde hace una década, cada verano, Miguel Ángel Bastenier imparte el “curso largo” de la FNPI en Cartagena de Indias, Colombia, al que acuden 16 jóvenes reporteros latinoamericanos que están iniciando su carrera profesional. Durante cuatro semanas, el profesor y los alumnos trabajan unas ocho horas de lunes a viernes y unas cuatro o cinco los sábados. Los dos o tres primeros días Bastenier hace una exposición teórica y luego los talleristas salen a reportear por las calles de Cartagena. Revisan y corrigen sus textos y, finalmente, analizan y discuten las técnicas y formas de los contenidos de las publicaciones donde trabajan.
Como producto de ese curso-taller, el año pasado se publicó Cómo se escribe un periódico. El chip colonial y los diarios en América Latina. (FCE-FNPI, Bogotá, 2009). Se trata de un libro destinado a formar parte de la bibliografía básica de las escuelas de periodismo. Son 345 páginas de lecciones que tienen el propósito de mejorar los periódicos de América Latina, mediante un diagnóstico de los errores más comunes en las publicaciones de la región y una serie de propuestas para erradicarlos.
El libro abre con una profesión de fe: “Nuestra lealtad primera como periodistas profesionales ha de ser a la lengua castellana, la materia prima con la que nos ganamos la vida, interpretamos la realidad, facilitamos un producto más o menos digerido al lector y, en definitiva, existimos”.
Para el autor, ante las nuevas tecnologías, la prensa latinoamericana ha de transformarse sin haber llegado a su plenitud, como ha ocurrido en el resto de Occidente. Sólo sobrevivirán los diarios perspectivistas y los de proximidad. Es decir, aquellos que ofrezcan un panorama general y sólido sobre lo que pasa en el mundo y los que informen sobre lo que sucede en una zona en particular o local y les sean útiles a los habitantes de ese lugar.
Dice que los diarios de la región padecen el “síndrome de la complicación”: se adorna la información, son repetitivos, tienen un lenguaje protocolario, verboso, que da muchas vueltas a las cosas, reproductor de los boletines de prensa, como si el periodista se sintiera muy importante “y nadie a quien le paguen tan mal puede serlo.” Es el lenguaje del poder hacia los súbditos, herencia de la Colonia, o sea: “el chip colonial”.
En los impresos latinoamericanos hay un exceso de declaracionitis, “sustitución de la acción por la declamación”, y la agenda informativa se centra en lo que dicen los políticos y se descuida a la sociedad. Por eso, dice, “hay que hacer periódicos útiles, que le sirvan de algo al ciudadano, que sean el nuevo electrodoméstico de la casa”, porque la declaracionitis es “periodismo de sobras y agujeros negros, sin luz, movimiento ni personalización”.
Se ocupa, también, de los editores. “Una publicación sin editores o con malos editores carece de estilo, criterio y sentido”. Pero especifica que un editor no sólo debe corregir y controlar, sino sobre todo crear una agenda propia, procurar trabajar temas que no se puedan leer en ningún otro diario. Procurar que los textos respondan al interés del lector.
Además, dedica un apartado a los elementos con los que deben contar los buenos periodistas: conocer la lengua, tener posibilidades económicas, leer libros periódicos y revistas, estudiar una carrera (no necesariamente periodismo), saber idiomas, viajar, tener buena salud, tener conocimientos de informática, ser capaces de trabajar en condiciones mucho menos que óptimas, dudar, aprender de los mejores, estar conscientes de que nunca se terminará de aprender. “Si tuviera que reducir a una frase aquello que debería ser un buen periodista, diría: suspicaz, perspicaz, pertinaz y algo mordaz”.
• • •
Bastenier comienza a hablar ante un auditorio compuesto por periodistas y aprendices de periodista dentro del Primer Encuentro Nacional de Becarios de la Fundación Prensa y Democracia en la Universidad Iberoamericana.
—Con esta cara de uva mala que tengo, ya podrán saber que soy portador de malas noticias: no está garantizada la existencia de los periódicos de papel —dice al comenzar su exposición—. Todos los días disminuyen los compradores. No nos hagamos ilusiones: ya sólo la inercia los impulsa a comprar el diario. Es cierto: llegó la radio y no desaparecieron los periódicos. Llegó la tele y no desparecieron los periódicos. Pero es que esos medios no ofrecen la profundidad que ofrecen los impresos. Internet sí. Y las ediciones digitales se están comiendo a sus propios diarios de papel y todavía no hay un buen plan para recuperar en lo digital lo que se pierde en el papel.
Todos escuchan y toman apuntes en sus libretas.
—En América Latina no hay gran periódico internacional. Ni uno solo. Y el periodismo latinoamericano no logra desprenderse de cuatro lacras: el oficialismo, la declaracionitis, la sobrepolitización y el desconocimiento de lo exterior. Es una prensa que parece el Palacio de Superman: no hay alguien dentro. No hay historias personales, sólo declaraciones huecas. ¿Cómo debería ser un buen periódico? Pues con menos páginas, porque hay que verlos los domingos: con todo el papel que nos venden ese día, a lo mejor un bosquecillo desaparece. Deben tener más periodistas que escriban para una “marca informativa” historias que contengan las tres D: drama, dinero y diversión; un tiraje más corto y enfocarse a un público específico. Tener una agenda propia para no ser igual que la competencia. Explicar por qué ocurren las cosas. Renovar a los editores, paulatinamente, no de un día para otro. No le teman a los diarios gratuitos. Esos son trapos sucios, estropajos.
Al final del día, en la afrancesada Casa Lamm, durante la presentación de su libro, hará un llamado para crear una masa crítica en cada periódico y dejará claro que el mejor periodismo es el que no acaba los textos, el que deja al lector el último tramo del camino, “porque yo no creo en las conclusiones”.
• • •
Miguel Ángel Bastenier tiene, además de la española, la nacionalidad colombiana.
—Simplemente me enamoré del país. Me enamoré de una mujer y, lógicamente, por ahí entra todo. Y sigo enamorado de Colombia. La persona que me indujo a ello estará en su sitio, en su casa, haciendo todo lo que tenga que hacer. Y da igual, ya estoy introducido en el contexto colombiano. Y es más: me he comprado una casa en Cartagena de Indias. Y como no me quedan muchos años de actividad, pienso pasar gran parte de esos años en Colombia. Ya tengo 67… probablemente me queden seis, siete, ocho años productivos. Más no, seamos realistas. Progresivamente me voy retirando, hasta que me instale en Cartagena para ver el mar, que es lo más bonito que puede haber. Como soy de Barcelona, el mar lo he tenido siempre muy presente. Llevo 30 años viviendo en Madrid, me gusta, pero falta el mar. En cambio, en Cartagena me acuesto todas las noches con el sonido de las olas y me levanto cada mañana con ese mismo sonido. Es como resucitar. Además me gusta para nadar. Y Colombia es un gran país.
Hace un ejercicio de autocrítica y comenta que, en algunas ocasiones, se ha sentido decepcionado de sí mismo.
—Yo he querido ser un periodista completo y no lo he conseguido. Mi formación es, excesivamente, enfocada hacia lo internacional. Hay áreas en las que no me siento cómodo. En la Economía, por ejemplo. Y la puñetera verdad es que he tratado de ocultarlo a los demás. Soy realista, sincero. Como dice un amigo, “hay que ser senciricida”, es decir, suicidarse por la sinceridad... O sea: me refugio en lo que creo que saber y no acepto el reto fuera de mi terreno. Además, yo me he sentido inferior con algunas personas. Una de ellas es Juan Luis Cebrián. La otra es Antonio Franco, director y creador de El Periódico de Cataluña. La otra es Josep Pernau, mi maestro. Y en América Latina, Tomás Eloy.
• • •
El patio es cuadrado, lleno de sillas y mesas de madera con sombrillas azules. Todas están vacías. También la alberca. Y, más allá, el jardín. Aquí, en este hotel de cinco estrellas, el silencio sólo lo rompe Bastenier. La tarde es nublada y esta es la recta final de un maratón de entrevistas para promocionar su más reciente libro (“toda la mañana me han preguntado tantas generalidades”). Llegó de España apenas la noche anterior, pero el cansancio no ha logrado opacar su generosidad: “unos cigarrillos y un cafelito siempre ayudan a seguir”, asegura.
No quiere concluir la entrevista sin dejar claro que:
—Ser periodista es una pasión devoradora que, al mismo tiempo, debería ser una pasión humilde. Y no es fácil, ni digo que yo lo sea. El periodismo es el camino. No la meta. El periodismo es una road movie, es una carrera en la que no hay final. Lo que importa de la carrera es el trayecto. El periodista es un señor o señora que a lo largo de los años se va cargando de conocimientos inútiles, como haciendo una joroba de caracol, hasta el día que le sirven para algo. Y el Dios de los periodistas hace que luego todo sirva para algo. Si tienes la paciencia suficiente llegará el día en que emplearás todo aquello que aprendiste y que tenías medio enterrado en la psique, florecerá el día que haga falta y te servirá para algo.
—¿El Dios de los periodistas?...
—Sí. Yo creo en el Dios de los periodistas. Es un Dios que no olvida nunca a los que le han servido bien, a los que se han entregado con dedicación, con interés, con sacrificios… y nunca te queda mal. Yo he sentido, desde jovencito, el vértigo positivo de la página en blanco. Eso siempre me ha hecho sentir que, mal que bien, mi artículo funcionará. Yo he mirado desde siempre las páginas en blanco con el convencimiento absoluto de que Dios Nuestro Señor conseguirá que yo logre hilar las palabras y las frases para que el resultado sea, como mínimo, aceptable. Alguna vez no lo habrá sido, claro. Pero el vértigo de la página en blanco es lo que nos pone en funcionamiento. Es algo vital para los periodistas. Ahora ya no hay página en blanco, lo sé. Hay pantalla en blanco. Pero se entiende… Pues eso: el vértigo de la página en blanco y el Dios de los periodistas son una misma cosa. Si tú crees en ello, la página en blanco te echará una mano, te inspirará y dará sentido al vértigo que sientes.