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sábado, 18 de febrero de 2017

La imaginación prisionera

18/Febrero/2017
Letras Libres
Enrique Serna

Quizá el reto más difícil para cualquier escritor es mantener un equilibrio entre el vuelo imaginativo y la disciplina para sostenerlo, dos fuerzas que pueden anularse mutuamente cuando la ambición o la complejidad de una obra intimidan a su arquitecto. El rigor no siempre da buenos frutos, quizá porque esclaviza demasiado la imaginación, que tiende a escapar de cualquier trabajo forzado. Cuando un novelista emprende reconstrucciones de época muy laboriosas, que le imponen un programa de lecturas no siempre gratas, la imaginación prisionera tiende a inventar ficciones más apetecibles, generalmente cuentos o novelas cortas. ¿Qué debe uno hacer entonces: obedecer a la “loca de la casa”, una fuente inagotable de caprichos, o perseverar en el arduo camino que se trazó?

Nadar a contracorriente de los impulsos creativos por fidelidad a un proyecto difícil puede llevarnos a un desenlace trágico: invertir varios años de trabajo en un voluminoso aborto. A José Emilio Pacheco le sucedió algo parecido con una novela histórica interminable, que abandonó cuando ya había escrito ochocientas páginas. Pero cuando el constructor de una catedral, sin haber puesto un ladrillo, abandona su obra para erigir una parroquia que de momento le exige un menor esfuerzo, el resquemor de haberse acobardado lo perseguirá como una maldición. Las buenas novelas históricas requieren de una inmersión profunda en la época reconstruida. Quien las acomete se exilia largo tiempo en el pasado y, en gran medida, la eficacia de su obra depende de no regresar al presente hasta poner el punto final. ¿Pero alguien puede escribir en contra de su imaginación? ¿Cómo sujetarla para que no se fugue a otra parte?

Una anécdota muy difundida en el mundillo literario tal vez arroje luz sobre este dilema. Juan Carlos Onetti fue un escritor sin horario fijo de trabajo, con largos periodos de sequía seguidos de frenéticas rachas de inspiración. Vargas Llosa le contó que él, por el contrario, escribía a diario un cierto número de horas con un rigor espartano y Onetti respondió: “Lo que pasa es que tú tienes relaciones conyugales con la literatura y yo tengo relaciones adúlteras.” Cuando los escritores volubles se enfrentan a un proyecto difícil cuya construcción les genera un agotamiento comparable al tedio conyugal, muchas veces sucumben a los coqueteos de una idea más atractiva y joven. Creen que en esos casos guardar lealtad a la esposa significaría caer en un mortal anquilosamiento. Pero la tentación de buscar una amante cuando apenas estamos preparando la boda con la novia de toda la vida quizá sea un autoengaño que busca encubrir las flaquezas de la voluntad. Evadirnos de una obra en embrión, porque nos asalta el temor de no tener fuerzas o talento para culminarla, equivale a salir huyendo de una batalla espantados por el gesto fiero del enemigo.

La relación conyugal con la literatura tiene sin embargo un punto débil que nadie puede ignorar: las mejores ficciones brotan del inconsciente en ratos de ocio, sin un esfuerzo mental previo. La iluminación creativa, como el flechazo erótico, es un estado de gracia independiente de la voluntad y quien la ignora o menosprecia se condena a la esterilidad o a la producción de hojarasca. Haría falta, entonces, adoptar una postura intermedia entre el adulterio de Onetti y el matrimonio de Vargas Llosa. Los yugos tienen la ventaja de estimular una necesidad de evasión que de otro modo se podría quedar aletargada. Incluso si la obra ambiciosa resulta un fiasco, vale la pena trabajar en ella de sol a sol, picando piedra en bibliotecas y archivos, para que la imaginación se fugue a las playas en donde pueda sentirse libre. No hay adulterio sin matrimonio. Bajo la presión de la monogamia se acrecienta la tentación de cometer infidelidades. En la mente de un escritor, el cumplimiento del deber es un acicate para la búsqueda de evasiones, pero si no asume su tarea como un apostolado, si no se casa de verdad con una idea que le exige grandes sacrificios, tampoco tendrá la oportunidad de engañarla con otras más espontáneas: las tentadoras putas del intelecto que vendrán a librarlo de sus cadenas.

martes, 30 de septiembre de 2014

José Revueltas: el redentor escéptico

29/Septiembre/2014
Crítica
Enrique Serna

En mate­ria de con­vic­ciones políti­cas, José Revueltas se dis­tingue de otras grandes fig­uras lit­er­arias mex­i­canas del siglo XX porque man­tuvo toda la vida una oposi­ción frontal con­tra el rég­i­men pos­rev­olu­cionario. La con­gru­en­cia entre la vida y la obra, entre los prin­ci­p­ios y la con­ducta pública, eran y siguen siendo vir­tudes raras en un medio int­elec­tual corte­sano, envile­cido por el trá­fico de favores, en donde muchos escritores medioc­res, pero tam­bién algunos de nue­stros may­ores tal­en­tos, aca­ban someti­dos par­cial o total­mente a la maquinaria de cooptación, después de haberla com­bat­ido en la juven­tud. En buena medida, la rebeldía crónica de Revueltas le granjeó la cele­bri­dad que goza desde 1968, cuando adquirió una aure­ola de líder moral por su estrecha vin­cu­lación con el movimiento estu­di­antil, y sobre todo, por la con­dena que purgó junto con los líderes del Con­sejo Nacional de Huelga. Si en la trage­dia del 68, el pres­i­dente Díaz Ordaz fue Sat­urno devo­rando a sus hijos, a Revueltas le tocó desem­peñar el papel de Sócrates. A par­tir de entonces, la juven­tud insur­recta des­cubrió su tal­ento nar­ra­tivo. Ese vuelco de la suerte fue una justa rec­om­pensa para un escritor mar­ginal, ninguneado en los cenácu­los int­elec­tuales, que había sufrido penas carce­lar­ias, penurias económi­cas, una mezquina acogida por parte de la crítica y la repulsa del polit­buró mex­i­cano.
Pero eti­que­tar a Revueltas como escritor mil­i­tante lo dis­min­uye a los ojos del público y falsea su enfoque de la exis­ten­cia, porque si bien creyó durante mucho tiempo que la lit­er­atura sólo cumple una fun­ción social cuando se adhiere a un proyecto político, de pref­er­en­cia en el seno de un par­tido, nunca se sujetó a los rígi­dos esque­mas del real­ismo social­ista. Desde la ado­les­cen­cia hizo grandes sac­ri­fi­cios por la causa del social­ismo, pero al mismo tiempo escu­d­riñó el alma de sus cama­radas y sus propias con­tradic­ciones con una lucidez insoborn­able. Como Ole­gario Chávez, el pro­tag­o­nista de Los errores, Revueltas ante­puso “el poder de la ver­dad a la ver­dad del poder”, una mis­ión sui­cida en una época donde los escritores com­pro­meti­dos tenían pro­hibido ejercer la duda. Su búsqueda filosó­fica y lit­er­aria enfurecía a los jer­ar­cas del par­tido comu­nista (nom­bra­dos por dedazo desde Moscú) y descon­certaba a muchos cama­radas hon­estos pero obtu­sos, a los que él definía como “máquinas de creer”.
A menudo, el celo par­tidista de la izquierda crea una con­fusión entre el mérito cívico y el mérito lit­er­ario que ha ben­e­fi­ci­ado a muchos escritores de segunda fila, inca­paces, ellos sí, de arries­garse a blas­fe­mar con­tra los pon­tí­fices de su igle­sia (Fidel Cas­tro, Hugo Chávez, Mar­cos, AMLO) por el temor de “darle armas al ene­migo”, o sim­ple­mente por miedo a perder lec­tores. Ya nadie lee a Benedetti con el fer­vor que des­pertaba en los años setenta, y cuando las ban­deras que han enar­bo­lado la Poni­a­towska o Galeano caigan en el olvido o en el descrédito, prob­a­ble­mente cor­rerán la misma suerte. Pero la vigen­cia de Revueltas no depende tanto de la fidel­i­dad a una causa: su obra tiene un valor inde­pen­di­ente de la cir­cun­stan­cia histórico-social que le tocó vivir y puede cau­ti­var incluso a lec­tores con una ide­ología opuesta a la suya. Revueltas no fue un gran escritor por la firmeza de sus con­vic­ciones, ni por haber pur­gado con­de­nas en las maz­mor­ras de la dic­tadura per­fecta: merece per­du­rar porque extrajo de esas expe­ri­en­cias una visión orig­i­nal, con­move­dora y alu­ci­nada de la exis­ten­cia.
DEL CATECISMO ROJO AL REALISMO CRÍTICO
Aunque las par­ran­das le robaron mucho tiempo, casi tanto como la mil­i­tan­cia, las obras com­ple­tas de Revueltas abar­can vein­tiséis tomos. No todo lo que relum­bra es oro en ese océano ver­bal ni las brúju­las para nave­g­arlo son entera­mente con­fi­ables, pues a veces la crítica, por motivos ide­ológi­cos, ha prestado más aten­ción a sus esbo­zos fal­li­dos que a sus obras maes­tras. El cen­te­nario que cel­e­bramos es una buena opor­tu­nidad para empren­der la revisión de una obra dis­pareja, en la que se advierte un pau­latino pero ascen­dente pro­ceso de apren­dizaje. Por haber hecho su novi­ci­ado político en los años treinta, la época de mayor intol­er­an­cia en las filas del comu­nismo inter­na­cional, Revueltas no siem­pre sorteó con for­tuna el peli­gro de que las ideas o los sím­bo­los asfix­i­aran a los per­son­ajes. La intro­misión de la tesis explícita es par­tic­u­lar­mente noto­ria en sus dos primeras nov­e­las: Los muros de agua y El luto humano. No alcanzó la madurez estilís­tica, el pleno dominio del arte nar­ra­tivo, hasta que se inde­pen­dizó int­elec­tual­mente de la castradora doc­t­rina que le querían imponer los cuadros diri­gentes de su par­tido.
Proclama lib­er­taria con­tra la policía del pen­samiento, Los días ter­re­nales es una con­vin­cente y apa­sion­ada nov­ela sobre la deshu­man­ización que provoca el dog­ma­tismo ide­ológico en el micro­cos­mos de la mil­i­tan­cia clan­des­tina. Dolido por la erosión de los lazos fra­ter­nales con sus cama­radas, en esta nov­ela Revueltas desnudó las ambi­ciones egoís­tas que adop­tan el dis­fraz de la orto­doxia política, los cotos de poder for­ma­dos por los “curas rojos” y los embri­ones de con­trol total­i­tario que se iban ges­tando en las sucur­sales lati­noamer­i­canas del Kom­intern cuando los líderes de la Unión Soviética todavía no rev­e­la­ban los crímenes de Stalin. Su amargo y trágico enfoque de la exis­ten­cia, la mez­cla de com­pasión y cru­el­dad con la que observa a los per­son­ajes, reivin­di­can aquí la autonomía de la nov­ela como medio de conocimiento ajeno a las supues­tas leyes de la his­to­ria. No debe extrañarnos que Revueltas adop­tara como lema la frase de Goethe (“Gris es toda teoría, verde es el árbol de oro de la vida”), pues alcanzó la eman­ci­pación como escritor al pon­erla en prác­tica. Revueltas empezó a calar hondo en los móviles de la con­ducta cuando se dejó guiar por sus intu­iciones en vez de enca­jonarlas en un marco teórico.
Quizá no hubiera dado ese salto cual­i­ta­tivo sin haber desar­rol­lado a la vez una téc­nica nar­ra­tiva más avan­zada, que le per­mi­tió superar la nov­ela ensayís­tica en estado bruto, donde las reflex­iones del autor inter­rumpen el relato, a la usanza de los nov­el­is­tas dec­i­monóni­cos ante­ri­ores a Flaubert. En otras pal­abras, el salto cual­i­ta­tivo de Revueltas con­sis­tió en adquirir una destreza ver­bal y una inde­pen­den­cia de cri­te­rio que le per­mi­tieron con­ju­gar el real­ismo obje­tivo con el real­ismo crítico. Nunca abolió del todo la dis­tan­cia entre el nar­rador y los per­son­ajes, porque tenía una pro­clivi­dad innata a la dis­ertación, pero a par­tir de esa nov­ela intro­dujo alter egos que le per­mitían deslizar su punto de vista con mayor nat­u­ral­i­dad. El pro­pio Revueltas iden­ti­ficó en una entre­vista a los per­son­ajes que fungieron como voceros de su pen­samiento: “Gre­go­rio, por ejem­plo, en Los días ter­re­nales, Ela­dio Pin­tos, Jacobo Ponce y Ole­gario Chávez en Los errores, son lo que lla­maríamos per­son­ajes históri­cos que señalan una direc­ción per­sonal, una coin­ci­den­cia con el autor porque son el autor mismo en varias situa­ciones inven­tadas y recreadas.” (1)
Cuando escribió El luto humano aún no creía nece­sario escon­derse detrás de uno o de var­ios por­tav­o­ces, y quizá por ello esta nov­ela, sobreval­u­ada en su época, no ha resis­tido el paso del tiempo. Con ella ganó el Pre­mio Nacional de Lit­er­atura en 1943 y el galardón a la mejor obra extran­jera en un con­curso inter­na­cional con­vo­cado por la edi­to­r­ial neoy­orquina Far­rar & Rein­hart, cir­cun­stan­cia que segu­ra­mente influyó en el ánimo de la crítica para incluirla en el canon de nue­stros clási­cos mod­er­nos. Sospe­cho que El luto humano ha sido objeto de innu­mer­ables artícu­los y tesis en Méx­ico y el extran­jero porque, a difer­en­cia de Los días ter­re­nales y Los errores, no coloca en apri­etos ide­ológi­cos a los his­panistas de izquierda. Recono­cer que en las filas del comu­nismo ha medrado infinidad de canal­las, o peor aún, que sus fun­da­men­tos teóri­cos son incom­pat­i­bles con la condi­ción humana, era y sigue siendo un trago amargo para muchos académi­cos biem­pen­santes, que no creen, como Revueltas, que “la ver­dad siem­pre es rev­olu­cionara, no importa dónde ni cómo surja”. Sobre todo durante la Guerra Fría, cuando la pro­pa­ganda anti­so­viética sataniz­aba el comu­nismo en todos los medios de difusión, acep­tar un hecho tan doloroso sig­nifi­caba con­spirar en favor del cap­i­tal­ismo. El comu­nista orto­doxo Enrique Ramírez y Ramírez, que más tarde intentó “hacer la rev­olu­ción desde aden­tro” como mil­i­tante el PRI, exco­mulgó a Revueltas por las velei­dades exis­ten­cial­is­tas de Los días ter­re­nales, pero en cam­bio definió El luto humano como una “épica de la mis­e­ria” que refle­jaba “la hon­dura y la grandeza del pueblo mexicano”.(2) Su aprobación rev­ela que hasta ese momento Revueltas no había defrau­dado a sus com­pañeros de lucha, tal vez porque todavía era un dócil repeti­dor de consignas.
Para mi gusto, los desati­nos de El luto humano empiezan desde su título, un pleonasmo difí­cil de jus­ti­ficar. ¿Existe acaso un luto bor­reguil o canino? El viacru­cis de los campesinos guare­ci­dos de una inun­dación en el techo de una choza, con los buitres volando por encima de sus cabezas, hubiera bas­tado para insin­uar un tras­fondo sim­bólico, sin que el autor lo hiciera demasi­ado evi­dente. Pero Revueltas se esmeró tanto por sobre­car­gar la nov­ela con inter­preta­ciones sobre el fra­caso de la Rev­olu­ción, la orfan­dad reli­giosa del mex­i­cano, su der­ro­tismo crónico y la necesi­dad de reem­plazar la tutela de la vieja igle­sia por el lid­er­azgo del par­tido comu­nista, que los per­son­ajes tienen serias difi­cul­tades para res­pi­rar. Son con­cep­tos vivientes, no seres humanos. Inter­po­lar tan­tas instruc­ciones de lec­tura denota poco respeto a la inteligen­cia del público. En una de las múlti­ples intro­mi­siones del nar­rador, una especie de médium que observa el drama de los campesinos desde un palco intem­po­ral y ubicuo, Revueltas pre­cisa cuál es o debe ser el papel del escritor frente a la masa oprimida:
La mul­ti­tud es el coro, el des­tino, el canto terco. Puede pre­gun­tarse dónde ter­mina, pero no tiene fin. Como pre­gun­tar yo mismo dónde comien­zan mis pro­pios límites, dis­tin­guién­dome del coro, y en qué sitio se encuen­tra la fron­tera entre mi san­gre y la otra inmensa de los hom­bres, que me for­man. Soy el con­tra­punto, el tema anál­ogo y con­trario, la mul­ti­tud me rodea en mi soledad, en mis rin­cones, la mul­ti­tud pura.(3)
Como el pár­rafo ter­mina con una exal­tada salutación a la mul­ti­tud soviética pas­tore­ada por Stalin, se puede inferir que Revueltas quiso con­ver­tir el pro­grama político de su par­tido en una poética de com­bate. Para dotar al pueblo de con­cien­cia política, el nar­rador ten­dría la fun­ción de encar­nar a la van­guardia del pro­le­tari­ado en la arena del texto, aunque esa tarea implicara un cierto menos­pre­cio a la masa oprim­ida. Veinte años después, tras haber sido expul­sado del par­tido comu­nista por segunda vez, Revueltas pub­licó un Ensayo del pro­le­tari­ado sin cabeza, donde sostenía que el pueblo no debía rendir culto a la per­son­al­i­dad de sus líderes, ni los nece­sitaba demasi­ado para enten­der su papel histórico, pero a prin­ci­p­ios de los cuarenta, cuando pub­licó El luto humano, aún creía que sin ese nece­sario con­tra­punto, la lit­er­atura no podía cumplir su fun­ción social.
Evo­dio Escalante ha escrito que esta nov­ela es un “antecedente en cier­tos aspec­tos, de la obra maes­tra de Rulfo, Pedro Páramo”.(4) En efecto, El luto humano pre­figura el uni­verso rul­fi­ano, sobre todo en un pasaje donde el nar­rador declara: “éste era un país de muer­tos cam­i­nando, hondo país en busca del ancla, del sostén secreto”. Pero es indud­able que no fue Revueltas sino Rulfo, un escritor rel­a­ti­va­mente apolítico pero más con­sus­tan­ci­ado con sus per­son­ajes, quien escribió la gran ¨épica de la mis­e­ria mex­i­cana” en algunos frag­men­tos de Pedro Páramo y en cuen­tos como “Luvina” o “Nos han dado la tierra”. Rulfo no aspiraba a ser el con­tra­punto letrado del pueblo: sólo quiso fun­gir como arreglista musi­cal o direc­tor de un coro, creyendo, como los román­ti­cos ale­manes, que todo hom­bre es un poeta en poten­cia. Revueltas no sabía pre­cisar dónde estaba “la fron­tera entre su san­gre y la san­gre de la mul­ti­tud”, pero sí tenía muy clara la fron­tera entre su lenguaje y el lenguaje campesino, mien­tras que Rulfo la desvaneció con una for­mi­da­ble téc­nica de ocul­tamiento. Revueltas prac­ti­caba una especie de pater­nal­ismo lingüís­tico pues intentaba dig­nificar al pueblo prestán­dole sus pal­abras. Víc­tima de una extraña sor­dera, negó al pueblo el mejor hom­e­naje que podía rendirle. La poesía del habla es la gran ausente de El luto humano.
En Los días ter­re­nales, Revueltas ya no creía nece­sario ser “el tema anál­ogo y con­trario” de los per­son­ajes, tal vez porque ahora escribía sobre sus iguales: los mil­i­tantes comu­nistas, pero tam­bién porque había trascur­rido casi una década entre ambas nov­e­las y ya no aspiraba a fun­gir como un direc­tor de con­cien­cias, ni a con­ver­tir los precp­tos del marxismo-leninismo en téc­nica nar­ra­tiva. Un pasaje de la nov­ela es útil para ejem­pli­ficar ese cam­bio. Al con­tem­plar al Tuerto Ven­tura, el cacique de Acayu­can, Gre­go­rio reflex­iona: “La fisionomía del hom­bre es un con­junto de cifras con­ven­cionales, un con­junto de sim­u­la­ciones a través de las cuales es muy difí­cil, cuando no imposi­ble, des­cubrir la ver­dad interna de cada indi­viduo, pues el ros­tro no es el ‘espejo del alma’ sino el instru­mento del cual el hom­bre se vale para negar su alma, para dis­frazarla –se dijo con furia: esos pen­samien­tos le parecían demasi­ado razon­adores e int­elec­tuales.”
Aquí se advierte un brote de autocrítica (la furia que siente el per­son­aje es la de Revueltas por haberse entrometido en la nar­ración) en donde el autor regaña a su alter ego por inter­po­lar un cuerpo extraño en el tejido vivo y pal­pi­tante de la nov­ela. Gre­go­rio es un int­elec­tual con estu­dios en Europa, cono­ce­dor de pin­tura y de lit­er­atura, de modo que en este caso el apunte analítico no está metido con calzador, como sucede con las par­rafadas de El luto humano. Sin embargo, Revueltas siente que le está qui­tando oxígeno a su per­son­aje y lo regaña por filoso­far a destiempo. Como en esta nov­ela las dis­erta­ciones embo­nan con la trama orgáni­ca­mente (no se les puede suprimir sin des­fig­u­rarla), y el nivel educa­tivo de los per­son­ajes las jus­ti­fica, creo que un lec­tor con­tem­porá­neo puede acep­tar­las de buen grado. En Los días ter­re­nales, las ideas extraí­das de la expe­ri­en­cia se con­trapo­nen con maestría a los man­damien­tos del cate­cismo estal­in­ista. Revueltas rein­cide en la nov­ela de tesis, sólo que ahora uti­liza la obser­vación directa del hom­bre para con­tra­pun­tear la falsa con­cien­cia de los per­son­ajes, com­puesta por un con­junto de dog­mas que mata en agraz cualquier idea propia y hasta los impul­sos más nobles del corazón. El con­flicto que enfrenta a Fidel con Gre­go­rio es cru­cial para enten­der el espíritu de una época, de modo que esta nov­ela no ha cad­u­cado ni le concierne sólo al público mex­i­cano. De hecho, en la actu­al­i­dad puede leerse como el vision­ario réquiem de un gran sueño de frater­nidad y jus­ti­cia.
La trama de Los días ter­re­nales alcanza el clí­max cuando Fidel, el comu­nista dis­ci­plinado hasta la igno­minia que per­sigue con saña a los revi­sion­istas bur­gue­ses o trot­skistas del par­tido, se quiebra delante de Ole­gario y le ruega que inter­ceda por él para recu­perar a la mujer que lo aban­donó por haber man­tenido una indifer­en­cia glacial durante la agonía de Ban­dera, su hija de bra­zos. Anu­ladas las jer­ar­quías políti­cas, der­retido el caparazón del robot estal­in­ista, Gre­go­rio puede por fin ver al hom­bre de carne y hueso escon­dido bajo la más­cara de hierro que le ha impuesto la dis­ci­plina par­tidaria. Al com­pro­m­e­terse con la única ver­dad a su alcance, la ver­dad sub­je­tiva de la nov­ela, Revueltas dio un gran salto ade­lante, porque a par­tir de entonces explotó con lib­er­tad su mayor vir­tud lit­er­aria: el don de aus­cul­tar el corazón de los hom­bres. El pred­i­cador de ideas aje­nas se había con­ver­tido en un agudo obser­vador de la impre­vis­i­ble flaqueza humana, que uti­liz­aba el lenguaje como un bis­turí de alta pre­cisión.
SUSTITUCIÓN DE CREDOS
A los nueve años, recién fal­l­e­cido su padre, José Revueltas seguía por las calles de la colo­nia Roma a un anciano bar­budo, de túnica blanca y huaraches, que hablaba del comu­nismo y del apoc­alip­sis. Según Álvaro Ruiz Abreu, autor de la impre­scindible biografía José Revueltas: los muros de la utopía, Revueltas le pro­fesó tanta ven­eración a ese pred­i­cador de bar­ri­ada que por seguirlo desa­pare­ció de su casa var­ios días, llenando de angus­tia a su familia, que ya lo daba por muerto. Por esos mis­mos años leía con fer­vor vidas de san­tos, según tes­ti­mo­nios de su her­mana Con­suelo y de Manuel Maples Arce, vis­i­tante asiduo de la casa de los Revueltas. Tenía, pues, una fuerte vocación reli­giosa que pudo haberlo con­ducido al sem­i­nario si sus dos her­manos may­ores, Fer­mín y Sil­vestre, no lo hubiera ini­ci­ado en el credo comu­nista. El ateísmo der­rumbó su creen­cia en la otra vida, pero no extin­guió la fe igual­i­taria ni el amor al prójimo que le inculcó el ilu­mi­nado de la colo­nia Roma. Su con­ver­sión infan­til quizá no fue muy difer­ente a la de los campesinos ver­acruzanos que en Los días ter­re­nales “lle­van el car­net del par­tido comu­nista col­gado del cuello a guisa de escapu­lario”. Y aunque Revueltas siem­pre tuvo con­cien­cia de la incom­pat­i­bil­i­dad filosó­fica entre el mate­ri­al­ismo histórico y el cris­tian­ismo, en el ter­reno del fer­vor nunca los pudo sep­a­rar. De hecho, extrajo de esa analogía el entra­mado sim­bólico de muchas obras, sin que esto per­mita cal­i­fi­carlo de creyente.
Octavio Paz fue el primero en detec­tar el sus­trato reli­gioso de su pen­samiento en una crítica de El luto humano: “Revueltas vivió el marx­ismo como cris­tiano y por eso lo vivió, en el sen­tido una­munesco, como agonía, duda y negación. Su ateísmo es trágico porque, como lo vio Niet­zsche, es negación del sen­tido.” Tal vez revueltas bus­caba recu­perar el sen­tido cris­tiano de la vida al fundir ambos cre­dos pues, como dice Paz, “si el cris­tian­ismo fue la human­ización de Dios, la Rev­olu­ción prom­ete la divinización de los hombres”.(5) Pero nunca perdió de vista las impli­ca­ciones teológ­i­cas encer­radas en el ideal social­ista de crear el “hom­bre nuevo” ni en la con­vo­ca­to­ria de Marx a tomar el cielo por asalto, y en sus obras de madurez emprendió una doble tarea crítica: some­ter a los após­toles comu­nistas a un exa­men de con­cien­cia anclado en la moral judeocris­tiana, y juz­gar a la cor­rupta igle­sia católica con los ojos de un ateo mucho más ape­gado que ella al sen­tido pro­fundo del evan­ge­lio.
Pero hay un punto en el que Revueltas se aparta lo mismo del cris­tian­ismo que del marx­ismo: su falta de fe en la posi­bil­i­dad de refor­mar la nat­u­raleza humana, un escep­ti­cismo que hasta cierto punto con­tradecía su anh­elo de reden­ción. La andanada de críti­cas sus­ci­tadas por el aparente nihilismo de Los días ter­re­nales denota una grave intol­er­an­cia estética por parte de sus cama­radas, que no podían dis­o­ciar los val­ores lit­er­ar­ios de los dog­mas políti­cos, ni con­ceder al arte una esfera autónoma. El fanatismo les impedía recono­cer que las parado­jas der­rum­ban los enfo­ques sim­plis­tas de la exis­ten­cia y, por lo tanto, enrique­cen el sig­nifi­cado de una nov­ela, por amar­gas que sean. Sin embargo, el impug­nador más inteligente de Los días ter­re­nales, Enrique Ramírez y Ramírez, señaló una con­tradic­ción filosó­fica que cier­ta­mente, Revueltas no había resuelto:
Revueltas pred­ica la ceguera y la impo­ten­cia del hom­bre ante la real­i­dad uni­ver­sal y social; la abol­i­ción de todo prin­ci­pio y toda norma racionales, la agonía perenne del hom­bre por su inex­orable aniquil­amiento; la pér­dida del sen­tido y la razón de la vida (…). En el fondo de este cuadro de lobreguez int­elec­tual y espir­i­tual, se vis­lum­bra la ima­gen dolorosa de un hom­bre que sólo es libre para sufrir y morir, some­terse a las leyes de la nat­u­raleza y expiar sin des­canso las míti­cas cul­pas de su especie.(6)
Este análi­sis de con­tenido es irrefutable y tuvo una influ­en­cia deci­siva para que Revueltas, en un acto de mea culpa, abju­rara públi­ca­mente de la nov­ela y pidiera a su edi­tor que la reti­rarla de la cir­cu­lación, a la man­era de los teól­o­gos de la Con­trar­reforma cuando el Santo Ofi­cio les ech­aba el guante (más tarde, arrepen­tido de su arrepen­timiento, cal­i­ficó Los días ter­re­nales como “la más madura de mis nov­e­las” y explicó que había sido víc­tima de una extor­sión moral). Por supuesto, descal­i­ficar la nov­ela porque no con­tiene un men­saje edi­f­i­cante era una arbi­trariedad, pues la gran lit­er­atura busca jus­ta­mente son­dear los grandes abis­mos de la razón, no sosla­yar­los en nom­bre de la tarea pros­elit­ista. De hecho, un pres­tidig­i­ta­dor más o menos hábil podría trans­for­mar en elo­gios los argu­men­tos con­de­na­to­rios de Ramírez y Ramírez. Pero los hal­laz­gos lit­er­ar­ios de Revueltas no podían ni pueden lev­an­tar la moral de ningún mil­i­tante, porque inducen al escep­ti­cismo. Sólo él era capaz de acep­tar esas ver­dades amar­gas sin perder entu­si­asmo por la lucha rev­olu­cionaria. El pro­pio Revueltas intentó varias veces escapar de ese calle­jón sin sal­ida, pre­conizando una especie de asce­sis mís­tica para sobrell­e­var los sins­a­bores de la exis­ten­cia. En la obra teatral El cuad­rante de la soledad, una sór­dida intriga en los bajos fon­dos de la ciu­dad, el único per­son­aje hon­esto del drama se declara “dis­puesto a vivir la vida con pureza, a pesar de todos o con­tra todos”, y en Los días ter­re­nales Gre­go­rio hace una declaración de fe que sin duda expresaba el punto de vista de Revueltas: “La vida es algo muy lleno de con­fu­siones, algo repug­nante y mis­er­able en mul­ti­tud de aspec­tos, pero hay que tener el valor de vivirla como si fuera todo lo con­trario.”
Para seguir este pro­grama de vida se requiere una vocación de santo o una gran capaci­dad de auto­en­gaño. Revueltas pens­aba que la humanidad sólo tenía sal­vación si los hom­bres, y en par­tic­u­lar los mil­i­tantes comu­nistas, se aut­o­crit­i­ca­ban con humil­dad, com­bi­nando el espíritu de sac­ri­fi­cio con la pasión por la ver­dad, dos vir­tudes que él tuvo en grado superla­tivo. Pero sabía que el “hom­bre nuevo” sólo apare­ció una vez en Nazaret, y como veía en el puri­tanismo un mal endémico de la izquierda, denun­ciaba los extravíos de esa moral enferma con los tintes más som­bríos, recor­dando en todo momento que los con­flic­tos de sus per­son­ajes ya esta­ban pre­fig­u­ra­dos en la Bib­lia desde miles de años atrás. La pureza que él pred­i­caba no era la pureza de los ánge­les: con­sistía en ten­sar al máx­imo la autocrítica sin caer en la deses­per­anza. Las atro­ci­dades de la oli­gar­quía le dolían y le repugna­ban, pero deploraba más aún las de sus pro­pios cama­radas, los encar­ga­dos de bajar el cielo a la tierra, en quienes advertía un fariseísmo belig­er­ante. Si Díaz Mirón le dijo a su amada Glo­ria: “Tu numen, como el oro en la mon­taña, es vir­ginal y por lo mismo impuro”, Revueltas sos­tuvo hasta la muerte que la vir­ginidad int­elec­tual de los comu­nistas no era una vir­tud ética ni rev­olu­cionaria.
Durante el Max­i­mato, cuando Calles reprimió con el mismo rigor a los comu­nistas y a los cris­teros, Revueltas había dado mues­tras de un valor espar­tano (pasó dos tem­po­radas en las Islas Marías antes de cumplir 20 años), que le valieron ser invi­tado en 1935 al Con­greso Mundial de la Inter­na­cional Comu­nista cel­e­brado en Moscú. Tenía, pues, un pal­marés de héroe impo­luto que le hubiera per­mi­tido incubar el peli­groso virus de la supe­ri­or­i­dad moral. Pero por ser un ateo pro­fun­da­mente cris­tiano y, por lo tanto, pre­cavido con­tra las asechan­zas del demo­nio, Revueltas jamás cayó en esa trampa de la sober­bia. Su gran empatía con los per­son­ajes de los bajos fon­dos, a los que cono­ció en prisión y en sus cor­rerías de noc­tám­bulo, deja entr­ever que su ideal de pureza no excluye la inmer­sión en el fango. De tanto con­vivir con la crápula, Revueltas aprendió a verla como algo famil­iar y, en con­se­cuen­cia, a escu­d­riñarla con una curiosi­dad exenta de asco moral. En Los errores, un mil­i­tante comu­nista extrae de su expe­ri­en­cia carce­laria una con­clusión que Revueltas suscribió en varias entre­vis­tas: “Ahí la vida con­densa su sig­nifi­cado, lo mul­ti­plica hasta la desnudez más per­fecta, se bes­tial­iza sin rodeos, idén­tica a la con­fi­ada nat­u­ral­i­dad con que se usa el W.C.”(7)
Como Cristo, que estaba más a gusto entre putas y fora­ji­dos que entre los fariseos, Revueltas pen­e­tra en la intim­i­dad de los seres más aber­rantes del lumpen delin­cuen­cial, atraído, como Víc­tor Hugo, por la oscura belleza de lo grotesco. Ningún escritor mex­i­cano ha retratado mejor y con más conocimiento de causa a nue­stros hom­bres del sub­suelo. Elena, el enano homo­sex­ual y alco­hólico que en Los errores mata al prestamista de la Merced en com­pli­ci­dad con el padrotillo Mario Cobián, el repug­nante Carajo de El apando, el jorobado Tiliches del cuento “El lenguaje de nadie”, el direc­tor de escuela con­ver­tido en teporo­cho de En algún valle de lágri­mas son per­son­ajes repul­sivos a los que Revueltas retrata iróni­ca­mente, pero al mismo tiempo, con una sim­patía por la mon­stru­osi­dad que le da grandes rédi­tos lit­er­ar­ios. Según la fe cris­tiana, la inte­ri­or­ización del dolor ajeno es el camino a la sal­vación del alma. Esta vir­tud ética y lit­er­aria apartó a Revueltas de la defor­ma­ción esper­pén­tica, porque al obser­var desde aden­tro a sus per­son­ajes se libraba de con­denar­los o com­pade­cer­los.
En Los errores, el lazo de unión entre los per­son­ajes de los bajos fon­dos y los mil­i­tantes comu­nistas es su pro­clivi­dad a traicionar y a traicionarse. Aparente­mente hay un abismo entre las dos líneas argu­men­tales de la nov­ela, la his­to­ria del atraco planeado por Elena y el Muñeco, y la intriga fraguada en una célula del par­tido comu­nista para asesinar a Ela­dio Pin­tos, un héroe de la guerra civil española acu­sado de trot­skismo por el comité cen­tral. Pero al estable­cer un para­lelismo entre ambas his­to­rias, Revueltas escu­d­riña los errores de fábrica de la nat­u­raleza humana, tanto en la cúpula de la nueva igle­sia como en los calle­jones de mala muerte, y des­cubre la her­man­dad sec­reta entre la falsa pureza y la abyec­ción asum­ida.
Para Revueltas, nadie está a salvo de los efec­tos cor­ro­sivos del egoísmo, el prin­ci­pal obstáculo a vencer para lograr una ver­dadera sol­i­dari­dad con el prójimo, sin la cual no hay rev­olu­ción posi­ble. Fiel a ese ideal reli­gioso, creía que la única vac­una con­tra el mayor de los peca­dos era com­par­tir el sufrim­iento de los demás. Recién lle­gado a las Islas Marías, pres­en­ció el trato veja­to­rio que los celadores dis­pens­a­ban a un cura que había par­tic­i­pado junto con la madre Con­chita en la con­jura para matar a Obregón. Para humil­larlo, los guardias le habían asig­nado la tarea de bar­rer un patio lleno de estiér­col. Aunque Revueltas escribió un cuento demole­dor en con­tra del fanatismo cris­tero, (“Dios en la tierra”) tomó una escoba para ayu­darlo, sufriendo por ello el escarnio y la ani­mad­ver­sión de los demás reos. Años después, cuando viajó a Panamá como cor­re­spon­sal del per­iódico El Pop­u­lar, subió a un auto­bús para blan­cos en el que se había colado un negro. El chofer le ordenó bajarse y el negro, orgul­loso, alegó tener el mismo dere­cho que los blan­cos para via­jar ahí. Revueltas entró en su defensa, pero ante la tozuda neg­a­tiva del chofer, se bajó del auto­bús junto con el negro, para que al menos se sin­tiera acom­pañado en la humillación.(8)
En sus nov­e­las, el sac­ri­fi­cio de algunos per­son­ajes por el prójimo va más lejos aún, hasta lin­dar con la emu­lación de los san­tos que Revueltas admiraba desde la infan­cia. En Los días ter­re­nales, al enter­arse de que una pros­ti­tuta enam­orada de él delató al matón que pre­tendía asesinarlo, Gre­go­rio le hace el amor a sabi­en­das de que está enferma de gonor­rea, no sólo para rec­om­pen­sarla, sino porque ese con­ta­gio lo unirá más pro­fun­da­mente con su sal­vadora. Quizá Revueltas ate­soraba en el incon­sciente una proeza análoga de san Julián el Hos­pi­ta­lario, que com­partía el lecho con los lep­rosos. Tam­bién raya en la san­ti­dad el pro­fe­sor Men­dizábal, que en el cuento “La pal­abra sagrada” des­cubre a una pare­jita de ado­les­centes haciendo el amor en el desván de un cole­gio católico y, para no per­ju­dicar al estu­di­ante, cuando un mozo de limpieza lo sor­prende en el desván con la muchacha, se acusa ante el direc­tor de haberla lle­vado ahí para vio­larla. Por el tono con­movido con que narra estos sac­ri­fi­cios, Revueltas parece creer que la reden­ción del género humano es posi­ble. Pero el escep­ti­cismo se sobre­pone a su fer­vor y los desen­laces de ambas his­to­rias arro­jan un cube­tazo de agua helada a los creyentes en los mila­gros de la piedad. La duda y la fe se repe­len pero Revueltas creía posi­ble con­cil­iar­las en un oxí­moron dialéc­tico: “Me con­du­elo com­ple­ta­mente de los per­son­ajes y no clau­dico ante la piedad que me cau­san. –declaró a Vicente Fran­cisco Tor­res–. Mi piedad, dialéc­ti­ca­mente, se con­vierte en una especie de cru­el­dad respecto a su des­tino: no absuelvo al per­son­aje de quien me api­ado, lo con­deno a sus últi­mas con­se­cuen­cias reales.”(9)
Nos­tál­gico de la pureza que el ser humano sólo tuvo en algunos pasajes de la leyenda áurea, a Revueltas le gustaba con­trapon­erla con la sor­didez de los pobres mor­tales aplas­ta­dos por el des­tino, no para escarnecer la vir­tud sino para situ­arla en un con­texto ter­re­nal. Reden­tor escép­tico, sospech­aba que ninguna rev­olu­ción social lograría dester­rar la injus­ti­cia sin un mila­gro espir­i­tual pre­vio. La mis­ión histórica del comu­nismo sería entonces con­tin­uar y pro­fun­dizar la doc­t­rina social del evan­ge­lio, como lo pro­pone la teología de la lib­eración, con la que Revueltas llegó a sim­pa­ti­zar. Su con­tribu­ción a la lucha rev­olu­cionaria con­sis­tió en denun­ciar los estra­gos que un falso ideal de san­ti­dad había provo­cado en las filas del comu­nismo, pero su aportación a la lit­er­atura fue mucho más valiosa, porque al sumer­gir la utopía en los pan­tanos de la real­i­dad la con­vir­tió en un faro para bus­car el sen­tido de la exis­ten­cia.
LA ESCUELA DEL CINE
Resen­ti­dos con Revueltas por la zaran­deada que les dio en Los días ter­re­nales, algunos mil­i­tantes comu­nistas lo acusaron de haber sucumbido a la influ­en­cia cor­rup­tora del mundillo cin­e­matográ­fico, en el que se gan­aba la vida como guion­ista. Era una acusación injusta, pues Revueltas tam­bién luchó por el social­ismo en ese ter­reno y, de hecho, las acusa­ciones que lanzó en 1947 con­tra el monop­o­lio de la exhibi­ción que detentaba William Jenk­ins le costaron perder el lid­er­azgo en la sec­ción de autores del STPC. Haber hal­lado ese modus vivendi no fue una clau­di­cación política ni tam­poco un con­ta­gio venéreo, pues aunque el pro­pio Revueltas cal­i­ficó de “lam­en­ta­ble” su expe­ri­en­cia como guion­ista, porque los mer­cachi­fles de la indus­tria nunca lo dejaron expre­sarse con lib­er­tad, la adquisi­ción de otro lenguaje amplió su reper­to­rio de her­ramien­tas nar­ra­ti­vas.
De hecho, entre los libros que pub­licó antes de escribir guiones y sus obras pos­te­ri­ores hay una mejoría notable. Gra­cias al ofi­cio adquirido en el cine, Revueltas aprendió a urdir bue­nas tra­mas, a dialogar con sol­ven­cia y a colo­car a sus per­son­ajes en ter­ri­bles encru­ci­jadas, por ejem­plo la de la adúl­tera que mete a su amante en una nev­era y después tiene que irse al cine con su marido en el extra­or­di­nario cuento “Sin­fonía pas­toral” o el angus­tioso com­bate de Ole­gario Chávez con las ratas que lo ata­can en Los errores, cuando intenta escapar de prisión por una tubería de aguas negras. Al incur­sionar en los géneros de entreten­imiento, Revueltas com­prendió que para man­tener el interés del lec­tor y hac­erse per­donar sus dis­erta­ciones filosó­fi­cas nece­sitaba primero darle una golosina, engan­charlo con una intriga de alto voltaje.
En varias entre­vis­tas con­fesó que en alguna época quiso ser direc­tor de cine pero los pro­duc­tores nunca se lo per­mi­tieron. Sin embargo, dom­inaba el arte de nar­rar en imá­genes y su ofi­cio de libretista aflora en los momen­tos clave de sus mejores obras. El drama de las dos sirvien­tas les­bianas sor­pren­di­das en una azotea que el crítico de arte Jorge Ramos con­tem­pla desde su ven­tana en el sép­timo capí­tulo de Los días ter­re­nales, tiene sin duda un aire de familia con un episo­dio de En busca del tiempo per­dido en el que Swan observa a hur­tadil­las otra escena lés­bica, la de una hija desnat­u­ral­izada que escupe el retrato de su padre antes de retozar con su amiga. Sal­vador Novo advir­tió la huella de Proust en una elo­giosa reseña de la nov­ela y, en una charla con Roberto Escud­ero, Revueltas recono­ció esa deuda.(10) Pero sólo un nar­rador acos­tum­brado a pen­sar en imá­genes pudo haber con­ce­bido ese atisbo acci­den­tal de la intim­i­dad ajena, con el que Revueltas se anticipó al voy­erismo de La ven­tana indisc­reta, y de hecho exploró con más auda­cia que el pro­pio Hitch­cock la trans­fer­en­cia de cul­pa­bil­i­dad provo­cada por la con­tem­plación furtiva de los plac­eres pro­hibidos. Hay otra gran escena cin­e­matográ­fica en Los errores, donde Mario Cobián, tras haber propinado una tremenda golpiza a su amante, Lucre­cia, des­cubre que un limpiador de vidrios lo ha obser­vado desde un andamio. El cruce de miradas establece una tur­bia com­pli­ci­dad entre los dos per­son­ajes, pues horas después el hom­bre del andamio, que por las noches tra­baja como can­ti­nero, se vuelve a encon­trar con el Muñeco y le sirve un trago sin men­cionar el inci­dente, aco­bar­dado por su mirada torva. Si en algunos casos Revueltas uti­liza las sor­pre­sas de la mirada para hacer avan­zar la acción dramática, en este pasaje de Los errores le sir­ven para crear un vín­culo secreto entre dos per­son­ajes com­ple­men­tar­ios: el pro­totipo de la vileza delin­cuen­cial y el pro­totipo del ciu­dadano agachado que no se quiere meter en prob­le­mas.
Los mejores ideas cin­e­matográ­fi­cas de Revueltas están dis­em­i­nadas en sus cuen­tos y nov­e­las, sobre todo en El apando, la única de sus obras que ha sido lle­vada al cine. Según el pro­pio Revueltas, la adaptación de José Agustín, que lo dejó muy com­placido, no requirió de grandes cam­bios estruc­turales porque el texto ya tenía forma de guión.(11) Con­den­sación magis­tral de su expe­ri­en­cia carce­laria, este gran relato es quizá su mejor incur­sión en el alma de los deses­per­a­dos, de los muer­tos en vida que luchan a muerte por el espa­cio den­tro de una celda. El apando es un cal­abozo con un ven­tanuco, pero es tam­bién una metá­fora de la matriz. No era la primera vez que Revueltas com­pa­raba la cár­cel con el vien­tre materno. Al final de Los días ter­re­nales, cuando Gre­go­rio, el pro­tag­o­nista, queda preso en un cal­abozo, el nar­rador observa: “Estaba encer­rado en el vien­tre de su madre, más no en embrión, sino con toda su edad, varonil y desnudo.” Y cuando el enano de Los errores bebe tequila en las “tinieblas intrauteri­nas del veliz”, que en otros momen­tos llama “tibia pla­centa”, Revueltas sug­iere tam­bién que el per­son­aje con­de­nado a morir ha empren­dido un retorno a la primera morada del hom­bre.
La difer­en­cia es que la pla­centa del apando está situ­ada den­tro de un infierno en el que sacar la cabeza de la matriz sig­nifica aso­marse a un mundo más inhóspito que el del cal­abozo. Cár­cel den­tro de la cár­cel, el apando es un refu­gio en el que tres reos se dis­putan el priv­i­le­gio de aso­mar la cabeza o, para decirlo de otro modo, el dere­cho a vivir, en una lucha dar­wini­ana por la super­viven­cia. Como en otras nov­e­las de Revueltas, el aparente pacto real­izado entre los tres apan­da­dos encubre vela­dos propósi­tos de traición. De hecho, Polo­nio y Albino han deci­dido ya matar al Carajo en cuanto obten­gan la droga que viene a traerle su madre. Pero en esa pesadilla del con­fi­namiento y descon­fi­anza mutua, una autori­dad cor­rupta, más vil que los pro­pios reclu­sos, no sólo estrecha hasta la asfixia el espa­cio vital de los reos: tam­bién viola el espa­cio íntimo de las mujeres que los vis­i­tan. La inspec­ción en que las celado­ras les­bianas se demoran pal­pando a Mer­cedes y a La Chata es una metá­fora elocuente de la inde­fen­sión ciu­dadana frente a un Estado delin­cuen­cial que ni siquiera respeta las “ver­i­jas” de las vis­i­tantes al reclu­so­rio. No hay un solo reducto en los cuer­pos de estos per­son­ajes que no sea man­cil­lado por la autori­dad y, en respuesta a la humil­lación que los bes­tial­iza, orga­ni­zan un motín en la cár­cel para que al calor de la con­fusión, la madre del Carajo pueda hac­er­les lle­gar la droga. La escena final, en donde la policía intro­duce tubos entre las rejas para inuti­lizar a los amoti­na­dos, “una vic­to­ria de la geometría sobre la lib­er­tad”, tiene una belleza plás­tica des­o­ladora, que Felipe Cazals sub­rayó con acierto en la ver­sión cin­e­matográ­fica.
Revueltas conocía desde sus entrañas la podredum­bre del rég­i­men postrev­olu­cionario y por eso pudo denun­cia­rla mejor que nadie, pero al mismo tiempo hizo una crítica rad­i­cal de las orga­ni­za­ciones políti­cas en que par­ticipó. La muerte lo sor­prendió en plena madurez cre­ativa, cuando había logrado una per­fecta sín­te­sis entre el lenguaje lit­er­ario y el audio­vi­sual, resignán­dose, para bien de los lec­tores, a exponer sus ideas en ensayos sep­a­ra­dos de sus relatos. Dejó a la izquierda un legado incó­modo, porque los int­elec­tuales can­on­iza­dos por la feli­gresía igual­i­taria casi nunca se arries­gan a sostener ideas impop­u­lares. Su caída en la auto­com­pla­cen­cia explica, en parte, la indifer­en­cia política de muchos jóvenes alér­gi­cos a la falsedad, al maniqueísmo y la cur­silería. No habrá un ver­dadero avance político de la izquierda mex­i­cana mien­tras sus prin­ci­pales fig­uras lit­er­arias se pre­ocu­pen tanto por con­ser­var sus clien­te­las y les den atole con el dedo. Quizá por esa falta de valor civil, los ide­ales por los que Revueltas luchó crían moho en el baúl de las ilu­siones rotas.
1. A.A. Ortega, “El real­ismo y el pro­greso de la lit­er­atura mex­i­cana”, en Con­ver­sa­ciones con José Revueltas, comp. de Andrea revueltas y Philippe Cheron, Era, Méx­ico, 1977, p. 51.
2. Citado por Álvaro Ruiz Abreu, Los muros de la utopía, Cal y Arena, 1991, p. 139.
3. José Revueltas, El luto humano, Era, Méx­ico, 1984, p. 179.
4. Evo­dio Escalante, “Cir­cun­stan­cia y géne­sis de Los días ter­re­nales”, en José Revueltas Los días ter­re­nales, ed. de Evo­dio Escalante, Uni­ver­si­dad de Costa Rica, 1996, p. 203.
5. Octavio Paz, “Cris­tian­ismo y Rev­olu­ción”, en Hom­bres en su siglo y otros ensayos, Seix Bar­ral, Barcelona, 1984, p. 147.
6. Enrique Ramírez y Ramírez, “Sobre una lit­er­atura de extravío”, en José Revueltas, Los días ter­re­nales, Era, Méx­ico, p. 341.
7. Mer­cedes Padrés, “José Revueltas, el escritor y el hom­bre”, en Con­ver­sa­ciones con José Revueltas, p. 59.
8. Citado por Alvaro Ruiz Abreu, Op. cit., p. 287.
9. Vicente Fran­cisco Tor­res, “La muerte es un prob­lema secun­dario”, en Con­ver­sa­ciones con José Revueltas, p. 136.
10. Roberto Escud­ero, Un año en la vida de José Revueltas, UAM, Méx­ico, 2009, p. 87.
11. “Diál­ogo sobre El apando”, en Con­ver­sa­ciones con José Revueltas, p. 169.

domingo, 17 de agosto de 2014

José Agustín: permanencia de lo efímero

17/Agosto/2014
Confabulario
Enrique Serna

La aceleración de la historia es un factor que la novela realista contemporánea no puede ignorar, porque también apresura la caducidad literaria. Como los gustos musicales, los estilos de vida, los coloquialismos juveniles, las formas de vestir y los valores de la moral familiar se han transformado a un ritmo vertiginoso en los últimos 50 años, los retratos literarios del presente corren el riesgo de envejecer pronto. El deseo de perdurar parece incompatible con el registro pormenorizado de modismos, localismos, sociolectos y costumbres urbanas, pero rehuir la circunstancia histórico-social que nos ha tocado vivir por temor a escribir una literatura efímera, condenada a morir junto con su época, restringe demasiado el universo ficticio de un escritor, al extremo de secar su principal fuente de historias. Los novelistas anglosajones más reconocidos de nuestra época (Philip Roth, Jonathan Franzen, Martin Amis, Ian McEwan, entre otros) saben que una atmósfera existencial no sólo es un trasfondo, sino un componente orgánico de la personalidad. Por eso no le tienen miedo a las notas de color local, si bien las utilizan como punto de partida para calar más hondo en el espíritu de una época. Limitarse a la mera crítica de costumbres empobrece tanto a una novela realista como ignorarlas por completo. El carácter provisional de la realidad contemporánea no es un obstáculo sino un acicate para transformar las experiencias vividas o imaginadas en una ficción perdurable, siempre y cuando el autor domine el arte de contextualizar, es decir, de situarnos en un escenario bien delineado.

La narrativa de José Agustín podría llevar como epígrafe la frase de Quevedo: “sólo lo fugitivo permanece y dura”, porque desde sus primeras novelas, la captura del instante lo enfrascó en una guerra, no contra el anhelo de perdurar, sino contra la exhibición pedantesca de ese anhelo. La aspiración a la inmortalidad conlleva un engolamiento de la voz narrativa que hubiera dado al traste con su tono desenfadado. Rabiosamente ancladas en la actualidad, La tumba, De perfil Se está haciendo tarde no son novelas reñidas con la idea de perdurar, pero hacen tal mofa y escarnio de las bellas letras, de su pretencioso coqueteo con la posteridad, que algunos críticos las vieron como el equivalente literario del happening. En aquellos años, una parte de la élite intelectual, embelesada con la moda del nouveau roman, creyó que Agustín era un cronista de lo inmediato, una especie de Chava Flores de las letras, condenado a un relumbrón pasajero. Nada es más efímero que las costumbres juveniles, pues cada generación procura diferenciarse de la anterior, y por lo tanto un escritor tan fiel a la suya quedaría descontinuado en pocos años, cuando los jóvenes que lo leían con una mezcla de avidez y morbo se enfrentaran a las responsabilidades de la vida adulta.

La prolongada aceptación de su obra ha desmentido este pronóstico, motivado en gran medida por la envidia y la mala fe de los literatos minoritarios. Cincuenta años después de publicadas, las novelas juveniles de Agustín siguen cautivando a infinidad de lectores que podrían ser sus nietos, pues aunque los chavos de ahora consuman drogas de diseño, oigan música tecno, hayan inventado otra jerga para excluir a los adultos y se enfrenten a una realidad social mucho más injusta y atroz que la de los años sesenta, cuando un escritor escudriña a fondo el carácter juvenil, los lectores de las nuevas generaciones se siguen reconociendo en sus personajes. Por supuesto, el mundo que los rodea ya no existe o se ha transfigurado hasta volverse irreconocible, pero el punto de vista del narrador ha resistido varios relevos generacionales porque la irreverencia, el odio a la hipocresía, el humor cáustico y el romanticismo de la juventud han cambiado muy poco desde los tiempos de Catulo hasta hoy.

Pero en la obra de Agustín, la apuesta por capturar lo efímero encubre un deseo de trascenderlo. Desde sus primeras novelas y cuentos tuvo una marcada proclividad a desviar la mirada de su circunstancia cambiante y caótica hacia el principio ordenador del universo. Esa búsqueda espiritual ha ido ganando terreno en sus obras de madurez, principalmente en Viuda con mi viuda, pero ya estaba presente desde La tumba. La discordancia entre su estilo coloquial y alburero, lleno de retruécanos, modismos y extranjerismos, y el vislumbre de un poder sobrenatural también contraviene las normas de la literatura seria, porque generalmente los místicos emplean un lenguaje sublime y buscan alejarse de la realidad cotidiana, mientras que el misticismo de José Agustín nunca pretende ocultar su origen plebeyo. Esta combinación de sentimiento religioso y humor juglaresco había empezado a manifestarse ya, por ejemplo, en las novelas autobiográficas de Henry Miller (un maestro en el arte de ligar disertaciones filosóficas con escenas eróticas), y fue uno de los rasgos fundamentales de la generación beat. La contracultura no respeta el prestigio cultural, pero sí la intuición de lo sagrado, y por esa ventana la eternidad se filtra en las arenas movedizas de lo cotidiano.

A pesar de su gozosa y carnavalesca inmersión en el tráfago mundanal, el protagonista de De perfil siente nostalgia de un orden cósmico cuya fijeza lo absolvería de la confusa maraña de impulsos contradictorios que lo jalonean en la adolescencia. La gran piedra empotrada en el jardín trasero “del mundo en que habita” es un espacio mágico donde se siente a salvo del vértigo provocado por su encontronazo con el mundo adulto. La piedra no tiene un significado preciso para el lector, pero sí para el protagonista, que desde las primeras líneas de la novela se ufana de comprender esa atracción magnética, si bien es incapaz de explicarla. Remanso de paz espiritual, a veces la piedra lo quema, como si estuviera contagiada de su combustión interna, pero ni en esos momentos le inspira inquietud o zozobra. Gran admirador de Jung, a quien ha dedicado varios ensayos, Agustín pudo haberse inspirado en un pasaje de su autobiografía Recuerdos, sueños, pensamientos, para cimentar la novela sobre este motivo simbólico (si alguno de los hispanistas que han estudiado su obra lo había señalado ya, le cedo el crédito por el hallazgo). También Jung tenía una piedra empotrada en la pendiente de su jardín, donde le gustaba sentarse para practicar un juego mental:

“Yo estoy sentado sobre esta piedra —pensaba— y ella está debajo. Pero la piedra también podría pensar: él está sentado sobre mí. Entonces surgía la pregunta: ¿Soy yo el que está sentado sobre la piedra o soy la piedra sobre la cual él está sentado? Esta cuestión me embrollaba siempre y dudando de mí mismo me levantaba, cavilando acerca de quién era quién. Eso era algo que no estaba claro, y mi inseguridad iba acompañada de una sensación de misterio, curiosa y fascinante”.

En De perfil, este enigma no se plantea, pero es indudable que el protagonista utiliza la piedra como una especie de altar donde comulga con las fuentes de la vida. La nostalgia de lo absoluto que se respira en toda la obra de José Agustín busca reconciliar al individuo con la divinidad y a la parte con el todo. A partir de Cerca del fuego, la experimentación con la estructura de sus obras apunta hacia el mismo fin, con una dislocación del relato convencional desconcertante para los lectores de sus primeras obras. Obligado a reinventarse para no repetir eternamente los hallazgos de su narrativa juvenil, el Agustín de la madurez exige un mayor esfuerzo creativo por parte del público. La simbología de una novela fantástica como Vida con mi viuda no es fácil de entender, porque la lógica asociativa del sueño envuelve a los personajes en una especie de bruma alegórica. Haber corrido ese riesgo en vez de complacer a los fans y a los editores que le exigen más de lo mismo es un gesto de honradez intelectual que al hacer un balance general de su obra, la crítica no debe pasar por alto.

sábado, 4 de enero de 2014

La vanguardia sin obra

Diciembre/2013
Letras Libres
Enrique Serna

Poca gente ha reparado en una extraña paradoja de Los detectives salvajes, la novela que lanzó a la fama a Roberto Bolaño: pese a tener en gran estima a los infrarrealistas, el grupo de jóvenes poetas al que perteneció en los años setenta, Bolaño nunca nos da una probadita de su poesía, para que podamos juzgar si se merecían o no el ninguneo de nuestra república literaria. El esclarecedor ensayo de Gabriel Zaid “No me rescates, compadre” (Letras Libres, octubre de 2013), un examen de la vida y la obra de Mario Santiago, el Ulises Lima de la novela, me induce a pensar que Bolaño escamoteó ese detalle para lavar en casa la ropa sucia: si hubiera citado con amplitud los engreídos y descoyuntados balbuceos de su amigo, habría puesto en evidencia que ese joven pontífice no pudo convertir la bravata golpista en iluminación poética. Bolaño tampoco muestra en la novela los versos que pergeñó cuando jugaba a ser poeta maldito. ¿Pudor o autocrítica?
A mi juicio, esta omisión no le resta encanto a la novela, porque si bien Bolaño tuvo un amor mal correspondido por la poesía, el dominio del lenguaje que adquirió al tratar de escribirla lo sitúa entre los mejores prosistas de nuestra lengua. Como Cervantes, de tanto buscar “la gracia de poeta que no quiso darle el cielo”, encontró una gracia distinta para la que sí tenía grandes facultades. Alejado de México durante veinticinco años, recordaba con nostalgia a sus viejos amigos, y los redimió del olvido como entes de ficción, modulando con virtuosismo el tono elegíaco de la novela, una especie de réquiem por la euforia existencial perdida. Al lector hipnotizado por su magia narrativa le importa poco averiguar si el movimiento literario en el que militó era una eclosión de genios precoces o un fiasco embellecido por el recuerdo: a tal punto nos atrapa su arte para escudriñar el alma desde las primeras pinceladas de cada retrato. Bolaño creía dogmáticamente en las vanguardias, al grado de perdonarles la falta de talento, y su fe ciega en las bondades de la subversión creadora le impidió ver el lado grotesco de la vanidad insatisfecha, que en los malos escritores, sean conservadores o vanguardistas, alcanza proporciones monstruosas. Pero al ennoblecer a su pandilla juvenil con devota indulgencia, logró un fresco generacional memorable, tal vez porque la compenetración emotiva con un personaje, como la entrega amorosa, tiene mayor clarividencia que el espíritu crítico. Su novela es un triunfo de la empatía sobre la ironía, un panegírico de la trasgresión romántica en la edad de las grandes promesas. La resaca de esa fiesta quizá no fue muy grata para quienes la vivieron, pero Bolaño termina su relato en el umbral de las desilusiones.
La mayoría de los 200 mil lectores de Los detectives salvajes nunca se ha asomado a la gran poesía mexicana del siglo XX, ni lo hará jamás, pero como la firma de Bolaño aparentemente avala a los infrarrealistas, muchos incautos suponen que nuestras autoridades literarias cometieron en este caso una grave injusticia. Como el poder cultural de Oprah Winfrey y el de la mercadotecnia editorial española (autoridades supremas en cualquier polémica literaria, a juicio del público villamelón) respaldan al vindicador de ese movimiento, algunos abogados de causas perdidas quieren elevar a los infrarrealistas al rango de genios incomprendidos. En la novela, Bolaño cuenta que en aquellos años varios editores de revistas y suplementos se negaron a publicar sus poemas y los de Santiago. Frente al rechazo de un editor altamente calificado hay dos caminos: la humilde disposición a enmendar yerros o la rebelión soberbia contra una autoridad cuya mala fe se da por descontada. Aunque nunca lo haya confesado, Roberto Bolaño eligió el primer camino y Mario Santiago el segundo. La vocación literaria del chileno se sobrepuso a ese revés y encontró un mejor cauce en la narrativa, pero si los editores lo hubieran ungido como poeta, quizás él tampoco hubiera crecido como escritor. Por lo tanto, la perversa mafia que en esa época le rasguñó el orgullo le hizo un gran favor.
Novela de aprendizaje, Los detectives salvajes retrata el lado amable de la bohemia literaria, pero también la gestación de la negligencia infatuada que se exige poco y no tolera la menor crítica. En Ulises Lima ya despunta la personalidad de un tipo social bien conocido en los bajos fondos de las letras: el necio megalómano que nunca dio el ancho como escritor y que, entre amargos sorbos de tequila, culpa de su fracaso a la mezquindad ajena. Pero me temo que el grueso del público, educado en los valores de la contracultura, no ha leído la novela desde ese ángulo. Miles de rebeldes malogrados tienden a confundir el estilo de vida trasgresor y libertario con el talento. Los vanguardistas sin obra forman ya un nicho de mercado importante, al que los editores astutos se esmeran por complacer, y tal vez ellos hayan convertido a Bolaño en un bestseller mundial.

lunes, 18 de noviembre de 2013

El burladero de Ibargüengoitia

Octubre/2013
Letras Libres
Enrique Serna

En un país infestado de solemnidad y cortesía hipócrita, donde casi nadie puede ascender en el organigrama de una oficina, en el mundo universitario o en la pirámide burocrática sin darse importancia, el humor cruel es quizá la única herramienta eficaz para diagnosticar las patologías sociales. La vida mexicana ofrece un gran atractivo para un crítico de la impostura, y en la segunda mitad del siglo XX, cuando la mascarada nacional adquirió tintes particularmente grotescos, por la decadencia de un monolito institucional que empezaba a resquebrajarse, Jorge Ibargüengoitia la retrató con una rara mezcla de sutileza y causticidad que para muchos sigue teniendo un efecto catártico.
Se afirma con insistencia que la literatura mexicana peca de lúgubre y sombría, pero creo que un somero examen de nuestros clásicos modernos desmiente ese lugar común. Cuando Ibargüengoitia empezó a escribir, existía ya una tradición humorística en vuelo ascendente, que había dejado obras importantes en los terrenos del relato breve, la poesía satírica y la comedia. En plena revolución, Julio Torri escribió deliciosas piezas de humor macabro en la tesitura de Swift. Desde los años veinte, Salvador Novo y Renato Leduc habían escrito sátiras flamígeras en donde el ingenio burlesco remedaba con educada malicia los fastos mayores de la palabra. En 1950, Novo le pasó la estafeta a un excelente comediógrafo, Emilio Carballido, cuya primera pieza, Rosalba y los Llaveros, montó con gran éxito en Bellas Artes. Cuando la vio en el teatro Juárez de Guanajuato –cuenta Vicente Leñero en Los pasos de Jorge–, Ibargüengoitia quedó deslumbrado, creyó haber descubierto su vocación y renunció a la carrera de ingeniería para dedicarse al teatro. Ya en la década de los sesenta, la época en que Ibargüengoitia se da a conocer como novelista, dos famosos contemporáneos suyos, Carlos Monsiváis y José Agustín, incursionaron en la sátira social por distintos caminos: el primero, con un lenguaje barroco y una ironía sesgada que hería sin dejar cicatriz; el segundo, emulando con gran imaginación a los albureros de barrio para proclamar una revuelta generacional. Sin embargo, el toque Ibargüengoitia, la versión mexicana del “toque Lubitsch”, tiene un encanto especial que ha subyugado a varias generaciones de lectores y quizá la crítica debería aprovechar los homenajes a su memoria para precisar en qué consiste, si acaso podemos desentrañar un misterio tan caprichoso y esquivo como el humor.
Según el teórico del drama Eric Bentley, la farsa retrata la ridiculez humana con una crueldad helada. Cuando ese mismo retrato toma en cuenta las emociones, la farsa se vuelve comedia. Con ello pierde buena parte de su poder corrosivo, pero en cambio es más fiel a la riqueza y a la complejidad de la vida. En la farsa, la hostilidad hacia los personajes, o hacia el mundo representado, es más evidente que en la comedia. Por eso en la farsa prepondera el humor grotesco, mientras que el comediógrafo, por lo general, contrapesa la deformidad de sus criaturas con una visión amarga o melancólica de la flaqueza y la imbecilidad humanas, que no excluye la posibilidad de una redención por la vía del autoconocimiento (La vida del drama, Paidós Studio, 2001). Conviene tomar en cuenta este deslinde al estudiar la obra de Ibargüengoitia, no solo porque en su etapa de dramaturgo osciló entre ambos géneros, sino porque nos ayuda a definirlo como novelista. ¿El temperamento de Ibargüengoitia lo inclinaba hacia la comedia o hacia la farsa? ¿Buscaba la empatía con sus personajes o más bien la rehuía detrás de un burladero?
Una reciente relectura de sus principales novelas me confirma que Ibargüengoitia, por una comprensible alergia a la sensiblería, apenas esbozaba las emociones de sus personajes, y por supuesto, nunca pretendió interiorizarlas. A diferencia de Flaubert, que declaró: Madame Bovary c’est moi, Ibargüengoitia no habría podido decir que él era Matías Chandón, Serafina Baladro, el general Vidal Sánchez o Gloria Revirado. Esta manera de narrar define tanto su estilo como su enfoque de la existencia. Era un escritor naturalmente inclinado a la farsa, pero a una farsa exenta de las rispideces que ese género conlleva, por ejemplo, en el teatro guiñol de Alfred Jarry o en los esperpentos de Valle-Inclán. La estética de lo grotesco exige un alto grado de empatía con los personajes, aunque sea una empatía dictada por el odio. Ibargüengoitia se alejó de esos terrenos cuando pasó del teatro a la narrativa. Quizá por la necesidad de interponer una serie de biombos entre su punto de vista y el de los personajes (problema que no tenía como dramaturgo), se atrincheró en la noción de buen gusto para desarrollar una ironía mortífera. No condenaba defectos en nombre de la moral: ridiculizaba conductas en nombre de la belleza. Su distanciada y tersa observación del carácter no amortigua la violencia de la farsa, pero evita el derramamiento de sangre y subraya la coherencia interna del enredo absurdo.
Dentro de una poética tan reacia a las efusiones del corazón, los conflictos amorosos, que generalmente hacen perder la figura a quien los vive, apenas inmutan al narrador, que los observa desde lejos con una mezcla de mordacidad y pudor. En Maten al león hay un ejemplo muy claro de la renuencia de Ibargüengoitia a pisar el campo minado de la pasiones: el suicidio de la poetisa Pepita Jiménez, que se ofrece como voluntaria para matar al dictador Belaunzarán, inyectándole cianuro en un baile, pero herida por el rechazo del apuesto millonario Pepe Cussirat, el cabecilla del complot patriótico, se aplica a sí misma la inyección letal. Este golpe dramático queda mitigado por la indiferencia que produce, no solo entre los demás personajes, sino en el propio cronista de la conjura. El hecho de que Pepita sea una poetisa romántica de medio pelo, refuerza en el lector la sospecha de que ha muerto por querer introducir la intensidad operática, o lo que ella entendía como tal, en un mundo ficticio blandengue, donde nadie tiene sentimientos profundos ni convicciones genuinas. No creo que en este caso, Ibargüengoitia quiera ridiculizar el desdichado amor de Pepita: simplemente omite pronunciarse al respecto, porque esa faceta de la existencia no le concierne. Desde lejos y con ambigua imparcialidad, refiere fríamente lo sucedido para que el lector decida si compadece o escarnece a la heroína trágica inmiscuida en la farsa.
El meollo de Maten al león es una intriga política, y eso justifica, hasta cierto punto, que el autor no explore a fondo la vida amorosa de los personajes. Pero incluso en Estas ruinas que ves, una novela centrada en los avatares el deseo, la química de las pasiones brilla por su ausencia. Las aventuras eróticas del protagonista son situaciones de vodevil que lo dejan ileso, y aunque Gloria Revirado lo atrae poderosamente, ni sufre ni se acongoja por ella. La farsa elegante de Ibargüengoitia presupone un acuerdo tácito similar al que rige el comportamiento social de la gente mundana: tanto el autor que funge como anfitrión como los lectores invitados saben que las pasiones existen, y en buena medida rigen nuestra conducta, pero han convenido que no viene al caso escudriñarlas en público.
Sin duda, la flema británica dejó una huella muy fuerte en la obra de Ibargüengoitia, pues sus autores de cabecera (Swift, Bernard Shaw, Chesterton, Waugh, Naipaul) creían también que la literatura humorística es incompatible con las borrascas emocionales. Para ellos, el humor es el triunfo de la inteligencia sobre las vísceras. Pero si bien ese humor aséptico o distanciado, diametralmente opuesto al de Quevedo, Goya o Almodóvar, caracteriza a una parte de la literatura inglesa, también está muy arraigado en la idiosincrasia mexicana. La obra de Ibargüengoitia se ciñe en todo momento al “medio tono” que Pedro Henríquez Ureña consideraba el rasgo distintivo del carácter nacional. Yo agregaría que ese medio tono goza de especial predilección entre la clase media, que soporta provocaciones y burlas fuertes, siempre y cuando sean proferidas con buenas maneras. Producto de una clase moldeada y torturada por la decencia, Ibargüengoitia escribió para ella, pero también contra ella. Si el público lo leyera con más atención, si asimilara a fondo su crítica lúcida y serena de la pesadilla mexicana, no se quedaría tan reconfortado después de leerlo. Porque en el fondo, Ibargüengoitia era un pesimista crónico que no tenía esperanza alguna en la redención colectiva. Solo creía, quizá, en la redención del individuo que se rehúsa a participar en el baile de máscaras.
No sé quién habló por primera vez del sentido común de Ibargüengoitia, pero creo que esta etiqueta falsea su visión del mundo. Quizá él mismo, que tanto aborrecía las declaraciones presuntuosas de los escritores (“una fuerza telúrica mueve mi pluma”, “escribo para exorcizar mis demonios”, etc.), propició una valoración reduccionista de su talento por no querer darse taco. La verdad es que un hombre provisto exclusivamente de sentido común puede arreglar una cañería o hacerse rico en la Bolsa, pero no escribir novelas como Las muertas o Los pasos de López (para mi gusto, sus obras maestras). El sentido común mata la poesía. Todas las revoluciones del arte y el pensamiento se han hecho a contrapelo del common sense, que no es tan común ni tan espontáneo como creen sus inventores, los burgueses de Inglaterra.
Jorge Ibargüengoitia no fue un humorista irracional que buscara liberar las fuerzas del inconsciente, como los románticos o los surrealistas, pero tampoco un simpático abanderado del sentido común. La sencillez de su estilo ha engañado a los lectores que tienden a confundir lo claro con lo superficial. Antes de endosarle un cliché más bien deshonroso, deberían examinar la conducta de sus personajes. El protagonista de Los relámpagos de agosto, empecinado en saber por dónde va el cuartelazo para sumarse al bando ganador, actúa en la época de los caudillos con impecable sentido común. En su tiempo, lo descabellado hubiera sido guardar lealtades. Lo mismo sucede con Serafina y Arcángela Baladro, las madrotas del burdel de Las muertas, que asesinan y entierran a sus víctimas obedeciendo a una lógica mercantil impecable. A Ibargüengoitia le interesaba exhibir la cordura opresiva y enferma que hay detrás de un comportamiento criminal o traicionero. No es la demencia, sino el cálculo razonado de costos y beneficios, lo que desencadena la matanza de las Poquianchis:
Al capitán Bedoya –escribe– le pareció siempre una locura que las Baladro gastaran dinero en Blanca. Cuando la internaron en el sanatorio del doctor Meneses, varios testigos oyeron al capitán comentar lo siguiente:
–Es tirar el dinero. Es posible que esa mujer vuelva a caminar pero la cara no se la compone nadie, ¿y de qué sirve una puta que da miedo?
La lógica de Bedoya se impone finalmente a la tibia generosidad de las proxenetas, no porque ellas se hayan contagiado de su maldad, sino porque las convence su sentido común. Los monstruos de Ibargüengoitia, como los de Goya, nacen del sueño de la razón, pero no de la razón que se propone resolver los misterios de la naturaleza o de la existencia, sino de una razón simple y casera que llega a la vileza o al crimen por el camino del silogismo convenenciero. Ibargüengoitia no ridiculiza la falta de lógica en la vida cotidiana: si algo lo caracteriza como novelista es su desconfianza en el sentido común, su insistencia en señalar el lado perverso de la sensatez. En esto se parece a Ionesco, aunque no haya pretendido expresar irracionalmente la derrota de la razón. Lo peculiar y enigmático de Ibargüengoitia fue que asumiera con alegría y desparpajo una conclusión tan desoladora sobre la mezquindad de la cordura. Eso explicaría por qué las pasiones ocupan un lugar secundario en su obra: Ibargüengoitia no las quiso retratar, pero las veía desde lejos con un pudor respetuoso. Lo que no respetaba era el cáncer de la vida mexicana: la habilidad para medrar a costa del inferior, la devaluación de la vida ajena, la simulación crónica, la maña del vivales que saca ventaja en cualquier circunstancia. Contra esas “habilidades sociales” enfocó sus baterías, y como ahora son más amenazantes que nunca, la relectura de su obra nos sigue dejando un sabor agridulce.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Leñero: ochenta años de fecundidad

Agosto/2013
Letras Libres
Enrique Serna

Quien mucho abarca, poco aprieta, dice la sabiduría popular. El talento polimorfo de Vicente Leñero desmiente este refrán, pues a pesar de haber incursionado en múltiples géneros (la novela, el cuento, el drama, la crónica, el guión cinematográfico) en todas sus facetas ha dejado obras importantes, y los secretos del oficio narrativo que aprendió en su juventud le sirven con frecuencia para renovar el lenguaje dramático o audiovisual. Como es bien sabido, en sus mocedades Leñero estaba subyugado por el nouveau roman, un movimiento que se propuso reconstruir las estructuras de la novela convencional, superar el psicologismo de la literatura decimonónica y crear modelos para armar en los que el andamiaje narrativo predominaba sobre la fabulación. Los representantes más radicales de esa vanguardia (Robbe-Grillet, Butor) quisieron también prescindir de los personajes. Por fortuna, Leñero no los siguió hasta ese extremo, pero su influencia es muy notoria, sobre todo, en Los albañiles y Estudio Q.
Algo menos perceptible, y por lo tanto, apenas advertido por la crítica, es que en su faceta de guionista Leñero se mantuvo fiel a esa inclinación por los rompecabezas narrativos con planos temporales yuxtapuestos. Su estupenda adaptación de El callejón de los milagros, por ejemplo, es una especie de nouveau roman cinematográfico, en donde la eterna partida de dominó en la cantina del barrio funciona como un rehilete o un distribuidor vial que suelta líneas argumentales en varias direcciones. Y es indudable, por ejemplo, que la experiencia de Leñero en la novela policiaca de enigma (Los albañiles puede catalogarse como tal, aunque admita muchas otras lecturas) le permitió combinar a la perfección la intriga y el suspenso en Asesinato, la historia del doble crimen de los Flores Muñoz, presuntamente asesinados a machetazos por su nieto Gilberto. Ningún escritor mexicano ha estado tan cerca del Truman Capote de A sangre fría como Leñero en esta magnífica reconstrucción de un crimen erizado de conflictos sexuales, políticos, psicológicos y sociales.
En las abundantes entrevistas que ha concedido en los últimos meses con motivo de sus ochenta años, y en “Las uvas estaban verdes” el primer relato de su nuevo libro Más gente así (Alfaguara, 2013), Leñero ha confesado que después de obtener el Premio Biblioteca Breve con Los albañiles soñó con ingresar al boom y ser un novelista de fama internacional. Se trataba, sin duda, de una ambición legítima pues, a medio siglo de su aparición, Los albañiles no ha perdido un ápice de su encanto. La magnética personalidad de don Jesús, el depravado y mitómano velador de la obra, bastaría para colmar de orgullo a cualquier escritor. Las primeras novelas de Leñero no se tradujeron tanto como él esperaba, tal vez porque su representante no lo apoyó demasiado. De ningún modo creo que este revés de la fortuna le reste valor a su obra, pero según parece fue determinante para que Leñero cambiara la narrativa por el teatro. Entre su variada y abundante producción dramática, yo destacaría, sobre todo, una pequeña joya del drama intimista: La visita del ángel. Un matrimonio otoñal apacible y feliz, pero algo enmohecido por la rutina, recibe la visita de su hija, una joven rebosante de picardía y vitalidad que irrumpe como un ventarrón en la paz un tanto sepulcral de sus padres. En esta obra naturalista y, a la vez, complejamente artificiosa, el arte de sugerir emociones, la elocuencia del silencio, la tentativa por apresar el carácter efímero de la felicidad, alcanzan alturas chejovianas. Registrar con sutileza lo que Stendhal llamaba “los movimientos del alma” es quizá la tarea más difícil para cualquier dramaturgo. Leñero rechazó el homenaje nacional que le ofrecía el Conaculta con motivo de sus ochenta años, pero una manera indirecta de homenajearlo, y más eficaz en términos de difusión cultural, sería reponer esta cautivadora pieza, que hace tiempo no está en cartelera.
Aunque desde los años setenta se consagró de lleno a la literatura, Leñero siempre ha tenido un pie en el periodismo, donde también ha dejado varias obras maestras, entre ellas la crónica “El derecho de llorar”, donde narra el tragicómico sainete de los actores cubanos que en los años cincuenta se atrevieron a pedir un aumento de sueldo al dueño de la rcn, durante la grabación de la legendaria radionovela “El derecho de nacer” (Carlos Monsiváis la recopiló en su famosa antología A ustedes les consta). Aquí Leñero hace gala de un humor formidable y estoy seguro de que estas páginas perdurarán entre lo mejor de su obra. Por modestia o por penitencia, en la entrevista que le concedió a Christopher Domínguez Michael en un número reciente de Letras Libres (abril, 2013), Leñero solo habló de proyectos literarios fallidos, de ambiciones frustradas y de las críticas adversas que ha recibido a lo largo de su carrera. Quizá se flageló en público para aplacar la vanidad (no olvidemos que es un católico empedernido) pero me temo que ni con esas mortificaciones quedará libre de pecado. Desde el reino tenebroso de Lucifer y de don Jesús, lo condeno a cargar para siempre con la culpa del honor merecido. ...

viernes, 13 de julio de 2012

La inteligencia iletrada

Julio/2012
Letras Libres
Enrique Serna

Por un prejuicio aristocrático milenario, la sabiduría libresca siempre ha despreciado a la inteligencia práctica, pero como esa inteligencia gobierna el mundo, cada vez arrincona más a la minoría culta que pretende humanizarla o inculcarle valores éticos. Las letras y las humanidades tienen una aureola de prestigio que algunos codician, pero el verdadero poder está en otra parte: en las ciencias, en la economía, en la tecnología y en la política. Esas inteligencias nos han avasallado y en vez de condenarlas desde una posición santurrona y a la vez envidiosa, quizá deberíamos entender cómo funcionan. La mayéutica no era solo un ideal educativo democratizador: su eficacia se comprueba a diario en las aulas, en las calles y hasta en los bajos fondos. Todos poseemos en el alma la capacidad de aprender, incluso las lacras de la sociedad. En laRepública, Sócrates declara su admiración por la inteligencia de los pillos: “¿No has observado aún hasta dónde llega la sagacidad de esos hombres a quienes se da el nombre de pícaros redomados, y con qué penetración su mísera alma distingue todo aquello que le interesa? Son tanto más perjudiciales cuanto más clarividentes.” Los libros no son la única vía de acceso al aprendizaje: una mente despierta puede encontrar muchas otras, sin necesidad de tener un mentor tan agudo y exigente como Sócrates. La inteligencia en estado bruto nunca se ha subordinado al poder intelectual, pero lo contrario ha ocurrido infinidad de veces: la historia universal está llena de tiranos y caudillos que usaron a los letrados para encumbrarse y después los desecharon con insolencia (en México, Santa Anna dio ese trato más de una vez a Lucas Alamán y a Valentín Gómez Farías). Cuando el poder del intelecto no influye en la sociedad y solo aspira a ser la materia gris detrás del trono, invariablemente queda aplastado por la inteligencia pragmática del pillo al que pretendía controlar.
¿Significa esto que los fascistas tienen razón cuando dicen que la única superioridad verdadera radica en la fuerza? No, porque la inteligencia que se requiere para alcanzar y conservar el poder generalmente sucumbe a su propio vértigo cuando no tiene otros contrapesos. Pero como el saber libresco descalifica de entrada el saber práctico y la habilidad política, tampoco puede combatirlos con eficacia, como acabamos de comprobar en la contienda electoral recién terminada, en la que toda la comunidad cultural hizo objeto de escarnio a un iletrado astuto que a estas alturas, si la revuelta estudiantil no hizo recapacitar a las masas, quizá esté festejando el triunfo de su organización delictiva. En el Renacimiento, Erasmo de Rotterdam recordó a los humanistas los límites de su infatuado magisterio: “El sabio se refugia en los libros de los antiguos, de los que aprende meras sutilezas de palabras. El insensato, en cambio, lo prueba todo y se enfrenta a los peligros cara a cara. Esto ya lo vio Homero al decir que el necio aprende por los hechos.” Reconocer que ese tipo de aprendizaje tiene igual o mayor importancia que el adquirido en las universidades no solo es necesario para rendir honores a la verdad, sino para revitalizar la imaginación y la inteligencia especulativa.
Quien sabe leer con acierto la realidad, quizá no necesite demasiado el auxilio de los libros, ya sea un escritor o un hombre de Estado. La Bruyère esbozó esa idea en uno de los mejores pasajes de sus Caracteres: “Una buena cabeza que ha fortalecido el temple del espíritu con una gran experiencia, un hombre que por la amplitud de sus miras y su penetración se vuelve amo de todas las situaciones, puede decir fácilmente y sin comprometerse que jamás lee.” Vuelta al revés, la sentencia de La Bruyère también tiene validez: un lector voraz que no tiene ideas propias y se siente abrumado ante las dificultades de la existencia, desprestigia la lectura a los ojos de los demás. Según los sabios antiguos y modernos, la cima de la inteligencia consiste en la capacidad de abstracción, en el manejo de ideas complejas, con pocos o nulos asideros en la realidad. Según este criterio, el centenar de maestros de filosofía que se han devanado los sesos para descifrar los acertijos de Heidegger tienen derecho a ver al resto de la humanidad por encima del hombro. Pero la superioridad fundada en la sutileza especulativa también ha sido puesta en duda por algunos filósofos que sostuvieron la superioridad de la intuición sobre la abstracción. Schopenhauer creía que el principal defecto de la filosofía alemana había sido perderse en un dédalo de abstracciones, y consideraba que las mentes inferiores se refugiaban en él para ocultar su incapacidad. Como los exégetas de las universidades sobrestiman la capacidad de abstracción y forman cotos de poder para defenderla, quienes la impugnan suelen ser tachados de estúpidos. Pero la inteligencia iletrada, rica en intuiciones, ni siquiera necesita defenderse de los ataques que le lanzan los eruditos: les arroja dádivas desde el trono con una mueca sarcástica.

domingo, 17 de junio de 2012

Elogios forzados

Junio/2012
Letras Libres
Enrique Serna


En teoría, los cenáculos presididos por grandes figuras de las letras o el pensamiento deberían estar a salvo de la mediocridad, pues el líder exige a sus miembros un alto grado de excelencia que automáticamente cierra el paso a los buscadores de prestigio. Pero en los cenáculos monárquicos suele haber también lacayos, pajes, chambelanes, ayudas de cámara, y más de una vez ha ocurrido que en el séquito de un intelectual prestigioso desempeñen estas funciones escritores de poca monta en busca de relumbrón. Frente al público y frente al resto de la comunidad cultural, un cenáculo influyente y poderoso se debilita cuando admite en su seno, por conveniencias del monarca, a la servidumbre que hace el trabajo sucio y, a cambio de ese servicio, pretende haber obtenido laureles imperecederos. Sin embargo, por comodidad, vanagloria o cálculo mezquino, algunas figuras literarias prefieren devaluar las condecoraciones que otorgan para conservar un séquito servicial y obsequioso. En el ensayo La escuela romántica, Heinrich Heine acusó a Goethe de haber incurrido en esa falta de ética: “Los aristócratas intelectuales de Alemania tenían sobrados motivos para desconfiar de Goethe. Temía a todo escritor independiente y original y elogiaba a todo espíritu mediocre e irrelevante. Llegó tan lejos por ese camino que acabó siendo sello de medianía recibir un elogio suyo.”
La confusión que genera el favoritismo doloso de una autoridad cultural tiene consecuencias en todo su ámbito de influencia, no solo entre los miembros de su séquito. Si los elogios de Goethe perdieron credibilidad entre la élite literaria alemana, como afirma Heine, seguramente no se devaluaron ante los esnobs, que debieron de haber aceptado a ciegas sus bendiciones papales. Una figura de la talla de Goethe puede salir indemne de estas prevaricaciones, pero con ellas deja de cumplir su principal responsabilidad social: orientar con franqueza y honradez al lector común. Por supuesto, no todas las alabanzas falsas obedecen a un maquiavelismo calculado. Algunos escritores las prodigan por debilidad de carácter, confiando en que la gente no les dará crédito. Obligado a elogiar por compromiso a muchos escritores de la nobleza, el doctor Johnson hizo un deslinde sanitario para que sus amigos íntimos pudieran separar el oro del cobre: “Cuando elogio un libro sin que me hayan pedido mi opinión, es un elogio honesto, en el que se puede confiar –advirtió en una charla recogida por Boswell–. Pero si un autor me pregunta si me gusta su libro y yo le digo algo parecido a un elogio, no deben considerarlo mi opinión verdadera” (34). Como solo un reducido número de literatos conocían esta clave secreta, y Johnson escribió cientos de elogios forzados, el público seguramente los tomaba por buenos.
Cuando la valoración del talento se convierte en un secreto reservado a una minoría selecta, la única que sabe leer entre líneas, porque así lo exigen las conveniencias sociales, la familia literaria genera dos clases de prestigios: uno de bisutería, en el que el público ingenuo cree, y otro, el de verdaderos quilates, que los miembros del cenáculo atesoran a espaldas de los incautos. Esta situación confunde a la gente y beneficia más aún a los buscadores del prestigio ilegítimo, pues nadie puede ya desenmascararlos después de otorgarles un certificado de excelencia. Sin embargo, la minoría enfrascada en este juego tortuoso confía en que las falsedades que se ha visto obligada a difundir tarde o temprano caerán por su propio peso. Así ocurrió, por ejemplo, con los elogios y los prólogos que Rubén Darío escribió a regañadientes para complacer a cientos de admiradores. En su época todavía se estilaba que los poetas escribieran versos laudatorios en los álbumes de las damas de sociedad con veleidades literarias, y como Darío era un galante caballero, jamás les negó un cumplido. Tampoco podía lastimar a los poetastros que le pedían opiniones sobre sus obras, menos aún cuando traía algunas copas de más. De tanto prodigar elogios, logró devaluarlos a tal extremo que ya nadie los tomaba en serio. Ernesto Mejía Sánchez, editor de Darío y gran conocedor del modernismo, creía que el poeta usó esta estrategia para defraudar a quienes creían que el prestigio se puede endosar como un cheque. Sin duda dio gato por liebre a la gente que lo asediaba, pero quizá el público le habría agradecido que hiciera recomendaciones genuinas, en vez de someterse una y otra vez a la dictadura de los buenos modales. La injusticia en la valoración del talento se traduce tarde o temprano en una pérdida de poder cultural efectivo, porque la credibilidad de cualquier árbitro sufre una merma considerable cuando engaña al público sistemáticamente. Por desgracia, esta tradición sigue viva en la república literaria de hoy. Mientras la crítica esté sometida a los sagrados deberes de la amistad, nunca podrá frenar ni contrarrestar a la mercadotecnia editorial.

jueves, 10 de mayo de 2012

Dilemas de la crítica

Mayo/2012
Letras Libres
Enrique Serna

Los escritores y artistas que no menosprecian al común de los mortales, pero tampoco aceptan ceñirse a los gustos de la masa, tratan de influir en la opinión pública para orientar a los lectores que necesitan una brújula para abrirse camino entre la maleza editorial. Quienes lo consiguen pueden convertir la crítica en una herramienta de combate muy eficaz. Sin embargo, cuando este liderazgo se ejerce con talante autoritario, entraña el riesgo de anular el criterio del lector, justamente la cualidad que busca desarrollar cualquier tarea educativa, desde los tiempos de Sócrates hasta hoy. El principal defecto de los esnobs es su débil capacidad para el juicio personal, que los supedita en exceso a los enfoques de la minoría privilegiada o culta. Un maestro fracasa cuando su alumno lo respeta tanto que solo puede repetir como un loro lo que le ha enseñado, sin apartarse un milímetro de la lección aprendida. La misión de las minorías que no buscan encerrarse en guetos excluyentes no solo debe consistir, por lo tanto, en afinar la apreciación intelectual y estética del público, sino en incitarlo a poner en tela de juicio los cánones de la tradición, las modas literarias y artísticas, los sellos de prestigio que parecen irrefutables, no con el fin de predisponerlo a la descalificación fácil, sino para forzarlo a pensar y juzgar por su cuenta.
Los clásicos han pasado la prueba del tiempo y por lo tanto, su valor no está sujeto a grandes fluctuaciones, pero un lector sagaz puede contravenir incluso los veredictos de la tradición. Hay escuelas literarias o corrientes de pensamiento que logran revolucionar los gustos y las ideas dominantes, ya sea desenterrando autores olvidados o condenando al olvido a celebridades marchitas. En el ámbito de la literatura española, la revaloración de Góngora por parte de la Generación del 27 demuestra que un menosprecio injusto mantenido durante dos siglos, puede revertirse cuando los críticos de un canon enmohecido han sabido conquistar la confianza y el respeto de los lectores. En los juicios sumarios de un genio como Borges siempre hay un ingrediente de arbitrariedad que nos obliga a tomarlos con pinzas, pues menospreciaba géneros en bloque, por ejemplo, la novela realista del siglo XIX. Quien admire a Borges al extremo de tomar sus opiniones como dogmas, pero al mismo tiempo respete a Ortega y Gasset y al caudillo del surrealismo André Breton, descubrirá con perplejidad que estos tres árbitros del gusto juzgaban la literatura de su época y el legado de la tradición con raseros diametralmente opuestos. Ortega y Gasset, por ejemplo, creía que, bajo el reinado del monólogo interior, la fabulación caería en desuso y la narrativa del futuro solo buscaría reflejar estados de conciencia. Borges lo refutó en el prólogo a La invención de Morel, la gran novela fantástica de su amigo Bioy Casares, quien demostró, por si hiciera falta, que la fabulación gozaba de perfecta salud. A su vez, André Bretón creía que la novela era un género caduco y condenó toda la poesía contaminada por el espíritu crítico (es decir, casi toda la poesía universal). En represalia por esa arbitrariedad, ni Borges ni Ortega concedieron valor alguno a la poesía surrealista. ¿Quién tenía la razón en estas polémicas? ¿Todos o ninguno?
Puesto que los sellos de prestigio son a menudo contradictorios y beligerantes, un lector que se guíe demasiado por ellos puede quedar atrapado en un callejón sin salida. Como las minorías más calificadas libran una guerra permanente por la rectoría del gusto, sus juicios tienen siempre un valor relativo. Para tomar partido en estas querellas, o adoptar una posición ecléctica (lo más recomendable, a mi juicio), el individuo abierto a todas las influencias solo puede confiar en su propio criterio, procurando, eso sí, conocer las obras y los argumentos de todos los bandos involucrados en la polémica literaria. Con más razón debemos estar alertas contra las trampas de la mercadotecnia editorial, que ha logrado uniformar el gusto de su clientela cautiva y año tras año lanza al mercado decenas de libros avalados por una autoridad más o menos respetable (el jurado de un premio, el prologuista famoso) a la que se utiliza para intimidar al lector esnob, presentando el libro como “cosa juzgada”. Existen muchos interesados en presionar al público para que renuncie a sus propios gustos y opiniones (lo que equivale a renunciar a la propia personalidad), o en restringir la oferta editorial para restarle elementos de juicio, pues cuanto más dócil sea el lector, más ingenuamente consumirá las baratijas prestigiosas que abarrotan las mesas de novedades. ¿Cómo impedir esta epidemia de credulidad inducida si la autoridad intelectual busca siempre acatamiento y respeto? ¿Se puede predicar al mismo tiempo la obediencia y la insumisión? ¿Cómo hacer valer el prestigio bien ganado sin fomentar el esnobismo? ~

sábado, 22 de octubre de 2011

Los misterios desnudos

22/Octubre/2011
Laberinto
Enrique Serna

En el ocaso del Egipto faraónico, bajo la dominación helena y romana, los sacerdotes crearon grafías deportivas o criptográficas destinadas a “vestir de misterio” los textos religiosos, con el fin deliberado de confundir al lector. La edad barroca del jeroglífico fue el canto del cisne de una casta moribunda que porfiaba en la cerrazón excluyente ante el empuje de la escritura demótica y las lenguas invasoras. Como los dictadores en desgracia, que al verse perdidos emprenden una fuga hacia delante, los sacerdotes de Alejandría aumentaron el número de signos y sus variantes para crear un sancta sanctórum aun más inaccesible a los profanos. Quizá la poesía hermética de los siglos XIX y XX haya sido también un gesto agónico frente al avance de la ciencia y la tecnología, como si el imperio de la objetividad hubiese infundido en el hombre una nostalgia reaccionaria por los misterios religiosos. Mientras la ciencia esclarecía los fenómenos del mundo natural, la literatura buscaba restaurar los viejos oráculos indescifrables. Por una extraña paradoja, el viraje hacia el hermetismo comienza en la literatura francesa unas cuantas décadas después de que Champollion logró descifrar los jeroglíficos egipcios. Se había resuelto uno de los grandes misterios de la historia universal y el hombre, huérfano de enigmas, tuvo que apresurarse a inventar otros.

Una inquietud análoga ante el empuje de la ciencia explica, tal vez, la intrincada terminología de algunas corrientes de la filosofía alemana en el mismo tramo de la historia moderna. El enorme prestigio que alcanzaron desde su nacimiento denota que había un público ávido de revelaciones oscuras, o bien, que los buscadores de prestigio siempre reciben con beneplácito a los profetas inaccesibles. Pero no todos cayeron en el garlito: Schopenhauer, uno de los mejores prosistas alemanes de su tiempo, reaccionó con virulencia ante la mistificación del lenguaje filosófico. “Las palabras no carecen de dueño —protestó— y atribuirles un sentido totalmente distinto del que hasta ahora han tenido significa abusar de ellas, significa introducir una autorización según la cual cada uno puede utilizar cada palabra en el sentido que quisiera, con lo que se produciría una confusión sin límites”. Fichte, Schelling y sobre todo Hegel son los filósofos a quienes acusaba de tener mentes confusas y defectuosas. Su débil entendimiento, acobardado ante la exigencia de calidad de los conceptos, retrocede, según Schopenhauer, a la cómoda penumbra de los conceptos imprecisos, muy abstractos y difíciles de explicar, como por ejemplo, finito e infinito, sensible y suprasensible, la idea del ser, la de la razón, el absoluto, etcétera. El exceso de abstracción y el abuso de los conceptos generales, utilizados como signos algebraicos, “son lanzados aquí y allá con lo que el filosofar degenera en vana palabrería, y a la mente que piensa le entra la duda, sobre todo en la juventud, de si es incapaz de entender o si no hay realmente nada que entender”.¹

Cualquier lector experimentado conoce las zozobras descritas por Schopenhauer. Como la falta de rigor literario conduce a la vaguedad, muchas de las disertaciones filosóficas, los poemas y las novelas que parecen haber alcanzado el máximo grado de dificultad probablemente son borradores mal pulidos, por la enorme cantidad de licencias que se han permitido sus autores. Al amparo de las tinieblas todo se vale, pues nadie puede notar los defectos, los vacíos y las asperezas de un jeroglífico sin códigos de referencia. ¿Es sustancial toda la filosofía de Hegel o en algunos momentos recargaba su discurso con hojarasca para vestirlo de misterio? La falta de lima crea oscuridades, como lo sabe cualquier redactor principiante, pero cuando el intelecto flaquea es más fácil meter la basura bajo la alfombra que barrer la sala. Lo mal escrito suele estar mal pensado, aunque pueda ser una buena estrategia para imponerse en un tono distinguido. Sólo un acto de fe puede hacernos creer en la genialidad incomunicable, como sucedía con el crédulo auditorio de los viejos profetas iluminados. La destreza verbal, en cambio, “hace tratables los retiramientos de las ideas y da luz a lo escondido y ciego de los conceptos, que oscurecer lo claro es borrar y no escribir”. ² Esta definición de Quevedo no ha perdido vigencia, y aunque no deberíamos eludir el esfuerzo de leer a Hegel por las críticas de Schopenhauer, cualquier lector tiene derecho a preguntarse si debajo de su intrincado edificio conceptual hay algo que entender o está siendo timado por un charlatán.

Otro experto en demoliciones, el filósofo y físico Mario Bunge, opina de Heidegger lo mismo que Schopenhauer pensaba de Hegel: “Heidegger tiene un libro sobre El ser y el tiempo ¿y qué dice sobre el ser? ‘El ser es ello mismo’. ¿Qué significa? ¡Nada! Pero la gente, como no lo entiende, piensa que debe ser algo muy complejo. Vea cómo define el tiempo: ‘Es la maduración de la temporalidad’. ¿Qué significa eso? Las frases de Heidegger son propias de un esquizofrénico. Pero no estaba loco: era un pillo que se aprovechó de la tradición académica alemana según la cual lo incomprensible es profundo”.³ Algunos maestros de filosofía reprobarán con el ceño adusto estos desacatos a la autoridad intelectual, y dirán, quizá, que los enemigos de Hegel y Heidegger los han descalificado por envidia o mala fe. Dos valores tan sólidos de la filosofía no pueden quedar en entredicho, pues entonces ¿qué sería de sus exégetas, de los congresos organizados para desmenuzar sus sistemas de pensamiento, de los seminarios de postgrado y de las tesis doctorales consagradas a quemarles incienso? El peso de las obras canónicas es enorme y en algunas épocas ha logrado inhibir por completo a la crítica. Los eruditos no obtienen demasiado prestigio cuando estudian obras sencillas que cualquier lector puede disfrutar; en cambio su importancia crece cuando se proclaman intérpretes oficiales de una obra difícil. Detrás de cada falso dios hay un ejército de sacerdotes con las uñas afiladas para repeler a cualquier hereje y su principal arma de combate es atribuir los ataques a la estupidez de la chusma. Sócrates confesó que no había entendido del todo el tratado de Heráclito Acerca de la naturaleza, pero en los círculos académicos se tacha de tonto a quien confiesa que no ha entendido a Hegel o a Heidegger. Por lo tanto, nadie se atreve a reconocer una incapacidad nacida, quizá, de la mala sintaxis de una mente confusa. Intimidada por el miedo al ridículo, la crítica se refugia entonces en el silencio cobarde o en la mentira, como le ocurrió a los cortesanos que temían ser tachados de bastardos si negaban haber visto el manto invisible del rey. Pero a final de cuentas, ¿quién es más ridículo? ¿El que dice la verdad y pasa por tonto o el último en admitir que el rey va desnudo?


1) Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, vol. I, FCE, México, 2008, p. 208.
2) Francisco de Quevedo. Epistolario, prólogo de Raimundo Lida, Dirección General de Publicaciones del Conaculta, México, 1989, p. 116.
3) Ignacio Vidal Folch, “Entrevista con Mario Bunge”, en El País, 4 de abril de 2008.