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domingo, 15 de junio de 2014

Efraín Huerta y los mapas

Junio/2014
Nexos
Juan Manuel Gómez 

Para hacer un retrato de Efraín Huerta (que este mes de junio cumpliría 100 años) habría que tirar un par de lugares comunes que se erigen como un muro a su alrededor y nos impiden ver al verdadero poeta. Para empezar, habría que decir que ese muro, ladrillo a ladrillo, lo construyó él con su manera de ser fácil y jacarandosa, con su risa franca, su afición por el autoescarnio bromista y su generosidad sin límites. Está claro que a mi generación no le tocó conocerlo en persona. El 2 de febrero de 1982, día en que murió, yo contaba apenas con 14 años y no había abierto ningún libro todavía con interés genuino. Seis años después, en cambio, ya en la universidad, uno de los primeros libros que deshojé con fruición y llevé conmigo como un talismán hasta que su sobrecubierta quedó primero deshecha fue el grueso tomo de su poesía completa que Martí Soler editó para el Fondo de Cultura Económica. Es cierto que los poemínimos me divertían, como todo aquello que fuera políticamente incorrecto e incitara a malpensar, pero Los hombres del alba causaron una revolución en mi alma. La “Declaración de odio” a la ciudad de México se volvió mi himno de guerra, con él afilé mi instrumental poético, y “La muchacha ebria” era mi estatuto romántico. Ahora que lo he revisitado no dejo de pensar que a Efraín Huerta le debo todo, cada línea que he escrito (para bien o para mal) se puede leer como un eco tímido de esos versos suyos, poderosos y contundentes. Tengo la impresión, incluso, de que la fuerza de un libro como Los hombres del alba ha impulsado no sólo mi escritura sino la de generaciones enteras. En el espléndido arranque del prólogo a esa edición de la poesía completa, David Huerta retoma una idea de José Emilio Pacheco: “La vasta descendencia de este libro ya es toda una ancha corriente de poesía mexicana; no la única, desde luego, y en ocasiones tampoco la más valiosa —en buena parte porque resulta devorada por una retórica de lo tremendo y de lo visceral que no ha limado sus asperezas en los delicados cristales de muchos poemas de, por ejemplo, Efraín Huerta”. Parece fácil empedrar de lo mundano el camino hacia lo sublime, pero lograrlo es casi un milagro. Es mucho más común caer (sí, caer) en la risotada que elevarse al poema. Detrás de ese muro hay que buscar al verdadero Efraín Huerta. Más allá del “poeta del relajo”, de la “explosión jovial”, de los “estallidos de sensualidad alburera dedicados a fastidiar a las almas bellas” o a hacer justicia social, revolucionaria, contra el capitalismo brutal, se encuentra el apasionado y minucioso descifrador de mapas (una de las caras aficiones de Efraín Huerta).
Cuando leí las conferencias que impartió en el Instituto Cultural Hispano Mexicano en 1965 (editadas por Mónica Mansour) comprendí lo que decía su hijo David: Efraín “se divertía haciéndose fama de maleducado y antilibresco, cuando la verdad simple y llana es que era un lector omnívoro, con un impecable juicio crítico”. Más allá del poeta y del chancista (no puede, eso sí, decir una frase sin hacer un malabarismo verbal y ensartar una puya), también había un Efraín preocupado por los procesos culturales históricos, hilvanando juicios y atando cabos. Traza ahí, en un ensayo que puede ser leído como un ajuste de cuentas con sus mayores, lo que él llama “La hora de los contemporáneos”, a quienes denomina “dioses de engallada figura” y de quienes rescata al poeta Jorge Cuesta: “Embriagarse en la magia y en el juego/ de la áurea llama, y consumirse luego”. También ajusta cuentas con su generación cuando toca “La hora de Octavio Paz”, de quien le parece admirable “el demonio de sus elementos expresivos” y a quien describe con palabras de Rodolfo Usigli: “Octavio Paz se busca. Buscarse es ya en sí un acto poético precursor del acto de la conciencia y del acto de luz en que el poeta se encuentra y se estremece en una sacudida más tremenda que la del espasmo, en un impulso vertical más dinámico que el del nacimiento, en un descendimiento más profundo que el de la muerte”. “Él no tiene la culpa de haber rebasado —dice también ya sin parafrasear a nadie—, como los inevitables Rulfo y Arreola en la prosa, los límites humanos, para convertirse en el mito publicitario casi extravagante que es ahora”. En lo que luego llama “La hora de los aficionados”, esboza lo que ocurrió en México tras la guerra de España. “Como hongos se multiplicaron los hijos del Sol, vulgo poetas, justamente raza más abundante que las setas”. Dice que La realidad y el deseo de Luis Cernuda es “uno de los más bellos volúmenes de verdadera poesía escritos en idioma español”, y Poeta en NY de Federico García Lorca le parece sobrevalorado. Frente al “charlatán Efraín Huerta” coloca a una verdadera poeta, Pita Amor, “criatura de pasión e ideas”. Dice que “el más claro, el más alto, el más noble y maravilloso poeta que jamás haya pasado por estas tierras se llamaba Paul Éluard. A su lado, Neruda es un elefante rodeado de todos los actuales cuentos verdes sobre elefantes; Nicolás Guillén es un tamborero de la Sonora Santanera; Alberti un mandarín gaditano, etcétera”. Difícil tomarse en serio a un lector tan apasionado, aunque es el impulso vital y no cerebral justamente el que lo define e invita a tomarlo en serio. Al final de este ensayo se ocupa de lo que llama “La hora de nadie”, que viene a ser su recuento final de lo que ocurría en la década de los sesenta, plagada de poetabernarios, poetarambanas, poetambres, poetarántulas y tragamusas. Habla de la poesía amordazada y de la poesía en bikini, y de las muchas revistas literarias que hay. Sin embargo, concluye, “no se está en un recinto de la poesía vital, sino en una capilla de Gayosso. No hay que excederse en el aspecto romántico, porque el romanticismo es un arte vertiginoso. Pero no hay vértigo en esa desquiciante tranquilidad, en las caras de palo, en la sociedad doctoral”.
En el desdibujado mapa de la literatura mexicana que estudia y traza de nuevo Efraín Huerta (con Los hombres del alba y Amor, patria mía —su gran poema sobre la historia de México dicho a su amante en la cama) brilla una verdad absoluta: “La poesía es algo muy importante, algo muy arrebatador, algo muy lúcido: algo que requiere un contenido, un lenguaje y un oficio”. Verdad (tan absoluta como su amor) que generaciones como la mía parecen olvidar.

lunes, 24 de junio de 2013

Notas sobre El extranjero

Junio/2013
Nexos
Juan Manuel Gómez

El epílogo que Mario Vargas Llosa escribió en 1988 (46 años después de publicada la novela) a la edición de Galaxia Gutenberg del mejor libro de Albert Camus termina con estas palabras: “El extranjero, como otras buenas novelas, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no lo engrandece moral y culturalmente; más bien, lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. No creo en la pena de muerte y no lo hubiera mandado al patíbulo, pero si su cabeza rodó en la guillotina no lloraré por él”.

¿Me pregunto cuántas lágrimas  se han derramado por Meursault? Espero que ninguna, aunque espero también que las razones de que nadie llore por un asesino pusilánime como él no sean, como las de Vargas Llosa, de orden moral —tan efímeras como la belleza del cuerpo. Si sopesamos la enorme figura de Albert Camus, aunque Sartre (quien fuera su amigo antes del sonado y definitivo pleito ventilado en Les Temps Modernes) acusaba de llevar siempre consigo un pedestal portátil, por la riqueza de sus escritos y su firme connotación social y filosófica tengo que pensar en él como un emblema de la dignidad intelectual. Me sorprendió la dureza con que lo trata Susan Sontag en un ensayo del New York Review of Books a propósito de la publicación póstuma de sus Carnets, que, para ser francos, son libretas de apuntes con tanto interés anecdótico como las notas de tintorería. Sontag habla de Camus como un escritor al que se le ama; su muerte fue sentida en el mundo de la literatura como la de un ser querido, dice. “Uno querría —continúa Sontag— que Camus fuera un verdadero gran escritor, no solamente uno muy bueno. Pero no lo es”. Ella se refiere al intelectual como un todo, como una “conciencia pública” que requiere, como un boxeador, “nervios de acero e instintos afinados”; dice que acertó en dos de las tres posturas intelectuales que tomó en vida (participar personalmente en la Resistencia francesa, romper con el Partido Comunista y negarse a definir desde París su postura a favor de la rebelión de Argelia, siendo él argelino de nacimiento). Doy la razón a Sontag desde mi situación de lector contemporáneo de sus ensayos filosóficos, al margen de la circunstancia histórica que los animó y la desesperanza social que denunciaban, y debo confesar que no podría decir que entiendo cabalmente al “hombre absurdo” de El mito de Sísifo, ni al “hombre rebelde”. Sin embargo, creo que una novela como El extranjero (que sólo puede ser escrita por un “verdadero gran escritor”) expresa la “rebelión metafísica” de El hombre rebelde no con largos e intrincados silogismos filosóficos sino con pocas y precisas acciones contundentes concentradas en frases perfectas. “El hombre —dice Camus— se levanta contra su condición y contra la creación entera”. Su rebelión es metafísica porque se libera del resguardo de sus propios prejuicios, de la Historia, de Dios y de la aspiración del futuro, y se lanza sin más armas que la conciencia de su situación a vivir solo el presente.

Creo que El extranjero es un gran título, a pesar de que en las obras completas se traduce como El extraño, lo que es más literal de acuerdo con el original (L’Étranger) y quizá más concordante con la trama; ya que el personaje principal es condenado precisamente por esa razón: por ser “extraño”. Me parece más poético, sin embargo, decir que Meursault es un “extranjero” de la sociedad. No es capaz de comunicarse cabalmente, en la misma sintonía, con los seres humanos de su entorno, bajo las mismas reglas implícitas que regulan la convivencia y las maneras apropiadas y correctas de sentir: no llora en el funeral de su madre ni finge aflicción, no se arrepiente de haber matado (sin razón) a un desconocido en la playa, no se enamora de su amante sino disfruta las pulsiones instintivas que ella le provoca en un nivel bastante básico y superficial. Es, en suma, un monstruo que amenaza la estabilidad social, y debe morir.

Para los lectores de su generación Meursault, sin embargo, es un héroe que representa el papel de ser libre en extremo. Camus mismo lo justifica en el prólogo de una edición norteamericana: “es un hombre que, sin actitudes heroicas, acepta morir por la verdad”. Siguiendo esta premisa, Vargas Llosa concluye que para algunos “Meursault va a la cárcel, es sentenciado y presumiblemente guillotinado por su incapacidad ontológica para decir sus sentimientos y hacer lo que hacen los otros hombres: representar [...] Su individualismo feroz, irreprimible, hace que nos conmueva y despierte nuestra oscura solidaridad: en el fondo de todos nosotros hay un esclavo nostálgico, un prisionero que quisiera ser tan espontáneo, franco y antisocial como es él”. Muy bien pudiéramos adjudicar a este “hombre rebelde” la etiqueta de paladín del existencialismo, si no fuera porque Sartre lo consideró demasiado reaccionario para el bien común del comunismo, y lo desterró.

Camus dedicó gran parte de su vida al teatro, desde la fundación de su Théâtre de Travail, y definitivamente Meursault es un personaje teatral cuya libertad absoluta representa las pulsiones secretas de ese hombre de la Europa devastada de entreguerras enfrentado a desfiladeros absurdos creados por las convenciones sociales, cuya sensibilidad lo lleva a conmoverse más que del funeral de su madre, de la desgracia de su vecino Salamano, que ha perdido al perro sarnoso al que se la pasa golpeando, arrastrando e insultando: “Sin mirarme, me preguntó: ‘No van a quitármelo, diga, señor Meursault. Me lo van a devolver. Si no, ¿qué va a ser de mí?’. Le dije que la perrera guardaba los perros tres días a disposición de sus propietarios y que después hacían lo que mejor les pareciera. Me miró en silencio. Después dijo: ‘Buenas tardes’. Cerró su puerta y lo oí ir y venir. Crujió su cama. Y por el extraño ruido que atravesó el tabique, comprendí que lloraba. No sé por qué pensé en mamá”.

En su celda, el tiempo para Meursault parece haberse detenido: “Cuando un día el guardián me dijo que llevaba cinco meses ahí lo creí, pero sin comprenderlo [...] Puedo decir que, en el fondo, el verano, con mucha rapidez, reemplazó al verano”. Tras el ataque de ira que le provoca la insistencia del capellán, que sale derrotado, “con los ojos llenos de lágrimas”, en su intento por solicitar el arrepentimiento del pecador, Meursault recupera la calma. “La paz maravillosa del verano dormido entraba en mí como una marea [...] Como si esa gran cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, ante esta noche cargada de signos y de estrellas me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo”. Nadie tiene por qué llorar por el alma de Meursault, libre y rebelde como las almas son. Tal vez en cambio habría que odiarlo por tener una.