Milenio
El domingo recién pasado, en el Palacio de las Bellas Artes y durante el luctuoso homenaje de muchos a Alí Chumacero, dije antes de leer un poema de éste: “No te lo perdono, Alí, tú que eras un gran bromista, acabas de hacernos tu única broma mala”. Al final de la ceremonia un elegante señor sesentón se acercó a decirme aproximadamente esto: “¿Cómo habla usted así del gran poeta? ¿No respeta usted a los muertos ilustres? Dígame, ¿cuál es la obra mala de Chumacero!”, y, sin darme tiempo a responderle, el hombre se me perdió entre la multitud que descendía la escalinata hacia la salida. Me quedé desconcertado, preguntándome si no habría yo cometido un lapsus linguae diciendo “obra mala” en lugar de “broma mala”, pero amigos me aseguraron que no, y que quizá aquel señor me habría oído mal. Sólo más tarde, ya en casa, me acordé de una anécdota transcrita por Jean Cocteau en ocasión de otro duelo por un gran poeta: “Pienso en Odilon Redon que me narraba el entierro de Mallarmé en Valvins. Algunos [poetas y artistas] habían terminado bebiendo y riendo mucho en un bar. Un tonto se levantó indignado: ‘¡Señores, más respeto! ¡Venimos de enterrar a Stéphane Mallarmé!’ A lo cual Auguste Renoir replicó: ‘¡Precisamente! ¡No es cosa de todos los días enterrar a un Stéphane Mallarmé!’. Y continuó la fiesta”.
¿Es inconcebible que un poeta, como cualquier hombre, sea uno y además otro sin que haya dualidad, sino diferentes y a veces dizque opuestas maneras de ser? Me remito a dos indiscutibles testimonios. En 1945 el jalisciense José Luis Martínez, ensayista y viejo amigo de Alí, ya advertía en el poeta nayarita “un humor extraído proporcionalmente de la indolencia árabe que de algún modo le reclama y de su convicción invencible en la falta absoluta de importancia de cuanto ocurre sobre la tierra”, más el acatamiento del “deber de la obra literaria de organizar sus sueños con la severa e invisible arquitectura de una rosa”. Y en 2003 el poeta y crítico Marco Antonio Campos, discípulo de Alí, decía en el prólogo a la Antología personal de Chumacero para ediciones Colibrí (en cuya portada se ve a Alí sostener un bastón de impresionante empuñadura de plata, propiedad de otro admirable poeta: Rubén Bonifaz Nuño): “El Alí Chumacero cordial, de una inventiva prodigiosa y de un humor fulgurante, poco o nada se parece a ese poeta que ha dejado una de las obras más pesimistas de la poesía mexicana”.
MÁRMOLES SUSURRADOS
Tuve mi primer intenso contacto con esa poesía de voluntario tono crepuscular, pero cruzada por fulgores de alba a veces triste y a veces celebratoria, cuando a la mitad del poema “Vacaciones del soltero” me desconcertó este verso endecasílabo: “La mano al descender con la navaja ahuyenta…”. Supuse que se trataría de un degüello, pero un parpadeo después el poema hablaba de un asunto inocente, cotidiano y aun vulgar que yo, en mis veintiún años, suponía “no poetizable”: un hombre que se rasura como cualquier hijo de vecino. Dicen versos sagazmente encabalgados: “La mano al descender con la navaja ahuyenta/ el mal del rostro, vence/ edades y palabras y destruye/ la huella sudorosa del alquilado amor:/ oh, la mujer que al lado/ está balanceándose en la hamaca”.
Descubrí así una poesía que suele aliar lo abstracto y lo concreto, que explora un Páramo de sueños (1944), que no prodiga metáforas lujosas, sino Imágenes desterradas (1948) y, en lugar de fiestas verbales, ofrece austeras Palabras en reposo (títulos de libros de 1944, de 1948 y, último, de 1956). Poeta de terca exigencia formal, capaz de pergeñar para un solo poema cien borradores como destilaciones cada vez más rigurosas, Chumacero, gran alquimista, logró objetos poéticos perfectos, inmarcesibles y cristalinos con vetas de opacidad. Los títulos de muchos de sus poemas (“Vencidos”, “Monólogo del viudo”, “Responso del peregrino”, “Elegía del marino”, “Elegía del regreso”, “Laurel caído”, “Losa del desconocido”, “Cuerpo entre sombras”) cercan un íntimo ámbito en el que fluye una de las voces más señoriales de la literatura mexicana. Una voz que se imprime en una escritura de mármol trabajada desde la inteligencia y la vigilancia de la forma estética y susurra el deseo, la inquietud y en ocasiones la angustia. Una voz en la que se puede reconocer la ascendencia de de Baudelaire: “Desnuda, mi funesta amante/ de piel vencida y casta como deshabitada,/ sacudes sobre el lecho voces/ y ternura contrarias a mis manos,/ y un crepúsculo escucho entre tu cuerpo/ cuando al caer en ti agonizo/ en un nacer marchito, sin el duelo/ comparable al temor de tu agonía”. Y, en ese libro final que, aunque se supone escrito con palabras “en reposo”, es el más lleno de vida de su autor, no falta la quemante o fantasmal sensualidad de un hombre deseoso o hastiado en la ciudad gris y rumorosa, en un ordinario horizonte de calles y oficinas, de penumbrosos salones de baile, de “rostros y trajes y humedad”, de frías soledades en algún cuarto de exasperado soltero o de insomne viudo que copula cada noche con mujeres carnales o afantasmadas, sea en el goce momentáneo o sea en el soñar o en el recuerdo.
Chumacero, como Omar Khayan, como Borges, como Villaurrutia y muchos otros, ha compartido la Rosa universal, la de todos, la de uno y la de nadie:
“Cae la rosa, cae/ atravesando el agua,/ lenta por el cristal de sombra/ en que su tallo ahoga;/ desciende imperceptible,/ clara, ingrávida, pura/ y las olas la cubren, la desnudan,/ la vuelven a su aroma…”
Y perduran ése y otros fantasmas fijados en los mármoles susurrados de un gran poeta nacido en la pequeña Acaponeta de Nayarit el 9 de julio de 1918 y fallecido en la enorme Ciudad de México el 22 de octubre de 2010.
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