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domingo, 8 de marzo de 2015

Nostalgia de San Blas

8/Marzo/2015
Jornada Semanal
Ana Garccía Bergua

Algunos de los escritores que con mayor admiración he leído inventaron en su obra una provincia a la que recurren en son de burla y también de nostalgia; en su literatura, la provincia es un espacio de libertad para el humor y la creación de personajes ridículos, pero a la vez muy humanos. Estos pueblos mentales tienen una función doble: la más convencional, la de situar ahí las fantasías y tramas literarias, y la de satirizar en ellas los vicios y defectos de lugares verdaderos, de los que así se distancian para ajustar cuentas, como hizo Jorge Ibargüengoitia con Cuévano. Pero el más entrañable es Augusto Monterroso, el gran escritor de origen guatemalteco que vivió entre nosotros una enorme parte de su vida y acuñó la famosa frase:  “Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista.”
Yo desde muy pequeña leía a Tito, deslumbrada por sus fábulas, su zorro escritor, alter ego de Juan Rulfo, los relatos de Movimiento perpetuo, los cuentos y ensayos de La letra E, pero la que más disfruté siempre fue su casi-novela Lo demás es silencio donde aparece San Blas, S. B., la ciudad provinciana donde vive y descansa el intelectual Eduardo Torres, autor de frases como: “La sinfonía inconclusa es la obra más acabada de Schubert” y “Es cierto, la carne es débil; pero no seamos hipócritas: el espíritu lo es mucho más.” Lo demás es silencio es un delicioso pastiche en el que intervienen los testimonios de la esposa, el hermano resentido y el valet de Eduardo Torres, este último casi una micro-novela de aventuras, así como otros textos misceláneos, entre ellos el “Decálogo del escritor”, obra de Eduardo Torres y una notable interpretación de una octava del Polifemo, de Góngora. Lo demás es silencio es también una lección de estilo de grandes vuelos; una lectura atenta permite encontrar en él citas no sólo del Quijote, sino de griegos y latinos: de muy joven –esto lo cuenta en su autobiografía Los buscadores de oro, Monterroso trabajaba en una carnicería y en sus ratos libres junto a los costillares, leía a Virgilio y otros clásicos.
Lo demás es silencio, Monterroso hace la sátira de la figura del gran intelectual de provincia cuyas palabras tienen un fondo sospechoso de genialidad o bobería (“sé, como ustedes, que la mejor manera de acabar con las ideas ha sido siempre tratar de ponerlas en práctica”) y no siempre se cuestionan, a no ser por una indiscreción de la familia. Publicada en 1978, en la época en que todavía tenía mucha validez la figura del intelectual latinoamericano, Eduardo Torres en su pequeño feudo de San Blas mostraba el aspecto demasiado humano de todo escritor que sólo relumbra en su patria chica. Así, San Blas, “ciudad grande fundada con los encantos de un pueblo chico y al revés”, construida por órdenes de un capitán español sobre la pirámide de un pueblo indígena, podría parecerse a muchas ciudades provincianas de Latinoamérica, incluida la Zona Rosa, pues también tiene su lado cosmopolita: “En cortos ocho días me metí una tarde a la municipalidad a buscar un acta (que no encontré), usé el Metro, escuché un concierto en Bellas Artes, oí las conferencias del poeta famoso …” También tiene su comisión de notables “compuesta en su mayoría por dos o tres intelectuales, algún poeta, dos comerciantes y políticos de todas las capas sociales”, a propósito de los cuales el valet de Eduardo Torres aclara que se trata de “los vecinos, los amigos y los periodistas, que en aquel inmundo pueblo son siempre los mismos, quiero decir que los periodistas, los amigos y los vecinos son sin remedio las mismas personas, y unas veces son vecinos, otras periodistas y otras amigos, pero siempre los mismos, y por eso allí todos lo sabían todo y todo lo sabían entre todos.”
Quizá la diferencia entre la sátira provinciana de Monterroso y la que practicó Ibargüengoitia, era que el primero no dejaba de ser dulce y de algún modo comprensivo con el género humano. A fin de cuentas, Monterroso era un clásico. En cambio, la de Ibargüengoitia es implacable: distante en el sentimiento y sin embargo tan ácida que llega al fondo de las cosas. Frente a su mirada lúcida y llena de sentido común, la provincia no parece ser otra cosa que el escenario donde los hombres actúan el peor de los ridículos, como dice en Estas ruinas que ves: “Los habitantes de Cuévano suelen mirar a su alrededor y después concluir:
–Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí.”

domingo, 14 de julio de 2013

El porvenir de los recuerdos…

14/Julio/2013
Jornada Semanal
Ana Garccía Bergua

La primera reseña de Los recuerdos del porvenir salió muy poco después de publicada la también primera y gran novela de Elena Garro por Joaquín Mortiz. La firmaba Emmanuel Carballo en La cultura en México de Siempre!, el 5 de febrero de 1963 y una parte decía así:
“Elena Garro realiza una hazaña en la literatura mexicana, pues consigue pensar el tiempo junto con el espacio, al concretar la existencia de sus entes de ficción yertos en su destino de magia, premonición, reflejo, sueño y leyenda. Esta es la primera, pasmosa, novela que publica Elena Garro.”
Tiene algo de mágico el hecho de encontrarnos ahora, cincuenta años después, corroborando estas palabras. Quizá, si viviéramos en el universo de esta novela extraordinaria, nuestra celebración habría sido una prefiguración desde que fue escrita, un recuerdo adelantado en el tiempo. Y es que en Los recuerdos del porvenir el flujo de la prosa provoca una suerte de milagro. Al igual que en Rulfo, la historia crece y se derrama hacia los distintos planos de la realidad, formando una burbuja de tiempo condensado. Desde luego que se hermana con Pedro Páramo en esta especie de alquimia lingüística,y también con la tragedia clásica: hay un destino que se conoce y cuyo cumplimiento se sufre, se espera y se recuerda por adelantado.
Pero ¿qué decir de Los recuerdos del porvenir que no se haya dicho ya, sin aludir además a la figura muy controversial de Elena Garro, en cuya vida parece haberse cebado un raro demonio que puso a jugar recursos de la imaginación en la dura cancha de la realidad? La novela recrea un episodio posible de la guerra cristera en el pueblo de Ixtepec –sucedáneo de Iguala, donde la escritora pasó una parte de su vida–, tomado por el siniestro general villista Francisco Rosas y sus subalternos, aliados con lo que queda de la burguesía porfirista del lugar, a la que ayudan a apropiarse de las tierras matando campesinos. Rosas, sin embargo, es un personaje perdido en sus propios laberintos: “Era el tiempo de la revolución, pero él no buscaba lo que buscaban sus compañeros villistas, sino la nostalgia de algo ardiente y perfecto en qué perderse.”
La Revolución no trastoca aquí el antiguo orden de cosas –y Garro cuestiona si en verdad lo hizo en alguna parte–, pero pone a girar elementos extraños en el paisaje de un pueblo estratificado con su sacristán, su doctor, su boticario (que es poeta y se llama Tomás Segovia), su loco, sus prostitutas, las eternas señoritas y las sempiternas viudas, solteronas y beatas. En efecto, el factor explosivo de esa vida que transcurre entre silencios y cadáveres de campesinos colgados de los árboles, es la presencia de las queridas de los militares en el hotel del pueblo, especialmente la del general Rosas, la bellísima y esquiva Julia, por cuya hermosura y desapego vive penando. La presencia de aquellas mujeres en Ixtepec crea una especie de burbuja detonadora de rebeliones y huidas, pues se trata de mujeres al margen de todo juicio y lugar: ni prostitutas, ni beatas; quizá amadas inmóviles, princesas robadas y recluidas, cuya belleza las redime y las aísla a la vez.
Y es que Los recuerdos del porvenir es, me parece, una novela de huidas, de escapes: la huida de Julia con el poeta Felipe Hurtado que se puede interpretar como una huida literal, mágica, o una muerte metaforizada –es admirable la parte en la que la prosa manifiesta su piedad y salva a los amantes condenados–; la huida del cura y el sacristán, la de todos los asesinados por el general Rosas que parecieran dejarlo siempre con las manos vacías, aferrado nada más a sus “palabras como a la única realidad en aquel pueblo irreal que había terminado por convertirlo a él también en un fantasma.”
La gran profundidad de la novela está, además, en el dibujo de sus personajes y en sus dualidades: la fiesta que le organizan al general, la exigencia de ser sacrificado por parte de Nicolás Moncada, el absurdo amor de su hermana Isabel, regalos todos envenenados que lo destruyen y que forman parte de un armamento religioso en el que Elena Garro creyó toda su vida y que está en la base de la guerra cristera. 
Los recuerdos del porvenir es como esa Julia a la que general sigue persiguiendo aun cuando la mantenga encerrada en su habitación. Perfecta e inaprensible, detenida en la memoria, su lectura nos sigue deslumbrando. Como dicen sus páginas, basta “un esfuerzo, un querer ver, para leer en el tiempo la historia del tiempo”.

domingo, 4 de diciembre de 2011

El asunto de las presentaciones

4/Diciembre/2011
Jornada Semanal
Ana Garccía Bergua

Hace poco vi a un loco de presentación. Los locos de presentación pertenecen a una estirpe inmortalizada, si no recuerdo mal, por Luis Ignacio Helguera en un texto o un poema que hablaba de una presentación vacía cuyo único público era el famoso loco. Los locos de presentación son aquellos que acuden a las presentaciones literarias, se sientan y ponen una atención sibarita a todo lo que ahí se lee y se dice, con el único fin de llegar al coctel y beber lo más que puedan. Este loco que vi tenía aires de intelectual setentero, barbón, vestido de mezclilla y camisa a cuadros, y la única manera de reconocer su condición era que, en lugar de cinturón, portaba un lazo de mecate bien amarrado, y sus zapatos eran los huaraches desvencijados de los vagabundos. Si uno es distraído, se puede dejar engañar por la finta; lo digo porque casi casi le leí a él todo mi texto aquel día, imantada por su sonrisa bonachona, la barba bohemia, aquellos ojos atentos que parecían entender cada una de mis palabras como si fueran suyas. Cuánta razón tienes, parecía decirme, qué bárbara. Siempre hay una mirada, un rostro en el público al que nos asimos como a un cómplice para poder hablar con cierta soltura, y en esa ocasión lo elegí a él. Cuando se levantó y vi el cinturón de mecate, me di cuenta de que había presentado aquel libro para el loco. No me sorprendió en lo absoluto que fuera el primero en acercarse a la mesa donde se ofrecía el vino, ni que saludara al aire como si estuviera acompañado de una alegre banda de amigos invisibles. De todos modos agradecí que hubiera fingido escuchar de esa manera tan profesional; quién sabe, en realidad, en qué pensaría mientras todos nos poníamos sesudos, mientras yo le comunicaba mis ideas pensando que las entendía mejor que nadie en aquel salón; quizá en la marca del vino que irían a ofrecer, quizá en que faltaba cada vez menos para que la palabrería terminara. Quizá en todas las presentaciones debería haber un loco que asintiera a lo que los presentadores dicen. Eso sí, hay que tener cuidado a la hora de dar la palabra al público: el loco es el primero que levanta la mano para preguntar algo que no tiene nada que ver ni con el libro, ni con el autor, ni con nada. Es tal su paciencia, que se da incluso el lujo de aportar su granito de arena antes de correr a la mesa de los tragos.

Todas las casas de la cultura, las librerías y los lugares donde se presentan libros tienen sus locos de toda índole y sus presentaciones. Mucha gente dice que las presentaciones de libros deben terminarse porque nadie va. Ahora las editoriales grandes hacen grandes ruedas de prensa con el autor y con ello queda saldada la principal finalidad de las presentaciones de libros, que es justamente la de dar a conocer a la nueva criatura, que se entere el mundo de que a book is born. De esta manera expedita y declaradamente mercadológica –la que vería en un asistente a la presentación un comprador forzoso–, los autores terminan contando su libro veinte veces en un solo día a otros tantos periodistas con muchas cosas que hacer y nadie aplaude, ni muestra demasiado interés; ni siquiera hay un loco dedicado a asentir, no hay catarsis. Antes las presentaciones eran más interesantes, pues la gente iba y a veces, incluso, los presentadores se animaban a hablar mal del libro, había pleitos, interesantes escándalos. Ahora son, muchas veces, lugares desérticos, habitados por autores que para no deprimirse se repiten a sí mismos que ya se lo imaginaban, que era de esperarse, etcétera. Los acompañan presentadores en fuga, organizadores acongojados, expertos en culpar al tráfico, amigos y parientes que se querrían multiplicados por mil, y locos sedientos. Como consuelo, muchos autores han convertido las presentaciones más en una fiesta donde él o ella y sus amigos nos damos vuelo –a veces me toca ser autora o amiga– cantando loas a la obra, lo cual también está bien: quizá será el único día en que alguien hable bien del libro o en que, por lo menos, hable del libro. Para atraer más gente a la presentación, no ha faltado quien organice bailes, representaciones, conciertos, degustaciones, disfraces, enigmas y otras amenidades, como se dice en inglés. Pues las presentaciones son eso, una celebración, y vale la pena que continúen, organizadas y sufragadas muchas veces por autores, editores y amigos. Son lugares de la palabra donde campean los locos gesticuladores, que también cumplen su función.


jueves, 2 de junio de 2011

Con semáforos

Junio/2011
Nexos
Ana García Bergua

Guardo de la infancia el recuerdo de la mesa del comedor, donde yo y mis hermanos hacíamos la tarea en la tarde. La mesa, con mantel, era para unas cosas; sin mantel, para otras. También servía de costurero, para cortar las piezas de tela con que mi madre nos cosía o remendaba alguna ropa, para los trabajos manuales, los dibujos. Durante muchos años, desde que me casé, trabajé junto al comedor y quise que mis hijas hicieran sus tareas en esa mesa, a mi lado: como si fuera un taller familiar en el que la mesa era una especie de universo compartido. Quizá a ello se debe que no me moleste trabajar en medio del caos de la casa, el teléfono, el timbre, la señora de la limpieza que pasa de un lado a otro, las hijas que llegan, van o quieren a ir algún sitio, el marido que practica su instrumento o incluso ensaya con otros músicos. La mesa o el escritorio en el comedor han sido, para mí, la extensión de libros, cuadernos, revistas. Sin embargo, en otras épocas he tenido rincones: un pequeño estudio, un espacio diminuto junto a un vestidor, un cuarto de servicio que abandoné porque me hacía sentir demasiado aislada, aunque amaba la mesa alta, esquinera y de madera blanca, que me hizo el carpintero. He llegado a abrazar mesas.

Ahora escribo en un secreter que tenemos desde hace muchos años, y del que sin embargo tardé en apropiarme por escribir junto al comedor. Escribo en mi habitación, a un lado de mi cama y con muchas interrupciones. No sólo de otros, sino mías también. Cuando escribo algo de un tirón, o cuando llevo mucho tiempo escribiendo, comienzo a sentir una especie de vértigo, muy similar al que me provocan los caminos sin semáforos, como las carreteras o el Periférico. Por eso yo necesito escribir con semáforos: un café, un libro, una llamada telefónica, una carrera a la tienda, mirar por la ventana, una ojeada a la internet, algo de música, un juego de cartas. No sé si por soledad o por claustrofobia.
Durante muchos años escribí a máquina, en una máquina verde claro, de origen checoslovaco, perteneciente a mis padres, metálica pero portátil, que todavía guardo. Me gustaba aporrear sus teclas, cambiar la cinta, mancharme los dedos. Como era muy joven entonces y trabajaba en mi habitación, en la misma mesa dibujaba y hacía las maquetas y los dibujos de mi anterior oficio. Llevaba un diario en un cuaderno en el que mezclaba bosquejos y apuntes, y a veces escribía ahí historias u obras de teatro, que siempre me parecieron muy malas; después las copiaba en la máquina verde. La primera novela la escribí en esa máquina y viajaba a Tabasco con ella para ir a ver a mi actual marido, que es músico y entonces tocaba en un hotel. Me gustaba la máquina, era torpe y pesada, el estuche cuadrado y duro, como una maleta.

Cuando mi padre vio que me dedicaría a escribir, me heredó su computadora. La mandó desde Guadalajara con un amigo de la familia. Desde entonces escribo en la computadora: me gusta la facilidad para editar, mover, jugar con el texto, buscar palabras. Lo único malo de la computadora es la tentación de la internet tan a la mano. Es como si tu hoja de papel estuviera, de nuevo, en medio del paso de los demás, cosa que no me molesta del todo, pero sí me distrae. También me gusta que las computadoras sean cada vez más pequeñas, como cuadernos, pues me gustan mucho los cuadernos. De hecho, colecciono cuadernos bonitos o raros: en ellos hago notas, escribo ideas para cuentos, en ocasiones dibujo, los llevo a los viajes. Los cuadernos son parte de esta sensación de estar haciendo la tarea escolar; de hecho, muchas colaboraciones para diarios o revistas las hago con una cierta idea de la composición que el maestro encarga a los estudiantes. Y por lo general las empiezo en un cuaderno.

Pero la verdad es que escribo mucho cuando no escribo: bajo la regadera, en la calle, caminando, pienso mis personajes; me pregunto, si yo fuera uno de ellos, cómo reaccionaría a esto o aquello. Muchas veces me doy cuenta de que, si bien he estado haciendo otra cosa, también he estado escribiendo, pues en un momento irrumpen las revelaciones, las claves que resolverán un texto en proceso, o si acaso, la idea misma de un texto posible. Una vez escribí gran parte de un cuento en el teléfono celular, pues no tenía pluma y papel y el asunto apareció mientras esperaba un taxi en Insurgentes. Para mí, la escritura sigue teniendo algo muy misterioso, un carácter de escucha y espera; es algo que me sucede, más que algo que domine por completo. A veces paso varios días sin lograr escribir más que una o dos páginas, aunque me siente varias horas a escudriñar el texto; de repente, una mañana escribo diez cuartillas y la racha sigue. Cuando tengo un borrador decente de alguna cosa que he estado escuchando dentro de mí, entonces trabajo. El trabajo suele consistir en desenamorarme de partes que no funcionan y quitarlas o cambiarlas. Trabajo, eso sí, sobre papel, pues ahí leo con mayor atención. Me gusta leer mis cosas a un grupo de amigos; el solo hecho de escucharse ayuda a ver los errores.