Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer
Pocos son los autores que aceptan abiertamente la influencia de sus antecesores. Horacio Quiroga, famoso por sus cuentos de la selva y sus historias de amor y locura, fue más allá: escribió seis novelas cortas haciendo alusión de sus autores favoritos. Estas obras de Quiroga sirven para comprender el proceso creativo de un autor con textos que, además de hacernos disfrutar por su lectura, nos ayudan a hacer que afloren partes profundas de la psique.
¿En qué momento madura la capacidad creativa de un
escritor? ¿A quién tiene que leer para cohesionar su forma de pensar y
escribir? La lectura siempre es buena. Incluso el más nefasto contenido
de un libro logra despertar al lector, por lo menos, la esperanza de
que mejorará al escoger el siguiente libro o profundizará en su
asimilación: no es necesario, tampoco, conocer al autor o el resto de
la obra para apreciar un texto. Existen los lectores “completistas”,
que desean saber todo del autor y su obra, para establecer el peso de
cada etapa. Y es tan válido como quienes no quieren ni conocer en
persona al escritor para no prejuiciarse sobre la obra (hay autores
insoportables que logran ahuyentar de su trabajo incluso a quienes ya lo
habían apreciado).
Para quienes admiramos a Quiroga, nos resulta
informativo saber de sus aficiones y verlas traducidas en pequeños
homenajes: conoce al autor, lo asimila y lo imita, confiado, suponemos,
en dejarlo atrás para seguir su propio camino. Al publicar estas seis
novelas cortas entre 1908 y 1913, Quiroga no pretendía más que lograr un
personal divertimento: tal vez un exorcismo literario, pues hay
lecturas que nos corroen para toda la vida y, al escribir, son dulces
demonios que susurran caminos inconscientes. Y, según los apuntes del
autor y por el hecho de haberlas firmado con seudónimo (S. Fragoso
Lima), en apariencia sólo eran una forma de conseguir dinero. Quiroga
resuelve con estas novelas la clásica disyuntiva del escribano entre
lograr su producción más subjetiva y, además, vivir de eso: se divertía,
cobraba y se permitía trabajar en las obras que le importaban. Pero,
al paso de los años, tampoco puede dejar de advertirse cómo para el
autor también eran un placer culpable: el que se ocultara bajo el
seudónimo no impide ver cómo se solazó y cómo logró entretener a sus
lectores: el que se lo pagaran y le pidieran más, lo evidencia.
Comparar las novelas cortas con los autores
homenajeados o con la obra “directa” de Quiroga sería limitar el efecto
de su lectura. Son amenas, están bien escritas y nos remiten a diversos
momentos de la literatura: ¿se puede pedir más a un trabajo
“intrascendente” de un escritor señero? Sin embargo, no son totalmente
ajenas al resto de su obra. Quiroga ya había escrito obra fantástica.
No es difícil establecer la afinidad entre Quiroga y
Kipling por sus libros sobre la selva. Cierto que son selvas
distintas, pero la relación del hombre con las bestias y su entorno a
veces impenetrable e indomable, es evidente. En El devorador de hombres,
estamos ante la narración hecha por el tigre de Bengala, Rajá, sobre
el engaño hecho a su domador. El autor plantea el centro del problema,
en voz de ese tigre: “¿por qué vinieron a la selva? Nosotros no íbamos a
los campos.” El hombre y su afán rapaz llevó a la casi extinción del
tigre en India. Más que el cachorro y la fiera, el texto inicia con el
hijo orgulloso del padre que enfrenta y devasta a los hombres
implacables. Cuando sus padres son muertos en la cueva, el cachorro es
recogido por el joven cazador y llevado al circo, donde por cinco años
lo entrenan a golpes y torturas para los espectáculos. Ahí, el matador
de sus padres salvará una vez al domador de perecer en las fauces de
Rajá, quien lo recuerda perfectamente y lo admira por su belleza y su
porte. Como los animales de Kipling admiraban a los ingleses y
despreciaban a los indios, así actúan los protagonistas del homenaje:
al final, Rajá decapitará a su torturador, pero quedará feliz como
mascota del lord inglés: más importa obtener un héroe inglés, que
sancionar al torturador de animales.
Además de la trama, Quiroga evidencia el homenaje a
Kipling al mencionar la presencia en el circo de un leopardo de Penjab
(provincia británica de India donde vivió Kipling y ambientó varios
relatos).
Pero las demás novelas cortas no son tan claras en su homenajeado. En El remate del imperio romano,
Quiroga decía guiarse por Conan Doyle en sus muchas novelas
históricas, pero también recuerda al Nobel polaco Henryk Sienkiewicz. El remate
narra el peculiar momento del imperio romano donde los militares, los
pretorianos, pusieron a la venta el imperio y lo compró un mercader
milanés. Insultados los generales romanos por tal compra, fueron por el
usurpador para matarlo. ¿Y cómo no lo hicieron con los pretorianos
vendedores?, pensaría el lector. El toque de Doyle reside en los
personajes secundarios: la emperatriz desea a un joven patricio, quien
se niega a entregarse, cierto de que eso sólo lo acercará a una muerte
temprana. Cuando los militares han ultimado al comprador milanés y van
por la emperatriz, el patricio intenta salvarla y perecen los dos.
Logrado homenaje que habla más de la calidad de Quiroga, por definir a
los personajes y obtener su desarrollo al margen de la trama y
alcanzar, al final, darles más importancia que la trama central: la
muerte anunciada del comprador que apenas habría hecho sorpresivo el
cierre del texto.
El mono que asesinó, Las fieras cómplices, El hombre artificial y Una cacería humana en África
dan nota directa de Poe, en palabras del propio Quiroga: “Ese maldito
loco había llegado a dominarme por completo”, pero también se cuelan
Lugones, Verne y el cienciaficcionero Eduardo Ladislao Holmberg.
Un autor tan singular como Horacio Quiroga acusa
recibo de varios clásicos, pero termina por ser tan famoso como ellos y
los mezcla en estas pequeñas novelas que de intrascendentes, como él
decía, tienen muy poco. Ya quisieran muchos contemporáneos famosos
hacer estos divertimentos literarios.
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