Laberinto
Heriberto Yépez
Dentro de poco, Lo negro del Negro Durazo (1983), “la biografía criminal de Durazo escrita por su Jefe de Ayudantes” (José González G.) cumple 30 años. Solo ese año vendió más de 150 mil ejemplares.
Mi hermano mayor —leydo de barrio— me hablaba de ese libro con emoción, al igual que de la biografía Juan Gabriel y yo (1985), también escrita por un asistente soplón. Estos son los primeros libros que recuerdo haber discutido con Javier, ahora muerto.
También escuchábamos a José José y Pink Floyd.
Mi hermano perseguía en los libros la “revelación” —expectativa venida de la Biblia, que él criticaba con ahínco, aunque era fanático de los Apocalipsis, el de San Juan y los apócrifos—; en los textos él buscaba confesión y denuncia. Cada semana leíamos Duda.
Para diferenciarme en algo, yo migré a los libros literarios. Lo que mi hermano leía, claro, era más interesante. Literaturas son pudores.
La mejor literatura norteamericana se define por una supuesta “naturalidad”, straightforwardness, franqueza, desvergüenza, crudeza, historia o voz personal.
(El experimentalismo norteamericano posmoderno es una crítica a este previo yo whitmaníaco).
La literatura mexicana, en cambio, tiende a ser reticente. Esta literatura juzga fácil esa primera persona (express y expresiva) y ese loco coloquio. Aun cuando cree practicarlo toma voz prestada.
Hablaba del Negro Durazo y mi hermano, dos figuras paternales, miembros ya fantasmas.
No comparto el rechazo que los letrados sienten hacia la narcoliteratura. Yo prefiero los errores de Hilario Peña a las supuestas virtudes de Emiliano Monge. Me agrada esa zona donde la literatura repta, y la piel descascaja, ya vieja.
Soy crítico porque soy carroñero. Como las hienas —entre chillidos tomados por risas— suelo llegar pronto al lugar donde el cadáver supura, y reventarlo sin pena.
La crítica es entendimiento. El entendimiento solo puede ser alcanzado cuando algo agoniza o ha terminado.
Antes sería precoz analizar o definir. Los académicos son los críticos que usan toga y tenedor para degustar lo engusanado. Los reseñistas —con un gancho en la nariz— son simplemente precoces.
La crítica literaria, en sí misma, está muriendo. Me iré con ella.
Mi hermano leía todo tipo de impresos. Él me dijo que con Lo negro del Negro Durazo comenzaba otro tipo de libros en México.
Se equivocó en lo general pero acertó en la literatura.
Ahí comenzó —sin que los literatos mexicanos lo sepan— la narcoliteratura, que en estos años agoniza. Ya fue hecha.
Ahora solo falta que la exploten (vía cirugía estética) los que ayer despotricaron contra ella: los literatos y su estilo, ese zombie.
Novo —cínico conveniente— lo sabía: los sexenios dan forma a la literatura mexicana.
Y hoy —a la luz de una lámpara de petróleo— el
libro sobre el Negro Durazo reverdece en su estante.
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