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sábado, 7 de febrero de 2015

Libros gordos

7/Febrero/2015
Laberinto
David Toscana

Cualquiera sabe distinguir entre una novela corta y una larga, aunque nadie sepa decir dónde está la frontera entre las dos. La cantidad de páginas no siempre es un buen indicio, pues hay ediciones de letra pequeña y tupida, así como otras que agrandan la tipografía, aumentan la distancia entre líneas y reducen los márgenes para dar la fantasía de mayor contenido y así poder cobrar más caro el libro.

Soy un lector lento, entonces miro con recelo las novelas extensas. A veces leo diez páginas con cronómetro, calculo el tiempo promedio por página y lo multiplico por el total para saber cuánto tiempo voy a invertir en la lectura. El resultado es una mera escala de magnitud, pero no una buena aproximación, pues si la lectura me interesa me ocuparé también en subrayar, reflexionar, hacer apuntes y releer algunos fragmentos.

Tengo un audiolibro en inglés de Los hermanos Karamazov. El tiempo total de lectura es de treinta horas con treintaiocho minutos. Otro también en inglés de la Biblia del rey Jacobo. Ahí la duración es de casi setenta y dos horas.

Son libros largos, pero nótese que el clásico de Dostoievski reclama mucho menos tiempo que una telenovela, va sin comerciales y se deja leer a la hora y en el lugar que uno prefiera. Por su parte, la Biblia puede leerse en lo que duran doscientos veinte rosarios, y quizás Dios lo agradezca mejor que la repetición de letanías.

El joven puede despilfarrar el tiempo como el rico hace con el dinero; pero entre más edad se tiene más se vuelve uno tacaño con los minutos y las horas y los días. En mis años mozos me entusiasmaba cuando el locutor de radio decía que pondría al aire la versión completa de “In–a–gadda–da–vida” y más de la mitad del placer de escucharla estaba precisamente en que me haría perder diecisiete minutos sin pena ni gloria. Hoy me parece un dispendio. Hoy miro con cada vez más recelo los libros gordos.

Casi todas las novelas extensas contemporáneas que han caído recientemente en mis manos las abandono luego de cincuenta o cien páginas, pues para atrapar al lector los autores no confían en la prosa o los personajes o las sorpresas estéticas o la inteligencia o la variación de juegos o la sutil filosofía o una extraña mayéutica, sino simple y llanamente en el argumento. Como no soy lector de tramas sino de literatura, termino por aburrirme cuando la novedad de las primeras páginas se vuelve repetición. En cambio Don Quijote tiene poco argumento. No es sino una sucesión de aventuras, pero cada una es un juego nuevo y fascinante. Tal como algunas piezas clásicas duran más de diecisiete minutos, pero no se basan en el mismo sonsonete, salvo en casos como el insufrible Bolero de Ravel o La cabalgata de las valquirias.

Vargas Llosa suele decir que las grandes novelas son novelas grandes. Y entonces puedo responder con la obviedad de que Pedro Páramo o El extranjero o La metamorfosis o La risa roja o El viejo y el mar y tantas otras son también maravillosas. Pero el Nobel peruano tiene razón, pues cuando la prosa se sostiene fuerte y sana durante cientos y cientos de páginas, queda la sensación de haber experimentado algo sublime, de haber vivido intensamente. Entonces yo haría una contracorriente de la consigna popular sobre la brevedad, para decir que, en casos de novela: “si lo bueno es extenso, dos veces bueno”.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Cien años de soledad

9/Noviembre/2013
Laberinto
David Toscana

Para un escritor es siempre una bajeza aceptar que forma parte de una moda. Si hoy le preguntamos a un joven autor por qué escribe sobre el narco o sobre vampiros, difícilmente responderá que sigue lo que está en boga. En cambio, no le costará trabajo decir que rechaza las modas.
Mi generación tuvo como moda denostar el realismo mágico. Se le acusó de absurdo, como vender al extranjero una falsa imagen sobre América Latina, y algunos autores alcanzaron notoriedad insultando a García Márquez. A pesar de que lo leímos con admiración, hoy es casi imposible encontrar un escritor que mencione a García Márquez como una de sus influencias.
Se le dio la espalda de tal modo al realismo mágico, que por puro miedo se le cerró la puerta a algo esencial: la imaginación. Y entonces nos llovieron narraciones fielmente históricas y peroratas de personajes cínicos que no se dejan tocar por el mundo, meras autobiografías defensivas.
Así es que, como lector pasado de moda, ayer terminé de leer, quizá por quinta ocasión, Cien años de soledad. Y otra vez quedé asombrado. Qué maravillosa novela. Y, sobre todo, qué bella novela.
La volví a leer porque quiero aprender algunas cosas del maestro. Sin duda el realismo mágico, o esa naturalidad con la que ocurren cosas sobrenaturales, se agotó con la generación de García Márquez, pero eso es apenas una fracción de lo admirable en esta novela.
Detrás de Cien años de soledad hay un mago del tiempo y de las historias. ¿Cómo se pueden contar tantísimas anécdotas que ocurren durante un siglo en tan poco espacio novelesco? La narración, además, anticipa el futuro y salta a pasados cercanos y remotos con tal naturalidad que nunca sentimos un bache.
García Márquez también es genio para crear personajes. No digo para inventarlos, sino para crearlos. Con unas cuantas pinceladas, sin necesidad de farragosas descripciones, pone al menos veinticinco personajes sustanciosos, de carne y hueso, en su novela.
Sus parlamentos no tienen desperdicio. Cuando el narrador calla para que hable un personaje, es porque tiene algo que decir. Algo breve y contundente.
Es un prosista excepcional. En la frase larga le da al español un ritmo y una tersura tan placenteros que invita a leerlo en voz alta.
Es un virtuoso del adjetivo. Los usa en racimos, pero nunca se siente un abuso. Así sean comunes, regionales o garciamarquecinos, le dan al sustantivo o a la frase una vida perpetua y feliz.
Nos vive dando lo que no esperamos. Sorprende con la historia y con la frase. Sus personajes se la pasan diciendo y haciendo lo que no esperamos. Por ejemplo, cuando Amaranta dice: “No seas ingenuo, Crespi, ni muerta me casaré contigo”.
Aunque está muy lejos de la novela de suspenso, el lector está lleno de curiosidad y devora las páginas para saber qué va a pasar.
Sobre todo, García Márquez es algo que muy pocos escritores llegan a ser: un artista. Es mucho más que un hábil contador de historias. Aprovecha todas las posibilidades de la novela para crear una experiencia estética y espiritual. No ve en las palabras una herramienta sino la esencia de su arte. Tiene un mundo interior lo suficientemente rico como para no pedirlo prestado.
Señalar Cien años de soledad con el virus del realismo mágico es perdernos de una obra maestra. Hace falta mucha mediocridad para no querer aprender del gran maestro latinoamericano. 






























































































































































































































































































































































































































viernes, 25 de octubre de 2013

Rúbrica

5/Octubre/2013
Laberinto
David Toscana

El pasado fin de semana estuve en Besanzón para un festival literario. El programa del evento pedía que me presentara en el pabellón principal para firmar libros de nueve de la mañana a siete de la tarde. Esto debe ser un error, me dije.
Dormí hasta las diez, me puse a pasear por la ciudad y luego fui a comer. Finalmente me paré en el pabellón como a las tres de la tarde. Me sorprendió ver al menos a cincuenta escritores sentados ante modestos escaparates en la acción o disposición de firmar libros.
¿Dónde estabas?, me preguntó mi librero en turno y me condujo a mi lugar. Al principio, me sentí una estrella, pues ante mi ausencia matutina se había acumulado un puñado de lectores toscanianos. Pero pronto mi fila desapareció.
Para agudizar mi orfandad, me habían sentado entre dos escritores policiacos: el escocés Ian Rankin y el noruego Gunnar Staalesen. Ambos tenían una inagotable fila de lectores y pilas de libros en francés. Mis tres libritos se perdían entre las dos cordilleras.
Aunque he jurado que nunca escribiré una novela policiaca, en ese momento mi conciencia se llenó de dudas.
“Veo que te han traducido como diez libros”, le dije a Rankin en un raro momento en que se quedó sin admiradores. “Diecisiete”, me respondió. Y pronto llegó otra ola de buscafirmas rankianos. “Dale mis saludos a Paco Taibo II”, me dijo en otro respiro.
Esquivo las firmas de libros porque son para estrellas, no para autores ignotos que se sientan a esperar con gestos de desamparo. Frente a mí había una escritora francesa que en actitud de merolico trataba de atraer lectores. Saludaba a cualquier paseante y lo atrapaba con un discurso sobre las maravillas de su libro.
Ante mi intención de huir, el librero me llevó un trozo de Comté y una botella de vino jaune. Tenga para que se entretenga. Entonces me sentí el más mimado de los escritores y preferí tomar las cosas con ironía. Me puse a cantar Largo al factotum, esa parte que dice “uno alla volta, per carità”.
No estoy seguro de por qué la gente quiere firmas. El libro no vale más. En su mayoría, las dedicatorias son automáticas y repetitivas. Se mencionan nobles sentimientos como el “cariño” o la “amistad” a gente que no se conoce.
Una vez firmé un libro a una señora y ella me regañó: “Es lo mismo que me escribiste en tu novela anterior”. Otra simplemente me dijo: “No me gustó. Escríbeme otra.” Entonces pensé que ojalá algún editor publicara un manual titulado Antología de dedicatorias de libros. Creo que ahí me daría por plagiar hasta a autores que no admiro. “Es pésimo novelista”, diría sobre él, “pero dedica muy bonito”.
Hay escritores que ante una modesta fila de diez o doce lectores alargan la conversación con cada uno y diseñan elaboradas dedicatorias. Así, al final dicen: “¡Uf, pasé dos horas firmando libros!”

De a pocos o de a muchos, a los escritores nos gusta firmar libros. Es una constancia de que ese ejemplar llegó a los ojos de un lector. Además, estamos en terreno seguro: ante lectores agradecidos o al menos interesados. Es muy difícil que alguien nos diga: “Por favor dedíqueme su porquería de libro”, aunque a veces ocurre.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Inverosímil

31/Agosto/2013
Laberinto
David Toscana

En mis años mozos, cuando asistía a talleres literarios, había un consejo que no fallaba: para que un relato funcione, debe ser verosímil. Nunca entendí eso. Si pedía explicaciones, el coordinador del taller se metía en vericuetos pseudofilosóficos que no decían nada.
Hoy ya no pregunto. Simplemente sé que la verosimilitud es un invento del lector insustancial, y que muchos escritores trabajan para ellos.
Don Quijote no es verosímil; además, está lleno de inconsistencias lógicas, de imposibilidades argumentales. Y sin embargo nadie puede bajarlo de su pedestal de obra maestra.
Cervantes ni siquiera establece el famoso pacto de credibilidad con el lector, pues de inmediato comienza con evasivas. No conocemos el nombre del lugar de la Mancha ni del hidalgo. Sabe que entre menos información nos dé, menos problemas va a tener para justificar su historia.
Esto habría sido un desperfecto para algún autor realista, que hubiese iniciado la historia años antes, cuando el joven hidalgo lee su primera novela de caballería, y la habría terminado cuando el caballero andante sale a su primera aventura. En medio habría muchas disquisiciones sicológicas para justificar la evolución de la demencia.
Así de espontánea como la locura de don Quijote, es la transformación de Gregorio Samsa. En la primera frase se convierte en un monstruoso insecto sin que tampoco exista tiempo para establecer un pacto.
Quienquiera que intentase volver este inicio más verosímil lo echaría a perder: “Durante una noche de sueño intranquilo, el eslabón fulano del ADN de Gregorio Samsa sufrió una extraña mutación que disparó la multiplicación de células con cromosomas alterados, las cuales habían transformado todo su organismo en pocas horas al punto de convertirlo en un monstruoso insecto de la familia de los escarabeidos”.
Pero aún si aceptamos esta metamorfosis, la verosimilitud exigiría que a más tardar en la página tres alguien rociara dicho animal con gasolina y le prendiera fuego. De querer alargar la historia, el tema sería “¿dónde está Gregorio?”, pues nadie de la familia supondría que él era el bicho ni tampoco pensaría que hubiese sido devorado sin dejar rastro.
De Shakespeare ni se diga, hay que acercarse a él más a través de la música que comparándolo con la “vida real”. Mucho nos revela de la realidad, pero no a través del realismo. Sin el espíritu del arte, Hamlet sería caricaturesco. Y por el mismo camino irían sus otros dramas.
La invitación a leer no viene por la verosimilitud sino por la seducción. El verdadero lector sigue la belleza, la intensidad, el ingenio, la sorpresa, la pasión.
¿Acaso alguien rechazaría una noche con una hermosa y apasionada mujer solo porque no alcanza a creerle del todo?
Así que en estos tiempos de escritores salidos de talleres literarios, más vale borrar de las leyes el asunto de la verosimilitud, o nos iremos alejando cada vez más del arte en un intento por cortejar a las imaginaciones tibias.

sábado, 6 de julio de 2013

Mala prosa

6/Julio/2013
Laberinto
David Toscana

Hay escritores que saben algo del alma humana, que crean historias interesantes, que tienen una idea de la literatura como arte. ¿Pero de qué sirve todo esto si no saben redactar una frase?
Pienso en eso porque ahora estaba intentando leer una novela supuestamente grandiosa: El país del agua, de Graham Swift, un autor inglés al que la crítica le alaba su excelente prosa.
¿Excelente? Todo lo contrario.
Fui avanzando por la intrincada escritura, tratando al mismo tiempo de no irritarme por la traducción Made in Spain, que nos regala frases como “Dicho en otras palabras, el tipo se flipó, se volvió majara”, hasta que me topé con la siguiente joya:
“¿Y por qué, pese a que no puede negar la evidencia de determinados signos —que dicen que quizá Mary Metcalf también sienta algo por él (porque la reticencia y quejumbrosidad del chico no han dejado de dotarle de una aura de misterio, y Mary es incapaz de resistirse a los misterios)—, no puede casi creer que lo que desea está, de hecho, ocurriendo?”
La cabeza se me quebró con estas líneas dignas de una antología de la peor prosa. Llegué a suponer que era culpa del traductor, pero no: encontré la versión en inglés igualmente descoyuntada.
Perdí todo interés en la historia. No podía interesarme por los amores y desamores de los protagonistas si solo me estaba fijando en los paréntesis, los guiones, las frases entrecortadas, las palabras de más y las subordinadas de las subordinadas de las subordinadas.
Cuando redacto evito los paréntesis y cuando leo agradezco que haya un mínimo de ellos. ¿Por qué? La RAE los define así: “Oración o frase incidental, sin enlace necesario con los demás miembros del periodo, cuyo sentido interrumpe y no altera”. Supongo que en la buena prosa no debe haber frases incidentales, cada idea ha de estar enlazada y es defecto interrumpir.
Una novela se construye con prosa. La mera buena prosa no hace una buena novela; pero la mala prosa por necesidad hace una mala novela. Así, un mal pintor será un mal paisajista aunque elija plasmar un bello paisaje.
Rulfo es nuestro mejor escritor por su prosa, no porque se le haya ocurrido una original historia de vivos muertos o muertos vivos. Y para muestra basta el inicio de Pedro Páramo:
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo cuando ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo.”
Graham Swift la hubiese redactado de otro modo, todo en una sola oración, con esa falsa idea de que se requiere mayor oficio para escribir frases largas que frases cortas.
“Vine a Comala porque me dijeron —para ser exactos fue mi madre quien me lo dijo cuando estaba por morirse— que acá vivía mi padre (un tal Pedro Páramo), y yo le prometí (no con palabras, sino apretándole las manos) que —cuando ella muriera— vendría a verlo pues yo estaba en un plan de prometerlo todo.”
Y no faltarán amantes de la mala prosa que prefieran la versión de Swift.

sábado, 6 de abril de 2013

El lector periférico

6/Abril/2013
Laberinto
David Toscana

Pertenecer a la periferia cultural del mundo nos pone, como escritores, en desventaja; pero en cambio, como lectores, nos imbuye una actitud de curiosidad, de querer descubrirlo todo, de no quedarnos en nuestro barrio. El lector de geografía periférica es lector  de espíritu cosmopolita.
Hay escritores, lectores, académicos, intelectuales gringos que solo leen literatura gringa, solo ven cine gringo, solo leen prensa gringa. Es el pecado del centro. Hacen su canon con sus parientes.
En una periferia civilizada, como Polonia, lo normal entre la gente educada es conocer tres, cuatro o cinco lenguas; pues de entrada saben que nadie les hablará en su idioma. En este rubro, por supuesto, bajan la guardia los países angloparlantes y también Francia.
Cuando converso con alemanes, inevitablemente se sorprenden de la cantidad de autores germanos que he leído; no porque sea yo un especialista en esta literatura, sino porque por contraste se dan cuenta de que ellos ignoran casi por completo la literatura latinoamericana. Yo puedo hablarles de su historia, su literatura, su arte de un modo que ellos jamás podrían hacerlo sobre mi mundo. Conozco mucho mejor a Federico el Grande de lo que ellos conocen a Benito Juárez.
Cierta ocasión estaba cenando en Estocolmo con un grupo de suecos en el que había académicos, escritores y traductores. Me preguntaron qué me gustaba de la literatura sueca. Después de mencionarles algunos de sus clásicos, les comenté que recientemente había leído una novela que me gustó mucho: Kärlekens bröd, de Peder Sjögren.
Enseguida vino un silencio en el que se intercalaron miradas. Lo primero que pensé es que había mencionado un nombre incómodo. Luego se paró el dueño de la casa, volvió con un tomo de la enciclopedia de la literatura sueca y dijo: “Sí, aquí está. Peder Sjögren…” y comenzó a leer el texto sobre su vida y obra.
Algo muy parecido me pasó con unos profesores suizos. Entre copa y copa salió el tema. Entonces les solté el nombre de Robert Walser. “Se llama Martin Walser,” me corrigió uno de ellos, y no es suizo, sino alemán.
“Martin Walser no me gusta,” le dije. “Yo hablo de Robert.” No puedo pensar que en Suiza desconozcan a su Walser, pero sí estoy cierto de que no tiene la categoría de escritor de culto que se ganó en Latinoamérica. Su mente trastornada quizá no es para banqueros y relojeros.
Conocemos a los poetas románticos ingleses de un modo que los lectores ingleses jamás osarían conocer a nuestros modernistas. Es más fácil encontrar a Boccaccio, Chaucer y Rabelais en un librero latinoamericano que en uno de los viejos imperios.
Un lector latinoamericano conoce mucho mejor a Shakespeare de lo que un inglés conoce a Cervantes. Un brasileño lee a Maupassant sin esperar que un francés corresponda con la lectura de Machado de Assis.
En una olimpiada cultural, los lectores latinoamericanos demostraríamos que volamos muy alto en conocimiento, imaginación, cosmopolitismo, cultura, dominio de lenguas, sensibilidad, comprensión, temperamento, hambre de saber.
Lástima que seamos tan pocos.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Clásicos vivos y muertos

22/Diciembre/2012
Laberinto
David Toscana

Los clásicos no son inmortales. Hace falta que esa minoría de lectores silenciosos les dé impulso, continúe pedaleando la bicicleta que podría desplomarse algún día.
No pienso en Dostoievski, Cervantes, Kafka, otros tantos autores que gozan de movimiento perpetuo. ¿Pero alguien querrá leer a José Donoso dentro de cincuenta años? ¿A Onetti? ¿A Carpentier? ¿Joseph Roth? ¿Bruno Schulz? ¿Será Rulfo un autor que tan solo se lea en español? ¿Tan solo en Latinoamérica? ¿Tan solo en México?
Alguien dirá: si un libro o autor cae en el olvido es precisamente porque no era clásico. Me queda claro que esa es la razón por la que muchos éxitos editoriales de hoy serán desterrados mañana de librerías y bibliotecas; sin embargo, quiero pensar que la condición de clásico o de universalidad de una obra está en la obra y no en el lector; pero ya esta idea abre la puerta a una posibilidad descabellada: que haya clásicos inéditos.
O quizás no tan descabellada. Recordemos, por ejemplo, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Fue rechazada por incontables editoriales. Publicada al fin, por insistencia de la madre cuando el autor tenía once años de muerto. La novela pinta para ser un clásico. ¿Lo era ya cuando se trataba de un manuscrito multirrechazado?
No dudo que haya en la historia de la literatura muchos manuscritos que nunca llegaron a la imprenta, que no tuvieron esa insistente madre del autor.
Esta semana leí que apareció un cuento inédito de Hans Christian Andersen. ¿Bastará incluirlo en la siguiente antología para que sea un clásico?
En el multitudinario entierro de Manuel Acuña, el país despidió a uno de sus grandes poetas. Un clásico, habría dicho cualquiera de sus amorosos lectores. Mas oh, nuestro temperamento ha cambiado a través de las generaciones, y hoy el “Nocturno a Rosario” es emblema de la cursilería.
Al mismo tiempo, esos lectores de corazón duro tienen un espíritu de condescendencia con lo escrito en el pasado. Si un escritor contemporáneo tuviese un personaje con la visión religiosa de don Quijote, nos reiríamos de él. En cambio nada de eso nos molesta en Cervantes. Hoy, una novela con la gravedad del tema de Madame Bovary apenas podría salir del mundo puritano gringo, pero está muy bien que la haya escrito un francés del siglo diecinueve.
A mí me gustaría que La familia Golovliov, de Mijaíl Saltykov-Shchedrín, fuese un clásico, pero es difícil conseguir una edición en español. Y así tengo varios otros títulos que creo injustamente relegados.
Encima, estos libros clásicos o potencialmente clásicos han de navegar en un mercado que los ahoga. A los grupos editoriales no les gustan los clásicos; con ellos no se puede hacer gran negocio. Hay que impulsar la novedad, así sea mala; apabullar el libro de ayer, así sea bueno. ¿Dije “así sea mala”? Corrijo: sobre todo si es mala; de ese modo se garantiza lo efímero de su moda y con más certeza tendrá que ser pronto sustituida por otra novedad.
Nosotros, los que hoy leemos, los que estamos vivos tenemos una doble responsabilidad: seguir impulsando a los clásicos e identificar, entre la literatura contemporánea, los clásicos de mañana.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Slow books

24/Noviembre/2012
Laberinto
David Toscana

A veces envidio a la gente que lee a alta velocidad. A veces, no. Los textos literarios prefiero leerlos lentamente, dándole a cada palabra su sonido; a cada frase su ritmo. Más aún, me gusta leerlos en voz alta.
De un escritor se dice que debe encontrar una “voz propia”. También el lector ha de hallarla. Pues bien, la mejor forma de dar con ella es voceando a los grandes poetas y prosistas, a ver qué tanto nos contaminamos con ellos. Personalmente, he encontrado que el mejor ejercicio es la literatura del Siglo de Oro, más específicamente: el teatro.
Salto de una obra a otra, de un personaje a otro. Actúo y dirijo, y aunque nunca pronuncio como gachupín, sino como el vil norteño que soy, mi ego acaba por decirme que soy mejor que Garrick.
Entre las prosas contemporáneas para leerse sonoramente están las de García Márquez, Daniel Sada, Juan Rulfo y las letanías de Carlos Fuentes o Fernando del Paso. El buen lector sabe descifrar el ánimo, tono y cadencia que exige cada texto sin necesidad de que el autor lo señale con indicaciones de andante, allegro o adagio, tropo o non tropo. Aunque siempre queda espacio para la interpretación.
La parte del poor Yorick en Hamlet, la leo “alla Richard Burton”, con tono ligero y burlón; en cambio me parece descarrilada la interpretación trágica y susurrante que le da Kenneth Branagh.
Si veo a alguien leyendo Cien años de soledad, y noto que pasa las páginas con celeridad, pensaré que está convirtiendo la excelente prosa en una práctica de narración de carreras de caballos.
Vargas Llosa cuenta que leyó Los hermanos Karamazov de un tirón. Caramba. Cuando me aplico en ese mismo asunto, yo me llevo una semana. Y no quisiera tardar menos, pues aunque Dostoievski no es un músico con las palabras, sí es un demonio con el alma. Y esta es una novela con la que quiero dialogar y meditar. Quiero detenerme un rato y alzar mi copa con los discursos de Iván y Dmitri. Pronunciarlos en voz alta. Aunque más parezca una pierna de puerco que una copa de vino, no es una novela para devorar, sino para degustar.
Es el caso con toda la buena literatura. Y entre más bella, más hay que regodearse. Nada de echarse un rapidín.
Así como la llamada fast food suele ser pésima, podríamos decir que hay fast books: esas cosas bestselleras en las que no hay arte, y lo único relevante es el “qué va a pasar”. Pero todos los clásicos literarios han de ser slow books dignos de una comilona interminable que se va celebrando a mordiscos.
En esta mesa cambian los modales. Aquí vale hacerlo con la boca abierta, hablar al masticar. Aquí vale jugar con la comida.
Y volviendo a Dmitri Karamazov… En algún episodio dice: “No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada”. ¿De qué me sirve darme por enterado? De poco. Aquí interrumpo la lectura mientras pienso si yo haré lo mismo.
Los grandes libros no fueron escritos para monologar. Si el lector no acepta diálogo, voz y prosa será un pobre lector aunque su biblioteca sea más extensa que la de los buenos lectores.

sábado, 13 de octubre de 2012

Tengo orgullo de ser del norte

13/Octubre/2012
Laberinto
David Toscana

Hace veinte años, cuando publiqué mi primera novela, comenzaba a hablarse de un supuesto fenómeno llamado “Literatura del norte”. Nunca supe bien de qué se trataba. Por supuesto Monterrey estaba en el septentrión mexicano, pero ¿qué tiene que ver la geografía con la palabra?
Si hay más distancia entre Monterrey y Tijuana, que entre Monterrey y el D.F., ¿por qué nos gusta la división norte-sur y no la oriente-occidente?
¿Que yo soy escritor del norte? ¿Qué significa eso? ¿Acaso significa que me he de poner un sombrero vaquero, una cuera tamaulipeca y gritar “ajúa” cada vez que me sale una buena frase?
Sin embargo acepté el mote de escritor del norte, pues eso me llevaba a encuentros y congresos donde bebíamos mucha cerveza y la pasábamos bien.
Nos hacía gracia cuando alguien mencionaba que la norteñés era una estrategia comercial, ya que no solemos agotar las primeras ediciones ni ganar premios de relumbre. Otros lo tomaban como un intento del centro de decir que éramos regionalistas, de pocos alcances, pues siempre había que cargar con una etiqueta que minimizaba el cosmos. Los escritores del centro eran mexicanos; nosotros éramos meramente tijuanenses o regiomontanos o culichis. A Jesús Gardea, un narrador excepcional, lo sepultó la crítica al llamarlo “narrador del desierto”.
Si bien, luego de mucho repasarlo, acabé por aceptar una característica en los narradores del norte: somos bárbaros y primitivos, como el resto de los norteños. Esta revelación me llegó con la anécdota que ahora cuento:
En cierta ocasión leía el libro de un célebre narrador capitalino. En una de las páginas me topé con este enunciado: “una puerta de cristal biselado”.
Hube de interrumpir mi lectura para llamar a Felipe Montes. Ni siquiera tuve que hacerle una pregunta. Tan sólo dije: “Puerta de cristal biselado”, y él de inmediato me respondió: “Puerta de vidrio”. Claro que sí, le dije, no hace falta más. Y colgamos.
A los dos minutos me llamó para preguntar: “¿Por qué no simplemente puerta?”.
Le expliqué que quienes estaban fuera, miraban hacia dentro; y los de dentro miraban hacia fuera. Colgamos.
Volvió a llamarme a los dos minutos. “Pues deja la puerta abierta”.
En el contraste entre una puerta abierta y otra de cristal biselado, entre echarse un trago y degustar un Château La Fleur-Pétrus 82, entre ponerse los zapatos y calzarse unos botines Salvatore Ferragamo de piel de becerro, entre simplemente “ir”, y “abordar una Cadillac Escalade color negro para dirigirse a”, está la esencia de la diferencia entre la narrativa del norte y la del centro.
¿Que somos bárbaros? Sí. ¿Poco sofisticados? ¿Secos? También. La frase es bien conocida: “Donde comienza la carne asada termina la civilización”.
Tal vez sea verdad; pero ¿a quién no se le hace agua la boca nomás de pensar en una arrachera con aguacate, chiles toreados, tortilla de harina y una cerveza bien helada?

sábado, 6 de octubre de 2012

Otra vez el Nobel

6/Octubre/2012
Laberinto
David Toscana

 
Por estas fechas se vuelven a renovar las apuestas sobre el Nobel de literatura. Mi preferido, Ismail Kadaré, no aparece por ningún lado. En cambio ahí está otra vez el eterno Bob Dylan con su numeroso apoyo de profesores universitarios sesentaiocheros, seguro en su mayoría de Berkeley. Según las casas de apuestas, el músico seudoliterato tiene momios de 10/1.
A Kadaré no sólo lo admiro. Lo envidio profundamente. Más allá de una obra inteligente, sensible, extraña, provocadora y bella, tiene una novela que me hubiese gustado escribir: El general del ejército muerto. Para mí, leer esa novela fue como enamorarme de una mujer ajena e inalcanzable. Un amor triste, una obsesión.
Para quien no la haya leído, resumo el tema: en los años sesenta, un general es comisionado para que vaya a Albania a recuperar los cadáveres de los soldados caídos en la Segunda Guerra Mundial. La aventura se convertirá en un grotesco símbolo de la inutilidad, tanto de su misión, como de la guerra. Quizá también de la vida.
Mejor aún, quien no la haya leído debería dejar en este punto mi texto, el suplemento Laberinto y dirigirse a una librería. Pero hay que apurarse, pues en todo México no habrá más de veinte ejemplares de esta novela. Ya conocen a los lectores que mandan en las librerías: en vez de buena literatura, quieren leer novelas de chupasangres y detectives de pacotilla.
El mismo Kadaré mostró este tipo de envidia por otra novela: Un puente sobre el Drina, de Ivo Andric, solo que en vez de verla como mujer ajena, se puso a cortejarla. Acabó escribiendo El puente de tres arcos, un texto valioso sobre la construcción de un puente y las historias y leyendas en torno a él, aunque sin la ambición de la obra maestra del escritor bosnio.
Amigo lector, si no consigue El general, puede llevarse alguno de los excelentes premios de consolación de Kadaré. Por ejemplo, Abril quebrado. Un mundo donde la tradición es más poderosa que la conciencia; la historia de familias que tienen siglos matándose unos a otros, pues así lo ordena el Kanun.
Quizás en alguna librería encuentre El nicho de la vergüenza. Ahí se enterará de los cuidados que se le dan a la cabeza de un decapitado para poder exhibirla en una plaza.
O la Crónica de la ciudad de piedra, un terrible y bello relato sobre un pueblo albanés durante la Segunda Guerra Mundial.
O alguna de las novelas donde nos narra los absurdos y las angustias de la vida en Albania durante los años del comunismo.
Es difícil hallar un autor que nos haga reflexionar sobre las extravagancias de la historia, el poder y el individuo de modo tan atinado y profundo como lo hace Kadaré. Que nos haga comprender nuestra también extravagante situación a través de relatos que parecen lejanos en la geografía, el tiempo y la cultura. En Kadaré hay verdad. Esa verdad que sólo puede decirse con novelas.
Si yo fuera académico sueco no dudaría en darle el Nobel. No para inflarle el ego y colgarle una medalla y entregarle su chequezote. Sino porque es importante darle aire a sus libros. Porque es necesario que un habitante de este mundo no se vaya al otro sin antes haberlo leído.

martes, 29 de mayo de 2012

El hereje

25/Mayo/2012
Laberinto
David Toscana

Quizá sea correcto que un profesor de literatura hable bien de autores disímbolos y aprecie a todos los clásicos. A fin de cuentas, ha de abarcar amplios mundos y tal vez no sea su papel influir en el gusto de los alumnos, sino abrirles puertas al variado mundo de las letras.

Cuando un escritor hace lo mismo, cuando se expresa con igual entusiasmo de Borges o Rulfo, de Tolstoi o Dostoievski, de García Márquez o Vargas Llosa, entonces percibo algo falso en él, o peor aún, algo tibio.
Hace unos días me escribió un escritor alemán. “Estuve leyendo a Borges”, me dijo. “¿Qué le ven los latinoamericanos a este escritor sin alma?”. Mi respuesta fue poco ilustradora: “No lo sé”, le dije, “jamás me he conmovido un ápice cuando lo leo”.

Un amigo que conoce mi distancia con Borges me regaló un libro: El antiborges. Me quedé en la página siete. ¿Por qué un ateo necesitaría un libro que argumenta a favor del ateísmo?

Los dioses están para las masas. Los escritores podemos amar a los profetas, a los pecadores, a los parias. Hemos de ser radicales, extremistas. Irreverentes.

El crítico debe ser amplio de miras. El escritor ha de ser estrecho. El crítico sabe que todo cabe en una novela; el escritor se anda con mandamientos, con un credo. Un credo personal, claro está, no venido de las alturas.
¿Que si soy un admirador de Rulfo? Sí, lo soy. Y sin embargo hay cuentos de Jesús Gardea o de Eduardo Antonio Parra que me gustan más que cualquiera de El llano en llamas. Decir esto es una herejía, ¿pero qué le vamos a hacer?
Wagner es un gran músico; eso es indiscutible. A mí me aburre. Apenas voy en sus oberturas cuando digo “ya basta”. El sonsonete de las valquirias viene una y otra vez, como si no lo hubiésemos entendido en la primera oportunidad, como si el mero aumento de volumen le diera otro significado.

Mil veces prefiero alzar mi copa mientras canto Libiamo, libiamo ne’ lieti calici che la bellezza infiora. Con Verdi puedo celebrar que estoy vivo. Más aún con Rossini. Con Wagner me siento en una interminable misa sin fe.Tolstoi escribió una especie de Antiwagner. Ese sí lo leí entero y lo gocé.

Pero aunque disfruto leyendo a Tolstoi, me parece un autor bastante inferior a Dostoievski. El propio Isaac Bashevis Singer le lanza un reclamo. “A mí qué me importan los detalles del vestido de Anna Karenina. ¿Por qué no me hablas de su vida sexual?”.

Es larga la lista de dioses a los que no les rezo; también la de olvidados pecadores que amo. Y es que ¿de qué va a escribir un escritor que no sea un hereje? La literatura está llena de ejemplos. Libros tibios. Correctos. Inofensivos. Policiacos.

Pero no nos equivoquemos. No estoy tratando de demeritar a algunos escritores o músicos. Estoy hablando de que cuando se pasea por el Olimpo, y sólo por el Olimpo, se tiene el derecho de poner cerebro y corazón donde se sientan emocionados, conmovidos, seducidos, irritados, exaltados, iracundos. Esto no es una burda cuestión de gustos mal labrados. Quien diga que prefiere a Paulo Coelho por sobre García Márquez es un redomado imbécil sin importar el cristal con que se mire.

domingo, 20 de mayo de 2012

Ya me aburrió hablar del narco

26/Noviembre/2011
Laberinto
David Toscana


Siempre me ha dado por tomar la mochila e irme a recorrer montes y valles a pie o en bicicleta. Hace unos años, gozaba de ciertos privilegios por ser mexicano. En el instante de comentar que venía de México o de Mexico o de Mexique o de Meksyk o de Mexiko o de Meksika o de Messico, a mi interlocutor le brillaban los ojos, la sonrisa y, a veces, la nostalgia.
Ah, México, allá estuve una vez. Ah, México, qué país tan bello. Ah, México, señoritas bonitas. Sombrero. Amigo. Acapulco. Mariachi. Tortillas. Piñata. Tequila. Y era normal retirarme sin tener que pagar la pizza o el bratwurst o la multa.
En aquel entonces, hablábamos de la historia precolombina, la cocina, en especial del mole y los chiles en nogada, el Día de Muertos. Las playas eran las mejores del mundo. Los pintores mexicanos, señor mío, los de Oaxaca, esos colores que nos hacen sentir vivos.
Si era algún joven europeo al que le gusta jugar al pobre por quince días, me contaría de su breve estancia en Chiapas.
Si era alguien a quien le gustara leer, los temas eran Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Octavio Paz, Sor Juana. Y no faltaba quién se declarase admirador de Volpi.
En el Cono Sur se sabían de memoria los parlamentos del Chavo del ocho. En los Balcanes, las mujeres me llamaban Corazón, pues era la palabra que, según ellas, más se repetía en las telenovelas mexicanas. Los japoneses charlaban sobre la lucha libre. Los españoles no decían mucho, pues no acaban de encariñarse con sus parientes pobres.
Luego del vino, vodka o lo que viniera a cuento, se podía echar mano de un repertorio de canciones mexicanas, ya fuera en español o en sus respectivas traducciones.
En cierta ocasión detuve mi bicicleta en un biergarten en Pegnitz, Alemania. Se realizaba una celebración y yo moría por una cerveza. Cuando se corrió la voz que por ahí había un mexicano, el grupo musical me hizo pasar al frente y alrededor de mil personas me cantaron algo llamado “Fiesta mexicana” y que fue popular en los años setenta.
En esos años gozaba del orgullo de ser mexicano. Hoy sigo estando orgulloso, no lo puedo evitar, pero trato de ocultarlo.
Lo oculto porque todos esos que me hablaban de Chichén Itzá, música, mezcal y Topolobampo, ahora me quieren preguntar por el narco, la violencia, la corrupción y las matazones.
Y el tema ya me aburrió.
En todo lugar me hacen las mismas preguntas y yo doy las mismas respuestas.
Hubo un tiempo en que México estaba en los sueños del mundo. Entonces sus embajadores eran Pedro Infante, El Santo, los enormes poetas, la pintura. Eran sus siglos de historia, arte y artesanía. Eran Los Panchos. La marimba. Era el sol de las playas. La Ciudad de los Palacios. Los tacos, el chile. Los embajadores eran Diego y Frida. El huapango de Moncayo. Hugo Sánchez. José Alfredo Jiménez.
Ahora son unos hombres que no conozco, que nunca han escrito un poema y quizá no hayan leído un libro. No saben quién fue el último emperador azteca. Tampoco parecen darse cuenta de que la vida está colmada de belleza.
Pero andan armados.
Y de ellos tengo que hablar a dondequiera que voy.

sábado, 17 de marzo de 2012

Bibliotequización

17/Marzo/2012
Laberinto
David Toscana

Supongamos que al próximo presidente de México le importe la educación. Seguro perderá todo un sexenio negociando con el magisterio, diseñando programas de estudio e intentando capacitar a los maestros en esos nuevos programas. Muy temprano comprenderá que no vale la pena hacer gran cosa, pues su esfuerzo será cosechado por quien ocupe la silla del águila en el siguiente sexenio.

Al final, todos sus proyectos se reducirán a ponerle cristales a algunas escuelas, fomentar los desayunos escolares, discutir con los padres de familia el capítulo de la educación sexual, lidiar con las huelgas de maestros. Al final, los estudiantes serán más tarados que hace seis, doce, dieciocho años, u otro múltiplo del seis.

Hay una forma muy sencilla de transformar el nivel de nuestros estudiantes en un corto plazo, tan corto, que nuestro futuro presidente se colgaría la medalla.

Apenas tome posesión de su cargo, convocará a un grupo de notables para que determinen los 40 libros que han de leerse en cada grado escolar, desde el primero de primaria hasta el fin de la preparatoria.

La selección se hará sin nacionalismos y sin facilismos. Tampoco habrá moralismos. Se elegirán libros que amplíen los horizontes, que signifiquen un reto intelectual, que impliquen aprendizaje, pero que no sean una aburrición. Libros que nos hagan más de lo que somos.

Se imprimirá cada uno por separado, con buenas pastas y papel duradero. Todo en cantidades suficientes para que cada alumno sea propietario de sus libros. Quizá sería bueno un sello que dijese: “Prohibida su venta”.

La esencia es ésta: en cada escuela primaria y secundaria se destinará una hora diaria a la lectura de esos libros. Se comentan, se discute sobre ellos, pero no habrá ninguna evaluación. Nada de exámenes, tareas, contar palabras por minuto o escribir ensayos. Esto no es clase de Español ni de Lectura de Comprensión. Es una hora en la que los chicos se dedican a leer, a veces en silencio, a veces en voz alta, con la ayuda o el estorbo del maestro.

Habrá quien lea con placer, habrá quien lea a la fuerza. Eso no importa. ¿Quién habla del placer de las matemáticas o la historia o la geografía?

Los libros se entregan a principio del año. Son del alumno. Si decide leerlos antes de tiempo, la hora de lectura será de relectura. Mucho mejor.

A los alumnos de preparatoria, se les dará también un paquete de libros para que se lleven a casa.

Al salir de la secundaria, el alumno habrá leído 360 libros. O casi 500 al terminar la preparatoria. Mucho más que el promedio de toda una vida.

Cada año se irán renovando las lecturas. De este modo, una familia con tres hijos acumulará con el tiempo una biblioteca de más de mil volúmenes.

Cuando se les pregunta a los lectores asiduos cómo se iniciaron en la lectura, casi todos dan la misma respuesta: “Había libros en casa”. Pues bien, ahora habrá libros en todas las casas de México.

Hay que ser más ambiciosos, dejar atrás la alfabetización y pasar a la bibliotequización. Así, la historia no recordará a nuestro siguiente presidente como un mediocre que enriqueció a sus amigos; sino como al transformador del país.

sábado, 10 de marzo de 2012

Números y letras

10/Marzo/2012
Laberinto
David Toscana

En las escuelas, las matemáticas llevan un orden lógico y creciente desde el preescolar hasta la universidad; en cambio las letras pierden la brújula desde la primaria, el avance se vuelve lento y desorganizado. Al salir de la preparatoria se conoce el teorema de Pitágoras, pero ningún verso de Homero; se trabaja con las leyes de Newton, pero ¿quién diablos es Shakespeare?, se sabe factorizar pero no versificar; se habla de números imaginarios que dan resultados certeros, pero la imaginación de Kafka es apenas una quimera; Euclides sigue siendo claro, pero a Cervantes ya no lo entendemos.

El número es útil, por eso debe entrar aunque sea con sangre; pero la palabra es inútil, por eso sólo ha de entrar con placer, y como no hay placer, la dejamos fuera.

Y es que las escuelas son fábricas de empleados obedientes, que saben que dos más dos siempre da cuatro porque esas son las reglas. Por su parte, en las letras no hay reglas más allá de la gramática. En las letras hay libertad, imaginación y belleza. Sin embargo, con Chéjov no se ponen ladrillos, ni con Flaubert se maneja un taxi, ni con Rulfo se acomodan cajas en una bodega, ni con Dostoievski se obedece al jefe, ni con Dante sale el pronóstico de ventas, ni con Borges le aumentan a uno el sueldo.

Entonces debe ser bueno que haya más números y menos letras.

Nada estoy argumentando contra las ciencias exactas, pero éstas son poca cosa si no se tiene en la cabeza el mundo de las palabras, de las artes, de todas las humanidades. Es más, me atrevo a decir que las matemáticas no están hechas de números, sino de palabras. Cuando vemos, por ejemplo, la operación: “5 x 8 = 40”, no se trata sino de símbolos que representan las palabras “cinco por ocho es igual a cuarenta”.

La mente se plantea con palabras los problemas físicos y matemáticos. Sólo sabe dialogar consigo misma mediante las palabras.

Sabemos que Einstein no fue el mejor físico de su época en cuanto a sus habilidades con los números; sin embargo fue el más creativo, fue quien supo concebir ciertos fenómenos desde una perspectiva distinta. Esto seguramente se lo dio su inclinación por las artes, en especial la poesía y la música.

Otra razón por la que los números tienen privilegios en las escuelas, es que son sencillos de enseñar y, sobre todo, de evaluar. La raíz cuadrada de cien es diez, o menos diez. No hay vuelta de hoja. Cualquier otra respuesta es errónea. En cambio, el maestro no puede tener certezas ante un chico que le dice: “Me parece que el trastorno de don Quijote no proviene de los libros de caballería sino de su fe católica”. Por descabellada que parezca, es una idea digna de discutirse.

Las letras son incómodas en la escuela, pues el maestro pierde autoridad. Las letras son peligrosas en el mundo, porque las autoridades pierden autoridad.

El tema viene otra vez al caso porque, bendito sea dios, este año cambiaremos presidente. Voy a suponer que al siguiente mandatario le importa la educación. La semana entrante le diré cómo desentaradar a los alumnos, y de paso a los maestros; la manera más sencilla de convertir nuestro pésimo sistema educativo en algo digno.

Nomás es cosa de tener ganas.

sábado, 3 de marzo de 2012

La maldición del lector de prosa

3/Marzo/2012
Laberinto
David Toscana

A veces me gustaría ser un lector de novelas que busca la emoción, la profundidad, las revelaciones sobre la vida y la muerte, sin andarme fijando en las minucias de la prosa, en la ortografía y gramática, en los significados de las palabras. No sé en qué momento me convertí en un lector de prosa, pero eso me resultó una calamidad, pues me pierdo de disfrutar a todos esos autores que dominan el qué pero no el cómo.

Quisiera tener una capacidad infinita para disculpar los descuidos de los escritores y poder leer frases sin sentido o redundantes o jaladas de los cabellos o simplemente erráticas, suponer que son un mero bache en el camino y que lo importante es el paisaje.

García Márquez es un maravilloso prosista. Él dijo más o menos algo así: “Un punto o una coma mal puestos rompen el hechizo de la novela, hacen que ya no pensemos en los personajes y las situaciones, sino en la mala puntuación”.

Ayer leía una novela. De pronto me topé con esta frase: “Enzo tuvo la impresión de que el trompetista lo seguía como si esa mañana hubiera estado esperándolo”. Tengo que detener mi lectura. He de preguntarme si hay una manera distinta de seguir a alguien si no se le esperaba. Para cuando termino de reflexionar sobre el asunto ya no recuerdo quién seguía a quién y me siento tentado a leer otra cosa.

Si en otro libro encuentro: “Sus ojos parecían dos ventanas por donde un gato se asoma para ver sin interés las luces de una marquesina de cine de barrio”, mi dolor de cabeza se vuelve monumental.

En cambio las erratas no me molestan. Si leo: “Esa mamana despertó temprano”, me sigo derecho como si la Ñ hubiese estado claramente pintada en su justo lugar. Las erratas no vienen de una pretenciosidad ineducada ni de un descabelle de lo poético ni de la mera ignorancia. Suelen ser un mero accidente.

En el libro que leía antier, el autor usaba la palabra “insecto” para referirse a una araña. Para mí era tanto como llamarle reptil a una gallina.

En el libro del fin de semana un autor argentino insistía en usar el “hubiera” como condicional: “Si yo hubiera estudiado, hubiera sido médico”.

Pongo apenas unos ejemplos que tengo a la mano porque el espacio de esta columna es inadecuado para tratar el estado de la prosa contemporánea. Ni siquiera intento hacerlo, pues no quiero hablar sobre la escritura sino sobre la lectura.

No sé usted, amigo lector, si su mente esté tan adormecida o tenga tan buenos amortiguadores para pasar por todos esos baches sin sentirlos. Lo envidio sinceramente.

Otros, inevitablemente, vemos la novela como una sucesión de frases. Esto nos vuelve mezquinos, hasta amargados. Pasamos las páginas como si nuestra ilusión fuera trabajar como correctores en una editorial; como si disfrutáramos al pillar a un autor en falta, máxime si se trata de un laureado; como si no reconociéramos a los escritores el derecho a la incorrección necesaria, pues nos hemos oxidado en el pasado, con nostalgia de aquellos días en que se estudiaba griego, latín y retórica. Que se estudiaba español.

En fin, ahí está otra vez el Toscana mirando la paja en el ojo ajeno, pero ¿cuántos errores tiene este artículo?

sábado, 18 de febrero de 2012

Subrayar

18/Febrero/2012
Laberinto
David Toscana

Hace unos días volví a leer La marcha Radetzky, de Joseph Roth. Encontré varios subrayados que hice en otra época y elegí dos como mis preferidos.

“Tanto el uniforme de suboficial como el de funcionario de correos estaban colgados, uno al lado del otro, en el armario. La viuda los mantenía en constante brillo mediante alcanfor, cepillo y limpiametales […] y cada vez que el hijo abría el armario creía ver dos cadáveres de su padre”.

Una forma muy bella de resumir una existencia monótona. Sin embargo dejé dos palabras sin subrayar. Ahí donde están los puntos suspensivos, el texto dice: “Parecían momias”, lo cual me pareció que redundaba y debilitaba la idea del par de cadáveres.

Más adelante, Joseph Roth da una categórica y sencilla explicación sobre la mala literatura.

“El teniente recordó aquella noche otoñal, cuando servía en caballería, y oyó a sus espaldas los pasos de Onufrij. Recordó las novelas rosas, de ambiente militar, en unos volúmenes pequeños, encuadernados en verde, que había leído en la biblioteca del hospital. En esas novelas abundaban los fieles asistentes, campesinos toscos con un corazón de oro. Si bien el teniente Trotta carecía del menor gusto literario, y el término literatura, de oírlo casualmente, para él sólo significaba el drama Zriny de Theodor Kórner y nada más, había sentido siempre cierta aversión hacia el sentimentalismo dulzón de esas novelas y hacia sus conmovedores personajes. El teniente Trotta no poseía la experiencia suficiente para saber que también en la realidad existen toscos campesinos con un corazón de oro y que esas malas novelas contienen gran parte de verdad copiada de la vida misma, sólo que mal copiada”.

Me viene la idea de revisar todos mis libros. Elegir de cada uno mi subrayado preferido y entonces organizar un certamen personal. Ir enfrentando unos contra otros en una especie de eliminatoria hasta dar con el campeón.

Hay libros que tienen todas las páginas intactas. Hay otros, como Don Quijote o las obras completas de Dostoievski, que están rayonadas en casi cada página con la tinta roja que suelo utilizar para el caso.

De Memorias del subsuelo, van tres ejemplos: “Os juro, señores, que una conciencia demasiado lúcida es una enfermedad”, idea que se aviva algunas páginas después: “¿Qué hombre, en plena posesión de su conciencia, podría respetarse?”. O bien, “Déjenos solos, sin libros, y al punto nos perderemos, nos embrollaremos sin saber qué hacer ni qué pensar, sin saber lo que se debe amar ni lo que se debe aborrecer”.

No sé cuál ganaría la competencia, pero sin duda una de las finalistas sería aquella frase de Crimen y castigo que Raskólnikov pronuncia ante Sonia: “No me inclino ante ti, sino ante todo el dolor humano”.

Si Cristo la hubiese enunciado ante María Magdalena, yo sería cristiano. Pero mis profetas no vinieron de Israel, sino de la Rusia zarista. Eran frágiles, pecadores, borrachos. A algunos de ellos no los dejarían entrar al templo. Y sin embargo escribían mejor que el mismo dios padre.

sábado, 21 de enero de 2012

Vulgar y prosaico

21/Enero/2012
Laberinto
David Toscana

No sé en qué momento el adjetivo venido de la prosa se convirtió en sinónimo de vulgaridad. Decir que algo es prosaico equivale a denostarlo. Decir, en cambio, que es poético, corresponde a ensalzarlo.

En la tierra donde ahora vivo es común el uso de la palabra “poesía” a modo de exclamación. Cuando alguien prueba algo delicioso puede decir: ¡Poesía!

Como novelista, esto me llena de celos e indignación, mas han resultado inútiles mis intentos por dignificar el oficio del prosista. El ama de casa en turno siempre ha recibido con desagrado mi ensayo de exclamar ¡prosa! cuando pruebo un buen chamorro de cerdo o un huachinango en mantequilla u otra exquisitez. Acaso piensa que estoy haciendo un brindis en alemán.

Nunca vi la película de Lagunilla, mi barrio, pero en un corto que se repitió hasta el cansancio, Leticia Perdigón decía: “No seas vulgar y prosaico”.

Ya de entrada, la frase es redundante, pues una y otra cosa son sinónimos. Mas yo quisiera que no lo fueran, que, digamos, prosa poética fuese un término tan elogioso como poesía prosaica.

Mis amigos de la Real Academia Española tratan de remediar este asunto, pues en la versión actual de su diccionario, definen prosaico como: 1. Perteneciente o relativo a la prosa. 2. Escrito en prosa. 3. Dicho de una obra poética o de cualquiera de sus partes: que adolece de prosaísmo. 4. Dicho de personas y de ciertas cosas: faltas de idealidad o elevación. 5. Insulso, vulgar.

¿Qué hicieron para evitar mis penas? En la siguiente edición habrán de retirar las primeras dos acepciones. O dicho de otro modo, prosaico seguirá siendo vulgar, pero ya no se relaciona con la prosa. Para esto, ahora el adjetivo es “prosístico”. Están borrando las huellas del crimen.

Montaigne le da una ambigua equivalencia a ambas formas de expresarse al decir: “Mil poetas se arrastran y languidecen prosaicamente; mas la mejor prosa entre los antiguos resplandece siempre con el vigor y arrojo poéticos, y representa en algún modo el furor de la poesía”.

Quizá la buena prosa pueda ser como la buena poesía, pero la mala poesía es peor que la mala prosa.

Existe un libro que se llama Versos chuecos, una compilación de Daniel Samper con lo peor de la poesía. A veces me da tentación leerlo. También pienso que no tiene caso perder el tiempo con una antología que expresamente reúne textos infames.

La música popular nos demuestra que es mejor cantar boberías y lugares comunes que ser un mal poeta. Ahora me viene a la cabeza eso de “Seré la gata bajo la lluvia y maullaré por ti”. Fue una conexión espontánea porque los ejemplos serían muchísimos.

Entre la poesía fallida solemos recordar a aquel poeta coahuilense que metía a la madre en el lecho nupcial en un acto que no desciframos si era puro o perverso. Y sin embargo me gusta mucho la última estrofa del “Nocturno a Rosario”.

En fin, lo que quiero hacer es un llamado a mis compañeros novelistas para que cuando prueben algo delicioso, vean pasar una belleza, o se sientan ganas de brindar por la vida, digan: ¡Prosa!

Y a fuerza de repetirlo, lo prosaico será poético.

sábado, 24 de diciembre de 2011

El tiempo que te quede libre

25/Diciembre/2011
Laberinto
David Toscana

Hoy día la excusa más utilizada para no leer es “no tengo tiempo”. Un hombre de negocios lo dirá hasta con orgullo: “No tengo tiempo para esas cosas”. Un político: “Los ciudadanos me eligieron para servirles, no para leer”. Un ama de casa: “¿A qué horas, mi rey? Si la telenovela ya va a comenzar”.

Los estudiantes no leen Don Quijote, ni La Odisea, ni La Ilíada, ni otros clásicos. No, señor, no hay tiempo. Apenas hay que darles un resumen, o libritos de pocas páginas. Benditos esos compendios que resumen las obras en media página. Las batallas en el desierto es un buen libro, pero nos gusta por breve, no por bueno.

La cumbre de la estupidez fue una maestra de mi hija. Para hacer mejor uso del tiempo, en clase de literatura los puso a leer el libro de historia. “Porque así leen y aprenden”, les dijo.

Eso sí, a los chicos les contamos las palabras que leen por minuto. Quizás un día se conviertan en locutores descabezados.

Me intriga saber qué le pasó al tiempo. ¿Por qué se ha vuelto escaso? ¿Corre más veloz que antes?

En el año 1905, allá cuando Einstein nos reveló que el tiempo era cosa relativa, la expectativa de vida en México no llegaba a los veintiséis años. Sólo entre un diez y quince por ciento de la población sobrepasaba los 65 años.

En nuestro siglo, esas cantidades se han triplicado. O, dicho de otro modo, tenemos tres veces más vida para no tener tiempo.

Mi bisabuelo montaba a caballo para viajar de Monterrey al De Efe. Supongo que podían ser hasta diez días de camino. Hoy, en el mismo trayecto por avión, nos enfurecemos si el vuelo se retrasa una hora.

La semana pasada volé de Varsovia a Sao Paulo. Fue un trayecto de quince horas. Cuando llegué, me trataron como a un héroe de guerra. ¿Desde allá? Has de venir agotado. Vamos a llevarte a tu hotel para que reposes. En 1502 no habrán tratado a Américo Vespucio con tanta lisonja cuando llegó a Río de Janeiro.

Además, ¿alguien supone que viajo al otro lado del mundo para meterme en un cuarto de hotel?

En las ciudades se construyen vías rápidas. Tenemos comida rápida. Cargamos con dispositivos electrónicos que nos hacen “aprovechar el tiempo”.

Pero seguimos sin tener tiempo. Y si por ahí nos queda un residuo, siempre podremos desecharlo con un pasatiempo.

A Sao Paulo fui para un congreso de literatura. En la mesa dedicada a los medios digitales, un académico proyectó en la pantalla tres insufribles minutos de un código QR que cambiaba a gran velocidad. Al final dijo con sumo orgullo: “Acaban ustedes de leer La divina comedia”.

Para mí fueron los tres minutos más aburridos de mi vida. Un crítico brasileño lo dijo mejor: “Sólo estoy seguro de que en esos tres minutos no leí La divina comedia”.

En fin, la vida es más larga y sencilla que nunca. Si nos falta tiempo es porque se derrocha todo lo que se tiene en abundancia.

La próxima vez que alguien me diga que no tiene tiempo para leer, recurriré a esa franqueza regiomontana que la gente dice gustar, aunque lo cierto es que la detesta: “Tiempo te sobra, güey. Lo que te falta es cabeza”.

sábado, 10 de diciembre de 2011

¿De qué sirve leer?

10/Diciembre/2011
Laberinto
David Toscana

Cada vez batallo más para responder a esa pregunta. A veces pienso que los lectores somos proselitistas a la manera de los testigos de algún dios. No es que toquemos la puerta a horas inoportunas del domingo, pero sí nos gusta atraer gente a nuestro redil.

Descubrimos algo maravilloso y queremos por las buenas o por la fuerza compartirlo con otras personas.

Ahora que en la vida se busca algo llamado éxito, es difícil encajar la lectura en este propósito. Anda, hijo, diría un padre. Lee para que seas alguien en la vida.

Pero el niño ve otras cosas en el mundo. Sabe que se puede llegar a la presidencia del país más poderoso del mundo con apenas saber deletrear. Mucho menos falta hace conocer los clásicos. ¿Poesía? ¿Para qué?

Sabe que a la presidencia de México se llega sin leer a nuestros autores y sin siquiera saber pronunciar sus nombres.

A lo más que llega un buen lector es a escribir los discursos de estos ignaros.

Los actores, los cantantes de moda, están al nivel de un mocoso de primaria. ¿Quién fue la que hace unos años mostró su pequeñez mental ante Juan José Arreola?

Por ahí había una campaña que aseguraba que leer nos hacía mejores. ¿En qué sentido? Obviamente no en el moral. Mis amigos lectores, como diría Joan Manuel Serrat, son unos atorrantes, se exhiben sin pudor, beben a morro, se pasan las consignas por el forro, palpan a las damas el trasero, hacen en los lavabos agujeros y les echan a patadas de las fiestas.

Hitler era un lector. Los nazis eran gente cultivada. El mismo George Steiner dijo así: “Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz”.

¿Leer nos hace felices? Por supuesto que no. Los espíritus más sosegados son los ignorantes. En la ignorancia se hacen pocas preguntas. No se tiene la dignidad en un concepto muy elevado. Quien tiene la mente en blanco queda contento con pan y circo.

La lectura sólo es necesaria para el lector. A él lo puede volver infeliz la falta momentánea de un libro.

Leer ni siquiera mejora el carácter. Los lectores suelen ser cascarrabias, seres próximos a la amargura. Quejumbrosos. Nunca se explican por qué sus jefes son tan incompetentes. Les aburre platicar con el vecino, con los cuñados. Las reuniones familiares son una cruz. Sólo se sienten a gusto con los de su misma especie.

¿De qué sirve leer? Es una pregunta que no se hace el amante de los libros. Dejemos que la hagan los iletrados a sus maestros también iletrados. Que el gobierno siga organizando falsas campañas con argumentos huecos, y que invite a futbolistas analfabetos para promoverlas.

Quizá leer sirva de algo o tal vez sea inútil. Hoy no estoy para argumentos. Pero tan pronto ponga el punto final a este texto, me daré la vuelta hacia mi librero. En el segundo estante de abajo para arriba, casi pegado a la pared, entre Las puertas del paraíso y La lección de lengua muerta, coloqué ayer un libro. Es una antología de cuento polaco.

Y ya me anda por encajarle el diente.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Ya me aburrió hablar del narco

26/Noviembre/2011
Laberinto
David Toscana

Siempre me ha dado por tomar la mochila e irme a recorrer montes y valles a pie o en bicicleta. Hace unos años, gozaba de ciertos privilegios por ser mexicano. En el instante de comentar que venía de México o de Mexico o de Mexique o de Meksyk o de Mexiko o de Meksika o de Messico, a mi interlocutor le brillaban los ojos, la sonrisa y, a veces, la nostalgia.

Ah, México, allá estuve una vez. Ah, México, qué país tan bello. Ah, México, señoritas bonitas. Sombrero. Amigo. Acapulco. Mariachi. Tortillas. Piñata. Tequila. Y era normal retirarme sin tener que pagar la pizza o el bratwurst o la multa.

En aquel entonces, hablábamos de la historia precolombina, la cocina, en especial del mole y los chiles en nogada, el Día de Muertos. Las playas eran las mejores del mundo. Los pintores mexicanos, señor mío, los de Oaxaca, esos colores que nos hacen sentir vivos.

Si era algún joven europeo al que le gusta jugar al pobre por quince días, me contaría de su breve estancia en Chiapas.

Si era alguien a quien le gustara leer, los temas eran Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Octavio Paz, Sor Juana. Y no faltaba quién se declarase admirador de Volpi.

En el Cono Sur se sabían de memoria los parlamentos del Chavo del ocho. En los Balcanes, las mujeres me llamaban Corazón, pues era la palabra que, según ellas, más se repetía en las telenovelas mexicanas. Los japoneses charlaban sobre la lucha libre. Los españoles no decían mucho, pues no acaban de encariñarse con sus parientes pobres.

Luego del vino, vodka o lo que viniera a cuento, se podía echar mano de un repertorio de canciones mexicanas, ya fuera en español o en sus respectivas traducciones.

En cierta ocasión detuve mi bicicleta en un biergarten en Pegnitz, Alemania. Se realizaba una celebración y yo moría por una cerveza. Cuando se corrió la voz que por ahí había un mexicano, el grupo musical me hizo pasar al frente y alrededor de mil personas me cantaron algo llamado “Fiesta mexicana” y que fue popular en los años setenta.

En esos años gozaba del orgullo de ser mexicano. Hoy sigo estando orgulloso, no lo puedo evitar, pero trato de ocultarlo.

Lo oculto porque todos esos que me hablaban de Chichén Itzá, música, mezcal y Topolobampo, ahora me quieren preguntar por el narco, la violencia, la corrupción y las matazones.

Y el tema ya me aburrió.

En todo lugar me hacen las mismas preguntas y yo doy las mismas respuestas.

Hubo un tiempo en que México estaba en los sueños del mundo. Entonces sus embajadores eran Pedro Infante, El Santo, los enormes poetas, la pintura. Eran sus siglos de historia, arte y artesanía. Eran Los Panchos. La marimba. Era el sol de las playas. La Ciudad de los Palacios. Los tacos, el chile. Los embajadores eran Diego y Frida. El huapango de Moncayo. Hugo Sánchez. José Alfredo Jiménez.

Ahora son unos hombres que no conozco, que nunca han escrito un poema y quizá no hayan leído un libro. No saben quién fue el último emperador azteca. Tampoco parecen darse cuenta de que la vida está colmada de belleza.

Pero andan armados.

Y de ellos tengo que hablar a dondequiera que voy.