Nexos
Daniel Espartaco Sánchez
Cuando me he propuesto escribir según un plan o una escaleta, algo sucede a la mitad del proceso: novelas que se convierten en cuentos; novelas cortas o cuentos que se convierten en novelas, ensayos narrativos, crónica, fragmentos autobiográficos, etcétera. Por eso trabajo con una especie de material primario alrededor de algo que llamaré dos o tres líneas de intuición. Escribo siempre la misma historia y las variantes posibles, que son muchas. No podría, por ejemplo, escribir una novela sobre zombies, o ambientada en la colonia, o sobre la vida interior de un sicario a sueldo del narcotráfico, porque nunca he conocido a uno, gracias a Dios; no podría escribir sobre cualquier cosa que no me haya sucedido o no me hayan contado de primera mano. Reconozco que esto es una limitación, pero entre los escritores también hay tipos, como signos zodiacales; el mío es el de los que escriben el mismo libro a lo largo de su vida.
Para mí no hay una gran diferencia entre el relato, la novela y los otros géneros narrativos. De manera personal prefiero las novelas que están hechas de relatos como El Quijote o Las aventuras del buen soldado Švejk o los libros de relatos que, me parece, pueden leerse como novelas: Winesburg, Ohio, Dublineses o Adiós a Berlín (aunque lo que más me gusta leer son las novelas cortas). Ejemplos hay muchos. Para mí los géneros son una mera convención editorial, o de mercado. Algo en lo que sólo se fijan los estudiantes de letras o las amas de casa. Siento que me quiero ir a dormir cada vez que escucho tonterías como “la muerte de la novela” o “texto híbrido”. Como sucede con los medicamentos, el género no es más que el vehículo (en este caso un pretexto), pues la sustancia activa son las historias, lo que un autor considera tan importante como para ser narrado. Y para mí lo más importante es lo humano; es decir: los personajes. No me gustan los autores que proclaman, por ejemplo, que en un cuento los personajes no deben tener profundidad y que la efectividad del género está en el giro o la anécdota. Peor que éstos son aquellos que se toman a broma la literatura y practican la minificción, y es así porque en ella no puede existir un personaje de verdad, complejo. El lenguaje por el lenguaje mismo me parece un ejercicio de pirotecnia que puede ser muy bueno (e incluso admirable), pero que dura sólo un instante en la vida de un lector, más allá de la primera capa de la memoria, es decir, en aquello que tiene que ver con el alma. Aún no conozco a nadie medianamente inteligente a quien le haya cambiado la vida “El dinosaurio” de Monterroso. Para textos breves, el haikú o el epigrama, es decir, la poesía.
Uno de los momentos más excitantes es cuando comienzo a ver la forma de un libro, de un concepto, entre el cúmulo de material que se acumula día con día. A veces pasan meses sin saber lo que estoy haciendo. Esta es la primera etapa, la de la intuición y lo irracional, lo emocional, la búsqueda de una atmósfera y un tono. Escribo sin parar y sin detenerme a pensar. El material está ahí adentro, es una mezcla de memoria, deseos, de carencias, símbolos. La segunda etapa consiste en buscar el orden intrínseco que desde un principio tenía ese material y que yo ignoraba; en ordenar, como los sucesores del profeta Mahoma lo hicieron con los suras del Corán dictados por el arcángel Gabriel. Ésta es la etapa material, de la edición, las correcciones. Disfruto mucho más ésta porque siento que ya trabajo con algo sólido. Imprimo versiones y corrijo sobre papel, escribo, reescribo pasajes, me lleno los dedos de tinta. Tengo algunas manías: y desde que perdí mi última pluma Parker una consiste en terminarme un bolígrafo desechable en la corrección final de un libro, aunque sé que tal vez deberían ser dos (durante esta segunda parte voy corrigiendo secciones hasta que tengo un conjunto uniforme, luego hago la corrección final). Cuando hago esto mi objetivo es que el libro pueda leerse de una manera fluida, y trato de acortar los pasajes líricos y eliminar las referencias culturales innecesarias; quito los juicios del narrador tal y como ya se recomendaba desde Chéjov. No lo hago por ideología sino porque es la clase de narrativa que a mí me gusta como lector. No me gusta el barroquismo, a menos que provenga de un verdadero maestro, y si algo me molesta es el narrador engreído y sabelotodo que pontifica a la menor provocación.
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