Suplemento Laberinto
Muchas veces me he preguntado a qué se debe la fama de Arthur Schopenhauer.
En vida, Hegel —a quien detestaba— lo superó en prestigio; a 150 años de su muerte, Schopenhauer es más popular que Hegel.
Schopenhauer confiaba en su posteridad: “un día (naturalmente no mientras yo viva) se reconocerá que el modo en que los filósofos anteriores han tratado este asunto resulta burdo comparado con el mío. La humanidad ha aprendido de mí muchas cosas que no olvidará nunca, y mis escritos no morirán”.
Una modestia que, por cierto, Nietzsche parece imitar al titular un capítulo de Ecce Homo: “¿Por qué escribo tan buenos libros?”
Son cuatro las raíces de la fama de Schopenhauer, que él siempre creyó insuficiente.
Una: es un gran escritor. Kant, cuyo filosofar es magno, tenía pésima pluma. Schopenhauer toma ideas de Kant pero Schopenhauer fue el primer gran literato que tuvo la filosofía moderna.
Dos: Schopenhauer fue el primer pensador inglés nacido en Alemania. De ahí su estilo fragmentario, ensayístico, mundano y su odio al sistema. Ocurrencia, estética o melodrama: es un filósofo accesible.
Tres: Schopenhauer fue curioso lector, por ejemplo, al abordar centralmente el pensamiento oriental. Hegel y Leibniz ya habían orientalizado pero fue Schopenhauer quien se apropia incluso de terminología del hinduismo y budismo. O al amar tanto a Shakespeare como a Baltasar Gracián.
Pero la cuarta razón es la de mayor peso. Schopenhauer se parece demasiado al hombre del siglo XX: narcisista, maniaco-depresivo, ingenioso, irracional: ¡era un bello decadente!
En el cogito ergo sum (pienso, por ende, existo) se nota que Descartes no tenía la misma concepción del “yo” que nosotros: necesitaba argumentos para poder creer en la realidad de su yo.
En Descartes el yo se asoma a través de una entidad mayor (el pensar); que apenas comienza a personalizarse; en Schopenhauer, el yo ya es viejo y protagónico. El yo es el emisor de su filosofía, tanto así que su principal meta es destruirlo, anularlo vía su avatar europeo del nirvana.
Se podría pensar que ser el padrino filosófico del pesimismo moderno —o, mejor dicho, de la misantropía urbana— es lo que lo hace tan atractivo a los posmodernos, pero la razón secreta es que Schopenhauer es un pensador que posee un yo, a quien ya le pesa su yo, algo que apenas se estrenaba realmente en la historia de la filosofía.
De ahí derivan todos sus otros rasgos: desde su rechazo al sistema filosófico (que es una macro-estructura impersonal) hasta su estilística, vanidad, antihegelianismo y desánimo.
Otros filósofos padecieron la sublime opresión de Dios, el Absoluto, el Ser. Schopenhauer, en cambio, padeció un aguijón más molesto: el insignificante avasallamiento del yo.
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