Laberinto
Elizabeth Corral
En París, a finales de julio
de 1992, encontré por tercera vez a Fernando del Paso. Fue en su oficina del
Consulado General de México donde le entregué la tesis de doctorado sobre Noticias del Imperio que acababa
de presentar en la
Universidad de Toulouse. Solo lo vi tres ocasiones durante
los cuatro años que pasé en Francia, entrevistas breves en las que me dejé
ganar por la timidez. Pero en esa última oportunidad sabía que las posibilidades
de volver a encontrarlo se reducían al mínimo —yo ya regresaba a México— y no
dudé en contarle que en Toulouse había conversado con un profesor de la Universidad, el
querido Jacques Gilard, quien aprobaba sin reservas mi proyecto de reunir una
obra periodística que entonces yo creía menos extensa. Gilard fue un profesor
francés que hablaba en perfecto colombiano, gran conocedor de ese país y las
múltiples manifestaciones de su cultura, compilador de la obra periodística de
García Márquez y autor del primer estudio exhaustivo sobre ella. Del Paso se
entusiasmó con la idea y sentí que de alguna manera empezaba a cumplir el deseo
compartido con Holden, el protagonista de
El guardián entre el centeno de Salinger, que con su enorme
contundencia adolescente asegura que no hay nada como ser amigo del autor de
los libros que de veras nos gustan.
En París me equivocaba. La familia Del
Paso volvió a México pocos meses después y no solo vi a Fernando y a Socorro
con frecuencia, sino que entonces inició la estrecha amistad que nos une hasta
ahora. Empecé a ir a menudo a su departamento de la Ciudad de México y luego,
cuando se instalaron en Guadalajara, me abrieron con generosidad las puertas de
su casa. Recuerdo con una mezcla de entusiasmo y emoción los tres días de
intenso trabajo en que Fernando me invitó a hurgar en una caja enorme que él
apenas había revisado, unos papeles reunidos durante algunos de los 28 años que
pasaron en el extranjero. No contenía nada de la obra periodística que yo
revisaba, ni era la única caja que había en la casa, pero ameritaba dedicación.
Había distintas versiones de capítulos de José
Trigo y Palinuro de México,
numerosos apuntes para Noticias del
Imperio, esbozos y dibujos en papeles reciclados y tres cuentos
mecanografiados en papel cebolla y papel calca, uno en las hojas de tamaño casi
oficio que usan los europeos. Era un cofre de tesoros. Dos de los cuentos
estaban incompletos, a uno le faltaba la primera página y al otro la última, y
el tercero apareció en La palabra y el
hombre de la
Universidad Veracruzana, una cortesía del autor. Brilló por
su ausencia, en cambio, “La cama de piedra”, el relato que Fernando buscaba y
sigue buscando, uno que publicó en Colombia y del que entonces esperaba
encontrar alguna versión mecanografiada o manuscrita.
Solo se dedican 20 años de
estudio a una obra si ésta tiene materia de sobra, como la de Fernando, a quien
hoy celebramos con toda justicia. Además de la asombrosa imaginación verbal que
con tanto entusiasmo elogia Pitol y de la “tamaña prolijidad milagrosa” de que
habla Montes de Oca, están el talento para fabular, la precisión para
describir, la habilidad para yuxtaponer atmósferas, géneros, perspectivas,
incluida la delirante, que él arropa con historias entrañables. Está, también,
la asombrosa capacidad para contagiar la curiosidad. Entrar a sus mundos
literarios significa internarse en selvas exuberantes que muestran su diversidad
y riqueza, a laberintos espaciosos y de inmenso vigor donde se condensan
naturaleza y vida. Más que síntesis gloriosas de elementos culturales, sus
creaciones se pueblan de contrastes, disonancias, trastrocamientos. Mi
encuentro inicial con Palinuro de
México, la primera novela de Fernando que conocí, unió deslumbramiento
y desconcierto. Volver una y otra vez a sus páginas se convirtió en una tarea
placentera que me descubría asuntos nuevos o matices inadvertidos. Los
creadores de microcosmos no dejan escapar nada, ya se sabe, y las obras de Fernando
Del Paso son monumentales: todas las manifestaciones del pensamiento humano,
grandes o insignificantes, caben en estas construcciones caleidoscópicas ajenas
a cualquier jerarquía. Esta exhaustividad, ya legendaria, convierte a la obra
en una especie de universidad paralela que explica la grandeza de artistas
imposibles de abandonar y muestra lo que la historia de la humanidad tiene de
complejo, rico y contradictorio. Ciencia, historia, literatura, filosofía,
política, pintura, historia de las religiones y más, en una extensión
geográfica que no se conforma con Occidente, como muestra Bajo la sombra de la historia. He vuelto una y otra vez, con
placer infinito, a los pasajes que encuentro más conmovedores, divertidos,
críticos, lúdicos, aleccionadores.
De José Trigo a Linda
67, de los artículos periodísticos a los ensayos, de Los sonetos de lo diario a PoeMar, la escritura de Fernando Del
Paso apela a los sentidos en general y a la mirada en particular, la cual tiene
un lugar privilegiado —no por nada también es pintor—. Las descripciones
minuciosas construyen texturas, agregan colores, crean volúmenes; los verbos de
la visión aparecen y se repiten, igual que las menciones a la luz; se habla de
artistas y de escuelas de plástica al tiempo que la escritura se metamorfosea y
adopta los rasgos de la estética a la que alude: el escritor mira con
detenimiento el mundo que luego pinta, buscando anular la diferencia entre
literatura y pintura. En Francia me sumergí en Noticias del Imperio siguiendo el hilo de la historia, pero
en realidad desde entonces, sin darme cuenta, intentaba descifrar la magia que
transforma la lengua en literatura. La lectura que hice de muchas de las
fuentes históricas que sirvieron a la elaboración de la novela descansaba en mi
afán por entender cómo habían ingresado a ella, cómo mantenían o cambiaban de
condición en el mundo novelesco. Luego hice lo mismo con algunos cuadros y
fotografías de la época. Dice Susan Sontag que las fotografías invitan a la
deducción y a la fantasía, y a mí me resulta tentador pensar que algunas de las
tramas de Noticias del Imperio
habían nacido de la observación de fotos de la época; pensar, por ejemplo, que
la idea de “Con el corazón atravesado por una flecha”, la tortura de un chinaco
a manos del jefe de la contraguerrilla francesa, surgió de las fotografías del
coronel Du Pin donde aparece con sombrero y dormán llenos de adornos y
prendedores.
Este pasaje de la novela se
desarrolla en una barcaza y por las asociaciones que la memoria realiza casi
sin intervención de quien recuerda, la relectura de la sección me remitió a
junio de 2001, cuando Fernando y Socorro, luego de asistir en Xalapa a unas
mesas organizadas por la
Universidad Veracruzana, decidieron viajar por la región para
conocer algunos lugares y regresar a otros. Los acompañé durante la primera
etapa de su trayecto, así que recorrimos juntos el camino exuberante y caluroso
que conduce a Tlacotalpan, el pueblo en las márgenes del Papaloapan que se ha
vuelto famoso por su celebración de la Candelaria. Fernando
quería conocerlo desde hacía tiempo y me pregunto cuál hubiera sido su
impresión si, en vez de junio, la visita hubiera coincidido con el 2 de
febrero, el día que los fieles pasean a la virgen por las calles y por el río.
Hablé antes de mi proyecto
relacionado con la obra periodística. Durante muchos meses pasé largas y
felices horas en la
Hemeroteca Nacional, revisando con detenimiento los
periódicos y las revistas en las que aparecían artículos, entrevistas,
crónicas, ensayos. Son escritos que deparan muchas sorpresas. Está, como
ejemplo excepcional, la serie de artículos y entrevistas que elaboró en 1982
como corresponsal de Proceso en
el mundial de futbol en España. Aceptó la tarea sin ser alguien particularmente
afecto a los deportes (el soccer, además, parece ser uno de los que menos le
atraen), porque era una oportunidad para dejar por unas semanas una Inglaterra
que lo tenía cada vez más desencantado, para disfrutar del español a todas
horas del día, y, sobre todo, para dedicarse a observar, además de los
futbolísticos, otro tipo de enfrentamientos, esta vez sociales y políticos, de
los que siempre se ha ocupado.
Pero salvo en ocasiones como
ésta, en que trabajó por pedido expreso, la labor periodística le ofreció la
libertad que necesitaba para investigar, reflexionar y divertirse escribiendo
según lo guiaran su curiosidad e intereses. Por eso, al lado del valor
intrínseco de esos textos que ofrecen un panorama de sucesos puntuales de la
historia política y artística de Gran Bretaña e Hispanoamérica, se añade la
posibilidad, invaluable, de establecer lazos y correspondencias entre ellos y
la obra de creación en que trabajaba en ese momento o trabajaría más adelante.
Su periodismo, entonces, también puede considerarse como una suerte de
laboratorio donde descubrió vetas inesperadas, trazó los primeros esbozos de
personajes, situaciones y acciones, practicó opciones estéticas y resolvió
problemas de composición.
Tengo la idea de que el
artista conserva, intocado e intocable, un núcleo de infancia, de la primera
infancia, la de los mayores asombros y la más profunda felicidad. Muchos
pasajes de la obra de Fernando me afirman en esta convicción y algunos de sus
títulos, los menos atendidos por los adultos, son la representación más
cristalina de esto. En la dedicatoria de mi ejemplar de ¡Hay naranjas y hay limones! Pregones, refranes y adivinanzas en
verso escribió: “Para que te acuerdes de cuando eras chiquita”.
Y hace unos días, a la salida de la ceremonia en la que le entregaron un
premio, pude verle una expresión radiante, unos ojos sorprendentemente
chispeantes, mientras contaba a Socorro algo que a todas luces lo hacía feliz.
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