Jornada Semanal
Ana Garccía Bergua
Algunos de los escritores que con mayor admiración he leído inventaron en su obra una provincia a la que recurren en son de burla y también de nostalgia; en su literatura, la provincia es un espacio de libertad para el humor y la creación de personajes ridículos, pero a la vez muy humanos. Estos pueblos mentales tienen una función doble: la más convencional, la de situar ahí las fantasías y tramas literarias, y la de satirizar en ellas los vicios y defectos de lugares verdaderos, de los que así se distancian para ajustar cuentas, como hizo Jorge Ibargüengoitia con Cuévano. Pero el más entrañable es Augusto Monterroso, el gran escritor de origen guatemalteco que vivió entre nosotros una enorme parte de su vida y acuñó la famosa frase: “Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista.”
Yo desde muy pequeña leía a Tito, deslumbrada por sus fábulas, su zorro escritor, alter ego de Juan Rulfo, los relatos de Movimiento perpetuo, los cuentos y ensayos de La letra E, pero la que más disfruté siempre fue su casi-novela Lo demás es silencio donde aparece San Blas, S. B.,
la ciudad provinciana donde vive y descansa el intelectual Eduardo
Torres, autor de frases como: “La sinfonía inconclusa es la obra más
acabada de Schubert” y “Es cierto, la carne es débil; pero no seamos
hipócritas: el espíritu lo es mucho más.” Lo demás es silencio es un delicioso pastiche en el que intervienen los testimonios de la esposa, el hermano resentido y el valet
de Eduardo Torres, este último casi una micro-novela de aventuras, así
como otros textos misceláneos, entre ellos el “Decálogo del escritor”,
obra de Eduardo Torres y una notable interpretación de una octava del Polifemo, de Góngora. Lo demás es silencio es también una lección de estilo de grandes vuelos; una lectura atenta permite encontrar en él citas no sólo del Quijote, sino de griegos y latinos: de muy joven –esto lo cuenta en su autobiografía Los buscadores de oro, Monterroso trabajaba en una carnicería y en sus ratos libres junto a los costillares, leía a Virgilio y otros clásicos.
Lo demás es silencio, Monterroso hace la
sátira de la figura del gran intelectual de provincia cuyas palabras
tienen un fondo sospechoso de genialidad o bobería (“sé, como ustedes,
que la mejor manera de acabar con las ideas ha sido siempre tratar de
ponerlas en práctica”) y no siempre se cuestionan, a no ser por una
indiscreción de la familia. Publicada en 1978, en la época en que
todavía tenía mucha validez la figura del intelectual latinoamericano,
Eduardo Torres en su pequeño feudo de San Blas mostraba el aspecto
demasiado humano de todo escritor que sólo relumbra en su patria
chica. Así, San Blas, “ciudad grande fundada con los encantos de un
pueblo chico y al revés”, construida por órdenes de un capitán español
sobre la pirámide de un pueblo indígena, podría parecerse a muchas
ciudades provincianas de Latinoamérica, incluida la Zona Rosa, pues
también tiene su lado cosmopolita: “En cortos ocho días me metí una
tarde a la municipalidad a buscar un acta (que no encontré), usé el
Metro, escuché un concierto en Bellas Artes, oí las conferencias del
poeta famoso …” También tiene su comisión de notables “compuesta en su
mayoría por dos o tres intelectuales, algún poeta, dos comerciantes y
políticos de todas las capas sociales”, a propósito de los cuales el valet
de Eduardo Torres aclara que se trata de “los vecinos, los amigos y
los periodistas, que en aquel inmundo pueblo son siempre los mismos,
quiero decir que los periodistas, los amigos y los vecinos son sin
remedio las mismas personas, y unas veces son vecinos, otras periodistas
y otras amigos, pero siempre los mismos, y por eso allí todos lo
sabían todo y todo lo sabían entre todos.”
Quizá la diferencia entre la sátira provinciana
de Monterroso y la que practicó Ibargüengoitia, era que el primero no
dejaba de ser dulce y de algún modo comprensivo con el género humano. A
fin de cuentas, Monterroso era un clásico. En cambio, la de
Ibargüengoitia es implacable: distante en el sentimiento y sin embargo
tan ácida que llega al fondo de las cosas. Frente a su mirada lúcida y
llena de sentido común, la provincia no parece ser otra cosa que el
escenario donde los hombres actúan el peor de los ridículos, como dice
en Estas ruinas que ves: “Los habitantes de Cuévano suelen mirar a su alrededor y después concluir:
–Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí.”
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