Laberinto
sábado, 7 de febrero de 2015
Libros gordos
Laberinto
sábado, 9 de noviembre de 2013
Cien años de soledad
Laberinto
viernes, 25 de octubre de 2013
Rúbrica
Laberinto
De a pocos o de a muchos, a los escritores nos gusta firmar libros. Es una constancia de que ese ejemplar llegó a los ojos de un lector. Además, estamos en terreno seguro: ante lectores agradecidos o al menos interesados. Es muy difícil que alguien nos diga: “Por favor dedíqueme su porquería de libro”, aunque a veces ocurre.
domingo, 1 de septiembre de 2013
Inverosímil
Laberinto
sábado, 6 de julio de 2013
Mala prosa
Laberinto
Hay escritores que saben algo del alma humana, que crean historias interesantes, que tienen una idea de la literatura como arte. ¿Pero de qué sirve todo esto si no saben redactar una frase?
sábado, 6 de abril de 2013
El lector periférico
Laberinto
miércoles, 26 de diciembre de 2012
Clásicos vivos y muertos
Laberinto
domingo, 25 de noviembre de 2012
Slow books
Laberinto
sábado, 13 de octubre de 2012
Tengo orgullo de ser del norte
Laberinto
sábado, 6 de octubre de 2012
Otra vez el Nobel
Laberinto
martes, 29 de mayo de 2012
El hereje
Laberinto
Quizá sea correcto que un profesor de literatura hable bien de autores disímbolos y aprecie a todos los clásicos. A fin de cuentas, ha de abarcar amplios mundos y tal vez no sea su papel influir en el gusto de los alumnos, sino abrirles puertas al variado mundo de las letras.
Cuando un escritor hace lo mismo, cuando se expresa con igual entusiasmo de Borges o Rulfo, de Tolstoi o Dostoievski, de García Márquez o Vargas Llosa, entonces percibo algo falso en él, o peor aún, algo tibio.
Hace unos días me escribió un escritor alemán. “Estuve leyendo a Borges”, me dijo. “¿Qué le ven los latinoamericanos a este escritor sin alma?”. Mi respuesta fue poco ilustradora: “No lo sé”, le dije, “jamás me he conmovido un ápice cuando lo leo”.
Un amigo que conoce mi distancia con Borges me regaló un libro: El antiborges. Me quedé en la página siete. ¿Por qué un ateo necesitaría un libro que argumenta a favor del ateísmo?
Los dioses están para las masas. Los escritores podemos amar a los profetas, a los pecadores, a los parias. Hemos de ser radicales, extremistas. Irreverentes.
El crítico debe ser amplio de miras. El escritor ha de ser estrecho. El crítico sabe que todo cabe en una novela; el escritor se anda con mandamientos, con un credo. Un credo personal, claro está, no venido de las alturas.
¿Que si soy un admirador de Rulfo? Sí, lo soy. Y sin embargo hay cuentos de Jesús Gardea o de Eduardo Antonio Parra que me gustan más que cualquiera de El llano en llamas. Decir esto es una herejía, ¿pero qué le vamos a hacer?
Wagner es un gran músico; eso es indiscutible. A mí me aburre. Apenas voy en sus oberturas cuando digo “ya basta”. El sonsonete de las valquirias viene una y otra vez, como si no lo hubiésemos entendido en la primera oportunidad, como si el mero aumento de volumen le diera otro significado.
Mil veces prefiero alzar mi copa mientras canto Libiamo, libiamo ne’ lieti calici che la bellezza infiora. Con Verdi puedo celebrar que estoy vivo. Más aún con Rossini. Con Wagner me siento en una interminable misa sin fe.Tolstoi escribió una especie de Antiwagner. Ese sí lo leí entero y lo gocé.
Pero aunque disfruto leyendo a Tolstoi, me parece un autor bastante inferior a Dostoievski. El propio Isaac Bashevis Singer le lanza un reclamo. “A mí qué me importan los detalles del vestido de Anna Karenina. ¿Por qué no me hablas de su vida sexual?”.
Es larga la lista de dioses a los que no les rezo; también la de olvidados pecadores que amo. Y es que ¿de qué va a escribir un escritor que no sea un hereje? La literatura está llena de ejemplos. Libros tibios. Correctos. Inofensivos. Policiacos.
Pero no nos equivoquemos. No estoy tratando de demeritar a algunos escritores o músicos. Estoy hablando de que cuando se pasea por el Olimpo, y sólo por el Olimpo, se tiene el derecho de poner cerebro y corazón donde se sientan emocionados, conmovidos, seducidos, irritados, exaltados, iracundos. Esto no es una burda cuestión de gustos mal labrados. Quien diga que prefiere a Paulo Coelho por sobre García Márquez es un redomado imbécil sin importar el cristal con que se mire.
domingo, 20 de mayo de 2012
Ya me aburrió hablar del narco
Laberinto
Siempre me ha dado por tomar la mochila e irme a recorrer montes y valles a pie o en bicicleta. Hace unos años, gozaba de ciertos privilegios por ser mexicano. En el instante de comentar que venía de México o de Mexico o de Mexique o de Meksyk o de Mexiko o de Meksika o de Messico, a mi interlocutor le brillaban los ojos, la sonrisa y, a veces, la nostalgia.
Ah, México, allá estuve una vez. Ah, México, qué país tan bello. Ah, México, señoritas bonitas. Sombrero. Amigo. Acapulco. Mariachi. Tortillas. Piñata. Tequila. Y era normal retirarme sin tener que pagar la pizza o el bratwurst o la multa.
En aquel entonces, hablábamos de la historia precolombina, la cocina, en especial del mole y los chiles en nogada, el Día de Muertos. Las playas eran las mejores del mundo. Los pintores mexicanos, señor mío, los de Oaxaca, esos colores que nos hacen sentir vivos.
Si era algún joven europeo al que le gusta jugar al pobre por quince días, me contaría de su breve estancia en Chiapas.
Si era alguien a quien le gustara leer, los temas eran Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Octavio Paz, Sor Juana. Y no faltaba quién se declarase admirador de Volpi.
En el Cono Sur se sabían de memoria los parlamentos del Chavo del ocho. En los Balcanes, las mujeres me llamaban Corazón, pues era la palabra que, según ellas, más se repetía en las telenovelas mexicanas. Los japoneses charlaban sobre la lucha libre. Los españoles no decían mucho, pues no acaban de encariñarse con sus parientes pobres.
Luego del vino, vodka o lo que viniera a cuento, se podía echar mano de un repertorio de canciones mexicanas, ya fuera en español o en sus respectivas traducciones.
En cierta ocasión detuve mi bicicleta en un biergarten en Pegnitz, Alemania. Se realizaba una celebración y yo moría por una cerveza. Cuando se corrió la voz que por ahí había un mexicano, el grupo musical me hizo pasar al frente y alrededor de mil personas me cantaron algo llamado “Fiesta mexicana” y que fue popular en los años setenta.
En esos años gozaba del orgullo de ser mexicano. Hoy sigo estando orgulloso, no lo puedo evitar, pero trato de ocultarlo.
Lo oculto porque todos esos que me hablaban de Chichén Itzá, música, mezcal y Topolobampo, ahora me quieren preguntar por el narco, la violencia, la corrupción y las matazones.
Y el tema ya me aburrió.
En todo lugar me hacen las mismas preguntas y yo doy las mismas respuestas.
Hubo un tiempo en que México estaba en los sueños del mundo. Entonces sus embajadores eran Pedro Infante, El Santo, los enormes poetas, la pintura. Eran sus siglos de historia, arte y artesanía. Eran Los Panchos. La marimba. Era el sol de las playas. La Ciudad de los Palacios. Los tacos, el chile. Los embajadores eran Diego y Frida. El huapango de Moncayo. Hugo Sánchez. José Alfredo Jiménez.
Ahora son unos hombres que no conozco, que nunca han escrito un poema y quizá no hayan leído un libro. No saben quién fue el último emperador azteca. Tampoco parecen darse cuenta de que la vida está colmada de belleza.
Pero andan armados.
Y de ellos tengo que hablar a dondequiera que voy.
sábado, 17 de marzo de 2012
Bibliotequización
Laberinto
Supongamos que al próximo presidente de México le importe la educación. Seguro perderá todo un sexenio negociando con el magisterio, diseñando programas de estudio e intentando capacitar a los maestros en esos nuevos programas. Muy temprano comprenderá que no vale la pena hacer gran cosa, pues su esfuerzo será cosechado por quien ocupe la silla del águila en el siguiente sexenio.
Al final, todos sus proyectos se reducirán a ponerle cristales a algunas escuelas, fomentar los desayunos escolares, discutir con los padres de familia el capítulo de la educación sexual, lidiar con las huelgas de maestros. Al final, los estudiantes serán más tarados que hace seis, doce, dieciocho años, u otro múltiplo del seis.
Hay una forma muy sencilla de transformar el nivel de nuestros estudiantes en un corto plazo, tan corto, que nuestro futuro presidente se colgaría la medalla.
Apenas tome posesión de su cargo, convocará a un grupo de notables para que determinen los 40 libros que han de leerse en cada grado escolar, desde el primero de primaria hasta el fin de la preparatoria.
La selección se hará sin nacionalismos y sin facilismos. Tampoco habrá moralismos. Se elegirán libros que amplíen los horizontes, que signifiquen un reto intelectual, que impliquen aprendizaje, pero que no sean una aburrición. Libros que nos hagan más de lo que somos.
Se imprimirá cada uno por separado, con buenas pastas y papel duradero. Todo en cantidades suficientes para que cada alumno sea propietario de sus libros. Quizá sería bueno un sello que dijese: “Prohibida su venta”.
La esencia es ésta: en cada escuela primaria y secundaria se destinará una hora diaria a la lectura de esos libros. Se comentan, se discute sobre ellos, pero no habrá ninguna evaluación. Nada de exámenes, tareas, contar palabras por minuto o escribir ensayos. Esto no es clase de Español ni de Lectura de Comprensión. Es una hora en la que los chicos se dedican a leer, a veces en silencio, a veces en voz alta, con la ayuda o el estorbo del maestro.
Habrá quien lea con placer, habrá quien lea a la fuerza. Eso no importa. ¿Quién habla del placer de las matemáticas o la historia o la geografía?
Los libros se entregan a principio del año. Son del alumno. Si decide leerlos antes de tiempo, la hora de lectura será de relectura. Mucho mejor.
A los alumnos de preparatoria, se les dará también un paquete de libros para que se lleven a casa.
Al salir de la secundaria, el alumno habrá leído 360 libros. O casi 500 al terminar la preparatoria. Mucho más que el promedio de toda una vida.
Cada año se irán renovando las lecturas. De este modo, una familia con tres hijos acumulará con el tiempo una biblioteca de más de mil volúmenes.
Cuando se les pregunta a los lectores asiduos cómo se iniciaron en la lectura, casi todos dan la misma respuesta: “Había libros en casa”. Pues bien, ahora habrá libros en todas las casas de México.
Hay que ser más ambiciosos, dejar atrás la alfabetización y pasar a la bibliotequización. Así, la historia no recordará a nuestro siguiente presidente como un mediocre que enriqueció a sus amigos; sino como al transformador del país.
sábado, 10 de marzo de 2012
Números y letras
Laberinto
En las escuelas, las matemáticas llevan un orden lógico y creciente desde el preescolar hasta la universidad; en cambio las letras pierden la brújula desde la primaria, el avance se vuelve lento y desorganizado. Al salir de la preparatoria se conoce el teorema de Pitágoras, pero ningún verso de Homero; se trabaja con las leyes de Newton, pero ¿quién diablos es Shakespeare?, se sabe factorizar pero no versificar; se habla de números imaginarios que dan resultados certeros, pero la imaginación de Kafka es apenas una quimera; Euclides sigue siendo claro, pero a Cervantes ya no lo entendemos.
El número es útil, por eso debe entrar aunque sea con sangre; pero la palabra es inútil, por eso sólo ha de entrar con placer, y como no hay placer, la dejamos fuera.
Y es que las escuelas son fábricas de empleados obedientes, que saben que dos más dos siempre da cuatro porque esas son las reglas. Por su parte, en las letras no hay reglas más allá de la gramática. En las letras hay libertad, imaginación y belleza. Sin embargo, con Chéjov no se ponen ladrillos, ni con Flaubert se maneja un taxi, ni con Rulfo se acomodan cajas en una bodega, ni con Dostoievski se obedece al jefe, ni con Dante sale el pronóstico de ventas, ni con Borges le aumentan a uno el sueldo.
Entonces debe ser bueno que haya más números y menos letras.
Nada estoy argumentando contra las ciencias exactas, pero éstas son poca cosa si no se tiene en la cabeza el mundo de las palabras, de las artes, de todas las humanidades. Es más, me atrevo a decir que las matemáticas no están hechas de números, sino de palabras. Cuando vemos, por ejemplo, la operación: “5 x 8 = 40”, no se trata sino de símbolos que representan las palabras “cinco por ocho es igual a cuarenta”.
La mente se plantea con palabras los problemas físicos y matemáticos. Sólo sabe dialogar consigo misma mediante las palabras.
Sabemos que Einstein no fue el mejor físico de su época en cuanto a sus habilidades con los números; sin embargo fue el más creativo, fue quien supo concebir ciertos fenómenos desde una perspectiva distinta. Esto seguramente se lo dio su inclinación por las artes, en especial la poesía y la música.
Otra razón por la que los números tienen privilegios en las escuelas, es que son sencillos de enseñar y, sobre todo, de evaluar. La raíz cuadrada de cien es diez, o menos diez. No hay vuelta de hoja. Cualquier otra respuesta es errónea. En cambio, el maestro no puede tener certezas ante un chico que le dice: “Me parece que el trastorno de don Quijote no proviene de los libros de caballería sino de su fe católica”. Por descabellada que parezca, es una idea digna de discutirse.
Las letras son incómodas en la escuela, pues el maestro pierde autoridad. Las letras son peligrosas en el mundo, porque las autoridades pierden autoridad.
El tema viene otra vez al caso porque, bendito sea dios, este año cambiaremos presidente. Voy a suponer que al siguiente mandatario le importa la educación. La semana entrante le diré cómo desentaradar a los alumnos, y de paso a los maestros; la manera más sencilla de convertir nuestro pésimo sistema educativo en algo digno.
Nomás es cosa de tener ganas.
sábado, 3 de marzo de 2012
La maldición del lector de prosa
Laberinto
A veces me gustaría ser un lector de novelas que busca la emoción, la profundidad, las revelaciones sobre la vida y la muerte, sin andarme fijando en las minucias de la prosa, en la ortografía y gramática, en los significados de las palabras. No sé en qué momento me convertí en un lector de prosa, pero eso me resultó una calamidad, pues me pierdo de disfrutar a todos esos autores que dominan el qué pero no el cómo.
Quisiera tener una capacidad infinita para disculpar los descuidos de los escritores y poder leer frases sin sentido o redundantes o jaladas de los cabellos o simplemente erráticas, suponer que son un mero bache en el camino y que lo importante es el paisaje.
García Márquez es un maravilloso prosista. Él dijo más o menos algo así: “Un punto o una coma mal puestos rompen el hechizo de la novela, hacen que ya no pensemos en los personajes y las situaciones, sino en la mala puntuación”.
Ayer leía una novela. De pronto me topé con esta frase: “Enzo tuvo la impresión de que el trompetista lo seguía como si esa mañana hubiera estado esperándolo”. Tengo que detener mi lectura. He de preguntarme si hay una manera distinta de seguir a alguien si no se le esperaba. Para cuando termino de reflexionar sobre el asunto ya no recuerdo quién seguía a quién y me siento tentado a leer otra cosa.
Si en otro libro encuentro: “Sus ojos parecían dos ventanas por donde un gato se asoma para ver sin interés las luces de una marquesina de cine de barrio”, mi dolor de cabeza se vuelve monumental.
En cambio las erratas no me molestan. Si leo: “Esa mamana despertó temprano”, me sigo derecho como si la Ñ hubiese estado claramente pintada en su justo lugar. Las erratas no vienen de una pretenciosidad ineducada ni de un descabelle de lo poético ni de la mera ignorancia. Suelen ser un mero accidente.
En el libro que leía antier, el autor usaba la palabra “insecto” para referirse a una araña. Para mí era tanto como llamarle reptil a una gallina.
En el libro del fin de semana un autor argentino insistía en usar el “hubiera” como condicional: “Si yo hubiera estudiado, hubiera sido médico”.
Pongo apenas unos ejemplos que tengo a la mano porque el espacio de esta columna es inadecuado para tratar el estado de la prosa contemporánea. Ni siquiera intento hacerlo, pues no quiero hablar sobre la escritura sino sobre la lectura.
No sé usted, amigo lector, si su mente esté tan adormecida o tenga tan buenos amortiguadores para pasar por todos esos baches sin sentirlos. Lo envidio sinceramente.
Otros, inevitablemente, vemos la novela como una sucesión de frases. Esto nos vuelve mezquinos, hasta amargados. Pasamos las páginas como si nuestra ilusión fuera trabajar como correctores en una editorial; como si disfrutáramos al pillar a un autor en falta, máxime si se trata de un laureado; como si no reconociéramos a los escritores el derecho a la incorrección necesaria, pues nos hemos oxidado en el pasado, con nostalgia de aquellos días en que se estudiaba griego, latín y retórica. Que se estudiaba español.
En fin, ahí está otra vez el Toscana mirando la paja en el ojo ajeno, pero ¿cuántos errores tiene este artículo?
sábado, 18 de febrero de 2012
Subrayar
Laberinto
Hace unos días volví a leer La marcha Radetzky, de Joseph Roth. Encontré varios subrayados que hice en otra época y elegí dos como mis preferidos.
“Tanto el uniforme de suboficial como el de funcionario de correos estaban colgados, uno al lado del otro, en el armario. La viuda los mantenía en constante brillo mediante alcanfor, cepillo y limpiametales […] y cada vez que el hijo abría el armario creía ver dos cadáveres de su padre”.
Una forma muy bella de resumir una existencia monótona. Sin embargo dejé dos palabras sin subrayar. Ahí donde están los puntos suspensivos, el texto dice: “Parecían momias”, lo cual me pareció que redundaba y debilitaba la idea del par de cadáveres.
Más adelante, Joseph Roth da una categórica y sencilla explicación sobre la mala literatura.
“El teniente recordó aquella noche otoñal, cuando servía en caballería, y oyó a sus espaldas los pasos de Onufrij. Recordó las novelas rosas, de ambiente militar, en unos volúmenes pequeños, encuadernados en verde, que había leído en la biblioteca del hospital. En esas novelas abundaban los fieles asistentes, campesinos toscos con un corazón de oro. Si bien el teniente Trotta carecía del menor gusto literario, y el término literatura, de oírlo casualmente, para él sólo significaba el drama Zriny de Theodor Kórner y nada más, había sentido siempre cierta aversión hacia el sentimentalismo dulzón de esas novelas y hacia sus conmovedores personajes. El teniente Trotta no poseía la experiencia suficiente para saber que también en la realidad existen toscos campesinos con un corazón de oro y que esas malas novelas contienen gran parte de verdad copiada de la vida misma, sólo que mal copiada”.
Me viene la idea de revisar todos mis libros. Elegir de cada uno mi subrayado preferido y entonces organizar un certamen personal. Ir enfrentando unos contra otros en una especie de eliminatoria hasta dar con el campeón.
Hay libros que tienen todas las páginas intactas. Hay otros, como Don Quijote o las obras completas de Dostoievski, que están rayonadas en casi cada página con la tinta roja que suelo utilizar para el caso.
De Memorias del subsuelo, van tres ejemplos: “Os juro, señores, que una conciencia demasiado lúcida es una enfermedad”, idea que se aviva algunas páginas después: “¿Qué hombre, en plena posesión de su conciencia, podría respetarse?”. O bien, “Déjenos solos, sin libros, y al punto nos perderemos, nos embrollaremos sin saber qué hacer ni qué pensar, sin saber lo que se debe amar ni lo que se debe aborrecer”.
No sé cuál ganaría la competencia, pero sin duda una de las finalistas sería aquella frase de Crimen y castigo que Raskólnikov pronuncia ante Sonia: “No me inclino ante ti, sino ante todo el dolor humano”.
Si Cristo la hubiese enunciado ante María Magdalena, yo sería cristiano. Pero mis profetas no vinieron de Israel, sino de la Rusia zarista. Eran frágiles, pecadores, borrachos. A algunos de ellos no los dejarían entrar al templo. Y sin embargo escribían mejor que el mismo dios padre.
sábado, 21 de enero de 2012
Vulgar y prosaico
Laberinto
No sé en qué momento el adjetivo venido de la prosa se convirtió en sinónimo de vulgaridad. Decir que algo es prosaico equivale a denostarlo. Decir, en cambio, que es poético, corresponde a ensalzarlo.
En la tierra donde ahora vivo es común el uso de la palabra “poesía” a modo de exclamación. Cuando alguien prueba algo delicioso puede decir: ¡Poesía!
Como novelista, esto me llena de celos e indignación, mas han resultado inútiles mis intentos por dignificar el oficio del prosista. El ama de casa en turno siempre ha recibido con desagrado mi ensayo de exclamar ¡prosa! cuando pruebo un buen chamorro de cerdo o un huachinango en mantequilla u otra exquisitez. Acaso piensa que estoy haciendo un brindis en alemán.
Nunca vi la película de Lagunilla, mi barrio, pero en un corto que se repitió hasta el cansancio, Leticia Perdigón decía: “No seas vulgar y prosaico”.
Ya de entrada, la frase es redundante, pues una y otra cosa son sinónimos. Mas yo quisiera que no lo fueran, que, digamos, prosa poética fuese un término tan elogioso como poesía prosaica.
Mis amigos de la Real Academia Española tratan de remediar este asunto, pues en la versión actual de su diccionario, definen prosaico como: 1. Perteneciente o relativo a la prosa. 2. Escrito en prosa. 3. Dicho de una obra poética o de cualquiera de sus partes: que adolece de prosaísmo. 4. Dicho de personas y de ciertas cosas: faltas de idealidad o elevación. 5. Insulso, vulgar.
¿Qué hicieron para evitar mis penas? En la siguiente edición habrán de retirar las primeras dos acepciones. O dicho de otro modo, prosaico seguirá siendo vulgar, pero ya no se relaciona con la prosa. Para esto, ahora el adjetivo es “prosístico”. Están borrando las huellas del crimen.
Montaigne le da una ambigua equivalencia a ambas formas de expresarse al decir: “Mil poetas se arrastran y languidecen prosaicamente; mas la mejor prosa entre los antiguos resplandece siempre con el vigor y arrojo poéticos, y representa en algún modo el furor de la poesía”.
Quizá la buena prosa pueda ser como la buena poesía, pero la mala poesía es peor que la mala prosa.
Existe un libro que se llama Versos chuecos, una compilación de Daniel Samper con lo peor de la poesía. A veces me da tentación leerlo. También pienso que no tiene caso perder el tiempo con una antología que expresamente reúne textos infames.
La música popular nos demuestra que es mejor cantar boberías y lugares comunes que ser un mal poeta. Ahora me viene a la cabeza eso de “Seré la gata bajo la lluvia y maullaré por ti”. Fue una conexión espontánea porque los ejemplos serían muchísimos.
Entre la poesía fallida solemos recordar a aquel poeta coahuilense que metía a la madre en el lecho nupcial en un acto que no desciframos si era puro o perverso. Y sin embargo me gusta mucho la última estrofa del “Nocturno a Rosario”.
En fin, lo que quiero hacer es un llamado a mis compañeros novelistas para que cuando prueben algo delicioso, vean pasar una belleza, o se sientan ganas de brindar por la vida, digan: ¡Prosa!
Y a fuerza de repetirlo, lo prosaico será poético.
sábado, 24 de diciembre de 2011
El tiempo que te quede libre
Laberinto
Hoy día la excusa más utilizada para no leer es “no tengo tiempo”. Un hombre de negocios lo dirá hasta con orgullo: “No tengo tiempo para esas cosas”. Un político: “Los ciudadanos me eligieron para servirles, no para leer”. Un ama de casa: “¿A qué horas, mi rey? Si la telenovela ya va a comenzar”.
Los estudiantes no leen Don Quijote, ni La Odisea, ni La Ilíada, ni otros clásicos. No, señor, no hay tiempo. Apenas hay que darles un resumen, o libritos de pocas páginas. Benditos esos compendios que resumen las obras en media página. Las batallas en el desierto es un buen libro, pero nos gusta por breve, no por bueno.
La cumbre de la estupidez fue una maestra de mi hija. Para hacer mejor uso del tiempo, en clase de literatura los puso a leer el libro de historia. “Porque así leen y aprenden”, les dijo.
Eso sí, a los chicos les contamos las palabras que leen por minuto. Quizás un día se conviertan en locutores descabezados.
Me intriga saber qué le pasó al tiempo. ¿Por qué se ha vuelto escaso? ¿Corre más veloz que antes?
En el año 1905, allá cuando Einstein nos reveló que el tiempo era cosa relativa, la expectativa de vida en México no llegaba a los veintiséis años. Sólo entre un diez y quince por ciento de la población sobrepasaba los 65 años.
En nuestro siglo, esas cantidades se han triplicado. O, dicho de otro modo, tenemos tres veces más vida para no tener tiempo.
Mi bisabuelo montaba a caballo para viajar de Monterrey al De Efe. Supongo que podían ser hasta diez días de camino. Hoy, en el mismo trayecto por avión, nos enfurecemos si el vuelo se retrasa una hora.
La semana pasada volé de Varsovia a Sao Paulo. Fue un trayecto de quince horas. Cuando llegué, me trataron como a un héroe de guerra. ¿Desde allá? Has de venir agotado. Vamos a llevarte a tu hotel para que reposes. En 1502 no habrán tratado a Américo Vespucio con tanta lisonja cuando llegó a Río de Janeiro.
Además, ¿alguien supone que viajo al otro lado del mundo para meterme en un cuarto de hotel?
En las ciudades se construyen vías rápidas. Tenemos comida rápida. Cargamos con dispositivos electrónicos que nos hacen “aprovechar el tiempo”.
Pero seguimos sin tener tiempo. Y si por ahí nos queda un residuo, siempre podremos desecharlo con un pasatiempo.
A Sao Paulo fui para un congreso de literatura. En la mesa dedicada a los medios digitales, un académico proyectó en la pantalla tres insufribles minutos de un código QR que cambiaba a gran velocidad. Al final dijo con sumo orgullo: “Acaban ustedes de leer La divina comedia”.
Para mí fueron los tres minutos más aburridos de mi vida. Un crítico brasileño lo dijo mejor: “Sólo estoy seguro de que en esos tres minutos no leí La divina comedia”.
En fin, la vida es más larga y sencilla que nunca. Si nos falta tiempo es porque se derrocha todo lo que se tiene en abundancia.
La próxima vez que alguien me diga que no tiene tiempo para leer, recurriré a esa franqueza regiomontana que la gente dice gustar, aunque lo cierto es que la detesta: “Tiempo te sobra, güey. Lo que te falta es cabeza”.
sábado, 10 de diciembre de 2011
¿De qué sirve leer?
Laberinto
Cada vez batallo más para responder a esa pregunta. A veces pienso que los lectores somos proselitistas a la manera de los testigos de algún dios. No es que toquemos la puerta a horas inoportunas del domingo, pero sí nos gusta atraer gente a nuestro redil.
Descubrimos algo maravilloso y queremos por las buenas o por la fuerza compartirlo con otras personas.
Ahora que en la vida se busca algo llamado éxito, es difícil encajar la lectura en este propósito. Anda, hijo, diría un padre. Lee para que seas alguien en la vida.
Pero el niño ve otras cosas en el mundo. Sabe que se puede llegar a la presidencia del país más poderoso del mundo con apenas saber deletrear. Mucho menos falta hace conocer los clásicos. ¿Poesía? ¿Para qué?
Sabe que a la presidencia de México se llega sin leer a nuestros autores y sin siquiera saber pronunciar sus nombres.
A lo más que llega un buen lector es a escribir los discursos de estos ignaros.
Los actores, los cantantes de moda, están al nivel de un mocoso de primaria. ¿Quién fue la que hace unos años mostró su pequeñez mental ante Juan José Arreola?
Por ahí había una campaña que aseguraba que leer nos hacía mejores. ¿En qué sentido? Obviamente no en el moral. Mis amigos lectores, como diría Joan Manuel Serrat, son unos atorrantes, se exhiben sin pudor, beben a morro, se pasan las consignas por el forro, palpan a las damas el trasero, hacen en los lavabos agujeros y les echan a patadas de las fiestas.
Hitler era un lector. Los nazis eran gente cultivada. El mismo George Steiner dijo así: “Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz”.
¿Leer nos hace felices? Por supuesto que no. Los espíritus más sosegados son los ignorantes. En la ignorancia se hacen pocas preguntas. No se tiene la dignidad en un concepto muy elevado. Quien tiene la mente en blanco queda contento con pan y circo.
La lectura sólo es necesaria para el lector. A él lo puede volver infeliz la falta momentánea de un libro.
Leer ni siquiera mejora el carácter. Los lectores suelen ser cascarrabias, seres próximos a la amargura. Quejumbrosos. Nunca se explican por qué sus jefes son tan incompetentes. Les aburre platicar con el vecino, con los cuñados. Las reuniones familiares son una cruz. Sólo se sienten a gusto con los de su misma especie.
¿De qué sirve leer? Es una pregunta que no se hace el amante de los libros. Dejemos que la hagan los iletrados a sus maestros también iletrados. Que el gobierno siga organizando falsas campañas con argumentos huecos, y que invite a futbolistas analfabetos para promoverlas.
Quizá leer sirva de algo o tal vez sea inútil. Hoy no estoy para argumentos. Pero tan pronto ponga el punto final a este texto, me daré la vuelta hacia mi librero. En el segundo estante de abajo para arriba, casi pegado a la pared, entre Las puertas del paraíso y La lección de lengua muerta, coloqué ayer un libro. Es una antología de cuento polaco.
Y ya me anda por encajarle el diente.
lunes, 28 de noviembre de 2011
Ya me aburrió hablar del narco
Laberinto
Siempre me ha dado por tomar la mochila e irme a recorrer montes y valles a pie o en bicicleta. Hace unos años, gozaba de ciertos privilegios por ser mexicano. En el instante de comentar que venía de México o de Mexico o de Mexique o de Meksyk o de Mexiko o de Meksika o de Messico, a mi interlocutor le brillaban los ojos, la sonrisa y, a veces, la nostalgia.
Ah, México, allá estuve una vez. Ah, México, qué país tan bello. Ah, México, señoritas bonitas. Sombrero. Amigo. Acapulco. Mariachi. Tortillas. Piñata. Tequila. Y era normal retirarme sin tener que pagar la pizza o el bratwurst o la multa.
En aquel entonces, hablábamos de la historia precolombina, la cocina, en especial del mole y los chiles en nogada, el Día de Muertos. Las playas eran las mejores del mundo. Los pintores mexicanos, señor mío, los de Oaxaca, esos colores que nos hacen sentir vivos.
Si era algún joven europeo al que le gusta jugar al pobre por quince días, me contaría de su breve estancia en Chiapas.
Si era alguien a quien le gustara leer, los temas eran Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Octavio Paz, Sor Juana. Y no faltaba quién se declarase admirador de Volpi.
En el Cono Sur se sabían de memoria los parlamentos del Chavo del ocho. En los Balcanes, las mujeres me llamaban Corazón, pues era la palabra que, según ellas, más se repetía en las telenovelas mexicanas. Los japoneses charlaban sobre la lucha libre. Los españoles no decían mucho, pues no acaban de encariñarse con sus parientes pobres.
Luego del vino, vodka o lo que viniera a cuento, se podía echar mano de un repertorio de canciones mexicanas, ya fuera en español o en sus respectivas traducciones.
En cierta ocasión detuve mi bicicleta en un biergarten en Pegnitz, Alemania. Se realizaba una celebración y yo moría por una cerveza. Cuando se corrió la voz que por ahí había un mexicano, el grupo musical me hizo pasar al frente y alrededor de mil personas me cantaron algo llamado “Fiesta mexicana” y que fue popular en los años setenta.
En esos años gozaba del orgullo de ser mexicano. Hoy sigo estando orgulloso, no lo puedo evitar, pero trato de ocultarlo.
Lo oculto porque todos esos que me hablaban de Chichén Itzá, música, mezcal y Topolobampo, ahora me quieren preguntar por el narco, la violencia, la corrupción y las matazones.
Y el tema ya me aburrió.
En todo lugar me hacen las mismas preguntas y yo doy las mismas respuestas.
Hubo un tiempo en que México estaba en los sueños del mundo. Entonces sus embajadores eran Pedro Infante, El Santo, los enormes poetas, la pintura. Eran sus siglos de historia, arte y artesanía. Eran Los Panchos. La marimba. Era el sol de las playas. La Ciudad de los Palacios. Los tacos, el chile. Los embajadores eran Diego y Frida. El huapango de Moncayo. Hugo Sánchez. José Alfredo Jiménez.
Ahora son unos hombres que no conozco, que nunca han escrito un poema y quizá no hayan leído un libro. No saben quién fue el último emperador azteca. Tampoco parecen darse cuenta de que la vida está colmada de belleza.
Pero andan armados.
Y de ellos tengo que hablar a dondequiera que voy.