martes, 24 de septiembre de 2013

La muerte de Montaigne

Septiembre/2013
Nexos
Guillermo Fadanelli

A Jorge Edwards lo conocí en Berlín hace poco más de un lustro. Nos encontrábamos un pequeño grupo de personas entre las que se hallaba mi agente literario, mi mujer y tres jóvenes acompañantes. La cena en un restaurante de la zona de Mitte transcurrió en calma y sin ningún incidente que nublara la mesa o la conversación. Jorge Edwards narró algunas anécdotas vividas con Carlos Fuentes y también con Octavio Paz. Sin embargo, lo que me pareció más atractivo de su persona fue su vitalidad y su cortesía: por entonces él era un hombre de setenta y cinco años. Yo había leído dos de sus libros más conocidos, Persona non grata y El sueño de la historia, mas no había tenido en mis manos La muerte de Montaigne, por el hecho numérico y sencillo de que escribió este libro apenas hace un par de años. El tono desenfadado de su escritura es contagioso y su sabiduría no requiere de mayores desplantes que el de la charla íntima e incluso la confesión inesperada. El último amor de Montaigne fue una mujer treinta y tantos años menor que él, María de Gournay, y este hecho parece haber marcado también el deseo de Edwards al grado que ha escrito en el libro citado: “Todavía no aparece en mi horizonte mi María de Gournay y tengo mucho miedo de que ya no aparezca nunca”. Una mujer apasionada por la literatura, una novia para un hombre casado, como era el caso de Montaigne, una joven discípula que fuera al mismo tiempo impulso de vida y cómplice literaria. Hasta qué punto se desea al amor cuando la muerte se acerca. La esperanza de encontrar a una mujer o a una persona que le dé sentido a la soledad intrínseca de un escritor que no encuentra sosiego más que en la literatura. Edwards, después de pedir una disculpa a las jóvenes vírgenes y a las señoras de buenas costumbres nos da una opinión estrictamente personal sobre las habilidades u obsesiones de Montaigne, sin el ánimo de calumniarlo: “Estoy seguro de que Montaigne escribía a menudo en estado de entera erección, y que ese placer solitario, de acuerdo con su opinión (y con la mía) era evidentemente superior a muchos otros. ¿Interrumpía su trabajo de repente, para encerrarse en el cuarto reservado, el de una esquina, de ventanas estrechas, abrirse la bragueta y masturbarse? No pretendo calumniar a Montaigne: sólo aspiro a entenderlo, y, a través de él, a entenderme y a entender la naturaleza humana”.

Aquella noche en Berlín, después de la cena y la acostumbrada charla que sobreviene a unos licores bien puestos decidimos seguir la noche en otro lado. Justo a esa hora en que los meseros ponen su estúpida cara de víctimas indefensas como si los clientes representáramos el motivo de su desgracia y no una mina para el bien de sus bolsillos. Nadie quiso seguirnos a Jorge y a mí en el alargamiento de la noche, excepto la mujer más joven de nuestra mesa. Una María de Gournay que en los años siguientes a ese encuentro ha ido enloqueciendo paulatinamente y de quien prefiero mantener el nombre en el anonimato. No estoy animando fantasías si afirmo que la convivencia con el escritor chileno aquella noche en Berlín y el amenísimo relato que ha hecho en su libro del camino que llevó a Montaigne a la sabiduría y a la muerte van de la mano en mi imaginación. Ha escrito Edwards que comenzó a leer a Montaigne movido por los comentarios y las citas que otras personas hacían del ensayista francés. Después de eso, afirma, lo ha leído a tal punto que para conocerlo más tendría que reencarnar en su persona. Y añade: “Escribo, pues, por intuición, por capricho, por afecto. Si cometo errores, pido disculpas de antemano. Ya conozco a algunas de las personas que detectarán errores en mi libro y se sobarán las manos de alegría. Contribuyo, por lo tanto, y sin el menor problema, a su alegría”.

Después de aquel encuentro no he sabido más de Jorge Edwards, excepto porque me ha mencionado en alguna entrevista que le hicieron para un periódico, ni tampoco sé si su María de Gournay ha aparecido en estos tiempos recientes, hecho que le deseo con la mayor de las honestidades. En lo que a mí respecta, espero que ninguna María de Gournay se aparezca en mi camino porque, según me entero debido a mi experiencia y al conocido ejercicio del autoconocimiento, ya no soy propenso a la felicidad y mi desconfianza pasa por temer y despreciar a todas las discípulas que el mundo me ha ido poniendo enfrente. Estoy tranquilo en mi soledad acompañada y sólo pensar en el hecho vil de enamorarme me desquicia hasta el punto del agotamiento. Esperaré tranquilamente la muerte de mi mujer (toco madera, y no de ataúd) y una vez que este penoso acontecimiento haya sucedido me retiraré a donde no se me encuentre de manera tan sencilla como es común en estos días. Por lo demás espero que Jorge Edwards nos obsequie con libros tan hermosos como La muerte de Montaigne, él que tantas ganas tiene de vivir y enamorarse.   

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