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sábado, 28 de marzo de 2015

Mil palabras de paso a Fernando del Paso

28/Marzo/2015
Laberinto
José de la Colina

Querido Fernando:

Celebro con alegría que el espíritu de Rulfo (quiéranlo o no los herederos, que al parecer se proponen registrar a Juan como mera propiedad privada cuando ya es patrimonio universal) haya soplado a través del jurado del premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y que tal areópago te haya otorgado el muy merecido, desde hace mucho, galardón estelar: el más importante, creo, de todos los de tal suerte instituidos en la América de habla española, y te hago saber que desde que supe la noticia quise, a modo de homenaje, de ovación individual e íntima, releer algo tuyo, algo del tiempo en que nos conocimos, como si se tratara de volver a esa época fundacional de una amistad que si la memoria no me hace trampa
comenzó hacia 1957 en esta Ciudad de México (que aún no era Esmógico City) en la casa temporal de nuestro común amigo colombiano y también escritor Antonio Montaña, que, lo sabes, no es un seudónimo o heterónimo mío sino alguien de carne y hueso (“y un pedazo de pescuezo”, según decía un folclor colegial), a la cual casa en la avenida Sonora casi esquina con avenida Chapultepec llegaste allá por 1956 o 1957 cuando sentados Antonio y yo frente a frente, con mesa, papelerío y máquinas de escribir de por medio, tecleábamos nuestros presuntuosos largos párrafos narrativos dizque conradianos, dizque proustianos, dizque faulknerianos, que de cuando en cuando nos leíamos en voz alta el uno al otro pues competíamos en escribir, a fuerza de gerundios y conjunciones, de incisos y paréntesis, de estirones de la sintaxis, las oraciones más largas (en ocasiones de más de una cuartilla y aún más), y en una pausa del furioso y gozoso tecleo nos dijiste que acababas de escribir unos cuantos sonetos “algo barrocos” que nos leíste ya con la buena voz de locutor en español de la BBC que un día serías en Londres, sonetos en los que ya entonces advertimos tu loco amor por las palabras (pero había método en tu locura, diría el William paradigmático), esa serena furia que, aun en cuartetos y tercetos, y desde los canónicos catorce versos de once sílabas con acento en la sexta de todo soneto leal al género, ejercía un bien llevado delirio verbal, una escritura automática moldeada por la imperiosa rima, más alguna leve intrusión de un neovocablo, como ocurre en ese padre paraguas muy de recomendar a los dolidos de cotidiana música demasiado amorosa, a los aquejados de mañana gris y lloviznosa, a los  heroicos cursis extraviados en la ciudad, esos lectores de nubes malignas y de tiernamente chantajistas miradas de perro transeúnte, y aquí va el poema en la totalidad de sus minúsculas: “mi corazón mojado solicita/ ser hijo de un paraguas cotidiano,/ y graduado en sus alas, tan temprano/ enjuagar las escuelas de visita.// en la lluvia, cerrado, se habilita/ un paraguas alférez en lo ufano,/ y a su cuello de alambre, por lluviano,/ adjudico pañuelos en la cuita.// esqueleto de barco giratorio/ que lo enjuago a lo diario y que lo tiendo/ luego de consabido lavatorio,// escurrido de estrellas lo desciendo/ y cobijo le doy en mi jolgorio,/ y a dios componedor se lo encomiendo”, pieza número siete de los nueve Sonetos de lo diario que en cuatrocientos magros y esbeltos ejemplares, con tipos Bodoni de 12/ 14 puntos, con viñeta de unicornio dibujado a partir de la espiral por Héctor Xavier, e impresos en noviembre de 1958 en el taller de los maestros tipógrafos Salido Hermanos (Medellín 36) de México, D.F., componían el número 21 de los Cuadernos del Unicornio editados por Juan José Arreola, ese extraordinario escritor y generoso suscitador de entonces jóvenes escritores como tú y yo, y que a mí en 1955 me había publicado en la colección Los Presentes un librito que a él le pareció bueno (“entre Charles Louis Philipe y Saroyan”, me dijo) pero del que prefiero callar el título, y busqué esa plaquette que, descuidado, me dedicaste “Para Pepe con todo cariño”, así, a Pepe a secas, ¡vaya: con tantos Pepes que hay por el mundo, de modo que yo no puedo fehacientemente presumir de amigo de medio siglo con el ahora premiado por el espíritu de Rulfo!, y la leí como acostumbro leer por las noches: paseando de un extremo a otro y vuelta a empezar por el breve pasillo de mi casa, leyendo en voz alta pero susurrada cuando son versos, y a veces también si es prosa, y esta vez, ay, sin que Polvorilla, mi gata inmortal ya fallecida, haya venido suavemente a morderme los tobillos, como hacía en tales ocasiones porque no me reconocía la voz lectora: era que le parecía la voz de otro, la de un impostor (aunque yo no impostaba), y recordé que entonces, es decir hace cincuenta años (“¡Ay, tiempo ingrato, qué has hecho!”, me susurra Guillén de Castro por el hotmail de la  sociedad de los poetas del pasado), Antonio y yo estábamos convencidos de que tú ibas para poeta y luego, años después, nos extrañó que derivases hacia la novela, hacia las grandes novelas de chorrocientas páginas: José Trigo, Palinuro de México, Noticias del Imperio, pero qué digo, Fernando, si en realidad lo tuyo, aparte de que hayas escrito otros poemas, es hacerle a la poesía a través de la novela, poéticamente violar el género novela, y allí están, por ejemplo, en Noticias del Imperio para no ir más atrás, esos poemas en prosa que son los monólogos de Carlota, momentos de lírico delirio en los que la emperatriz de la íntima, la oscura y desvariada voz, se desangra y se mea y humea y fluye como un alborotado río de palabras, como una sucesión de arias de la locura en perpetuo fluir oscuro y relampagueante entre trozos y trozos de una documentadísima crónica que viola la Historia y la asesina para revivirla en el tiempo/ espacio de la superrealidad, y habría mucho más que decir, pero qué más decir, Fernando, pero ahora solo: ¡un abrazo, compañero del alma, compañero(decía Miguel Hernandez, ¿te acuerdas?) (desde Río Mixcoac, a las 3 A. M. del 6 de septiembre de 2007, en ocasión de haber recibido Fernando el premio que debía y debe  seguir llamándose Juan Rulfo de la Feria Internacional del Libro, de Guadalajara).

domingo, 22 de mayo de 2011

Salvador Novo, anfitrión

22/Mayo/2011
Milenio
José de la Colina

Hacia 1955 vivía yo en la calle de Hamburgo, en un cuarto rentado en la casa de la viuda de Rousset (una dama muy pequeña, arrugada y blanca que no recordaba precisamente su fecha natal, pero que se decía nacida en tiempos de la Olímpica Ilusión, ¿los del vals así titulado o, por extensión, los del Porfiriato?, y unos años “antes de los tiempos del Espanto”, ¿los de la Revolución que iba a hacerse Gobierno?).

Entonces conocí al hijo de la viuda Rousset: Guillermo Rousset Banda, un erudito, un noctámbulo y mujeriego, un sutil ladrón de librerías y bibliotecas de amigos, un poeta casi ágrafo del que mi memoria sólo conserva la primera cuarteta de un quevediano y nihilista soneto con dificultosísimas rimas en ampo, publicado en una exquisita y hoy inhallable plaquette de sólo cuatro páginas y diez ejemplares:

“Pasar canijo, sotapuñetero,/ que sólo más espinas en el campo./ Menudas chingaderas hoy me zampo/ por fosca contraparte. ¡Vivir huero!”

Con Rousset colaboré en la corrección tipográfica de los Poemas secretos, de Salvador Novo, publicados entonces en 15 ejemplares y luego incorporados al libro Sátira (editado en 1970 por Alberto Dallal). Y en aquellos días de hace 55 años conocí, leídas de viva voz por Novo, páginas de las “novomemorias” que se publicarían décadas después, ya muerto el autor, con el título de La estatua de sal.

Era en el invierno de 1955. En su casa de la calle de Coyoacán que hoy lleva su nombre, Novo ofreció una cena a Rousset, a Antonio Castro Leal Jr., a Armando Cámara, y a otros que fuimos los editores de aquellos “poemas clandestinos” (aunque yo sólo participé como corrector a cambio de un juego de pruebas corregidas de mano del poeta). Para evitar la mala suerte de los trece a la mesa se invitó además a un desastrado bohemio, un joven exiliado español y aspirante a poeta maldito llamado, de veras, Inocencio Burgos.

Tras la cena con una minuta consistente, según decía una cartulina, en “old fashions, ensalada de mariscos, consomé, jamón holandés con fina guarnición, douceurs, café, coñac”, hubo una muy reída y sonreída sobremesa que el anfitrión narraría una semana después en una de sus “Cartas de ayer y hoy”, de la revista Mañana. Novo, que nos deslumbraba con su persona decorada de anillos, de peluquín y de gestos de dandi ceremonioso, le dedicaba fogosas miradas a Inocencio Burgos, quien le parecía “el vivo facsímil” de su fugaz novio hallado en Buenos Aires y en los años treinta: Federico García Lorca… E Inocencio, el inocente dizque poeta autodefinido como “un Rimbaud de los pobres”, parecía molesto con tal asedio, nos decía por lo bajo, de “miradas mariconas”.

A la hora del coñac, Novo, tras avisarnos que nos leería “unas páginas secretas”, comenzó a apantallarnos emitiendo con su excelente voz sacerdotal la lectura “confidencial” de fragmentos de sus Memorias, que, comenzadas a escribir en los años cuarenta, es decir en su mejor momento de notable prosista, serían las luego tituladas La estatua de sal que, ansiadas pero temidas por los editores de entonces, vendría a ser publicadas mucho después de su muerte. Así que, asombrados, sentados casi al borde de las sillas, pero encantados, atendimos a la lectura parcial de esa “obra clandestina” del maestro.

Releída hace unas noches, La estatua de sal se me confirma como la sabrosa autocrónica de un hombre que fue príncipe de la anécdota y del epigrama, un publicista muy solicitado y exitoso, un cronista gozosamente venal y banal… y, the last, but not the least, un extraordinario poeta que se jactaba de tener más vida que biografía y menos obra pública que vida viciosa. El escandaloso libro de entonces, que sigue hoy vivo aunque ya sereno, fue quizá la primera no culposa confesión de homosexualidad en las letras mexicanas. Es una obra valiente para su tiempo y su circunstancia, una obra que pudo quedarse inédita, no por un hipotético respeto del autor a la decencia y al medio tono mexicanos, virtudes que Novo superficialmente acataba, sino, en ese entonces, a causa de las postergaciones y los contratiempos de los editores capitaneados por Guillermo Rousset.

Monsiváis, en el documentado y bien afilado librito Lo marginal en el centro (Ediciones Era), narró muy bien “el caso Novo”. Ante una sociedad hipócrita y de una larga tradición en el escarnio, en la represión moral y social de la sexualidad disidente, el poeta de las arrogantes poses dandísticas, el de la sinuosa y guiñadora prosa, el apodado (con gran regocijo suyo) “don Nalgador Sobo”, se arriesgaba a manifestar lo que la clase alta y dizque culta sabía pero hipócritamente pasaba por alto a cambio de disponer de su cronista de lujo. Porque escribir un libro “de confesiones de un degenerado” (como dijo cierto rabioso chismógrafo del periodismo infamador) y proponerse publicarlo, como lo intentó Novo en el México de los años sesenta (años en los cuales, cuenta Monsiváis, aún podía hacer temblar, por el tema, a un posible editor que no era pacato: Jimenez Siles), era una osadía rara en el medio. Ni Pellicer ni Villaurrutia, por nombrar otros grandes poetas también homosexuales y grandes amigos de Novo, dejaron libros en que atestiguaran una preferencia sexual asumida claramente y sin rasgarse las vestiduras.

Novo, en apariencia el más frívolo de los Contemporáneos, sí se atrevió a hacerlo, y con gran talento, en esas páginas que son su busca del tiempo pasado, de su juventud no resignada a vivir en el clóset.

domingo, 31 de octubre de 2010

Poeta y mármoles susurrados

31/Octubre/2010
Milenio
José de la Colina

El domingo recién pasado, en el Palacio de las Bellas Artes y durante el luctuoso homenaje de muchos a Alí Chumacero, dije antes de leer un poema de éste: “No te lo perdono, Alí, tú que eras un gran bromista, acabas de hacernos tu única broma mala”. Al final de la ceremonia un elegante señor sesentón se acercó a decirme aproximadamente esto: “¿Cómo habla usted así del gran poeta? ¿No respeta usted a los muertos ilustres? Dígame, ¿cuál es la obra mala de Chumacero!”, y, sin darme tiempo a responderle, el hombre se me perdió entre la multitud que descendía la escalinata hacia la salida. Me quedé desconcertado, preguntándome si no habría yo cometido un lapsus linguae diciendo “obra mala” en lugar de “broma mala”, pero amigos me aseguraron que no, y que quizá aquel señor me habría oído mal. Sólo más tarde, ya en casa, me acordé de una anécdota transcrita por Jean Cocteau en ocasión de otro duelo por un gran poeta: “Pienso en Odilon Redon que me narraba el entierro de Mallarmé en Valvins. Algunos [poetas y artistas] habían terminado bebiendo y riendo mucho en un bar. Un tonto se levantó indignado: ‘¡Señores, más respeto! ¡Venimos de enterrar a Stéphane Mallarmé!’ A lo cual Auguste Renoir replicó: ‘¡Precisamente! ¡No es cosa de todos los días enterrar a un Stéphane Mallarmé!’. Y continuó la fiesta”.

¿Es inconcebible que un poeta, como cualquier hombre, sea uno y además otro sin que haya dualidad, sino diferentes y a veces dizque opuestas maneras de ser? Me remito a dos indiscutibles testimonios. En 1945 el jalisciense José Luis Martínez, ensayista y viejo amigo de Alí, ya advertía en el poeta nayarita “un humor extraído proporcionalmente de la indolencia árabe que de algún modo le reclama y de su convicción invencible en la falta absoluta de importancia de cuanto ocurre sobre la tierra”, más el acatamiento del “deber de la obra literaria de organizar sus sueños con la severa e invisible arquitectura de una rosa”. Y en 2003 el poeta y crítico Marco Antonio Campos, discípulo de Alí, decía en el prólogo a la Antología personal de Chumacero para ediciones Colibrí (en cuya portada se ve a Alí sostener un bastón de impresionante empuñadura de plata, propiedad de otro admirable poeta: Rubén Bonifaz Nuño): “El Alí Chumacero cordial, de una inventiva prodigiosa y de un humor fulgurante, poco o nada se parece a ese poeta que ha dejado una de las obras más pesimistas de la poesía mexicana”.

MÁRMOLES SUSURRADOS

Tuve mi primer intenso contacto con esa poesía de voluntario tono crepuscular, pero cruzada por fulgores de alba a veces triste y a veces celebratoria, cuando a la mitad del poema “Vacaciones del soltero” me desconcertó este verso endecasílabo: “La mano al descender con la navaja ahuyenta…”. Supuse que se trataría de un degüello, pero un parpadeo después el poema hablaba de un asunto inocente, cotidiano y aun vulgar que yo, en mis veintiún años, suponía “no poetizable”: un hombre que se rasura como cualquier hijo de vecino. Dicen versos sagazmente encabalgados: “La mano al descender con la navaja ahuyenta/ el mal del rostro, vence/ edades y palabras y destruye/ la huella sudorosa del alquilado amor:/ oh, la mujer que al lado/ está balanceándose en la hamaca”.

Descubrí así una poesía que suele aliar lo abstracto y lo concreto, que explora un Páramo de sueños (1944), que no prodiga metáforas lujosas, sino Imágenes desterradas (1948) y, en lugar de fiestas verbales, ofrece austeras Palabras en reposo (títulos de libros de 1944, de 1948 y, último, de 1956). Poeta de terca exigencia formal, capaz de pergeñar para un solo poema cien borradores como destilaciones cada vez más rigurosas, Chumacero, gran alquimista, logró objetos poéticos perfectos, inmarcesibles y cristalinos con vetas de opacidad. Los títulos de muchos de sus poemas (“Vencidos”, “Monólogo del viudo”, “Responso del peregrino”, “Elegía del marino”, “Elegía del regreso”, “Laurel caído”, “Losa del desconocido”, “Cuerpo entre sombras”) cercan un íntimo ámbito en el que fluye una de las voces más señoriales de la literatura mexicana. Una voz que se imprime en una escritura de mármol trabajada desde la inteligencia y la vigilancia de la forma estética y susurra el deseo, la inquietud y en ocasiones la angustia. Una voz en la que se puede reconocer la ascendencia de de Baudelaire: “Desnuda, mi funesta amante/ de piel vencida y casta como deshabitada,/ sacudes sobre el lecho voces/ y ternura contrarias a mis manos,/ y un crepúsculo escucho entre tu cuerpo/ cuando al caer en ti agonizo/ en un nacer marchito, sin el duelo/ comparable al temor de tu agonía”. Y, en ese libro final que, aunque se supone escrito con palabras “en reposo”, es el más lleno de vida de su autor, no falta la quemante o fantasmal sensualidad de un hombre deseoso o hastiado en la ciudad gris y rumorosa, en un ordinario horizonte de calles y oficinas, de penumbrosos salones de baile, de “rostros y trajes y humedad”, de frías soledades en algún cuarto de exasperado soltero o de insomne viudo que copula cada noche con mujeres carnales o afantasmadas, sea en el goce momentáneo o sea en el soñar o en el recuerdo.

Chumacero, como Omar Khayan, como Borges, como Villaurrutia y muchos otros, ha compartido la Rosa universal, la de todos, la de uno y la de nadie:

“Cae la rosa, cae/ atravesando el agua,/ lenta por el cristal de sombra/ en que su tallo ahoga;/ desciende imperceptible,/ clara, ingrávida, pura/ y las olas la cubren, la desnudan,/ la vuelven a su aroma…”

Y perduran ése y otros fantasmas fijados en los mármoles susurrados de un gran poeta nacido en la pequeña Acaponeta de Nayarit el 9 de julio de 1918 y fallecido en la enorme Ciudad de México el 22 de octubre de 2010.

domingo, 24 de octubre de 2010

Un novelista total/ y 3

24/Octubre/2010
Milenio
José de la Colina

En la última década del siglo XIX hubo una gran rebelión y una guerra en los sertones del desértico nordeste brasileño. Reuniéndose en torno a un iluminado “Conselheiro”, enfebrecido santón predicador y profetizador del Fin del Mundo y del Juicio Final, los fanatizados campesinos pobres, los sertaneros, se volvieron yagunzos (“alzados”) y fundaron en la región de Canudos una “ciudad de Dios” inspirada en un arcaico espíritu comunitario, religioso y patriarcal. En respuesta y en nombre de la Razón y el Progreso, la joven República del Brasil lanzó el ejército contra los rebeldes, los cercó y finalmente los derrotó en una cruenta batalla.

A partir de ese episodio, el periodista Euclides da Cunha narró su experiencia de la “guerra de Canudos” en un libro: Os Sertões, que conjuntaba el ensayo histórico, el estudio antroposociológico y la narración épica; y a partir de ese libro, de otras fuentes documentales y de una larga visita a las tierras de Canudos, Mario Vargas Llosa revivió la rebelión de los sertaneros en su tercera novela: La guerra del fin del mundo, publicada en 1980, cuando ya el autor, desencantado de las quimeras revolucionarias, se afirmaba como un liberal, era combatido por el fanatismo izquierdista y resultaba ser el “eterno” candidato fallido al premio Nobel porque, considerado desde la tozudamente romántica visión europea de las revoluciones latinoamericanas, no estaba en el “lado correcto” de la política.

Novela de aventuras, narración que inteligentemente acata las tradicionales exigencias del género: acción constante, personajes definidos por sus actos, situaciones-límite que deciden destinos individuales y colectivos, La guerra del fin del mundo sostiene su alta tensión y despliega sus historias paralelas gracias a su bien tramada narratividad y al implícito (no descrito) espesor psicológico y moral de sus personajes, tanto los que son bigger than life o simpáticos como los que serían pequeños o antipáticos, y contribuye a la impresión de embriaguez épica que comunica el autor a los lectores. La ficción, de acuerdo a la ambición vargasllosiana de la “novela total”, se ciñe a una global “representación de la vida” al que se incorpora la stendhaliana “mirada de Fabrizio del Dongo” (las batallas vividas desde algún personaje y vistas desde el “punto de vista general), más los no siempre marginales elementos de tipo romántico, aunque sólo sea por el lado de lo enorme y lo grotesco: personajes bigger than life, enanos, seres deformes, monstruos físicos y morales de un pintoresquismo casi delirante. A veces la narración deja ver una feliz apetencia de la dimensión fantástica, y, por ejemplo, todo el segmento del ataque final a Canudos evoca un fin del mundo pintado por Hyeronimus Bosch.

La guerra del fin del mundo, ¿novela histórica? Según y cómo. Al autor le importaba que el itinerario plural de los personajes fuese como un caleidoscópico romance en prosa. En su primera “novela total” se confrontan dos colectivas quimeras con sus respectivos fanáticos: mientras la República busca la perfecta ciudad social, otros sueñan instituir la perfecta Ciudad de Dios. Personajes emblemáticos, el libertario Galileo Gall y el iluminado Conselheiro encarnan esos enfrentados ideales. Y en medio del ruido y la furia colectivos, la campesina Jurema y el periodista miope, formando una pareja marginal y “ahistórica”, conocerán el amor y la terrenal comunión de los cuerpos entre la turbulencia y la sangre de la guerra de Canudos, mientras los combatientes irán al cielo de los mártires o al olimpo de la civil leyenda popular. Canudos es en cierto modo la sede de una tragedia universal: allí combate y muere —sospechablemente para renacer en otra parte— un mito o un sueño colectivo. Allí la aspiración sagrada y el ideal político han combatido por el poder sobre la muchedumbre humana.

La guerra del fin del mundo
es un épico romance en prosa, y a la vez es una fábula “amoral”, porque a final de cuentas el relato no genera ninguna moraleja, o al menos una moraleja que sirva a la Historia. Pero habría que preguntarse para qué sirve la Historia misma y si alguna lección a la medida de lo humano puede deducirse de su discurso de divergentes utopías frecuentemente resuelto en guerra de ideales. Hacia el final de la novela un personaje ultracivilizado, un aristócrata escéptico (que se diría pariente novelesco del Gatopardo de Lampedusa), llega a una certidumbre individual encontrando en un cuerpo y en el banquete erótico el modo de evasión de la Historia, mientras el periodista miope (bien individualizado, pero sin nombre ni apellido) y la campesina Jurema no habrán sufrido todas sus penalidades y llegado al infierno final de Canudos sino para sobrevivir amándose “desvergonzadamente”, copulando indefensos en medio del ajeno y enorme combate de dos absolutos: el de la Fe y el de la Razón, o la utopía de la Fe y la del Estado. Así, la historia plural y tumultuosa de la guerra de Canudos insinúa una fábula que a su vez susurra una antimoraleja: no hay certidumbre moral sobre la cual fundar la ciudad de Dios o la república de los hombres, y éstos siempre enfrentados en alguna forma de guerra moral y/o concreta descubren que siempre estarán guerreando en la Historia… y que ésta les agradecerá el sacrificio triturándolos y devorándolos.

Paradójica y afortunadamente, La guerra del fin del mundo, para mí la novela cumbre de Vargas Llosa, es una robusta y bella, victorhuguesca ficción novelesca que basa su fuerza narrativa en una guerra de ideales fanatizados y de febriles esperanzas en la inalcanzable, pero siempre tentadora y frenética, utopía que, como incendiaria ilusión y al final como pesadilla, recorre e incendia o entenebrece la Historia.

domingo, 17 de octubre de 2010

Un novelista total/ 2

17/Octubre/2010
Milenio
José de la Colina

En la primera mitad de la década de los 60, cuando la revolución castrista y las guerrillas latinoamericanas se convirtieron en una leyenda doctrinaria, que resultaba tan estimulante para los intelectuales y escritores de las izquierdas (o izclesias) del mundo, el joven Mario Vargas Llosa, que ya tenía considerable celebridad por su primera novela, La ciudad y los perros, vivía en París saciando como un fanático su vocación literaria. Además, estaba tocado por la fiebre política: los amigos lo apodaban el Sartrecillo Valiente, pues profesaba la littérature engagée, la “literatura comprometida”, que algunos practicaban como “literatura enganchada” (enganchada al comunismo totalitario). Pero Vargas Llosa empezaba a ser un “tránsfuga”: estaba leyendo fervorosamente a Flaubert, paradigma del escritor puro e incontaminable por la sociología y la política ni nada ajeno a la propia obra literaria. Así, el creador de Madame Bovary, desplazaba a Sartre, el predicador del engagement, es decir, del “compromiso” político. “La literatura era el aire que respiraba cada día —dirá años después Vargas Llosa hablando de sí mismo—, lo que justificaba mi vida, mi razón de ser. La casa verde, que escribí de principio a fin en París, así como el relato Los cachorros, son un canto de amor a la literatura, desde su primera hasta la última frase, un reflejo muy exacto de ese ‘estado de literatura’ en que creo haber vivido todos mis años de París”.

La casa verde, publicada en 1966, despliega una intrincada y virtuosa estructura de rompecabezas espacio-temporal para narrar una historia que básicamente transcurre entre dos contrastados ambientes peruanos: Piura, la norteña ciudad a la orilla de un desierto, con catedral y tiendas y calles empedradas, y policías y putas, es un lugar considerablemente civilizado, aunque azotado por vientos arenosos; en contrapartida, Santa María de Nieva, es una aldea casi salvaje en plena selva amazónica, con sus lluvias, sus cabañas, su pequeña guarnición militar, sus indígenas, su misión católica. Entre los dos lugares y entre dos épocas, el río Marañón fluye como el lazo humano y comercial, trasladando e intercambiando entre las poblaciones sus pilotos, sus aventureros, sus traficantes. En Piura está la Casa Verde, un burdel que empieza a trastornar a la ciudad antes tranquila y silenciosa manteniéndola en vela con el arpa y las guitarras que suenan hasta el alba y con los gritos y las risotadas de los clientes y las putas, entre las cuales reina la bella india Bonifacia, sobrenombrada la Salvaje. Un día el intransigente cura García, acompañado de sus acólitos y fieles, quema la pecadora sucursal de Babilonia, la Casa Verde, pero el fundador del burdel lo reconstruye y reinicia el negocio del pecado carnal. Hay otras historias girando en la novela; hay historias de violaciones, de raptos, de corrupción, de contrabando; hay un pulular de personajes: pilotos fluviales, aventureros, militares, putas, indios analfabetos y no siempre menos civilizados que los mestizos y los blancos. Es mundo complejo, compuesto de puros e impuros, de buenos y malvados, cuando no son lo uno y lo otro a la vez. Y esas varias historias fluyen paralelas o entrecruzadas en una yuxtaposición de puntos de vista y diálogos entretejidos con los párrafos meramente narrativos.

La casa verde es una novela de las de mayor refinamiento técnico de Vargas Llosa, casi una muestra de ficción experimental, en la que el autor, en un alarde de lo que él mismo llama narración telescopiada, parece haber tomado como modelo no tanto al Flaubert de Madame Bovary y los Tres cuentos, como al Faulkner de ¡Absalón, Absalón! y Las palmeras salvajes. “Nunca antes —dirá él— he estado tan cerca de sucumbir a la tentación formalista en la que frustraron su talento algunos escritores de mi generación, que pasaron de despreciar olímpicamente las preocupaciones formales —creyendo que una buena historia dependía sobre todo de unos buenos personajes y unas buenas anécdotas— a idolatrarlas al extremo de olvidar que la primera e ineludible obligación de un narrador es contar historias y no exhibir los secretos del arte de contar. Desde los ya lejanos tiempos en que, sin saber muy bien lo que hacía, escribí mis primeros relatos, creo no haberme apartado ni un milímetro de esta ambición: contar historias que, sin serlo, parecieran una representación de la vida y tuvieran a los lectores anhelantes, ávidos por saber qué, qué pasó después”. Pero, aun con su estructura caleidoscópica, aun con su tendencia osadamente técnica y “experimental” (tantas veces extraviadora para el lector común cuando lo ejerce cualquier novelista de “vanguardia”), La casa verde mantiene el interés de un folletín turbulento, rico en colores pasionales, en momentos intensos: los “cráteres”, como los llama Vargas Llosa en sus Cartas a un joven novelista.

Ése seguiría siendo el propósito vital y literario de Vargas Llosa: ejercer el arte de Sherezada, el de narrar y contar una infinidad de historias que confluyan en una novelística total, “totalitaria” en un mejor sentido del adjetivo.

domingo, 10 de octubre de 2010

Un novelista total/ 1

10/OCTUBRE/2010
Milenio
José de la Colina

En la casa familiar de Lima el pequeño Mario Vargas Llosa (Arequipa, 28 de marzo de 1936), creyéndose huérfano de padre y refugiándose en la escritura como en un juego, comenzó a escribir estimulado por los héroes que quizá como compensatorias figuras paternas vivían en novelas, folletines y revistas de historietas o cualquier otro modo de buena o mala literatura impresa: el capitán Nemo, D’Artagnan y los tres mosqueteros, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, el aviador Bill Barnes y el semicibernético Doc Savage, Tarzán el hombre-mono, Mandrake el Mago, y…

Cuando el padre, el señor Vargas, apareció “en carne y hueso”, resultó ser un hombre pragmático que despreciaba la temprana vocación del hijo por considerarla poco seria, improductiva y propicia a la bohemia y el afeminamiento. Pero Mario seguía escribiendo, y no sólo por disfrutar de la temprana vocación, sino además por una íntima rebelión contra la autoridad paterna.

A los catorce años Mario, inscrito por el padre como interno del colegio militarizado Leoncio Prado, “para que te disciplines como todo un hombre”, soportó el uniforme y la disciplina del plantel leyendo febrilmente de todo durante los pesados ocios sabatinos y dominicales y entrenándose como escritor cachorro aunque ya casi profesional, pues a cambio de cigarrillos o de unas monedas (los “soles” peruanos) les redactaba a los compañeros espirituales cartas a las novias o les alquilaba cuentecillos que promovían el nocturno y furtivo placer solitario. (Y susurremos entre paréntesis: en 1952, ¡a los dieciséis años!, estrenaba en un teatro de Piura una obra dramática, La venganza del Inca, de la que nada se sabe, acaso porque él ya nada quiere saber.)

Mediados los años cincuenta, en los que finalizó la dictadura de Odría y se inició el gobierno civil de Manuel Prado, el joven Mario (“Varguitas” para parientes y amigos), escribía a salto de mata mientras cursaba estudios universitarios, practicaba el pluriempleo en el periodismo, la radio, etc., pasaba por el comunismo, planeaba la revolución en más de una tertulia limeña, se casaba, enojando a las dos parentelas, con su tía política Julia, diez años mayor que él, se separaba por un tiempo de ésta para que se calmaran las aguas en las respectivas familias, leía a Malraux, a Dos Passos, a Hemingway, a Faulkner, se embriagaba de existencialismo, o más bien de l’existencialisme, mediante la asimilativa lectura de Sartre y Camus, y pensaba, quizá lo había pensado desde chavito, que sería escritor o moriría en el intento. En 1958 ganó un concurso de cuentos cuyo premio eran quince días en París, la ciudad más literaria del mundo y de los tiempos, la ciudad Luz, la del Río más culto de todos, el Sena, ¿qué otro?, cuyas aguas, según Apollinaire dijo, fluyen entre orillas de libros: los de los puestos de los bouquinistes (a quienes en México, ¿y también en Lima?, se les llama libreros de viejo). En ese generoso año 1958 obtuvo la beca Javier Prado (ciento diez dólares mensuales) para ganarse un doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y obtuvo otro premio por su libro de cuentos Los jefes, recientemente publicado. Así comenzaría su placentero autoexilio a través de estadías europeas. “Pero, acaso más que por todos esos parabienes, recuerdo mi año madrileño de entonces por la decisión —tomada en alguna de esas tardes que pasaba en la helada Biblioteca Nacional de La Castellana leyendo novelas de caballerías o en una tasca de Menéndez y Pelayo vecina a mi pensión, El Jute, escribiendo La ciudad y los perros— de tratar de ser en la vida sólo un escritor. Había llegado al convencimiento de que si no organizaba mi vida de tal manera que pudiera dedicar a escribir lo mejor de mi tiempo y mi energía, nunca escribiría nada presentable. Con la literatura no se debía hacer un pacto a medias, la literatura era como el amor-pasión: había que entregarse a ella sin cálculo ni tacañería, con la irreflexión y la generosidad desenfrenada con que uno se enamora por primera vez”.

Su primera novela, inicialmente titulada La morada del héroe, luego Los impostores y definitivamente La ciudad y los perros, obtuvo en 1962 el premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral y en 1963 el premio Formentor, con lo que se convertía en uno de los iniciadores de la eclosión de las nuevas letras latinoamericanas, aquello que fue bautizado más bien con la onotomatopeya de una explosión: ¡el boom! Y, eso: una especie de explosión, causó el libro en Lima. Basado en sus experiencias citadinas de joven limeño, en sus recuerdos del colegio militarizado Leoncio Prado y en una trama que muestra la complicidad vejatoria de los cadetes mayores (los destinados a ser primeros cuadros de la vertical sociedad peruana) contra los “perros” (los alumnos de reciente ingreso), el libro le obsequió un escándalo político: los profesores, oficiales y cadetes del plantel precastrense quemaron la obra durante una solemne ceremonia de espadines alzados y entrecruzados. Lo hacían en castigo simbólico al novel novelista que, criticando irreverentemente la tradición y el resplandor de una dizque “cuna de héroes”, cometía algo parecido a una traición a la Patria. Así, la novela “maldita”, casualmente beneficiándose del escándalo, fue un casi secreto best seller en Perú y empezó la conquista de los lectores de habla española.