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lunes, 4 de diciembre de 2017

Cambio de piel de Carlos Fuentes. Un mural pintado por un miniaturista

Diciembre/2017
Nexos
Gonzalo Celorio

Hace medio siglo, en agosto de 1967, Carlos Fuentes publica su quinta novela, Cambio de piel, escrita en el transcurso de cuatro años en tres ciudades distintas, Tonantzintla, Nueva York y París. Sucede a La región más transparente (1958), La muerte de Artemio Cruz (1962), Aura (también del 62) y Zona sagrada (que apareció apenas unos meses antes de ese mismo año del 67), y a dos libros de cuentos: Los días enmascarados (1954) y Cantar de ciegos (1964).
Antes de cumplir 38 años de edad Fuentes ya es, pues, un escritor de notable y prolífica trayectoria. La pujanza, el vigor, la avidez por abarcarlo todo —lo cultural, lo social, lo político, lo ético, lo estético, lo histórico, lo ontológico—, la irreverencia iconoclasta, el ansia de modernidad, la voluntad de estilo, el despliegue de recursos narrativos… son algunos de los rasgos que tipifican la primera etapa, ciertamente precoz, de su producción literaria. Algunos de ellos, signos de su imbatible energía creativa y de su alta productividad, habrán de persistir en sus obras posteriores, si bien a lo largo de su carrera el escritor va morigerando la desmedida ambición de sus primeros libros, con excepción hecha, quizá, de Terra Nostra (1975), en la que vuelve a construir un mundo gigantesco cuyas referencias históricas son el cimiento de ese monumental edificio verbal que en la literatura latinoamericana acaso sólo pueda compararse, por lo que hace a su anhelo de autonomía textual, con Paradiso de José Lezama Lima o Gran Serton: Veredas de João Guimaraes Rosa.
El mismo año de 1967 Gabriel García Márquez saca a la luz Cien años de soledad, novela que culmina y cierra el movimiento literario conocido con el explosivo nombre de “boomde la novela hispanoamericana”, que el propio Carlos Fuentes, en mi opinión, había iniciado con la publicación, en 1958, de La región más transparente. Más allá de sus valores literarios intrínsecos, esta obra primeriza del escritor mexicano cumplió una función matriz de gran relevancia en la historia de la literatura de lengua española, pues, como lo había hecho Juan Rulfo en el ámbito rural, abrió las puertas a la modernidad narrativa urbana, por cuyo anchuroso vano pasaron las generaciones sucesivas.
El Fuentes de Cambio de piel —como el de La región más transparente— coincide con el García Márquez de Cien años de soledad en el afán de escribir una novela totalizadora que defina la identidad cultural latinoamericana —en el caso de Fuentes, la específicamente mexicana— de cara no sólo a los mitos fundacionales y a las características culturales propias de nuestros países, sino a la universalidad en la que tales caracterizaciones cobran sentido y pertinencia. Entre las numerosas afinidades con la novela del escritor colombiano destaca una de índole estructural: el ocultamiento de la identidad de los narradores de ambas obras, que se escamotea a lo largo de las novelas y no se revela hasta el final, cuando el lector se entera, sin haberlo sospechado previamente, que el discurso de Cien años de soledad no es otra cosa que los manuscritos de Melquíades, el gitano trashumante que transita año con año por Macondo, y que el de Cambio de piel, que unas veces ha actuado como testigo presencial de los acontecimientos, otras como narrador omnisciente y casi siempre como confidente e interlocutor de los personajes femeninos, es un tal Freddy Lambert, de quien no tenía noticia —ni la tendrá más que de manera solapada y retroactiva.
La similitud mayor se da, empero, con una novela publicada cuatro años atrás, Rayuela de Julio Cortázar, a quien Fuentes dedica la obra de marras. Rayuela, que ya había sido mencionada en Zona sagrada, aparece en Cambio de piel como libro de cabecera del narrador, literalmente, pues, habida cuenta del grosor de su edición, le sirve de almohada al relator de la historia. Más allá de estas alusiones, que podrían leerse como meros guiños de amistad y simpatía, la relación de la novela de Fuentes y la “antinovela” de Cortázar es profunda y estrecha. En ambas se trata el tema del Doppelgänger, muy caro a ambos escritores.1 El doble, con sus múltiples implicaciones literarias y ontológicas, está presente en los cuentos “Las dos Elenas”, “La gata de mi madre”, “La buena compañía”, “El amante del teatro”, “Los hijos del conquistador”, “Las dos Numancias”, “Las dos Américas” y en las novelas Aura y Cumpleaños de Fuentes; y en los cuentos “Lejana”, “Axólotl”, “Después del almuerzo”, “Orientación de los gatos”, “Historias que me cuento”, “Una flor amarilla” de Cortázar. Pero en Rayuela y Cambio de piel, como en el cuento “Vientos alisios” del escritor argentino, el doble es doble, si se me permite la expresión, pues en cada una de ellas son dos las parejas que se fusionan o, si se prefiere, en cada novela hay una pareja que sufre un desdoblamiento. En efecto, Javier y Elizabeth de Cambio de piel encuentran su contraparte en Franz e Isabel, que los duplican, de la misma manera que en Rayuela Oliverio y Talita fungen como alter egos de Horacio y La Maga. El tema del doble en Cambio de piel es de suma importancia en tanto que trae aparejado el concepto de otredad, en torno al cual, según Steven Boldy, gira la escritura de Carlos Fuentes en esta obra.2 Un ejemplo del tema del doble es el tratamiento del erotismo en Cambio de piel (donde Fuentes, por cierto, logra páginas de una intensidad y una explicitud sexual inusitadas en la historia de la literatura mexicana), merced al cual se opera el desdoblamiento de cada uno de los amantes en el otro y la momentánea fusión de sus respectivas individualidades en una sola entidad; pero este tema del doble no se limita en la novela a nuestro otro yo en términos personales, sino, como decíamos, implica la otredad, ese otro conglomerado humano, adjetivamente distinto a aquel al que pertenecemos y que, justo por ser diferente, lo condenamos al aislamiento o el exterminio, y sólo de manera excepcional lo asumimos como propio, como parecería proponerlo Cambio de plel.3 Un ejemplo de esta dimensión colectiva del doble, es decir de la otredad, es la matanza de los cholultecas por parte de los conquistadores españoles en la Pirámide de Cholula que Fuentes asemeja al Holocausto en los campos de concentración nazis, ocurrido cuatro siglo después, con la ulterior intención de oponer la cultura al mal radical, según Richard Bernstein calificó el Mal, con mayúscula, ejercido por el terrorismo de Estado.
Pero además del tema del Doppelgänger hay otras muchas afinidades entre estas obras de Fuentes y Cortázar, que me limito a enunciar: la composición móvil de Rayuela, sujeta al arbitrio del propio lector, que se corresponde con las múltiples lecturas que permite la tercera y última parte de Cambio de piel, y el juego entre la construcción de sendas obras y su constante destrucción, pues en ambas se rompe el pacto de estabilidad entre el lector y el narrador;4 la explosión y el derrumbamiento de las estructuras narrativas tradicionales: la condición cambiante del capitulado y la exacerbación de la sintaxis en la obra del argentino, y la invención, en la del mexicano, de un sorprendente narrador que relata en segunda persona las peripecias de unos personajes que se someten a sus caprichos y sus pulsiones; la liberación del lenguaje, que rebasa todos los límites convencionales y utiliza registros inimaginables, desde la creación de un nuevo vocabulario erótico, en el caso de Cortázar, hasta la mezcla promiscua del lenguaje académico y el lenguaje vulgar en el de Fuentes; la experimentación de recursos narrativos en ambas novelas, así como las reflexiones metaliterarias y, sobre todo, la intertextualidad, esto es la utilización de las manifestaciones artísticas y culturales —la filosofía, la música, la pintura, el cine, la arquitectura y sobre todo la literatura— como elementos primordiales de la realidad referencial.
Si Cambio de piel, como hemos visto, presenta afinidades significativas con sus coetáneas Cien años de soledad y Rayuela, no es la de Fuentes una novela equivalente ni a la de García Márquez ni a la de Cortázar. Hay novelas importantes para la literatura, aquellas que por sus valores intrínsecos y universales la Literatura, con mayúscula, habrá de guardar en su seno de manera permanente y considerará canónicas, y hay novelas importantes para la historia de la literatura por el papel protagónico que desempeñaron en el momento en que fueron publicadas, por la influencia que ejercieron en las generaciones sucesivas, por la impronta que dejaron en la comunidad de sus lectores o por la recepción que de ellas tuvo la crítica literaria de su momento. Tales calificaciones, desde luego, no son excluyentes. Las tres que he mencionado son sin duda novelas importantes para la historia de la literatura: representan con ejemplaridad el hito que significó el boom en la narrativa hispanoamericana de los años sesenta y cada una de ellas enriqueció, al modificarla y subvertirla, nuestra tradición literaria, pero quizá la Literatura no habrá de quedarse con todas ellas. En mi opinión, la literatura mantendrá en su canon Cien años de soledad por su perfección formal, por su extraordinaria riqueza discursiva, por su dimensión universal. En cambio, y a pesar de ser entre las tres acaso la más relevante para la historia de la literatura, sólo se quedará con algunos capítulos de Rayuela, novela fragmentaria, confeccionada por la suma de textos breves, algunos de los cuales encierran una gran fuerza lírica (el 7, el 68, el 41, el 32) y tienen el resplandor propio del poema —porque la poesía de Cortázar, paradójicamente, no reside en sus poemas sino en su prosa breve: en muchos de sus cuentos y en algunos capítulos de Historias de cronopios y de famas y de Rayuela—. No sé si Cambio de piel perdure en el canon de la literatura hispanoamericana, como otras de las novelas de Carlos Fuentes —La región más transparenteAuraLa muerte de Artemio Cruz—. Me temo que no. Lo que sí sé, sin ninguna duda, es que su lugar en la historia de la literatura mexicana es de primera importancia, pues continúa, y de algún modo lleva a buen puerto, el largo proceso de emancipación cultural que se inicia con nuestra independencia política en los albores del siglo XIX —y aun antes, en las postrimerías del virreinato— y que durante toda esa centuria, como lo estudió José Luis Martínez,5 se esfuerza en definir nuestra propia identidad, que constantemente se debate entre las culturas originarias y la cultura europea impuesta sobre ellas y también por ellas modificada en el Nuevo Mundo. Después de la Revolución mexicana el debate, implícito o explícito, privado o público, expresado ora en artículos de revistas literarias, ora en enardecidos manifiestos políticos, prosigue entre quienes defienden un nacionalismo a ultranza y quienes consideran que aun el nacionalismo, como lo consideró Jorge Cuesta, es un concepto importado de Europa.
El Laberinto de la soledad de Octavio Paz, publicado en 1950, responde a esta preocupación intelectual, proveniente del siglo XIX y exacerbada por el nacionalismo posrevolucionario, de definir, a la luz de la modernidad, la cultura mexicana, como habían tratado de hacerlo, antes de él y ya en el siglo XX, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Samuel Ramos, entre otros, amén de los coetáneos de Paz —Zea, Uranga, Portilla—, que también dedicaron parte de sus obras al espinoso tema de la identidad mexicana. Obviamente que una definición de esta naturaleza no puede quedar exenta de la generalización y de cierto lirismo interpretativo, como 40 años después lo reconoció el propio Paz en el prólogo que se sintió obligado a escribir para acompañar la inclusión de ese ensayo en sus obras completas. Ahí confiesa que si bien la concepción central de El laberinto de la soledad le sigue pareciendo válida, esa obra, añade, “parte de unos cuantos rasgos característicos para enseguida transformarse en una interpretación de la historia de México y de nuestra situación en el mundo moderno”.6
Desde su primera novela Carlos Fuentes se asume como heredero directo de Octavio Paz en lo que hace al empeño por definir nuestra identidad cultural. Pero si algo diferencia la Región más transparente de El laberinto de la soledad, amén del género literario en que se inscriben ambas obras, de los ocho años que distan entre la publicación de la una y de la otra y de la circunscripción de la del novelista a Ciudad de México, que el ensayista rebasa, es que Fuentes no pone el énfasis en esos “rasgos característicos” que nos identifican como cultura y como nación, sino, por lo contrario, en los rasgos que nos diferencian entre nosotros mismos: en los distintos componentes de nuestra plural y asaz heterogénea sociedad, que se expresa en diversos y contrastantes idiolectos, los cuales se corresponden, a su vez, con otros tantos estamentos sociales que, en conjunto, configuran un ente cultural polifónico y plural.
Al igual que sus obras precedentes —La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz—, Cambio de piel es una novela ambiciosa, como conviene a la juventud de su creador y a la tradición identitaria que hereda. Una novela que responde a la necesidad apremiante de decirlo todo, de compendiarlo todo, de nombrarlo todo. Una novela urgida de llenar un vacío histórico, de plasmar nuestro ser en relación con nosotros mismos y con la cultura universal, de cumplir, en suma, la tarea primordial que Alejo Carpentier le adjudicó al escritor latinoamericano; la tarea de Adán poniendo nombre a las cosas. Fuentes, en efecto, quiere decirlo todo, pero no dándole las espaldas al mundo exterior, sino exponiendo nuestra cultura a los avatares y los influjos de la cultura universal.
El viaje de cuatro personajes de diferentes procedencias, distintos credos y diversas profesiones, de Ciudad de México a Cholula —que, según entiendo, es la ciudad más antigua de todo el continente americano que nunca ha dejado de ser ciudad— es un viaje en el espacio, sí, pero también es un viaje en el tiempo, como el que realiza el musicólogo narrador de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. Un viaje a la semilla, que nos remonta a los orígenes de la cultura mesoamericana 30 siglos atrás. Y es también un viaje ontológico, en el que los cuatro personajes que lo llevan a cabo se confrontan, se transforman, cambian de piel y se funden en una sola pareja que acumula, rejuvenecida, una historia que se arraiga en el judaísmo, en el cristianismo y en las culturas originarias de nuestro continente, en Europa y en América, en Nueva York y en México… y que va de la fundacional cultura griega al ghetto de Praga, la Alemania nazi y los campos de concentración de Auschwitz y Terezin; de las ruinas de Xochicalco a la Tate Gallery de Londres, de las calles de la colonia Juárez en Ciudad de México al barrio de Palermo de Buenos Aires. Todo nos pertenece, el pasado y el presente, y hay que nombrarlo con este fervor de pertenencia; nombrarlo todo: lo vivido, lo soñado y lo leído, lo sabido y lo ignorado, lo racional y lo atávico, lo trascendente y lo incidental, lo propio y lo presuntamente ajeno. Y Fuentes lo nombra todo con una minuciosidad propia del nouveau roman francés entonces en boga y con un nunca satisfecho anhelo de completud, que a veces, hay que decirlo, se asemeja más a los propósitos de exhaustividad de Carlos Argentino Daneri, el insoportable personaje del Aleph que se propone describir la totalidad de la Tierra y sus criaturas, que a la magistral capacidad de síntesis enumerativa de Borges, que con un número finito de elementos nos da la idea cabal de “el inconcebible universo”. Fuentes lo nombra todo, sí: los libros leídos, las películas vistas y sus respectivos elencos, lo mismo las antiguas catedrales góticas que los campos de exterminio, lo mismo las obras sinfónicas de Brahms, Verdi o Wagner que los boleros y las canciones rancheras de los mariachis de El Tenampa de la Plaza Garibaldi… Cambio de piel es un gigantesco mural pintado por un miniaturista. Quedan plasmadas ahí las grandes tradiciones culturales de ambos hemisferios, las tremebundas conflagraciones mundiales del siglo XX, azuzadas por la estupidez de un nacionalismo exacerbado que Fuentes se empeña en definir, en el caso mexicano, para relativizarlo y abrirlo al universo; y al mismo tiempo, los detalles más nimios de los escenarios referenciales actuales y pretéritos y lo que se ha dado en llamar la trivia, del cine, de la literatura, de la música, de las artes plásticas. Como un mural; sí, o como un retablo barroco poblano en el que los laboriosos elementos ornamentales —una moldura, una voluta, una guirnalda— constituyen, en su conjunto, la sustancia de la obra artística. Historias divergentes que convergen en un tiempo y un espacio —la propia novela— donde se acrisolan y cobran significación profunda, más allá de la trama, los valores de la condición humana: la vida, el amor, la muerte… ¡qué más!
Si Carlos Fuentes con La región más transparente continuó el desideratum de definir lo mexicano, con Cambio de piel inicia su viaje a Ítaca, su recorrido de regreso de esta búsqueda identitaria que, en muy buena medida gracias a él, ya no nos preocupa, en tanto que ya la conocemos y la damos por resuelta. Es, pues, una novela liberadora, para todos nosotros porque quienes mudamos de piel con esta obra, más que los personajes y más que el autor, somos nosotros, sus lectores. Por eso, justamente por eso, es una novela, si no importante para la literatura, sí importante, importantísima, para la historia de la literatura.         
2017

domingo, 26 de mayo de 2013

Sin Carlos

26/Mayo/2013
Confabulario
Gonzalo Celorio

La última conversación que sostuvieron Jorge Luis Borges y Pedro Henríquez Ureña versó sobre la Epístola moral a Fabio de aquel sevillano que acabó sus días en México y cuyo nombre, Andrés Fernández de Andrada, permaneció oculto en el anonimato durante más de trescientos años. Hablaron particularmente del terceto que dice:

¿Sin la templanza viste tú perfecta
alguna cosa? ¡Oh muerte!, ven callada
como sueles venir en la saeta.

Días después, según lo ha podido reconstruir con asombrosa precisión Leila Guerriero, el sabio dominicano murió repentinamente apenas había subido al vagón del tren que lo conduciría, como todas las tardes, de la terminal Constitución de Buenos Aires a la ciudad de La Plata, donde impartía cursos en un instituto pedagógico. La muerte le llegó callada, como si una flecha invisible -veloz, certera, silenciosa- le hubiese atravesado el corazón. Tras su fallecimiento, Borges escribió un cuento imposible, titulado “El sueño de Pedro Henríquez Ureña”, en el que relata aquella conversación y el sueño premonitorio que su respetado interlocutor tuvo la víspera de su muerte. El cuento de Borges va más allá de la omnisciencia, pues el narrador sabe lo que su personaje soñó aunque el personaje mismo, al despertar, lo haya olvidado por completo y no haya tenido, por tanto, ninguna oportunidad de relatarlo.
La Epístola moral a Fabio y la recordación que hace Borges de ese terceto y de la muerte fulminante de su amigo se me vinieron encima, no sé si como una revelación o como un consuelo, cuando me dieron la terrible noticia de que Carlos Fuentes acababa de morir, increíble, intempestiva, sorpresivamente, sin que ningún indicio hubiese anunciado el fatal desenlace, sin que hubieran mediado enfermedades, despedidas ni dolencias.
Lúcido, fecundo, vigoroso, jovial, apuesto, enérgico, vital, saludable. Así murió Carlos Fuentes. Como había vivido.
A lo largo de los años de su carrera literaria, desde los primeros signos asaz precoces de su talento narrativo hasta sus últimas novelas, con las que cerró el ciclo que denominó La edad del tiempo, Fuentes fue creciendo, madurando, aquilatando su escritura, culminando su ambiciosa obra, pero tuvo la cortesía y el privilegio de no envejecer nunca.
Habrá quien piense que la suya fue una muerte afortunada y hasta envidiable, porque, como recuerda Borges, “morir sin agonía es una de las felicidades que la sombra de Tiresias promete a Ulises”; sin decadencia, sin degradación. La imprevista saeta dio en el blanco cuando Carlos Fuentes acababa de entregar tres libros a la imprenta y estaba preñado de proyectos; cuando la víspera había concedido una entrevista al diario El País y hacía públicos su legítima preocupación y sus agudos análisis sobre el proceso electoral mexicano; cuando, apenas unas semanas antes, los cuatro escritores que nos habíamos constituido en una suerte de interlocutor plural para poder alternar con su sabiduría nos habíamos reunido a comer con él para conversar, como siempre, de literatura y de la situación política de México.
Quizá haya sido una muerte afortunada para él. Cómo saberlo sin quedarnos en la mera suposición conjetural, semejante a la que Borges pergeñó en su cuento imposible para amortiguar de algún modo el dolor que le causó la muerte de uno de sus pocos interlocutores pares. Pero dado el caso que su muerte hubiera sido afortunada para él, lo cierto es que nunca lo será para nosotros, los que aquí permanecemos todavía, a saber por cuánto tiempo. Cómo asimilar una desaparición tan imprevista, cómo digerir un silencio tan inesperado; cómo rellenar esa oquedad inmensa que de pronto se abre a la mitad del foro.
y por qué somos como somos, es decir la conciencia de nuestra identidad, en cuya búsqueda ya no tenemos que romper ninguna lanza porque, gracias a él, ya podemos caminar por el mundo sin necesidad de presentar ningún pasaporte cultural identitario.
Celosa, selectiva y discriminatoria como es, la literatura universal se quedará con muchos títulos de Fuentes: con la polifonía urbana y estamental de La región más transparente; con el misterio de los avatares amorosos de Aura; con La muerte de Artemio Cruz, que corona la novelística de la Revolución mexicana, hasta entonces subordinada a la fe testimonial o a las reivindicaciones de facción; con ese portentoso monumento verbal que es Terra nostra, equiparable a Paradiso de Lezama Lima o Gran sertón de Guimaraes Rosa; con las confrontaciones entre pasado, presente y futuro de Cristóbal nonato, La silla del águila o los cuentos de El naranjo.
Pero estos libros, y tantos otros de su autoría, que la literatura conservará en su seno para siempre, también son importantes para la historia de la literatura: unos precedieron el venturoso estallido de la nueva novela hispanoamericana, abrieron las puertas a la modernidad y utilizaron los más audaces recursos narrativos para dar cuenta de una realidad que aún no había pasado por el tamiz de la palabra; otros construyeron prodigiosos mundos verbales a partir de referentes históricos o literarios y todos cobraron una dimensión crítica hasta entonces inédita e hicieron calas profundas en la realidad que les sirvió de referencia.
De cualquier obra de la narrativa hispanoamericana se puede saber a ciencia cierta si se escribió antes o después de Carlos Fuentes. Y su influencia no sólo fue determinante en las generaciones posteriores, que transitaron por la brecha que él desbrozó, sino también, milagrosa y retroactivamente, en los escritores anteriores a él porque Fuentes nos enseñó a leer con otros ojos a Borges y a Reyes, a Rulfo y a Machado de Asís, a Quevedo y a Cervantes.
A Carlos Fuentes, espíritu renacentista encarnado en el siglo XX, nada humano le era ajeno: la literatura, la historia, las lenguas, el cine, la pintura, la música, la ópera, el teatro, la política, la economía, las relaciones internacionales. Fue un humanista moderno. Su capacidad de trabajo, su disciplina, su humillante fecundidad, su curiosidad siempre niña, su pasión política y su templanza crítica, aunadas a su amor a México, lo ubican en una estirpe de excepcionales escritores mexicanos para quienes, como lo quería Alfonso Reyes, que fue su modelo, su maestro y su padrino literario, la única manera de ser generosamente nacionales es ser provechosamente universales.
Pero la universalidad de Fuentes no se debe solamente a su vocación humanista, que no deja de ser una abstracción y con frecuencia remite al pasado clásico, sino a la dimensión internacional de su obra, de su pensamiento y de sus intereses intelectuales; se debe a su interlocución de tú a tú con los filósofos, los sociólogos, los historiadores, los periodistas, los políticos, los estadistas, los empresarios más destacados de su tiempo en el ámbito de las naciones. Si fue un dignísimo heredero -y en ciertos aspectos un antagonista- de aquellos pensadores mexicanos de vocación universal, también se convirtió en paradigma utópico de las generaciones subsecuentes, que difícilmente podrán recibir estafeta de tal envergadura, aun cuando sus enseñanzas y su legado hayan dejado una impronta imborrable, porque quizá él haya sido el último exponente del intelectual ecuménico, comprometido lo mismo con su obra personal que con su país y con el mundo.
Sí; sus libros, su ejemplo, su palabra siguen con nosotros y seguirán por siempre, pero hemos perdido su opinión cotidiana, su liderazgo intelectual, la tranquilidad orgullosa de que nos representara dentro y fuera del país como nuestro mejor embajador y, sobre todo, la alegría de su amistad asidua, porque Carlos Fuentes fue un hombre generoso, que reconoció a los escritores de las generaciones posteriores a la suya y les ofreció, fuera del aula, su luminoso y estimulante magisterio. Por eso no envejeció nunca.
Volvamos, para concluir esta suerte de elegía prosaica, al terceto de la Epístola moral a Fabio, que atribuye a la templanza la perfección de las obras humanas: “¿Sin la templanza viste tú perfecta / alguna cosa?”
La templanza fue una de las mayores cualidades de Carlos Fuentes, hombre de temple si los hay. Su disciplina escritural y su vocación literaria se sobrepusieron a cualquier otro apetito. Sus grandes pasiones –y vaya que las tuvo-, que lo podrían haber reducido a la frivolidad, la galantería, la presunción o la erudición trivial, se sujetaron siempre al gobierno de la palabra fecunda, que las expresaba y al mismo tiempo las exorcizaba y las contenía. Los frívolos, los presuntuosos, los vacuos son muchos de sus personajes, que desfilan por el escenario de la sociedad mexicana que retrata con severidad implacable. Por encima del vigor con el que podía comerse una docena de ostras, meterse a nadar en las aguas gélidas del mar Cantábrico o brincar con agilidad de adolescente a un podio para dictar una conferencia en español o en la lengua de Shakespeare o en la de Victor Hugo, estaban el rigor, el trabajo, la disciplina, la inteligencia, la lucidez.
Esa templanza, la virtud más perfecta según el sevillano que redactó la Epístola moral a Fabio, será la que tendríamos que invocar para aceptar su muerte y seguir, sin él, nuestro camino, que no es otro que el que trazó con luminosidad y con amor.
Madrid, julio de 2012.