Laberinto
David Toscana
En mis años mozos, cuando asistía a
talleres literarios, había un consejo que no fallaba: para que un relato
funcione, debe ser verosímil. Nunca entendí eso. Si pedía explicaciones, el
coordinador del taller se metía en vericuetos pseudofilosóficos que no decían
nada.
Hoy ya no pregunto. Simplemente sé que la
verosimilitud es un invento del lector insustancial, y que muchos escritores
trabajan para ellos.
Don Quijote no es verosímil; además, está
lleno de inconsistencias lógicas, de imposibilidades argumentales. Y sin
embargo nadie puede bajarlo de su pedestal de obra maestra.
Cervantes ni siquiera establece el famoso
pacto de credibilidad con el lector, pues de inmediato comienza con evasivas.
No conocemos el nombre del lugar de la Mancha ni del hidalgo. Sabe que entre menos
información nos dé, menos problemas va a tener para justificar su historia.
Esto habría sido un desperfecto para algún
autor realista, que hubiese iniciado la historia años antes, cuando el joven
hidalgo lee su primera novela de caballería, y la habría terminado cuando el
caballero andante sale a su primera aventura. En medio habría muchas
disquisiciones sicológicas para justificar la evolución de la demencia.
Así de espontánea como la locura de don
Quijote, es la transformación de Gregorio Samsa. En la primera frase se
convierte en un monstruoso insecto sin que tampoco exista tiempo para
establecer un pacto.
Quienquiera que intentase volver este inicio
más verosímil lo echaría a perder: “Durante una noche de sueño intranquilo, el
eslabón fulano del ADN de Gregorio Samsa sufrió una extraña mutación que
disparó la multiplicación de células con cromosomas alterados, las cuales
habían transformado todo su organismo en pocas horas al punto de convertirlo en
un monstruoso insecto de la familia de los escarabeidos”.
Pero aún si aceptamos esta metamorfosis, la
verosimilitud exigiría que a más tardar en la página tres alguien rociara dicho
animal con gasolina y le prendiera fuego. De querer alargar la historia, el
tema sería “¿dónde está Gregorio?”, pues nadie de la familia supondría que él
era el bicho ni tampoco pensaría que hubiese sido devorado sin dejar rastro.
De Shakespeare ni se diga, hay que
acercarse a él más a través de la música que comparándolo con la “vida real”.
Mucho nos revela de la realidad, pero no a través del realismo. Sin el espíritu
del arte, Hamlet sería caricaturesco. Y por el mismo camino irían sus otros
dramas.
La invitación a leer no viene por la
verosimilitud sino por la seducción. El verdadero lector sigue la belleza, la
intensidad, el ingenio, la sorpresa, la pasión.
¿Acaso alguien rechazaría una noche con una
hermosa y apasionada mujer solo porque no alcanza a creerle del todo?
Así que en estos tiempos de escritores salidos de
talleres literarios, más vale borrar de las leyes el asunto de la
verosimilitud, o nos iremos alejando cada vez más del arte en un intento por
cortejar a las imaginaciones tibias.
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