La Jornada
Willivaldo Delgadillo
Una tarde de agosto de
1998 visité a Álvaro Mutis en su casa de San Jerónimo. Antes le había
telefoneado desde mi cuarto de hotel en el centro histórico. Le expliqué
que había obtenido su número a través de un amigo mutuo y que me
interesaba que firmara un ejemplar de Empresas y Tribulaciones de Maqroll el Gaviero. Con caballerosidad me informó que estaba por salir debido a que su esposa estaba un poco enferma y debía llevarla al hospital.
–No quiero importunarlo –insistí– pero es para mi hijo. Le propuse
dejar el libro en el buzón de su casa y pasar a recogerlo al día
siguiente, antes de marchar al aeropuerto y embarcarme de regreso al
norte.–¿Y cuántos años tiene su hijo? –me preguntó.
–Tiene ocho meses, y se llama Maqroll, como el Gaviero–, respondí.
–Mire, si viene ahora, lo espero–, dijo después de mostrarse sorprendido de que alguien hubiese decidido nombrar a su primogénito como el célebre personaje de sus poemas y novelas. Cuando una hora y media más tarde entré a su casa, me recibió con entusiasmo paternal, como si entre nosotros hubiese un lazo de parentesco que acabáramos de descubrir. Me presentó a su esposa Carmen, quien por cierto, y por fortuna, gozaba de cabal salud; luego me pasó a una sala donde, con una caligrafía errática debido a su mano temblorosa, escribió una entrañable dedicatoria para mi Maqroll.
Me contó que en una ocasión lo habían invitado al bautizo de un yate en Barcelona que llevaba por nombre El Gaviero. Explicó que era costumbre estrellar una botella de cava en la proa al momento de lanzar a una embarcación al mar por primera vez, y en ese momento se le daba el nombre que llevaría por siempre. En un pequeño marco guardaba la imagen del yate y una placa conmemorativa. Me mostró también la mítica lámpara Coleman con que Maqroll se abre paso en la oscuridad. Por mi parte, saqué de mi cartera una foto del Maqroll bebé, lo cual mereció, un
vaya, pero qué guapo es este Maqroll.
Ya para despedirnos me tomó cariñosamente del brazo y mirándome a los ojos me dijo: tú sabes que los nombres son destino, ¿verdad? En ese momento solamente atiné a asentir con un movimiento de la cabeza, sin entender a cabalidad lo que se me decía. Sin embargo, con el paso de los años he reflexionado sobre el significado de aquellas palabras que escuché de Mutis en el umbral de su casa aquella tarde lluviosa de 1998. Ciertamente, los nombres son destino; encarnan mitologías que a veces obligan a sus portadores a transitar por senderos predeterminados, aunque también les ofrecen la posibilidad de tomar caminos, cuya existencia no habían vislumbrado. Sobre todo, los nombres confieren a las personas relatos poéticos que les ayudan a comprender los destinos que enfrentan. ¿Qué mejor elección que el nombre de un filibustero anarquista y nómada para aprender a navegar un mundo como el nuestro? Nunca más volví a ver a Mutis, pero frecuentemente regreso a sus libros y al recuerdo de aquella conversación; tal vez busque claves para comprender el destino del nombre.
Conservo la calidez de su hospitalidad y su abrazo.
* Escritor nacido en Los Ángeles, radicado en Ciudad Juárez y autor de La muerte de la tatuadora, su novela más reciente
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