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domingo, 19 de febrero de 2012

Metafísica y delirio: Jorge Cuesta

19/Febrero/2012
Jornada Semanal
RicardoVenegas

Alguna vez Jorge Cuesta se refirió a su inserción en “el grupo de forajidos”, los Contemporáneos, como “una coincidencia del destino”. Son pocos y nos parecen muchos quienes se han ocupado de esta generación de poetas que encienden la flama de la literatura mexicana: Luis Mario Schneider, Vicente Quirarte, Francisco Segovia, Miguel Capistrán y Guillermo Sheridan, entre otros. La aparición de Metafísica y delirio, el Canto a un dios mineral de Jorge Cuesta (Ediciones Sin Nombre, 2011), de Evodio Escalante, marca una lectura que se suma a los más lúcidos trabajos sobre el texto más enigmático de esta generación y a la imagen del autor de más reacia clasificación; de Cuesta hay una obra inacabada y mucho por pensar y reflexionar aún.

A lo largo de las treinta y siete liras que constituyen el poema, Escalante incursiona en la vigencia de la obra cuando advierte que “los destinatarios idóneos de estas obras no son muchas veces los contemporáneos de la época en que éstas han salido a la luz, sino los escuchas de futuras generaciones que habrán de remontar con provecho las capas de incomprensión”, y en este renglón, el crítico, que ha investigado y ha macerado sus elementos, destila las similitudes del poema con Muerte sin fin, de Gorostiza: ambos se escriben en formas definitivas cultivadas en la tradición del Siglo de Oro: “En el caso de Gorostiza la silva, combinada con el romancillo y la seguidilla; en el caso de Cuesta, la lira de seis versos.” De Friederic Nietzsche al Rig Veda, Escalante busca y encuentra vasos comunicantes del poema: “¡Cuántas auroras hay que no han lucido!” La admiración del poeta por el veracruzano Salvador Díaz Mirón y sus lecturas de Heiddeger emergen, van a la superficie.

Pareciera que la obra de Cuesta –como la antología que firmara– vale lo que cuesta y habrá que invertirle tiempo y esfuerzo para alcanzar una lectura más amplia que la primera. Evodio Escalante lo confirma, pues desde uno de sus primeros textos sobre el autor del Canto (Topodrilo, uam, 1988) hasta la publicación de Metafísica y delirio, han transcurrido ya veinticuatro años. En ese –casi– cuarto de siglo, la madurez del crítico lo ha conducido a saldar una deuda que contrajo con Salazar Mallén en los años ochenta, cuando éste le preguntó: “¿Y qué opina usted del Canto a un dios mineral?”

No deja de sorprender que, pese a los problemas psiquiátricos del poeta, su hospitalización, castración y suicidio (y el terror pánico con que escribió), haya dejado en su obra crítica una colección de frases como ésta: “He aquí por qué son insuperables el diablo y la obra de arte, la revolución y la poesía. No hay poesía sino revolucionaria, no la hay sin la `colaboración del demonio´”.

Cuesta reaparece cada vez con más fuerza y Escalante lo asume en sus hallazgos: “el momento en que se funde y se hace uno con el devenir”. La piedra, el mineral, está dotado de vida y espera su lector: “El ser parlante vive en la vida de la roca.”


domingo, 1 de mayo de 2011

Los poetas mexicanos de los años cincuenta

1/Abril/2011
Jornada Semanal
RicardoVenegas

Desde los años ochenta se han editado diversas antologías con el propósito de acercarnos a los poetas nacidos en la generación de los cincuenta: Poetas de una generación 1950-1959 (1988) de Evodio Escalante, La sirena en el espejo (1990) de José María Espinasa, Víctor Manuel Mendiola y Manuel Ulacia. La propia Colección de los cincuenta, que apareció en los noventa, subraya el lugar que estos creadores –casi todos hijos de la Asamblea de poetas jóvenes de México (1980) de Gabriel Zaid– ocupan en el mapa de la poesía mexicana.

La nómina de estos poetas es amplia. Muchos comenzaron a publicar después de los treinta o cuarenta años de edad, algunas de estas voces sólo aparecieron con su debut y despedida implícita en un solo libro.

Ethel Krauze, José Luis Rivas, Coral Bracho, Mario Calderón, Verónica Volkow, Víctor Toledo, José Javier Villarreal, Carlos Oliva, Víctor Hugo Piña Williams, Luis Miguel Aguilar, Héctor Carreto, José Angel Leyva, Myriam Moscona, Adolfo Castañón, Sandro Cohen, Maricruz Patiño, Jorge Esquinca, Silvia Tomasa Rivera, Efraín Bartolomé, Javier Sicilia, Francisco Torres Córdova, Juan Domingo Argüelles, Eduardo Casar, Ricardo Castillo, Alberto Blanco, Franciso Segovia, Margarito Cuéllar, Fabio Morábito, Luis Cortés Bargalló, Josu Landa, entre muchos otros (imposible mencionar a todos en tan poco espacio), son parte de una larga nómina que dibuja una parte importante –más bien enorme– del mapa poético actual de México.

El nombre de “Generación de los 50” se le ha atribuido al poeta y crítico Arturo Trejo, que en su artículo “Nombrar la luz”, publicado en la revista Memoria de papel en 1991, habló de los creadores de esta generación, a la cual se identifica también por comprender, entre quienes la integran, a varios ganadores del Premio Aguascalientes de Poesía, si no el más prestigiado –y cuestionado–, sí el más generoso reconocimiento económico a un poeta en México.

El año de 1968 es ineludible para esta generación que lleva tan presente en su formación (no generalizo) la caída de los regímenes autoritarios. A este grupo lo caracteriza también, afirma Vicente Quirarte (también miembro de esta generación), el haber estudiado “carreras humanistas cuando la cultura no está de moda” y el hecho de no contar con manifiesto alguno ni declaraciones de principios, por lo que “el credo estético debe ser buscado en los poemas mismos”.

La dispersión es otra característica de este grupo, su diversidad de lecturas –Baudelaire, Rimbaud, los Contemporáneos, los clásicos de la poesía española, Rubén Bonifaz, Jaime Sabines, Pablo Neruda, T.S. Eliot, Roberto Juarroz, Octavio Paz, Cesare Pavese, René Char, los poetas beat– y temas como la desilusión amorosa, la infancia, el humor, la naturaleza, el erotismo… En el ahora esta generación lleva consigo las riendas de gran parte de lo que germina en la poesía mexicana y asume los riesgos de toda generación: su propia heredad.