La Jornada
Elena Poniatowska
Cuando María Luisa Puga llamaba por teléfono y adivinaba
yo que ya iba a colgar, un relámpago se metía en la bocina. “No Puga, no
te vayas, todavía no, otro ratito, Puga, hace mucho que no platicamos…
Puga, espérate…” Así también el día de su muerte, el 25 de diciembre de
2004 a los 60 años.
La Puga era mi gente, mi amiga, mi escritora, mi identificación con
la vida que arde y se apaga dentro de la literatura, ¿cuántas páginas te
echaste? ya chole, hoy fue un mal día, no me sale y nunca me va a
salir, ya pa’qué, pa qué me mato si a nadie le importa, ni a mí me
importa, te juro que me vale, no chingues, de veras, ¿qué sentido tiene
dedicarle toda la vida a esta madrola?Puga, ¿por qué? Puga, no te toca. No me hagas esto, Puga. La angustia nunca me abandonó desde la primera llamada hasta la última.
A las cuatro de la madrugada sonaba el despertador. En la oscuridad de la noche, María Luisa Puga se levantaba con cuidado para no despertar a Isaac Levin, cerraba la puerta, iba hacia su mesa de trabajo, abría su cuaderno y escribía. Se hacía un café en un pocillo y tomaba su pluma Mont Blanc de tinta sepia Waterman.
Las posibilidades del odio apareció en la editorial Siglo XXI en 1978. Sucede en Nairobi, África. Durante todos sus años fuera de México, en Europa, María Luisa observó a los inmigrantes y cuando llegó a Nairobi ya estaba lista para escribir un libro extraordinario: Las posibilidades del odio, que a mi juicio la convierte en la mejor escritora mexicana. Deslumbrada, la busqué.
–María Luisa, quiero ser tu amiga.
–Vamos a tomarnos un tequila.
–Quiero ser tu amiga para toda la vida.
–Sírveme otro tequila.
–Puga, son demasiados tequilas.
–Serás polaca, pero no aguantas nada.
A los seis meses la editorial La Máquina de Escribir publicó Inmóvil sol secreto, mientras María Luisa terminaba, también para Siglo XXI, su segunda novela: Cuando el aire es azul, a propósito de una comunidad envuelta en un aire azul cuya textura es la conciencia de sus habitantes. Siete meses más tarde apareció su primer libro de cuentos, Accidentes, que tenían un común denominador: la muerte. ¡Qué bárbara! María Luisa había abierto todas sus compuertas; en tres años, cuatro libros y otro, otro, otro que venía en camino, qué catarata. La forma del silencio, basada en su relación con el poeta español Gerardo Deniz o Juan Almela –que Octavio Paz admiraba– y su propia orfandad en un Acapulco que no es el de los turistas sino el de una huérfana al lado de una abuela que cose y reza a todas horas. Gerardo Deniz, refugiado español y gran poeta, trabajaba en un cubículo al lado del suyo en la Editorial Siglo XXI de Arnaldo Orfila Reynal. También Pánico o peligro, la historia de cuatro amigas que recorren la avenida Insurgentes marcó a sus lectores.
Inútil decir que la Puga me llamó prodigiosamente la atención y la quise de inmediato. Amé sus libros pero también amé la forma en que tomaba sus propias decisiones. Muy joven decidió vivir sola, muy joven empezó a trabajar, muy joven también atravesó el océano. Se fue porque era huérfana y porque quiso saber lo que significaba sentirse verdaderamente sola. El miedo que le producía irse era lo único que la podía hacer ver el mundo fuera del alcance de las culpas habituales, de los miedos cotidianos, la nostalgia, el pavor que provoca el ser mujer, el ser mexicana, el querer ser otra cosa. ¡Ay Dios mío, a ver cómo le hago! Viajó sola, sin dinero y sin saber a dónde ni a qué llegaba. En Londres encontró trabajo en la Embajada de México en la sección a la que acuden los mexicanos a gestionar pasaportes –el consulado– y entre ellos, apareció un muchacho riquillo y sin defensas, un hijo de papi, Ramiro, el personaje de su cuento en el libro Accidentes y para mí uno de los grandes, grandes cuentos de la literatura mexicana.
Ramiro es la historia de un hijo de dueño de tlapalería, consentido por sus padres, flojo y abusivo. Lo único que verdaderamente le apasiona es su coche. ¡Ah! y también ir al cine. Pero su padre decide mandarlo a perfeccionar un inglés que no sabe, a Londres. Y entonces, Ramiro descubre la soledad, los golpes, la neblina, el miedo. Y sus padres descubren lo que significa su fracaso. Este cuento es, junto al de Las mariposas, uno de los cuentos magistrales de María Luisa Puga.
María Luisa Puga adquirió una nueva visión del mundo. Vivió en Londres, en París, en Roma, en Nairobi y como nunca se arraigó, su imagen se volvió única, la suya, la de la Puga. Sus textos, ya sea cuento o novela nunca parten de una anécdota, parten de una sensación. La historia del mendigo africano la escribió con frases cortas, de una enorme eficacia narrativa, como si fuera el mendigo que va ganando espacio, deja de arrastrarse, consigue su muleta, un lugar en la calle para poder mendigar, un sitio de donde no lo corran e incluso le den una bolsa de plástico con los desperdicios de comida del hotel que comparte con otros cuatro mendigos. En uno de los capítulos María Luisa Puga especifica:
Las posibilidades de la muleta eran numerosas. Las fue conquistando una a una. Y tras cada conquista, el mendigo le dedicaba a su muleta un buen rato de caricias suaves, idénticas. Era de una madera oscura, con la punta cubierta con una goma negra y gastada. Un ortopedista habría dicho que era un poco alta para él y él jamás habría comprendido por qué. Era su muleta. Su pierna.
Nunca he podido leer ese capítulo de la novela sin llorar y ahora que María Luisa se ha ido, lloro con más razón. Lloro por ella y por mí, por Pati e Isaac, por todos los que la quisimos, lloro porque María Luisa era un ser esencial, lloro porque su vida fue de absoluta entrega a la escritura, lloro porque nadie como ella sabía hablarles a los niños, a Felipe, a Paula, a Lucas mi nieto a quien le escribió un cuento, a los adolescentes, a los cachorros, a los perros, a los hombres del campo, a la viudita de la miscelánea. María Luisa era alta, ponía su brazo sobre mis hombros y caminábamos juntas. Era mi pararrayos, mi paraguas, mi papá. Decíamos que cuando fuéramos viejitas pondríamos una mercería y que ella se sentaría en la caja (de esas de campanita, antiguas) y yo abriría los cajones con los botones y entregaría las agujetas, las presiones y los ganchos, el paspartú, el estrafor. (¡Qué chistosa palabra
estrafor!). Cerraríamos la cortina a las siete y atravesaríamos la calle del brazo, con mucho cuidado y juntas nos daríamos el quién vive, juntas descubriríamos de qué tamaño son nuestras posibilidades de odio. Ahora, desde el 25 de diciembre de 2004, hace casi 11 años, lloro porque el mundo sin ella jamás volvió a ser igual y porque me encamino hacia mi propia muerte, ella no va a estar y todavía queda mucho por hacer y no sé si tendré la fuerza de hacerlo sin ella. Sin ella.
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