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domingo, 18 de mayo de 2014

Edmundo Valadés: vivir para El Cuento

18/Mayo/2014
Jornada Semanal
José Ángel Leyva

En uno de los últimos homenajes que recibió en vida, Edmundo Valadés escuchó con una mueca de desencanto el resumen analítico de Carlos Monsiváis: “Valadés es esencialmente un hombre bueno.” El autor de La muerte tiene permiso era en verdad un hombre bondadoso, pero no ingenuo. Una de las exigencias que elevaba como indispensables en todo cuentista era la malicia. Por algo su rostro se iluminaba cuando en su taller literario alguien leía un relato chispeante, pero sobre todo pícaro, más aún si se trataba de una autora.
La salud del viejo escritor se fue quebrantando. Un día le pregunté por qué no había escrito más, y me dijo con esa ternura tan propia de él: “Porque la tentación toca a mi puerta y yo le abro. Un escritor no debe atender esas llamadas, sino exclusivamente las del oficio.” Dedicaba mucha energía a su revista El Cuento, un auténtico taller de narrativa. Siempre evocaba la figura de Juan Rulfo como un entusiasta colaborador de la publicación, un lector refinado que traía a la revista hallazgos invaluables, autores que luego serían referentes en las nuevas generaciones. Lo mismo decía de Arreola.
Valadés nació en Guaymas, Sonora, en 1915. Una de las experiencias más reveladoras de su sensibilidad es aquella de su primera experiencia erótica. Tras la lluvia, en su natal Guaymas, quedaba en las calles una arena muy fina. A sus cinco años le gustaba salir descalzo y sentir la lluvia cálida sobre el rostro, luego caminar por el limo que acariciaba la planta de sus pies. “Esa –afirmaba– fue la primera conciencia de la sensualidad, la primera experiencia erótica.” Muchos años después recordaría otra experiencia en París:
Un grupo de periodistas muy conocidos: Enrique Figueroa, Jacobo Zabludowsky, entre otros. Fuimos al famoso cabaret Crazy Horse Saloon y presencié uno de los espectáculos más eróticos y formidables de mi vida. Puedo verlo muy claro aún. Apareció una mujer que era ya en sí la encarnación del erotismo, la provocación de la fantasía. Con toda seguridad la habían elegido entre miles. Todo en ella era voluptuoso, sus cabellos, el color de la piel, el rostro, el cuerpo, los ojos. Inició su actuación con una pantomima en la que aparentaba ir acompañada de un hombre y poco a poco sus caricias los orillaban al acto sexual. El público masculino se observaba realmente perturbado. En el lugar de aquel hombre ficticio nos instalábamos cada uno de nosotros, nos veíamos en posesión y poseídos por tan bella criatura. Cuando los varones veían por los suelos sus resistencias y estaban a punto de ser dominados por el impulso de subirse al escenario y violar a la actriz, entonces se cortaba el número y daba paso a un show cómico, que también era fabuloso. Cuando las carcajadas lo dejaban a uno sin aliento irrumpía de nuevo otra chica de las mismas características que la anterior e iniciaba su actuación. Se volvían a encender los apetitos sexuales y se repetía el corte y el paso a otra actuación cómica. El autor de ese espectáculo es un genio, se llamaba Alain Bernardin, el Rey del strip tease.
Suele ocurrir, cuando alguien dedica demasiado tiempo y energía a la difusión de la literatura y de la cultura, que se le escatimen méritos a su escritura. Es el caso de Valadés, quien por cierto aportó mucho al universo de la narrativa latinoamericana, particularmente del llamado microcuento, minicuento o minificción. En ese momento las fronteras del cuento moderno no estaban bien dilucidadas, por ello convocaba y buscaba reflexiones y análisis sobre el género, que debía ajustarse a la brevedad y la contundencia. En el número 119-120, de 1991, el propio Valadés refería el desdén de muchos por la minificción como literatura menor, pero su importancia iba cobrando fuerza en los países de habla hispana gracias al empeño de la revista El Cuento a lo largo de veinticinco años. En Colombia recogieron dicho esfuerzo y lanzaron un manifiesto en favor de la minificción, además de crear una publicación especializada, Ekuóreo, dispuesta a recoger los mejores productos del género. La revista El Cuento sentó magisterio a lo largo y ancho de América Latina, tanto que Mempo Giardinelli fundó en Argentina el Puro Cuento, en 1986, cuando volvió de su exilio mexicano.
Valadés no vivía del cuento, vivía para El Cuento, que publicó más de 110 números. Como muchos otros escritores de la época, desempeñaba trabajos burocráticos. Pocos meses antes de morir, en 1994, fue invitado a un taller literario de Iztacalco que llevaba su nombre. La charla sería en las propias oficinas de la Delegación. En el camino confesó que tenía miedo escénico porque olvidaba datos. Eran quizás las consecuencias de una afección cardíaca que lo había llevado un par de veces al hospital; el temor no era infundado.
Dos preguntas se expusieron sobre la mesa para abrir la sesión. Su primera respuesta fue muy breve, pero no la segunda: ¿qué le hubiese gustado ser si no fuese cuentista? Bailarín, contestó. De inmediato narró una experiencia maravillosa que confirmaba su dicho. En una estancia en la Unión Soviética, casi al final del viaje, lo invitaron a una fiesta. Descubrió a una mujer de belleza inaudita. Bebió algunos whiskys para darse valor e invitarla a bailar. Con gran disposición la rubia angelical lo acompañó a la pista de baile. “Éramos Ginger y Fred”, sostenía el maestro Valadés con una mueca de gozo. “Bailamos y bailamos sin pausa. La gente comenzaba a irse, pero nosotros continuamos impulsados por la fuerza de la danza y de la música. Al final sólo estábamos ella y yo. Alguien me sacudió por el hombro y en un apenas legible español me dijo: señor, despierte, ya se acabó la fiesta. Estaba dormido sobre la mesa. Pregunté por la chica, pero el hombre se alzó de hombros. Mi ropa olía aún a su perfume, no era un sueño. Esa noche había bailado con un ángel.”
De regreso a su casa dijo, sonriente: “La imaginación siempre sustituye a la memoria, este cuento lo gané por nocaut.”

domingo, 15 de diciembre de 2013

Poesía y educación: algo huele a podrido en la enseñanza

15/Diciembre/2013
Jornada Semanal
José Ángel Leyva

La poesía insiste una y otra vez sobre la desdichada condición humana, en su sentido erróneo y su existencia efímera. La educación se consolida como un sistema operativo, utilitario, pragmático, forjador del “éxito” y el consumo. Como dice Shakespeare en Hamlet: “Algo huele a podrido en Dinamarca.”
“Para que guste la poesía hay que cambiar el sistema educativo”, rezaba el encabezado del diario La Jornada, del 1 de agosto de 2013. Palabras del investigador de El Colegio de México Anthony Stanton. La sentencia pesa más en un país donde se expulsó a la filosofía del programa educativo del nivel secundario y los filósofos se movilizaron para recuperar su sitio; al menos eso afirma el filósofo Gabriel Vargas. Una paradoja si se evoca la exclusión de los poetas de la República ideal de Platón. André Gide expone el tema en su novela Los inmoralistas: “¿Sabe usted por qué ya no se lee poesía ni filosofía?”, pregunta un personaje a otro. Ante la ignorancia de la respuesta, continúa: “Porque la filosofía abandonó a la poesía como recurso estético y sensible de su lenguaje y la poesía a su vez desechó la reflexión y la experiencia como parte de su discurso; pero a la vez ambas dejaron de lado la vida, la vida concebida en algún momento de la antigüedad como una obra de arte, como un todo integral.”
En México podemos constatar que no se educa para formar ciudadanos conscientes de la existencia y de las necesidades de los otros, del otro, sino bajo la idea de la educación para triunfar, para poseer y para imponerse sobre los demás. ¿Cómo puede hablarse de democracia en un país con una población elevadamente ágrafa y analfabeta? ¿Se trata entonces de una democracia analfabeta?
La educación en o por competencias, como respuesta a la era de la información, parece responder más al sentido de la industria y el mercado, más a la eficiencia laboral, que a lo que anota Noam Chomsky como capacidad lingüística para interpretar y activar la realidad del sujeto, sus posibilidades comunicativas, sus capacidades y competencias. Lo cultural, por tanto, queda minimizado ante la importancia del individuo como parte de un sistema productivo y de consumo. Así, la lectura como ejercicio crítico, como herramienta de transformación, de albedrío, es ignorada.
La literatura no sólo no conserva su lugar como motor lingüístico de la enseñanza, tampoco como base del humanismo y de una sociedad imaginativa y crítica. En los niveles más bajos queda la filosofía, pero más abajo aún la poesía, al ser considerada como impráctica, difícil de comprensión e inútil para la vida laboral y profesional, para lo técnico y lo cotidiano. En su Método fácil y rápido para ser poeta, Jaime Jaramillo Escobar arremete contra los vates que suelen destacar el carácter improductivo y la inutilidad de la poesía. Flaco favor le hacemos a la poesía si enarbolamos tal pensamiento, si no aclaramos que lo es con respecto al mercado, que es inmensamente útil y necesaria para desarrollar las capacidades humanas, para aprender y aprehender la historia emocional, para reconocernos en el lenguaje, para construirnos en el lenguaje.
Nuestras comunidades indígenas comienzan apenas a reivindicar sus lenguas originarias, a ejercerlas en la escritura y a dar muestras de su fortaleza en la poesía. No como expresiones exóticas dentro de un mundo en el que se habla y se comunica en español, donde domina lo español, sino como auténticas obras que proponen poéticas diversas y atractivas. En América Latina domina lo español porque así resulta desde la perspectiva del mercado editorial. Las grandes empresas ibéricas mantienen un dominio casi absoluto en nuestras naciones americanas, pero cierran sus puertas a las editoriales latinoamericanas y, por consiguiente, a los traductores de estos países. Para la industria editorial ibérica sólo es válida el habla de su país. Con un mercado tan grande, la poesía podría dejar algunos dividendos a los poetas y mejorar la capacidad lectora de nuestros ciudadanos en América Latina.
La educación se concibe aún dentro de esa lógica de las dos culturas que Charles Percy Snow describió ya hace tanto tiempo: la cultura de las humanidades y la cultura de la ciencia y la tecnología. Un divorcio que privilegia la utilización del conocimiento como instrumento de dominio y de enajenación, pero no como herramienta de sabiduría, de imaginación, de búsqueda, de preguntas.
Hace algunos años, en una conversación con el entonces rector de la Universidad Intercontinental, el teólogo Sergio César Espinosa comentaba que el propósito de toda universidad debería ser formar buenos ciudadanos antes que profesionistas exitosos. Insistía en que la mayoría de las instituciones educativas, privadas y públicas, enarbolaban el éxito profesional como bandera. Pero, se preguntaba el rector, ¿para qué muchachos que sólo sean capaces desde el punto de vista técnico, diestros para acumular riquezas, si carecen de ética y de principios ciudadanos? ¿Para qué una riqueza, pocas veces bien habida, si para disfrutarla hay que vivir blindados, escoltados, perseguidos por el miedo?
La poesía, como la filosofía, le dan a nuestras comunidades la capacidad de reflexionar, de preguntar, de ver aquello que no ven, de descubrir otras dimensiones del tiempo, de reconocerse en los otros, de entender la libertad y el valor de la palabra. Es improbable que los sistemas educativos cambien para acoger a la poesía y a la filosofía como vías de lectura, como potencias intelectuales y estéticas. Esa labor, por fortuna, la hacen los propios poetas haciéndose escuchar en festivales, ferias del libro, recitales, presentaciones. Allí está la poesía a las puertas de los colegios, de las universidades, de los hogares, en las calles, sin explicar su presencia, su utilidad práctica, sólo allí, con la pregunta a flor de labios: ¿para qué poetas?

domingo, 18 de diciembre de 2011

Gelman, el árbol de la poesía

18/Diciembre/2011
Jornada Semanal
José Ángel Leyva

Luego de numerosas antologías, por fin se reúne la obra poética de Juan Gelman (Poesía reunida, FCE, México, 2011). Digo la obra poética y no sólo los poemas, porque estos dos volúmenes que suman más de mil 400 páginas significan también las diversas etapas en la vida del poeta, sus pensamientos y sus obras, sus sueños y sus batallas, sus derrotas y sus anhelos, pero más que nada la fidelidad a la poesía, el continuo batallar con las palabras, sus encuentros y desencuentros, sus revelaciones y sus enigmas. La poesía, ese “árbol sin hojas que da sombra”, como la define Gelman, nos ofrece aquí hojas, miles de hojas con sus soles y su tiempo, hojas que no sólo dan sombra sino asombran, dan fe de la porfía y el emperrado corazón que desde Violín y otras cuestiones sigue amorando, porque esta es y será la publicación de su poesía reunida hasta el momento en que se hizo el acopio de sus poemas, pero no la poesía completa de Gelman, que no cesa ni cesará hasta que algo más fuerte que su voluntad y su voz insumisa la detenga.

De Violín y otras cuestiones hasta El emperrado corazón amora puede uno, como lector, visualizar un camino sinuoso, complejo en el discurso gelmánico que, como el Río Guadiana, se pierde para emerger más adelante con sus novedades anunciadas o no, renovado, dispuesto a ser el mismo y otro. Ese rasgo tan distintivo de Gelman que le habla a Juan de sus otros Juanes, que los impulsa a ser distintos y autónomos, niños de sí mismos, niños en un juego maduro donde se aprende a cantar como pájaros o, desde, y en el balbuceo, de la garganta que no se traiciona a la hora de nombrar de corazón lo que se quiere o no. La poesía reunida de Juan nos ofrece la oportunidad de asomarnos a su horizonte vital, a dejarnos perder en el entramado de una búsqueda que no termina porque está forjada con insatisfacción e inconformidad de los grandes poetas, de los autores que no escriben con estilo sino con lenguaje. Una escritura hecha con base en interrogantes, de desgarrones y de éxtasis dialogales, de relatos fundacionales. Los otros de Juan se gelmanizan, pero cada cual por su camino, con respiración propia, con dudas y circunstancias auténticas, en una historia donde me parece encontrar a un hombre, un mismo hombre que refiere el poeta:

Cómo decir un hombre claramente,
barajarle los lunes, las canciones,
y es algo más que una corbata, un miedo,
una pared donde el amor estalla.
De pronto un hombre es tierra conmovida.
Es la esperanza andando en pantalones.
Son las manos peleando contra el tiempo.
Así eras Juan. Por eso te llamabas
Juan, como todo lo que sufre y crea.

Gelman no acepta el término heterónimo, a mí no me satisface llamar seudónimo a Sidney West, prefiero buscarle un término que me aproxime más a mi sentir, al personaje que funde a Whitman con el Borges de “El Sur”; prefiero pues llamarlos alterónimos, y suponer que en cualquier momento puede hacer su aparición ese gringo y sus lamentos, en verdad notables por su enjundia y su visibilidad.

En Gelman Con mover está cercano a Com poner, por ello sus Com posiciones son parte del mismo o semejante Sentir con, y de Poner con, de componer con. Esa especie de complicidad y de fusión en el sentimiento con el otro o con los otros. Sus Com Posiciones pueden ser diálogos imaginativos con grandes poetas antiguos que se actualizan a través de la gelmanización. Llegan al lector como voces creativas que se desmarcan de sus orígenes, pero que no pierden sus referentes genealógicos en el ejercicio de ser no siendo, o del no saber sabiendo de San Juan de la Cruz. Cada libro que compone esta Poesía reunida es una marca diferente de un canto de múltiples registros, de voces ensambladas a pájaros de diversos plumajes, de distintos humores. Aves que salen o se posan en ese mismo árbol sin hojas que da sombra, es decir, que conmueve, nos consuela, nos pregunta.

Gelman disloca los acontecimientos para crear espacios abiertos a cualquier posibilidad: “Así vendrán tristumbres, la madre general, las deudas del olvido” (“La sed”) , o “Allí pasó mañana. Tiembla de siempre en nunca más.” (“Vínculos.”) La invocación del futuro en un ayer que no debió ocurrir de la manera como se vivió, sino en la forma como se escribe en el presente. “La lengua del dolido jadea de amores indecibles, apenas entrevistos, como fuegos que le acechan la boca y ningún daño apaga y arden en lo que no será.” (“Interrupciones.”) Pero lo más trascendente de esta posición indeclinable del poeta y del hombre de principios, del individuo ético que asume su responsabilidad ante la palabra hasta las últimas consecuencias, es no contagiar el hecho poético con la ideología, no sujetar las búsquedas estéticas a la moral que rige su posición política-ideológica, su insistente y denodado esfuerzo por extraer la verdad del pasado, por su reclamo de justicia. No obstante, dicha actitud ética se refleja en los contenidos de su poesía, habla a través de sus versos y de su respiración, de sus tonos. Mas no la conforma como una poesía política, pedagógica o moralista; por el contrario, la conciencia de los motivos que avivan la pena por los ausentes y por los débiles, por lo que debía y no fue, empuja hacia la liberación de lo poético atendiendo únicamente a la responsabilidad de sus propios impulsos, de la revelación de sus enigmas, de la aparición del conjuro en la forma y el momento en que la propia sed de decir lo exige, la poesía responde a sí misma:

La emoción entre mi vida y
la conciencia de mi vida
es una continuidad que no me pertenece.
“Torcazas”

Insuficiencia del existir y precariedad en el decir, mueca de ironía y de burlón silencio en la negación oximorónica de todo lo que no nos pertenece, y por lo mismo nuestro. Negar afirmando, afirmar negando, a la manera como lo hicieron los místicos y barrocos. Gelman ya lo apuntaba en sus poemas de 1961, en su “Arte poética”: “Entre tantos oficios ejerzo este que no es mío [...] A este oficio me obligan los dolores ajenos [...] todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre.” Nada es tan lógico como el hablar de los niños, nada tan sincero como su forma de nombrar la realidad, de concebir la función de la lengua, tan cercano al sentir y al imaginar, a la noción del tiempo y de la vida, en donde la muerte no tiene ni tendrá lugar, como lo sugería Dylan Thomas, y el amor es simplemente energía para el juego o para la vida que es juego. La ternura de Gelman parece provenir de un diálogo con sus hijos y sus nietos, con el Juan que goza descubriendo las suertes que se pueden realizar con las palabras por sus contigüidades y sus continuidades, por sus contextos y sus pretextos, por sus trastocamientos y errancias.

Insisto, Gelman es un poeta de no pocos registros. Su obra no se circunscribe a una propuesta estética determinada, a un estilo o una voz específicos, sino a épocas diversas en las que han brotado contenidos y formas distintas, pero sin perder vínculos con el pasado, sin abandonar recursos técnicos de otras circunstancias, de escrituras que se deslizan en otras direcciones emotivas y racionales. Leitmotivs, marcas, señales, signos, imágenes, indicios, guiños, pueden también hallarse en poemas que poco tienen en común con libros gestados en diversos tiempos en la vida y situaciones del autor. Por lo mismo, la poesía de Gelman no cae en un solo gusto, no encaja en una misma lectura. Lo que en un libro o en unos versos figura como sugerencia o esbozo, en otros poemarios se despliega sin concesiones, radical y consciente de sus riesgos: recurrencia de neologismos, marcas tipográficas, efectos fonéticos; eso, en lo formal. Presencia del dolor, pérdida, ausencia, exilio, dimensión de lo sagrado, sobrevivencia, búsqueda de “las dimensiones olvidadas de la lengua”, como en Dibaxu (1985). Hallo en la poesía de Juan una recurrencia de fondo y un humor sutil para tragarla, para enfrentar la derrota: “Nunca fui dueño de mis cenizas, mis versos,/ rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte.” (“Arte poética”); “a gelmanear a gelmanear les digo/ a conocer a los más bellos/ los que vencieron con su derrota” (“Héroes”, en Cólera buey, 1962-1968). La inutilidad del nacer, pero más del morir, o como dice Juan que dijo su nieto Iván, peor hubiera sido no haber nacido. La memoria del dolor y el dolor de la memoria. La derrota está en el nombrar, en el decir lo que es pero ya no es, en el pronunciar la palabra pájaro para decir libertad y dejar un hueco en la palabra, un silencio que exige otra palabra para denominar el deseo, para hacer la luz.

Cómo sabe Andrea que la poesía no tiene
cuerpo, no tiene corazón y
en su hálito de niña pasa o puede pasar
y habla de lo que siempre no habla
[…]
Un día sabrá que existieron como ella misma,
entre lo imaginario y lo real.
¡Ah, vida, qué mañana/cuando termines de escribir!
“¿Cómo?”

Se agradece una edición así, sencilla, ligera aunque de grandes dimensiones, sobria, elegante, sin anuncios ni presentaciones, estudios previos, prefacios o prólogos; así, con una poesía que se presenta de primera intención a sí misma, dispuesta a ser leída y vivida, apropiada, amorada.

Gracias, Juan, por enseñarnos esta lengua gelmánica, hecha para no claudicar ni dar reposo a la memoria, tampoco a la alteronimia, a esa marcha que nombras “Atrasalante en su porfía” con todos tus otros que también son un nosotros.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Alí Chumacero, lector y poeta

14/Noviembre/2010
Jornada Semanal
José Ángel Leyva

El pasado jueves 30 de septiembre, es decir veintidós días antes de su deceso, el poeta y editor Alí Chumacero dio a José Ángel Leyva la que sería su última entrevista. Galardonado, entre otros, con los premios Xavier Villaurrutia, Alfonso Reyes, Amado Nervo, el Nacional de Lingüística y Literatura y el Internacional de Poesía Jaime Sabines-Gatine Lapointe, Alí fue autor de una obra poética breve y excelsa, así como, en sus propias palabras, un “obrero de las letras”. En esta postrer conversación habla de su poética, de su labor editorial y de otras pasiones que lo acompañaron a través de su prolongada y fecunda vida.
El poeta se pasa la lengua por los labios y saluda a manera de respuesta al inevitable ¿cómo estás?: “No me quejo, podría estar mejor, porque estoy dispuesto a vivir aún otros cincuenta años. Lo que me molesta de tanta vida es que mis amigos de ahora ya no estarán entonces.” Me recibe en el centro de su enorme y ordenada biblioteca, junto a una pintura, sobre la cual ha dispuesto una serie de fotos con sus amigos más cercanos, más queridos, a los que la familia les permite visitarlo. Entre ellos destaca la imagen de Carlos Montemayor. “Éramos grandes amigos. Nos veíamos todas las semanas. Me vino a ver antes de morir y no me dijo que estaba enfermo.” Su hijo Luis permanece atento a cualquier requerimiento, se pasea por la casa, busca algún libro, conversa, bromea, comenta sobre un editor del que afirma tiene pésimo prestigio. Alí lo intercepta y dice socarrón: “Ya tiene prestigio… malo…, pero prestigio.” Hablamos de muchas cosas, menos de sus dolores. Abre una Coca Cola de dieta y le da pequeños sorbos. Es la señal para dar inicio a ésta que, sin saberlo, será la última entrevista que el poeta conceda.

–Alí, tu carrera como poeta fue corta, al menos en lo que a publicación de libros se refiere: Imágenes desterradas, 1948; Palabras en reposo, 1956, y Páramo de sueños, 1994. Se puede hacer un libro con las entrevistas que te han hecho y seguramente muchas han redundado en la misma pregunta: ¿se detuvo tu pluma o sólo decidiste no dar a conocer tu obra?

–Comencé a escribir desde muy joven, pero comencé a publicar a partir de 1940 en una revista que se llamó Tierra Nueva, que dirigíamos José Luis Martínez, Jorge González Durán, Leopoldo Zea y yo. Es cierto, he publicado poco, pequeños libros de poesía. Por una o por otra razón he desechado textos que me parece que no son el producto que yo deseo comunicar. Mis dos primeras obras tuvieron al inicio muy mala suerte porque nadie las leía. Con el tiempo se fueron descubriendo y cada vez más lectores y críticos le dedicaron estudios, reflexiones, comentarios. Pero insisto, eso no sucedió en la inmediatez de su publicación, sino muchos años después. A mi edad, noventa y dos años, soy un escritor que se suma a la historia de la literatura.

–¿Cuáles fueron esos temas sobre los cuales te hubiese gustado escribir y no lo hiciste o lo hiciste pero sin éxito?

–Me hubiese gustado escribir poesía de lo cotidiano. No bastaba con la inspiración, ni con la conciencia de sus posibilidades; era necesario lograr un tono que la alejara de lo inmediato. Mi poema “De amorosa raíz”, es un poema escrito a los diecinueve años. Ha sido muy estudiado, celebrado, leído por muchísima gente. A mí me gusta, es un poema bonito, pero de ninguna manera es representativo de mi obra poética. La poesía que yo escribí es reflexiva, habla del amor, de la vida, pero no sobre los acontecimientos personales; no habla de manera directa de mis asuntos vivenciales, de mi experiencia, sino de los sentimientos universales, del pensamiento. Versos que no remiten al lector a mis circunstancias personales, inmediatas, sino al hombre en su sentido más amplio y a la vez más específico. “De amorosa raíz” corresponde a la pluma de un muchacho; es un poema mal hecho, pero llama la atención por la intensidad con que aborda el tema del amor.

–¿En qué momento y por qué dejaste de escribir o publicar poesía?

–Cuando escribí mi tercer libro. Nadie me leía y continué escribiendo más lentamente, rompiendo y tirando muchos poemas que no me dejaban satisfecho. No puedo decir que abandoné la poesía, sólo me alejé un poco de la escritura poética. Sentí que la gente no entendía mi obra, que me exigía una poesía directa, realista, sobre las experiencias personales, y eso a mí no me interesa. No me gusta la poesía confesional. No quiero decir que no tenga derecho a existir ese tipo de poesía, sólo que a mí no me gusta la poesía que nombra de manera directa, personal, la realidad. Conservo algunas carpetas con poemas inéditos porque son poemas que no me convencen. Tengo dudas sobre darlos a conocer o no. Allí quedarán para que después de muerto alguien valore si deben o no aparecer. Claro, tardará mucho tiempo, porque ese día aún está lejos. Hice también crítica literaria, o más bien exposiciones de mis lecturas, libros publicados y notas que se quedan allí para ser valoradas si se editan o no.

–En tu poesía hablas mucho del silencio. ¿A qué silencio te refieres? Porque el silencio físico lo desconocemos, no lo experimentamos en vida, el silencio absoluto es la muerte.

–Cuando hablo del silencio hablo, por supuesto, de la ordenación del poema con el tema que trata. Hecho el poema, éste se despega de su tema, es una creación. El silencio es una forma de admirar, de contemplar aquello que solamente unos cuantos son capaces de percibir. Por ejemplo, la poesía de Pepe Gorostiza es una obra que muy poca gente lee porque es complicada, difícil de entender. Es la poesía de mayor altura que se ha escrito en México. Es una poesía del silencio. El silencio al que me refiero es ése, el de la poesía.

–¿Y la disciplina, Alí? ¿Qué significan para ti la dedicación, la constancia, el compromiso?, ¿cuánto tienen que ver con la brevedad de tu obra poética? Recuerdo alguna vez que le pregunté a Edmundo Valadés por qué no había escrito más y me respondió: “Porque cuando me siento a escribir o pienso hacerlo, la tentación llama a mi puerta… lo dudo un instante y casi de manera invariable le abro.” ¿Qué haces tú con la tentación?

–Eso es cosa de viejos. Yo estoy en permanente juventud, en la flor de la vida. Pienso que voy a vivir muchos años, o eso deseo y lo que sobra es tiempo [carcajadas]. Soy un gran lector de la Biblia, del Viejo y el Nuevo Testamento. Me he empapado, o por lo menos humedecido, del gran pensamiento judío y cristiano. Es un libro que me ha ayudado mucho a trabajar las formas profundas. No tengo conciencia del hecho poético que determinó mi escritura. Recuerdo que hice un libro de poemas antes de pensar en publicar. Me lo pidió un amigo para leerlo y nunca más volví a ver esa libreta en la que estaba escrito. Se perdió. Ojalá y algún día aparezca y se den a conocer esos versos juveniles. Como lo que son, parte de una edad, de una etapa de la vida. No soy de los que se arrepienten y ocultan su trabajo. Eso se lo dejo a los hombres serios. Nunca he sido amigo de éstos, los detesto. El hombre serio pone un retrato de la tontería por delante, de autodefensa. La seriedad es una forma de la muerte. Por eso nunca hice una carrera, que es el sueño de todo hombre solemne: tener éxito, poder, autoridad. El hombre alegre tiene, por supuesto, momentos de sosiego para ponerse a escribir y debe aprovecharlos a plenitud. No riñe pues la alegría, la celebración, con el acto creativo. Nadie ha sido más desordenado que yo, pero cuando me encerraba a escribir, nadie podía interrumpirme. No significa que me pusiera serio, asumía mi dedicación y compromiso y no admitía que nada ni nadie me distrajera de ese retiro. Una vez concluida mi entrega, salía a buscar a los cuates, que no siempre eran del gremio literario, y me divertía horrores.

–Y tu faceta de editor, que es la otra parte que más se conoce y reconoce en tu trayectoria, ¿cómo se inició y cómo se fue adhiriendo a tu vida?

–Cuando nos fuimos a vivir a Guadalajara yo era un niño de primaria. Mi padre leía El Universal y yo seguía junto a él de cerca los acontecimientos de la época, como el juicio al general Obregón. Un proceso muy interesante. La lectura de los diarios me hizo un hombre muy enterado de los sucesos políticos y culturales, un hábito que nunca he abandonado. Fui nadie porque no tuve chambas importantes, no ocupé cargos públicos, no hice dinero. Lo único que me interesaba eran los libros, la lectura. En 1950 llegué a trabajar al Fondo de Cultura Económica (FCE) donde he permanecido toda mi vida. Desde hace sesenta años leo, corrijo y hago libros para el FCE. Hice periodismo literario. Algo que dejé de hacer porque estoy postrado en una condición poco emotiva o estimulante, pero leo todo lo que puedo, todo aquello que mueve mi interés. Conocí la forma de hacer libros en la revista Tierra Nueva. Me iba a la imprenta para ver cómo se efectuaba el proceso, desde la selección de tipos de plomo, las cajitas, los mecates, la corrección de pruebas, etcétera. Ha cambiado muchísimo todo el trabajo editorial. Luego me fui a trabajar a los Talleres Gráficos de la Nación. En 1950, vino la invitación para laborar en el FCE. El salario era un poco mejor, pero no mucho. El atractivo era lo que significaba una editorial como el Fondo y lo que publicaban: libros de filosofía, de economía, de historia, ciencias sociales, de psicología y, por supuesto, de literatura. Como un obrero, porque eso era yo en el Fondo, aprendí el oficio del editor a través de la lectura, de la observación. Leía de todo y eso lo consideré siempre un privilegio más que un trabajo, pero mi lugar fue siempre el de un obrero.

–Naciste en 1918, tienes una mirada completa sobre las distintas generaciones de poetas en este país. ¿Crees que la poesía en México se debate entre la tradición, de la literatura española, y la búsqueda?

–No, definitivamente. La poesía mexicana se nutrió siempre más de la poesía francesa y claro, también de la de España. Pero siempre ha existido un sentimiento de rechazo hacia lo español por lo que ha significado en términos de dominio, de conquista. Creo que no fue sino hasta con los Contemporáneos cuando se vuelve a retomar la tradición española, pero los poetas mexicanos siempre han puesto los ojos en otras culturas. La literatura postrevolucionaria ha influido más de lo que se cree en las nuevas generaciones. Desde que aparecieron las vanguardias en México, en 1920, su presencia fue de apariencia efímera, pero dejaron una estela imperceptible en las nuevas generaciones.

–¿Cuáles fueron en realidad los criterios que rigieron en Poesía en movimiento, ese libro canónico en el que participaste a fines de los años sesenta? ¿Qué ha cambiado?

–Simplemente era la poesía que estaba viva en ese momento, que se movía. Claro, eso fue en el siglo XX. Ha pasado mucho tiempo y los cambios son notables, muy hondos. Hoy se escribe una poesía que lo deja a uno atónito por violenta o por ser el fruto del desorden. Quienes participamos en esa selección aportamos puntos de vista y nombres de libros y de autores. Eso era lo que había y merecía la pena destacar. Hoy el panorama poético es muy diferente y más complejo.

–En los poetas actuales parece dominar más el anhelo de prestigio social que el de lograr una obra trascendente. ¿Cómo viviste tú el hecho de ser reconocido como poeta?

–Carecía de prestigio, bueno o malo. Nadie me leía. De mi primer libro, Imágenes desterradas, se imprimieron sólo quinientos ejemplares. Pasados diez años aún se podían encontrar ejemplares sin abrir. No fui un poeta popular, fui más bien un autor difícil. Con el paso del tiempo mi poesía fue descubierta por los propios poetas jóvenes y poco a poco me incorporaron en su canon.

–Vuelvo a una pregunta contigua a otra que ya te hice. Si no hubieses sido poeta y editor, ¿qué te hubiese gustado ser?

–Cirquero. Siempre me atrajo mucho la acrobacia, pero soy pésimo deportista. Intenté jugar futbol y beisbol. Algunas veces, de niño, me puse los guantes de box con compañeros, pero el resultado fue el mismo, un rendimiento nulo. Así que el circo me quedaba lejos por esa razón. Mi otra pasión, además de la lectura, han sido los toros, la tauromaquia. Ser torero fue un sueño, pero no tuve oportunidad de probarme en el ruedo. Como dije, fui una persona muy torpe para los asuntos del deporte. Es un arte que descubre los instintos más ocultos del público y del torero. Para mí es un arte, un espectáculo alejado de la compasión, de la piedad. Desde 1930 me aficioné a la fiesta brava y he sido un taurómaco, un taurófilo, un taurómano [risas]. He publicado algunos textos sobre el arte taurino y me avergüenzo de ello, porque no soy un experto y no acostumbro a escribir sobre algo que no domino. Hay algunas notas que no di a conocer, están allí, en mi carpeta en reserva. Nunca escribí poemas taurómanos, pero sí algunos versos relacionados. Yo veo los toros desde la barrera, desde el relajo. Me aparto de los taurinos que no hablan de otra cosa. De hecho huyo de quienes son fieles a un solo tema, los monotemáticos. A la media hora de escucharlos ya te quieres suicidar. Alguna vez conocí a Manolo Martínez, el último gran torero de México. Hablamos un buen rato y hablamos de un poema que alguien le dijo que era mío y hablaba de la fiesta taurina. Él reconoció que lo había leído, pero me confesó que no lo había entendido. Claro, me dije, él no está para entender, sino para matar. El día que un torero entienda un poema se acabó la fiesta [risas].

–Alí, te ha tocado ver casi un siglo de la historia de México, desde la postrevolución hasta una etapa cruenta en que el crimen organizado pone en jaque al Estado y a la sociedad. ¿Cómo dirías que ha transcurrido esa historia de tu país en el periplo de tu vida? ¿Qué ha cambiado?

–México lo que ha hecho es complicarse la existencia. Yo no sé nada de política, no soy político, soy un lector y un poeta que atestigua el paso de la historia. La idea que se tuvo luego de la Revolución o lucha armada hace cien años, de reunirse y ponerse de acuerdo para no continuar matándose unos a otros, fue una excelente idea y una indispensable acción, formar el Partido Nacional Revolucionario. Los asesinatos menguaron considerablemente, pero se continuaron dando. El PNR tuvo como objeto enriquecer a algunos y empobrecer a muchos. La muerte de Obregón fue planeada por religiosos, no se nos olvide. Aunque la vida política se institucionalizó, el asesinato ha sido un mecanismo de control, de poder. El más lamentable ejemplo es el de Díaz Ordaz cuando ordenó la masacre de estudiantes. El deseo de matar se ha manifestado de distintas maneras. Después de Díaz Ordaz no ha habido un presidente de la República que no haya asesinado, que no haya consentido el crimen, que no premie a un asesino. Los narcos no son más que una extensión de la forma como se ha ejercido el poder en México. Se asesina a quienes no están de acuerdo con el sistema. El derecho al empleo debería de ser sacrosanto. Mientras no exista en México el respeto absoluto al derecho popular a la salud, a la vivienda digna, a la posibilidad de educarse y de tener acceso a los libros, no será posible imaginar una nación distinta a la que estamos padeciendo. Eso lo afirmarán o negarán los que entienden o dicen que entienden. En verdad, yo no entiendo nada.

–¿Qué lees ahora? ¿A qué dedicas tu tiempo?

–Desde que caí en cama, mi lectura de todos los días es la Biblia. Tengo varias ediciones de este libro. La que más me interesa es la clásica, la antigua. El Nuevo Testamento es un ejercicio ecuménico en el que participan judíos y cristianos, hasta protestantes. Pero no tiene el encanto de la vieja Biblia.

–¿Desde qué ánimo o perspectiva la lees? ¿Por qué lees sólo esa obra?

–La leo como una obra de aventuras y porque es un libro que no se termina de la noche a la mañana. Es un libro muy pesado. Por ejemplo, lees el Éxodo y le vas siguiendo la pista a Moisés por la Península, luego en el Monte Sinaí, donde recibe los Diez Mandamientos. Es una obra muy divertida e interesante y puedes leerla y releerla sin que te aburra. Pero yo de religión sé lo mismo que de ajedrez: nada.