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martes, 26 de noviembre de 2019

La tenacidad del fracaso

23/Noviembre/2019
El Cultural
Eduardo Antonio Parra

Acaso por casualidad, quizás por destino, mi primer contacto con la producción del peruano Julio Ramón Ribeyro fue con “Sólo para fumadores”. Digo destino porque, fumador empedernido como soy, incursionar en este relato me provocó esa impresión tan conocida por lectores de cualquier época y latitud de estar ante un texto escrito sólo para mí. Al recorrer sus páginas y adentrarnos en esa experiencia humeante que se inicia en la adolescencia, Ribeyro nos conduce por un viaje a través de la memoria —suya y nuestra—, cuya ruta inicia con el entusiasmo ante el tabaco, pasa por la justificación del acto de fumar, cruza el largo trecho de la empatía, se despeña en el miedo a las consecuencias físicas y, al final, termina en la aceptación resignada. Pieza anfibia, a medio camino entre la crónica autobiográfica, el ensayo y la confesión, “Sólo para fumadores” tal vez sea, paradójicamente, el texto más célebre de un gran cuentista cuya obra, el resto, resulta poco conocida por lo menos en nuestro país.
En reuniones con colegas, en talleres literarios, al preguntar si alguien ha leído a Julio Ramón Ribeyro casi todos responden que “han escuchado su nombre” (no falta quien pregunte a su vez si me refiero a un escritor brasileño). Algunos dicen conocer “su texto sobre el tabaco”, pero casi nadie recuerda otros cuentos escritos por él. Entonces los más interesados apuntan su nombre y, cuando volvemos a encontrarnos, me dicen que lograron leer en internet tal o cual relato pero que no encontraron ningún libro suyo en librerías. No sé si esto se deba a que, como afirman los editores, “el cuento no vende” y por lo tanto no se publica, ni siquiera cuando se trata de un clásico del género. Lo cierto es que en mis primeras dos décadas como lector apenas tuve referencias de sus títulos, y después de leer en copias fotostáticas “Sólo para fumadores” y tres o cuatro relatos más, tras buscar sus volúmenes durante años logré ubicar en una librería un olvidado y solitario ejemplar de Prosas apátridas, que tampoco es un libro de cuentos, pero que me llevó a acercarme un poco más al estilo del autor.
PENSAMIENTOS, REFLEXIONES, microensayos, aforismos, estampas callejeras, apuntes que se quedaron sin desarrollar ni alcanzar forma narrativa acabada, estas prosas pueden por momentos iluminar el camino de cualquier escritor, o de quien intente serlo, señalándole sin dogmas ni didactismos el camino espiritual de la pasión por la literatura, las maneras de contemplar lo cotidiano y definir sus significados ocultos, o incluso los amargos descubrimientos que se hacen del oficio por medio de la lectura:
Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer las reglas del juego. De ahí que toda tentativa para dar la impresión de no ser afectado —monólogo interior, escritura automática, lenguaje coloquial— constituye a la postre una afectación a la segunda poten-cia. Tanto más afectado que un Proust puede ser un Céline, o tanto más que un Borges un Rulfo. Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación.
Pero también, en ocasiones, revelan fragmentos de biografía del autor, sus reacciones ante los embates de la vida, o incluso lúcidas y pesimistas observaciones sobre el sentido de la existencia:
Somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente nos morimos sin que hayan sido pulsadas todas. Así, nunca sabremos qué música era la que guardábamos. Nos faltó el amor, la amistad, el viaje, el libro, la ciudad capaz de hacer vibrar la polifonía en nosotros oculta. Dimos siempre la misma nota.
Al expresar, de modo fragmentario, el ars poetica de Ribeyro, Prosas apátridas viene a ser reverso y complemento de su obra narrativa. En este libro destacan, además de las observaciones mencionadas, un modo particular de ver la realidad, de pensarla y de transformarla en palabra escrita, y una habilidad para detectar personajes vencidos por las circunstancias o atrapados en situaciones opresoras para las que no hay salida. Como lector, lo supe luego de unos años de haberlo leído, cuando al fin conseguí el primer volumen de cuentos del autor, publicado en 1955, cuando tenía veintiséis años de edad.
LO PRIMERO que se advierte en Los gallinazos sin plumas es un absoluto dominio del género, raro en un escritor tan joven. Todas las piezas son cuentos redondos, contundentes, bien acabados. Y si a eso se añade el lenguaje transparente, ágil y directo, poético sin ser pretencioso, a veces reflexivo sin resultar moroso, su lectura resulta una experiencia literaria cabal y agradable, más allá de que los temas pongan frente a los lectores la crueldad desnuda de la vida contemporánea, sobre todo porque el conjunto del libro se centra en las tragedias de las clases marginales de Lima. A pesar de ser un trotamundos desde muy joven, y de haber vivido gran parte de su vida en ciudades europeas, en especial en París, Julio Ramón Ribeyro nunca dejó de explorar la realidad de su terruño por medio de la escritura. Sus relatos, no importa dónde hayan sido escritos, son peruanos.
Los protagonistas de Los gallinazos sin plumas son seres marginales que nunca pudieron integrarse a la sociedad limeña, o que sí lo hicieron pero están a punto de ser expulsados de ella, en plena caída. Hombres y mujeres atrapados en situaciones deses-perantes, se debaten, sin éxito, por escapar; buscan rutas de salida que por momentos lucen francas, pero al tratar de tomarlas vuelven a cerrarse sin remedio. Así le sucede a Paulina en el cuento “Interior L”, quien tras haber sido violada por un albañil y tomar la decisión de abortar el producto de esa violación, ve que su miseria se vuelve peor cuando su padre bebe completo el dinero que le entregaron como “reparación del daño”:
Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida así, penosamente, en un mundo de polvo y de pelusas. Ese día había sido igual a muchos otros, pero singularmente distinto. Al regresar a su casa, mientras raspaba el pavimento con la varilla, le había parecido que las cosas perdían sentido y algo de excesivo, de deplorable y de injusto había en su condición, en el tamaño de las casas, en el color del poniente. Si pudiera por lo menos pasar un tiempo así, bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo agradable y observando por el vidrio roto el paso de las estrellas y las horas.
Ya sean los niños, a quienes el abuelo obliga a trabajar en los basureros pepenando desperdicios para engordar el puerco que va a vender (“Los gallinazos sin plumas”), o el hombre que sabe que será asesinado en el mar por el pescador que desea a su mujer (“Mar afuera”), o la mujer que ve la muerte de su marido como el único camino para salir de la miseria (“Mientras arde la vela”), o el recluso que debe darle una golpiza a otro para que lo dejen salir de prisión a ver a la mujer de la que está enamorado (“En la comisaría”), o la sirvienta que escapa de un patrón abusivo sólo para ser abusada por su salvador (“La tela de araña”), los protagonistas de Los gallinazos sin plumas esperan una oportunidad que no aparece, y si aparece es llena de obstáculos que se ciernen sobre ellos como una telaraña desgastándolos, doblando su voluntad, hasta que sus ansias de huida devienen rendición absoluta. La vida nos vence de manera irremediable, parece afirmar el autor a través de sus historias, no hay nada que hacer para defendernos de ella. Y la esperanza es un elemento que recrudece la tortura; quien se aferra a ella, encuentra aún más sufrimiento.
A partir de su primer libro de cuentos, Julio Ramón Ribeyro planteó algunas de las directrices que siguió en su obra posterior. La mayoría de sus protagonistas son seres marginales, muchos pertenecientes a las clases proletarias, otros tan sólo inmersos en un universo circular del que se han resignado a no salir, es decir, doblegados, vencidos. Hombres y mujeres habituados a la espera de algo, lo que sea capaz de arrancarlos de esa existencia doliente, aunque muy en el fondo saben que ese algo nunca llegará, y si llega los someterá a mayores sufrimientos. Este tipo de personajes y situaciones se repetirán en sus siguientes libros, pero conforme el escritor domine aún más el género del cuento y gane en conocimiento vital aparecerán junto a otros, los que se desdoblan de la propia vida y experiencia de quien los escribe —los intelectuales—, y aquellos que atraviesan situaciones absurdas o fantásticas, como puede verse en su segundo volumen de cuentos, publicado tres años después.
ECUENTOS DE CIRCUNSTANCIAS Ribeyro extiende sus intereses temáticos, así como sus técnicas y estrategias narrativas. Diversifica los puntos de vista (aunque da preferencia a la primera persona), el modo de construir las atmósferas y, sobre todo, cambia el tono de la narración dejando espacio para el humor y la ironía. El libro abre con un cuento que se ha convertido en clásico, “La insignia”, donde un hombre encuentra en un basural un objeto brillante y se agacha a recogerlo. Como el título lo indica, se trata de una insignia. Aunque no sabe de qué es, le gusta y decide usarla. De inmediato la gente a su paso comienza a tratarlo con deferencia, algunos se identifican con él y es invitado a la reunión de una cofradía, donde recibe encomiendas cada vez más importantes hasta llegar al puesto más alto, sin enterarse nunca de qué representa la insignia ni a qué se dedica la cofradía. Historia que roza lo fantástico pero que permanece en el ámbito del absurdo para desplegar una incisiva crítica de los comportamientos sociales, “La insignia” es tal vez el primer cuento del autor que le dio prestigio internacional.
Otro comportamiento social absurdo en sí mismo se refleja en el relato “El banquete”, donde Ribeyro se burla del ridículo al que se exponen, debido a su ambición, los arribistas. Aquí un hombre adinerado arriesga sus propiedades y su capital con tal de ofrecer un festejo para el presidente de la república, con la esperanza de obtener una canonjía para acumular mayor riqueza, pero no toma en cuenta los vaivenes de la política en países como los nuestros. En “La molicie”, el narrador y un amigo son derrotados por el clima veraniego de París, a pesar de que lucharon heroicamente por no sucumbir ante él. “La botella de chicha” y “Explicaciones a un cabo de servicio” son francas comedias de equivocaciones. “Páginas de un diario”, “Los eucaliptos”, “Scorpio” y “Los merengues” recurren a las memorias de infancia para establecer un tono nostálgico que se mezcla con la tragicomedia, y “El tonel de aceite” narra los intentos vanos de un joven asesino para huir de la justicia.
Pero, además de “La insignia”, los dos relatos que más llaman la atención de Cuentos de circunstancias son “Doblaje” y “El libro en blanco”. Ahora sí instalado por completo en el género fantástico, el primero aborda un asunto clásico en la narrativa universal, el doble. Al tener como antecedentes en el tema a autores como Dostoyevski y Edgar Allan Poe, Julio Ramón Ribeyro toma distancia de ellos (y tal vez, de modo inconsciente, se inclina por un autor como Jorge Luis Borges), por lo que su narrador-protagonista parte de un supuesto libro hindú de ocultismo donde lee: “Todos tenemos un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo es muy difícil porque los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario”. Frases que actúan como detonantes y lo hacen localizar en un globo terráqueo el punto más alejado del planeta, antes de emprender el viaje en busca de su doble, en un periplo que lo llevará de ida y vuelta hasta un final por demás sorpresivo. Aún más cercano a Borges es “El libro en blanco” (pienso en “El libro de arena”) donde, siguiendo la línea del objeto mágico, el narrador recibe como regalo un libro sin páginas impresas para que escriba en él sus próximos textos. Al tenerlo en casa, las desgracias se abaten sobre él. Lo regala, y quien lo recibe también sufre sus reveses, hasta que a su vez también lo entrega como obsequio y la historia se repite…
CON SUS DOS volúmenes iniciales, publicados antes de los treinta años de edad, Julio Ramón Ribeyro dejó claro su lugar preponderante en la tradición del cuento en lengua española, estableció los alcances temáticos de su escritura y planteó las obsesiones que se repetirían, siempre con formas e historias distintas, a lo largo de su obra. De la fantasía al absurdo, de la crítica social a las historias de familia, de los recuerdos de infancia donde la nostalgia se impone al registro de la evolución de una gran ciudad como Lima, de la exploración de los bajos fondos al retrato social de su país, Perú, en los cuentos de este autor siempre nos toparemos con solitarios que viven en los márgenes, luchan hasta la rendición por trascender las circunstancias que los mantienen en el lado gris de la existencia y son, casi siempre, vencidos por la tenacidad del fracaso.
Pero si circunscribiéramos más el objeto narrativo del autor, éste tal vez sería Perú y los peruanos, como puede advertirse en su cuarto libro, Tres historias sublevantes, escrito en plena madurez creativa, cuyo epígrafe, extraído de un texto escolar, reza: “El Perú es un país grande y rico, situado en América del Sur, que se divide en tres zonas: costa, sierra y montaña”, lo que da pie a Ribeyro para entregar a los lectores sus primeros relatos largos y situarlos en esas zonas geográficas de su país. “Al pie del acantilado” es la conmovedora historia de un hombre que junto con sus hijos levanta su casa en una playa diminuta, literalmente “contra viento y marea”. A estos hombres siguen otras familias, hasta que se construye una verdadera ciudad perdida en las orillas de la capital peruana. Por unos años todos llevan una vida con carencias, pero libre, casi feliz, hasta que llega gente del gobierno y todo se desmorona. “El chaco” es un western en el que los hacendados de la región serrana persiguen por las montañas, con el fin de ejecutarlo, al único hombre rebelde que se ha atrevido a mostrar su independencia desobedeciendo a uno de ellos. Y “Fénix” es una tragicomedia donde el autor, además de adaptar las técnicas del monólogo interior al estilo de Faulkner en Mientras agonizo, mezcla con gran sentido irónico dos grupos humanos que no parecen tener nada en común, y sin embargo actúan de modos muy similares: los cirqueros y los militares.
ULIO RAMÓN RIBEYRO escribió hasta el final de su vida seis libros de cuentos más, en los que siguió desarrollando sus obsesiones y ampliando sus horizontes técnicos. En ellos hay varias obras maestras a las que los lectores debería tener acceso. En esta época, de vez en cuando aparece en librerías el volumen La palabra del mudo, que reúne sus relatos completos. Si un lector consigue localizarlo, será para él una suerte, porque se trata de la obra de un cuentista formidable, inolvidable, que nunca decepciona. Un clásico.
Referencias
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2007.
La palabra del mudo, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2011.

sábado, 20 de mayo de 2017

Un escritor en la imaginación

20/Mayo/2017
El Cultural
Eduardo Antonio Parra

Nunca lo conocí. Tal vez pude haberlo hecho, pues para cuando murió, hace poco más de tres décadas, andaba yo internándome en el oficio de escritor y había leído sus dos libros por lo menos un par de veces cada uno. Pero en ese entonces las distancias eran difíciles de salvar y, de haberme trasladado de Monterrey a la Ciudad de México, la verdad es que no habría sabido dónde buscarlo. Tampoco había leído ninguna biografía —no sé si ya circulaban las que existen—, así que en lo que respecta a su vida tuve que atenerme, como la mayoría de las personas, a lo que los demás decían de él. Chismes, comentarios de segunda, tercera o cuarta mano, incluso chascarrillos; todo lo que tratan de eliminar de la memoria colectiva quienes ahora pretenden santificarlo argumentando que es su propiedad, que les pertenece, que nadie más tiene derecho, que ellos registraron su marca. Se les olvida que los dos volúmenes que escribió han convocado a millones de lectores, y que cada uno puede imaginarlo como le dé su real gana, sin versiones “oficiales” de por medio. Se les olvida, sobre todo, que en “el país del rumor” lo que prevalece son las impresiones de la gente, fundamentadas o no. Ya lo dijo José Emilio Pacheco en un texto de 1973, refiriéndose a los amores de Rosario, la de Manuel Acuña: “El paso del tiempo dignifica los chismes de una época y los convierte en historia”.
Uno de los primeros que escuché —chisme, habladuría, invención, da igual— fue que cuando su novela estuvo terminada se la llevó a Salvador Novo, el gran mandarín del mundillo literario mexicano de la época, y que tras unos días regresó por la opinión del poeta. Novo, desde la altura de los consagrados, le devolvió el manuscrito con gesto de desaprobación mientras le decía lleno de sarcasmo que para escribir una novela primero debió haber leído muchas. Nuestro autor, en ese tiempo un escritor novel, se fue a su casa rumiando: “Leer novelas... si no he hecho otra cosa en toda mi vida...”.
No sé quién haya armado este pequeño relato ni de dónde lo sacó, y ahora más bien tiendo a creer que es falso, aunque reconozco que posee cierta lógica, sobre todo si se toma en cuenta la dificultad estructural de Pedro Páramo, la disolución del tiempo en el relato, la aparente falta de un esqueleto que sostenga las escenas; o lo que es lo mismo, esa dificultad de ciertos lectores para aceptar algo de verdad nuevo en el panorama de las estructuras literarias que hizo que alguien como Alí Chumacero, publicada ya la novela, escribiera una reseña donde sugería que en ella no había una estructura definida.
Tal vez fue esa novedad radical, la forma por completo desconocida entonces —y aun hoy— en la que vertió su historia del cacique y los habitantes de Comala, el acicate para que desde el momento de su publicación se desataran las leyendas en torno al escritor y su obra. Acaso quienes lo trataban antes de ser el creador de Pedro Páramo no alcanzaban a concebir cómo un hombre tan retraído, de pocas palabras, que evitaba los reflectores, había podido crear la novela más sólida e inquietante de nuestras letras. Siempre sucede. Aquellos que convivieron en sus inicios con grandes hombres —negociantes, artistas, políticos—, que los vieron en su periodo de formación y de lucha con el oficio y el entorno, suelen negarse a aceptar que el principiante lleno de titubeos y el experto respetado por todos sean la misma persona. Lo único que al parecer se les ocurre es: “¿Cómo va a ser famoso, si yo lo conozco?” Y tratan de explicarse el triunfo del otro atribuyéndolo al amiguismo, a las palancas, a la suerte. Nunca al verdadero talento ni a la dedicación. Y entonces surgen la envidia, la maledicencia, el humor agresivo.
Uno más de los relatos —apócrifo, por supuesto— que escuché en mis años juveniles acerca de cómo nuestro escritor consiguió darle a su libro esa estructura tan peculiar, tiene que ver con otro aspecto de los que sus ahora dueños pretenden olvidar, o que todos olvidemos, con el fin de que su “proceso de beatificación” prospere: su relación con el alcohol. En este cuento se decía que, cuando el autor al fin se decidió a entregarla al Fondo de Cultura Económica, el tiempo narrativo de la novela estaba estructurado de manera lineal, desde la infancia del protagonista hasta su muerte, y después la muerte de los habitantes del pueblo hasta que devinieron espectros deambulando por las calles. Sin embargo, ese día nuestro hombre había bebido algunas copas de más por lo que, poco antes de llegar a las puertas de la editorial, tropezó en su paso tambaleante; el manuscrito se desparramó por la calle e incluso algunas páginas salieron volando al impulso del viento. Con esfuerzos, él volvió a reunirlas en la carpeta donde las llevaba, mas la hora de la cita con el editor había llegado y no tuvo tiempo de acomodarlas en el orden que había establecido. Entregó el ejemplar tal como lo recogió del suelo y, al ser publicada, la novela sorprendió a los lectores.
Fuera de envidias y gracejadas, el dibujo estructural de la novela ha suscitado otros rumores que, no importa que en su oportunidad hayan sido desmentidos una y otra vez por los implicados, parecen contar con un blindaje contra el paso del tiempo. Uno de ellos afirma que fue Juan José Arreola, paisano de nuestro autor y cómplice literario en sus años de formación, quien durante una tarde de copas en una de las tantas cantinas de la Ciudad de México trazó la estructura de la novela luego de esparcir, para visualizarlos bien, los fragmentos que la integran en la superficie de una mesa de billar. Hay quien dice que no fue Arreola, sino Alí Chumacero quien le dio la secuencia que ahora presenta. Aunque el poeta Chumacero, en una comida hace años, nos contó de viva voz a los comensales que él, como editor del fce, sólo metió mano en el original para corregir —“como con cualquier otro libro a mi cargo”— algo de puntuación y de ortografía, y para sugerir el cambio de un par de palabras. Al respecto, José Emilio Pacheco escribe en un “Inventario” de agosto de 1977:
Unas cincuenta veces este redactor ha escuchado, en labios de interlocutores que pretenden hacerle la gran revelación, la teoría delirante de que en 1955 Rulfo entregó al Fondo de Cultura Económica un manuscrito informe y cercano a las mil cuartillas. De ellas, se dice, el poeta Alí Chumacero extrajo Pedro Páramo a base de recortes, tachaduras y collages.
Otras cincuenta veces la respuesta ha sido desmentir la versión y restituirle a Rulfo la autoría absoluta de su gran obra. Las bases para la administrativa calumnia son: a) en efecto, como funcionario del fce, Alí Chumacero ordenó los cuentos de El llano en llamas en la disposición que conservaron en ediciones posteriores; b) por esos años Juan José Arreola dedicó gran parte de su tiempo a la actividad, insólita entre nosotros, de reescribir gratuita y generosamente muchos libros ajenos —pero en modo alguno los de su amigo Rulfo.
Por lo demás, como se sabe, las editoriales mexicanas no hacen ni han hecho nunca trabajos de “edición” en el sentido que posee el término en lengua inglesa. Si Alí Chumacero hubiese sido el Maxwell Perkins de este Scott Fitzgerald, no hubiera reprochado a Pedro Páramo, en la reseña inicial que se escribió de este libro, precisamente “una desordenada composición que no ayuda a hacer de la novela la unidad que, ante tantos ejemplos que la novelística moderna nos proporciona, se ha de exigir a una obra de esta naturaleza”.
Entre las reacciones que suscitan la perfección y la grandeza, una de las más constantes es la incredulidad. Las personas, sobre todo quienes ejercen un mismo oficio, tienen dificultades para concebir que un colega se alce por encima de los demás de modo tan evidente. Eso ocurre sobre todo en países como el nuestro, donde para gozar de simpatías uno debe mantenerse dentro de un rango mediano, sin alejarse demasiado de los otros. Cuando ocurre lo contrario, como tras la publicación de Pedro Páramo, los resentidos enfilan sus baterías, si no contra la obra indiscutible, contra su creador, quien seguro sí tiene puntos débiles. Y si no los tiene, se le inventan. En este sentido, varias veces escuché que, cuando ambos aún eran aprendices de escritores, Juan José Arreola —no sé si alguien lo oyó en labios de él— anunciaba la inminente aparición de Rulfo y su obra diciendo algo así como: “Tengo un amigo que escribe como los mismos ángeles, nomás que avienta comas y acentos como si echara maiz pa los pollos”. Tal vez Arreola nunca dijo éstas ni palabras parecidas, a pesar de que según dicen era bastante maledicente, pero la especie se repitió y se sigue repitiendo debido a que detectar un defecto risible en un gran hombre hace que lo sintamos un poco más cerca de nosotros, más humano pues.
Las leyendas y rumores que han rodeado desde hace décadas a nuestro escritor y su obra tal vez hubieran disminuido y perdido fuerza con el paso del tiempo si él se hubiera transformado en lo que se conoce como “un escritor profesional”, es decir, si hubiera publicado un libro cada año o cada dos, mostrando una calidad desigual en su producción, un corpus lleno de altibajos, como cualquier narrador hijo de vecino. Pero no. Él decidió no publicar más después de un único libro de relatos y una novela: los treinta y un años restantes que duró su vida colegas, críticos, académicos y lectores intentaron descifrar las causas de ese silencio editorial. Con ello, en vez de amainar, los chismes se recrudecieron y multiplicaron. Ahora al pasmo provocado por las virtudes narrativas de Pedro Páramo se añadía una suspicacia brutal, producto de “la esterilidad” del autor. Hubo, por supuesto, quienes comprendieron su actitud y su vocación de silencio, como puede advertirse por ejemplo en la fábula que le dedica Augusto Monterroso, donde equipara su astucia con la de un zorro. Pero también, en susurros y lejos de la letra impresa, hubo quien se atrevió a poner en duda su paternidad sobre el libro de relatos y la novela publicados, argumentando que si él los hubiera escrito habría publicado más tarde otros volúmenes. Para bien o para mal, nuestro autor se fue convirtiendo en un escritor mítico.
Él mismo contribuía a su propio mito. Cuando los periodistas se le acercaban —y se le acercaron decenas a lo largo de los años, acaso cientos, de diversos países del mundo— para preguntarle por qué no daba a la imprenta un nuevo volumen, él reviraba con respuestas siempre distintas, imagino que según el estado de ánimo que lo dominaba en el momento. Esas respuestas podían ser, desde que se hallaba enfrascado en una larga novela con el título de La cordillera, hasta que ya se había muerto el tío que le contaba las historias que plasmó en El llano en llamas y Pedro Páramo (al dar esta última, me lo imagino con el rostro triste y una amplia sonrisa interior). En consecuencia La cordillera, como antes su creador, se convirtió también en algo legendario, al grado de que se han escrito ficciones en torno a ella, entre las cuales destaca un excelente relato de Vicente Leñero. Según los decires él trabajó en esa historia hasta sus últimos días, pero después de su muerte no se volvió a saber de ella ni fueron encontrados los manuscritos. En cuanto a la existencia de un tío que le contaba las historias, además de que todos hemos tenido familiares así, lo que muestra es una de las facetas menos conocidas, o menos comentadas del autor: su sentido del humor.
Vuelvo a José Emilio Pacheco, quien en el ya mencionado “Inventario” de agosto de 1977 —cuando al creador de Pedro Páramo aún le quedaban unos nueve años de existencia— aborda el tema del silencio rulfiano y lo relaciona con las causas de su genialidad:
¿Dijo Rulfo cuanto tenía qué decir y prefirió callarse a repetirse? ¿No ha dicho aún su última palabra? Imposible responder a estas interrogantes. El talento de un escritor constituye un recurso natural no renovable. ¿Qué debe hacer con ellos una sociedad? Es un problema irresoluble como la educación de nuestros hijos. Entre el niño golpeado y el niño mimado, entre las facilidades y dificultades que se presentan a un escritor, hay un terreno que aún desconocemos. A juzgar por la evidencia todavía queda un espacio posible para las grandes obras aisladas. Lo que difícilmente volveremos a tener son condiciones que permitan a nuestros escritores madurar, alcanzar la continuidad y mantener de principio a fin su excelencia literaria.
El párrafo anterior se abre a la posibilidad de múltiples comentarios, pues Pacheco no sólo se pregunta, aún en vida de nuestro autor, si su silencio será definitivo, sino además pone en la mesa de debates la relación de la sociedad con sus escritores, y las últimas dos frases sugieren que el tiempo de las grandes obras literarias se terminó cuando las grandes editoriales y el mercado tomaron el control de la literatura en el país. En lo que respecta al silencio rulfiano, ahora sabemos que sí fue definitivo. Sobre las condiciones y el contexto de existencia en que se dio la obra de este autor genial, es difícil, si no imposible, precisarlo. Sin embargo, tratando de interpretar su línea de pensamiento, podría pensarse que José Emilio Pacheco atribuye, al menos en parte, el silencio del escritor a las presiones externas, ya fueran de los editores, de los críticos o del público lector que con seguridad lo atosigaban día a día con preguntas como ¿en qué está trabajando ahora, maestro?, o ¿cuándo nos entrega otro libro maravilloso? Sin contar con las ofertas monetarias que sin duda le ponían enfrente para animarlo a escribir. Hay artistas que se paralizan ante la presión y, según como lo recuerdan quienes lo conocieron, o como lo han retratado sus biógrafos, nuestro autor era de ese tipo de creadores.
Desde mi punto de vista, tanto El llano en llamas como Pedro Páramo fueron concebidos, escritos y trabajados en la libertad absoluta que ofrecen el retraimiento personal, la despreocupación por el dinero, la soledad voluntaria y una relativa ausencia de necesidades. También, acaso, la inmersión en la vida bohemia de bares y cantinas, donde el escritor —principiante o experto— suele intercambiar impresiones de lecturas y proyectos con su pares, animado por los tragos y el ambiente. No por nada muchos colegas afirman que “se aprende mucho más de literatura en torno de una mesa de cantina que en cualquier facultad de Letras”. Así, imagino sin problema al joven aspirante a escritor saliendo de su trabajo en el archivo de la Secretaría de Gobernación junto con su amigo Efrén Hernández, el otro archivista de la instancia, para dirigirse con paso calmo al tugurio de su preferencia mientras ambos discuten sin cesar en el camino los mismos temas literarios que habían abordado ya durante las ocho horas de la jornada laboral en la soledad del sótano de la secretaría, entre papeles polvorientos y carpetas más o menos desordenadas. Los imagino tratando de responder algunos interrogantes como ¿de qué manera plasmar nuestra realidad sin caer en lo manido?, ¿cómo encontrar una forma que sea lo más original, dentro de lo posible, y que al mismo tiempo refleje de un modo fiel la vida que nos ha tocado vivir en este tiempo y este país?, ¿qué lenguaje es el que corresponde al México actual? Supongo que estas cuestiones eran ineludibles para ambos, y que volvían a ellas una y otra vez, en el tiempo de la chamba, en las caminatas por el centro de la ciudad, en las interminables horas de cantina, donde se les sumaban otros aprendices de escritor.
Esta libertad creativa, la del autor aún inédito y sin editores ni lectores que esperen su obra, dura tan sólo unos cuantos años, por lo general los de formación que son los mismos de la juventud. Es una suerte de etapa paradisiaca que casi todos los escritores de cierta edad recuerdan con nostalgia. Después viene la publicación y, si hay suerte y la obra cuenta con calidad, la respuesta crítica, el reconocimiento y el prestigio. Y todo cambia. Empieza la época del asedio, de las presiones, de las exigencias familiares, de la angustia del creador. No es difícil pensar en las consecuencias que un cambio de tal naturaleza provoca en quien no está hecho para los reflectores ni para los ajetreos de la fama. Por eso puedo imaginar a nuestro autor paralizado por la timidez, sobre todo al principio, sintiendo cómo sus manos se llenaban de humedad y de temblores, tratando de dominar el impulso de escurrir el bulto a la hora de las presentaciones y entrevistas y salir disparado en busca de la cantina más cercana para refugiarse detrás de una botella. Y a causa de lo anterior, lo imagino también reviviendo una y otra vez ese terror, que él ya creía vencido, ante la nueva página en blanco.
Pero, ¿es posible que alguien con tanto talento deje de escribir sólo por miedo a los reflectores y al asedio de la gente? No lo creo. Además, en el caso de nuestro escritor, un nuevo libro no hubiera modificado mucho la situación: él ya era famoso y siguió siéndolo hasta su último día. Creo más bien que ese terror renacido ante la nueva página en blanco pudo haberse generado por la presión de tener que competir consigo mismo, en lo que tal vez él consideraba una competencia por completo desigual: la de un hombre maduro, lleno de compromisos y responsabilidades, con los ojos de miles de lectores fijos en él, que se mide en el tiempo con un joven lleno de anhelos artísticos, despreocupado de su entorno, cuya única ambición es, como diría Joaquín Sabina, “escribir la canción más hermosa del mundo”. En otras palabras, el talento propio y ya demostrado ante el mundo se convirtió para él en una pesada losa sobre los hombros. Una losa que lo inmovilizaba. Que le paralizaba la mano que sostenía la pluma. Y al mismo tiempo le ofrecía una coartada plena de una lógica irrefutable: si ya di lo que tenía que dar, ¿qué necesidad hay de ofrecer más? Y, como sabemos, no lo hizo.
Alguna vez escuché un comentario bastante maléfico acerca de que nuestro autor había preferido beber a escribir. La verdad, jamás lo creí. En la historia de la literatura hay suficientes ejemplos, tanto en nuestro país como en el resto del mundo, de escritores que supieron combinar muy bien su afición al alcohol o a las drogas o a cualquier otro vicio con su talento literario. Desde Edgar Allan Poe hasta Malcolm Lowry, desde Dostoyevski hasta José Revueltas entre nosotros, desde Ernest Hemingway hasta William Burroughs, todos ellos han demostrado que no es necesario optar por una u otra actividad sino que, al contrario, en ocasiones ambas se complementan, incluso se enriquecen. Pero, ¿y si fuera al revés? ¿Si dejar de beber desactivara algún mecanismo interno que antes permitía que la escritura fluyera con naturalidad? Nuestro autor bebía, y mucho, pese a que en la actualidad intenten ocultarlo quienes se ostentan como dueños de su marca. Los testimonios orales y escritos acerca de sus tardes y noches de tragos son innumerables. Eso sí, todos parecen coincidir en que cuando se pasaba de copas seguía siendo tranquilo y callado, que no era escandaloso ni pendenciero.
Al respecto existen anécdotas —como todas, tal vez inventadas— cargadas de humor, como aquella en la que se dice que, cuando pasaba por periodos de borracheras consuetudinarias, alguien de su familia, harto como todos los familiares en situación semejante, solía dejarlo solo y encerrado con llave en su departamento, sin dinero y sin alcohol, con el fin de impedirle que tomara. Y que sin embargo, cuando ese alguien volvía, lo encontraba completamente bebido. ¿La razón? No, no se trata de que nuestro hombre fuera brujo, ni de que tuviera —como sí lo hacía, dicen, Malcolm Lowry— pomos ocultos en los sitios más recónditos de su casa, sino de que su vecino del departamento de arriba, un pintor amigo, se había puesto de acuerdo con él y, en cuanto lo dejaban solo y escuchaba girar la cerradura que lo encerraba, nuestro hombre corría por la escoba y con el palo golpeaba el techo:
la señal convenida para que el vecino hiciera descender por la ventana una botella de tequila amarrada por un cordel. La sorpresa, y el coraje, de quien volvía de fuera debió ser, pues, mayúscula.
Bebía, pero en algún momento dejó de hacerlo y cambió el alcohol por el café. Sin embargo, la sobriedad no lo empujó a la escritura, o por lo menos no lo llevó a publicar un nuevo volumen, lo que tal vez demuestre que su afición por la bebida no tenía que ver con su silencio. ¿Y la falta de? Quizá tampoco, aunque sobre este tema también circulaba hace años, no muchos, un rumor algo peliagudo o cuento o habladuría. El relato decía que, con el fin de arrancarlo de las garras del alcoholismo, nuestro autor fue internado, ya fuera contra su voluntad o con su consentimiento, en un sanatorio situado en Tlalpan. El nombre del lugar variaba según las versiones o la memoria de quienes repetían la especie, pero en lo que todos coincidían era en que, como en aquellos tiempos —la década del sesenta— aún no existían las llamadas clínicas de desintoxicación como ahora, aquella institución era más bien un hospital mental, un manicomio. Si ya de por sí la sola idea de que uno de nuestros mayores genios literarios haya sido internado en un sitio así provoca indignación, y ello a pesar de que la historia de la literatura esté llena de casos semejantes de escritores ilustres, más indignación causaría, en caso de ser verdad, que su tratamiento hubiera sido con base en electrochoques. ¿Invención? ¿Realidad? Quienes repetían la historia, eso sí, aseguraban que nuestro escritor jamás habló de esto, aunque esgrimían el argumento como una posible explicación al silencio literario en que se instaló el resto de sus días.
En una versión inicial, él había titulado a su obra maestra Los murmullos. Aunque el significado de “murmullo” es en una de sus acepciones, en sentido estricto, distinto del significado de “rumor”, a mí siempre me han parecido sinónimos. Acaso al poner un primer título tentativo a su gran novela, nuestro autor profetizaba que después de publicarla su vida se daría a conocer a través de los murmullos, de los rumores, de esas “noticias” cuyo origen es impreciso y nunca son confirmadas ni comprobadas por nadie, pero a las que la gente, en especial en nuestro país, suele otorgar mayor credibilidad que a las investigaciones más rigurosas. O tal vez no haya en ello nada profético y se trate tan sólo de una ironía del destino. Sin embargo, lo cierto es que, como ya se mencionó líneas arriba, él mismo contribuyó a la proliferación de versiones sobre su vida, al surgimiento indiscriminado de interpretaciones sobre su actitud de escritor después de haber publicado sus dos volúmenes de narrativa. Lo hizo con su silencio, con sus respuestas cambiantes ante preguntas iguales, con su peculiar sentido del humor, con su carácter retraído y con su genialidad de narrador.
Tengo para mí que disfrutaba ser un escritor-mito. Así como puedo verlo lleno de gozo al mirar la expresión sorprendida de los periodistas después de responderles que ya no le era posible escribir más porque se había muerto el tío que le contaba las historias, lo imagino sonriendo, incluso carcajeándose interiormente al enterarse de los rumores y chismes que corrían entre la gente acerca de su persona y de su obra. Verdades o mentiras, se trataba de chismes y relatos que, al circular por todos lados, no hacían sino proteger su intimidad, sus verdades más hondas. ¿Y qué es lo que busca un hombre callado y retraído sino guardarse por completo nomás para sí mismo? Por eso azuzaba los misterios en torno suyo. Por eso y porque como todo verdadero creador, como todo verdadero amante de la literatura, debió estar convencido de que lo único que en realidad importa en un escritor es su obra, donde está volcada y sublimada su vida, su modo de pensar, su visión del mundo; de que la biografía es una suerte de fetiche contemporáneo que existe para uso de críticos, académicos, editores y administradores de marcas. También lo imagino, o quiero imaginarlo, haciendo una serie de muecas desdeñosas ante cualquier tipo de “verdades oficiales” o de “biografías autorizadas”. Lo suyo era el mito, la multiplicación del misterio. Los rumores. Los murmullos.
Por eso cuando pienso en él, que es casi siempre al terminar de releer cualquiera de sus relatos ejemplares, lo veo joven y huraño, sentado ante una mesa de cantina con un libro abierto, la copa de tequila a medio vaciar y el cigarro humeando entre sus dedos, siguiendo con la vista las líneas del relato en busca de una frase inolvidable, un ritmo musical que encierre el canto del mundo, una técnica narrativa susceptible de ser adaptada a su universo personal, seguro de leer como nadie más lo hace, pues sabe que cada lector es dueño absoluto de lo que lee y que lo que transcurre en su imaginación mientras devora las palabras impresas representa un espectáculo único, una puesta en escena que su mente en combinación con el autor del libro han creado nomás para su placer. O lo veo también sentado pero ahora ante un escritorio con un cuaderno enfrente y papeles llenos de tachaduras desperdigados alrededor, en una mano el cigarro y en la otra la pluma, la piel entera sudando a causa del esfuerzo de concentración, tratando de arrancarle a la nada los rasgos sonoros que harán de sus personajes seres vivos y de sus historias símbolos-espejo donde una nación, una cultura, un continente, una lengua, sean capaces de encontrarse y reconocerse. Mientras escribe, despacio, como saboreando cada roce de la pluma con el papel, visualiza un pueblo o varios, una región y a sus habitantes, elementos configurados con recuerdos vívidos, muchos dolorosos, otros felices, en mezcla con relatos escuchados y leídos, con imágenes capturadas a lo largo de los años en cientos de desplazamientos, con entes imaginados por completo o modificados con ayuda de la imaginación, hasta que en el papel memoria e imaginario se confunden y sintetizan en palabra viva y ya son sólo sonidos los que fluyen de la pluma, sonidos armónicos, ritmos, cadencias, contrapuntos, y nuestro hombre tiene la sensación clara de ser más músico que escritor pues en su mente todo se ha vuelto un tanto abstracto, con esa abstracción artística que va mucho más allá de los significados, aunque los contiene, pero que facilita la fluidez y al irse estructurando afecta el interior del hombre —el suyo y el de quien leerá más tarde el texto publicado—, despierta las sensaciones y excita las emociones hasta provocar verdadera devoción, una devoción desinteresada, la devoción por la obra de arte.
Y lo veo, un poco después, agotado, vaciado por completo, levantarse del escritorio y caminar hacia la cama tambaleante por el cansancio o por los tragos ingeridos, para tumbarse en el colchón inmerso en su soledad total, no importa si duerme acompañado o no, en su soledad de creador consumado y consumido, y encender el último cigarro de la madrugada antes de apagar la lámpara del buró, y fumar contemplando la brasa entre las sombras en un intento por limpiar su mente de las imágenes que la han ocupado durante las últimas horas. Un intento vano, porque no consigue deshacerse de ellas. No lo conseguirá, lo sabe. Aunque fume con avidez, con desesperación, esas imágenes seguirán en él, obsesivas, incluso en sueños, hasta que la obra esté terminada.
Lo veo entonces cerrar los ojos y sonreír en la oscuridad seguro de que, poco a poco, está alcanzando lo que anhela: el relato redondo, la obra maestra que le hará saber a los demás que ya no es un aprendiz sino un oficial entero.
La obra que le traerá, no el éxito pues no es lo que desea, sino la gloria, el reconocimiento, el respeto. La obra que llegará a otros lectores, no sabe cuántos ni le interesa, que serán tocados, transformados por sus palabras, por sus ritmos, por sus cadencias e imágenes. Un puñado de lectores que en el futuro, cuando él ya no esté y su persona y sus libros sean indisolubles, serán sus verdaderos dueños y continuarán imaginándolo tal como ellos quieran.
RULFO: TRES PREGUNTAS PARA ANTONIO ORTUÑO*
—¿Cuánto influyó la literatura de Rulfo en la conformación de su imaginario sobre México? —No mucho, realmente. No veo a Rulfo como un heraldo de lo mexicano sino como un narrador habilísimo con el lenguaje. —¿A qué cree que se debe la atención que ha suscitado la obra de Rulfo para los estudiosos extranjeros? —Hay que poner en perspectiva eso: Rulfo ha sido muy estudiado por ser un autor extraordinario, pero también porque algunos decidieron “leer” al país con sus pequeños y perfectos libros como guía, cosa que me parece ajena a la voluntad del autor. —¿Cuáles son los mayores logros o méritos en la obra de Rulfo? —Su lenguaje inimitable. Rulfo creó una estética particular y un mundo literario singular. A Rulfo se le seguirá leyendo porque sus obras son estupendas. Ignoro el devenir de las modas críticas. Defiendo la idea de que a un buen autor hay que leerlo de muchos modos y ninguno está totalmente equivocado.
Roberto García Bonilla

sábado, 25 de marzo de 2017

Una invención de múltiples facetas

25/Marzo/2017
El Cultural
Eduardo Antonio Parra

Todo lector ha experimentado en carne propia el proceso que lo lleva a apasionarse por un libro. Es algo semejante a lo que en ámbitos vivenciales se conoce como “amor a primera vista”, aunque en este caso sería más bien “amor a primera lectura”. Un cuento, una novela, un poema, un ensayo, o un conjunto de textos penetra inteligencia y sensibilidad venciendo resistencias, las estremecen, provocan en ellas una suerte de revolución silenciosa que suele transformar la visión del universo y en ocasiones incluso la vida de quien lee. Al llegar a las líneas finales el lector “tocado por el rayo” sabe que, sin remedio, volverá en el futuro una y otra vez a las mismas páginas tratando de repetir la experiencia, o de enriquecerla a través de diferentes tiempos y perspectivas de lectura. Como los amores, viejos y nuevos, tales libros suelen quedarse grabados en la memoria —y en la piel— sin que nada ni nadie pueda moverlos de ahí, muchas veces sin disminuir su intensidad inicial, aunque otras obras del mismo autor no hayan sido capaces de causar el mismo efecto.
El apasionamiento por un escritor y su obra, sin embargo, opera de manera un tanto distinta: si ya un libro suyo, un poema, un relato o un ensayo nos ha entusiasmado al grado de sentirnos “tocados por un rayo”, es la repetición sostenida de esa experiencia en nuestro fuero interno a través de diversas obras de su autoría la que nos lleva a establecer con él vínculos mucho más perdurables donde se agrupan el interés, la coincidencia de ideas, la confianza, el gusto, la empatía e incluso un cariño intelectual impulsado por el entendimiento y las sensibilidades compatibles, tal como ocurre con el amor en los matrimonios largos y bien avenidos.
Es decir, si la pasión por un libro puede despertar a partir de una sola lectura, la que se da entre la obra de un escritor y su lector precisa de una convivencia más larga en la que, además de los acercamientos recurrentes o repetidos, el escritor debe proveer al otro de un número abundante de textos nuevos con cierta frecuencia. Textos con los que se sostiene esa relación apasionada. Novedades que impiden su desgaste. Es tal vez por ello que la mayoría de los escritores que suelen enamorar a sus lectores son aquellos que se distinguen por su fecundidad, al publicar uno o más libros cada año, o los que cuentan con una colaboración periódica en los medios de comunicación.
En lo que respecta a quien esto escribe, entré en contacto con la obra de José Emilio Pacheco alrededor de los dieciséis años. Si mi recuerdo no me engaña, mi primera lectura de una obra suya fue semejante a la de miles de mexicanos: un maestro del último grado de secundaria me encargó leer Las batallas en el desierto, novela breve que recuerdo haber disfrutado mucho sin captar del todo sus virtudes en aquella primera incursión. Un poco más tarde me topé con una antología publicada por Alianza, en su colección Libro de Bolsillo: Alta traición y otros poemas, de la que memoricé bastantes versos. Pero no fue sino hasta que me hice lector de la revista Proceso, donde aparecía la columna “Inventario”, ya rayando en la edad adulta, cuando en realidad comencé a establecer con JEP una verdadera relación de lector-escritor, apasionada y perdurable.

CAJA DE SORPRESAS

Mis amigos y yo, entonces estudiantes de la carrera de Letras, comprábamos Proceso semana a semana porque nos interesaba la situación del país y en la primera mitad de la década del ochenta había pocos medios informativos a los que consideráramos veraces. No obstante, nos interesaban mucho más las cuestiones culturales que las políticas, por lo que siempre emprendíamos la lectura de la revista de atrás para adelante: iniciábamos con la última página, donde aparecían las caricaturas protagonizadas por “Boogie el aceitoso”, de Fontanarrosa, y de ahí nos saltábamos hasta el “Inventario”, firmado con las siglas JEP. A decir verdad, de muchos números de Proceso esas fueron las únicas secciones que leímos, pues luego de celebrar las ocurrencias humorísticas del cartonista y narrador argentino, y de presumir ante los demás los “trozos” de erudición poética recién adquiridos por medio de las palabras de Pacheco, la revista comenzaba a circular de mano en mano sin que nadie leyera la sección noticiosa ni la política.
De aquella época estudiantil recuerdo con nitidez “Inventarios” como el de “Kafka y Hitler” (1983), donde JEP hablaba de un joven escritor argentino, Ricardo Piglia, que en su primera novela, Respiración artificial —inconseguible en México—, se atrevía a conjeturar un encuentro entre el visionario escritor checo y el genocida nazi en un café de Praga, unas dos décadas antes de la Segunda Guerra Mundial. O la serie de columnas dedicadas a Ignacio Manuel Altamirano y a Vicente Aleixandre en 1984. O la que hablaba de los “Bandidos de ayer y hoy” (1985). O el relato de “La batalla de El Álamo contada por Santa Anna” (1986). A sus lectores nos sorprendía la capacidad de Pacheco para mantenerse al tanto de novedades literarias lejanas y apetecibles, la profundidad de sus lecturas y, sobre todo, el enorme abanico de sus intereses. No era común en esos años —ni lo es ahora— que en el mismo espacio periodístico apareciera una semana la traducción de un puñado de poemas, la siguiente un ensayo sobre José Revueltas, luego una reconstrucción histórica, más tarde una obra teatral de cinco cuartillas, enseguida el perfil del más reciente Premio Nobel de Literatura o el comentario sobre un crimen atroz e inolvidable. “Inventario” era una caja de sorpresas. Nunca sabíamos lo que íbamos a leer en la próxima entrega, pero nuestra pasión por la escritura de JEP nos aseguraba que, sin que importaran ni el tema ni el género abordado en la columna, sería imposible que nos decepcionara.
Al concluir la carrera de Letras la costumbre de adquirir cada número de Proceso continuó, al menos en lo que a mí respecta, y con el tiempo la lectura semanal de “Inventario” devino al mismo tiempo placer, necesidad, vicio, urgencia. No exagero. Creo que muchos de sus lectores asiduos estarán de acuerdo en que la columna firmada por JEP era para nosotros no sólo una verdadera enciclopedia de la historia y la vida cultural de México, sino una ventana para observar con atención los principales sucesos de la historia y la literatura universales, además de ser una excelente cátedra de las posibilidades expresivas del periodismo, de la ficción y de la poesía. Leyendo las entregas semanales de Pacheco uno se daba cuenta de lo que se podía hacer por medio de la escritura, de los libros que era necesario leer para ampliar la visión sobre lo que nos interesaba, del devenir de México y los mexicanos, de los hechos que nos habían convertido en lo que éramos. Cada “Inventario” era semejante a la piedra que cae en el centro de un lago de aguas mansas: los círculos concéntricos que se desprendían de él abarcaban amplios espacios y nos llevaban de una lectura a otra sin agotarse nunca. Porque su autor no sólo exponía un tema, sino que sabía relacionarlo con otros, en ocasiones lejanos o sin conexiones aparentes, estableciendo una serie de correspondencias que no hacían sino obligar a sus lectores a profundizar, a conocer y a disfrutar.

EL TRABAJO MÁS PLACENTERO

Entre los “Inventarios” que más dejaron su huella en este lector, tengo muy presentes los que JEP publicó en 1988 alrededor de la figura y la poesía de Ramón López Velarde, el de 1989 que aborda la sentencia de muerte dictada por el Ayatola Jomeini al novelista Salman Rushdie a raíz de la publicación de Los versos satánicos, los que dedica en 1990 al filósofo judío-alemán Walter Benjamin, el de 1992 que analiza la figura de Fernando Benítez como novelista y, sobre todo, la serie de tres columnas de 1993, es decir, cien años después, sobre la matanza de Tomóchic. Para entonces yo había leído ya la novela de Frías, pero fue hasta después de leer las glosas de Pacheco sobre el libro y los hechos que lo originaron, su paralelismo con la carnicería de Canudos, en Brasil, registrada por Euclides Da Cunha en Los sertones, libro que sirvió de base a Mario Vargas Llosa para escribir La guerra del fin del mundo, y la multitud de líneas históricas y culturales que se desprendieron del suceso, implicando el fanatismo religioso, la presencia de los santos “laicos” en el norte mexicano, la represión porfirista, la lucha magonista, la revolución mexicana y la vida trágica del mismo Heriberto Frías expuestos por las palabras de José Emilio Pacheco que el tema y todas sus implicaciones se convirtieron en una obsesión para mí. Aparte de enciclopedia de la cultura en México, “Inventario” era una cantera inagotable de temas literarios desarrollados y por desarrollar.
Fue hace varios años, no recuerdo la fecha, cuando en una de mis visitas a las oficinas de Ediciones Era, mi casa editorial, al entrar al despacho de Marcelo Uribe vi que sobre su escritorio había un altero imponente de tomos engargolados. Mientras platicábamos de cualquier cosa, aquella inmensa cantidad de papeles atraía mi mirada, sin que supiera de qué se trataba. De pronto Marcelo me dijo “Queremos proponerte un trabajito”, mientras ponía la mano sobre el engargolado de arriba. De inmediato imaginé una lectura kilométrica, tediosa, o una investigación, y una enorme flojera me embargó. ¿Qué es eso?, pregunté mirando la torre de papel. “Nos gustaría, si tienes tiempo y te interesa, que hicieras una primera selección de los ‘Inventarios’ de José Emilio Pacheco”. En cuanto escuché la propuesta, mi flojera se esfumó y fue sustituida por el entusiasmo. En ese instante recordé que había muchas columnas de JEP que quería releer desde tiempo atrás, pero con las mudanzas y accidentes de la vida había perdido las revistas. Y ahora Ediciones Era ponía a mi disposición la colección completa y, por si fuera poco, se trataba de un trabajo, me iban a pagar por ello. Por supuesto, acepté lleno de gusto. Quedamos en que me iría llevando a casa las fotocopias de las columnas dosificadas año por año, y comencé a leerlas.
Siempre he dicho que ese fue el trabajo más placentero que me han encargado desde que soy escritor —y lector—. Pero también debo reconocer que fue una labor difícil. Lo supe desde que recorrí el primer tomo engargolado: ¿cómo seleccionar únicamente algunos textos cuando la verdad era que casi todos me parecían imprescindibles? Sin embargo, esa dificultad multiplicó el gusto de la lectura, pues me vi obligado a leer los “Inventarios” no sólo una vez, sino varias. La razón era ésta: de cada diez columnas que leía, en una primera criba me quedaba con ocho o nueve. Todas me gustaban. Pero si le hubiera llevado así la selección a Marcelo Uribe, se habría quedado con la impresión de que no había hecho bien mi trabajo, por lo que repasaba de nuevo los textos para descartar los que fueran menos atractivos, más imperfectos o aquellos donde las obsesiones del autor lo hacían repetir algunas ideas o planteamientos.
Mi convivencia casi diaria con los “Inventarios” duró alrededor de año y medio. Cerca de dieciocho meses en los que mi biblioteca se enriqueció de manera notable, ya que si leía una columna de JEP donde hablaba de un libro que no conocía, de inmediato iba a buscarlo a la librería porque ya no podía estar sin tenerlo. Si el libro en cuestión estaba fuera de circulación, fatigaba las librerías de viejo de Donceles o de otros rumbos de la ciudad hasta encontrarlo. Pero no sólo mi biblioteca resultó beneficiada. Los textos de Pacheco me desataban la imaginación, me sugerían historias para contar, temas que de otro modo tal vez jamás se me habrían ocurrido. Eso sin contar que, al tener a mi alcance la colección completa, pude ser testigo de la permanencia de los intereses del autor y de cómo, desde 1973 hasta los inicios del siglo XXI, fue perfeccionando cada vez más su lenguaje periodístico, no muy distinto a su prosa narrativa o a su estilo poético: amable, cálido, llano, sin adornos, preciso y contenido.

LA SELECCIÓN FINAL

Pude advertir sin dificultad que leer el trabajo periodístico de José Emilio Pacheco era algo muy semejante a conversar con él en persona: hombre cortés que sabía escuchar pero al mismo tiempo tenía infinidad de cosas que decir, solía iniciar las conversaciones formulándole a su interlocutor alguna pregunta sobre su vida o su trabajo, como invitándolo a que fuera él quien pusiera el asunto sobre la mesa, escuchaba y luego tomaba la palabra, profundizando en el tema, extrayendo de su memoria los datos necesarios para fundamentarlo y luego echando a volar la imaginación para encontrar las correspondencias y relaciones que llevaban la plática a otro nivel o a un tema distinto, sin perder nunca ni la coherencia ni la secuencia, de un modo natural, como si todos los tópicos abordados tuvieran un mismo origen al que había que volver al final para rematar la charla. De igual modo parece proceder en los “Inventarios”, traten de lo que traten.
Cuando Marcelo Uribe me entregó las fotocopias de las primeras entregas de JEP en el suplemento Diorama de la Cultura, de Excélsior, donde la columna apareció de 1973 a 1976, hasta que el presidente Luis Echeverría orquestó el golpe contra el periódico dirigido por Julio Scherer García, me di cuenta que, desde los inicios, Pacheco solía enfocar su mirada tanto en los sucesos trascendentes de la política y la cultura que ocurrían en “tiempo real” como en los acontecimientos pretéritos que los habían desencadenado. Así, uno de los primeros “Inventarios” trata sobre el golpe de Estado en Chile, cuando Pinochet derrocó el gobierno democrático de Salvador Allende. Pero el cronista no se limita a condenar la insurrección y a señalar a los cómplices —la plutocracia chilena, los Estados Unidos—, sino que en un espacio breve, en muy pocas páginas, traza el devenir político de ese país sudamericano desde los tiempos prehispánicos hasta el momento del golpe, estableciendo una apretada genealogía dictatorial con el fin de que sus lectores comprendan los orígenes y las consecuencias históricas del suceso.
Esta capacidad de síntesis, semejante a la que había exhibido Alfonso Reyes en ensayos mínimos como “México en una nuez”, donde en no más de cuatro o cinco cuartillas narraba la historia nacional, es una de las características más sorprendentes de las columnas de JEP, que se sostiene sin menoscabo a lo largo de las cuatro décadas en que las fue publicando: un planteamiento relampagueante, un desarrollo siempre constreñido —aun cuando pareciera desviarse por momentos— a la idea central y una salida, remate o conclusión no pocas veces sorprendente y casi siempre iluminadora. Lo mismo si el “Inventario” aborda un tema histórico, que si analiza la obra de un poeta, que si recrea una batalla célebre, que si aborda una novela o un personaje conocido o no tanto. Tal vez por eso los lectores de Pacheco aseguraban desde décadas atrás que, de publicarse una recopilación de los “Inventarios”, ese libro se convertiría de inmediato en la Biblia del periodismo cultural en nuestro país, acaso en nuestro idioma.
En tanto llevaba a cabo aquella primera selección, cuando le comentaba a algún colega la encomienda que me había hecho Ediciones Era, no faltaba quien me comentara con cierta mala leche: “¿Tú también estás en eso? Ni te hagas ilusiones. Fulano y mengano ya hicieron ese trabajo y se quedó en simple proyecto. Ese libro no se va a publicar jamás”. Yo, sin expresarlo, pensaba para mí: “Esta es la buena”, y respondía que, si no llegaba a la imprenta mi selección, nadie me podría quitar el placer de haber leído los artículos completos. Culminé el encargo cuando el autor aún estaba entre nosotros y continuaba publicado con cierta regularidad su columna en Proceso. El volumen, o los volúmenes seguían sin aparecer. El conocido perfeccionismo de José Emilio Pacheco demoraba la publicación, pues él consideraba que los textos no estaban lo suficientemente pulidos aún, sin contar con que mi selección era demasiado numerosa, lo que exigía la participación de otros antologadores. Luego, mientras las cosas se hallaban en suspenso, sobrevino la repentina muerte del autor, y eso postergó aun más el proyecto.
Finalmente, en este 2017 Ediciones Era ha puesto en circulación tres tomos con la selección final, en la que participaron Héctor Manjarrez, José Ramón Ruisánchez, Paloma Villegas y Marcelo Uribe, de la versión final de Inventario. Antología, en cuya primera página se lee:
Cuando José Emilio Pacheco empezó a publicar su columna el 5 de agosto de 1973 era un joven de treinta y cuatro años. Cuarenta años después, la noche del 24 de enero de 2014, Pacheco afinaba los detalles del segundo “Inventario” dedicado a Juan Gelman a raíz de su muerte, ocurrida diez días antes. Luego de enviar su texto se fue a dormir para no despertar. Entre esas fechas se desarrolló, con algunas pausas pero sin tregua, la obra más importante, influyente y leída de nuestro periodismo cultural.
En un total de alrededor de 2100 páginas los lectores, en especial los jóvenes que no tuvieron la oportunidad de convivir con las palabras de JEP conforme se publicaban, tienen ahora la posibilidad de adentrarse en una de las obras más versátiles de nuestro periodismo y de nuestra literatura, donde sin duda encontrarán las fuentes de lo que somos ahora como individuos, como entes culturales y como país, donde conocerán aspectos de nuestro devenir que poco a poco han sido soslayados hasta olvidarse. Al recorrer estas páginas comprenderán la vocación memorialista de Pacheco como una labor de rescate y preservación, su actitud como hombre de letras que quiere extender a los demás los conocimientos adquiridos en innumerables lecturas, sus dotes de creador serio y lúdico, disfrutarán de su sentido de la ironía y el humor, aprenderán a jugar con los géneros literarios hasta borrar los límites entre uno y otro, y se toparán con personajes, sucesos, relaciones y correspondencias que ni siquiera habían imaginado.

“ENCICLOPEDIA DE LA CULTURA NACIONAL”

Una de las líneas temáticas más atractivas de las columnas antologadas es la que aborda personajes que poco a poco comienzan a ser desconocidos, o que casi siempre lo fueron, como los delincuentes y villanos o los hombres y mujeres-mito que hace tan sólo algunas décadas caminaban por las mismas calles que nosotros pero que el tiempo ha hecho palidecer casi hasta la desaparición. Las columnas dedicadas a ellos presentan un interés doble, porque al recorrer sus líneas uno no está tan seguro de si lee datos fidedignos o ficción, o una mezcla de ambos. Tal es el caso de uno de los asesinos del general Álvaro Obregón, Ernesto Domínguez Puga, a quien la “historia oficial” no reconoce por ningún lado, y a quien el cronista visitó ya anciano para interrogarlo sobre el suceso ocurrido en La Bombilla. Pasa algo semejante con Rosario de la Peña, la mujer que causó el suicidio del poeta Manuel Acuña. Mientras leemos los párrafos dedicados a personajes como estos, la duda se asoma a nuestra mente, pero al final queda desechada porque la prosa del autor nos convence línea tras línea.
Y es que Inventario. Antología es también, además de lo que ya se ha dicho, una suerte de “museo del chisme o del rumor”, pues JEP estaba convencido de que en este país el decir de la gente, los murmullos en los corredores o en las esquinas, en ocasiones son lo que registra los hechos con mayor veracidad. O como el mismo lo afirma: “El paso del tiempo dignifica los chismes de una época y los convierte en historia”. Sea lo que sea, su inclusión en esta “enciclopedia de la cultura nacional” la vuelve más generosa, divertida, informativa, creativa, y nos hace sentir mayor simpatía y devoción por la obra de este hombre de letras que los editores definen así:
Para José Emilio Pacheco, hombre de libros si los hay, “Inventario” fue una forma de vida, una forma de leer, un espacio donde un libro era el pretexto para llegar a otros y a otros y a otros, para tejer historias y relaciones iluminadoras. La abundancia de libros era para él la única riqueza concebible. Esa pasión por saberlo todo y por compartirlo todo lo llevó desde muy joven a intentar este nuevo género, a modificarlo y darle vida en el camino. Esta edición quiere poner en las manos de los lectores el momento más alto del periodismo cultural mexicano que Pacheco llevó a una cumbre que parece inalcanzable.

sábado, 4 de marzo de 2017

Como los matrimonios viejos

Primavera/2017
Luvina
Eduardo Antonio Parra

Cada vez que pienso en mis nexos de lector con la obra de Juan Rulfo me invade una mezcla de sensaciones cuyos ingredientes son la perplejidad, el ridículo, el cariño, la admiración absoluta y el orgullo. Supongo que a otros lectores les ocurre lo mismo. Me refiero, por supuesto, a lo de la mezcla de sensaciones, no a los elementos que la integran, pues éstos tienen más que ver con experiencias personales, con la biografía y el carácter de cada quien, que con la obra en sí. Toda obra de arte genuina, no importa el género al que pertenezca, es capaz de despertar en quien la contempla, la lee o la escucha una serie de emociones y sensaciones diversas, en ocasiones incluso contradictorias, que se relacionan de modo íntimo con el momento, o los momentos de vida por los que atraviesa el espectador. Y si la relación es larga, es decir, si los acercamientos a dicha obra se repiten a lo largo de los años —como me ha ocurrido con Pedro Páramo y El llano en llamas—, se establece una suerte de convivencia semejante a la de los matrimonios viejos: han experimentado todos los estados de ánimo, han transitado de la felicidad al sufrimiento y viceversa, han caído en la costumbre para revivir de cuando en cuando momentos de intensa alegría y al final consiguen convivir en santa paz. Este año Juan Rulfo cumple un siglo de haber nacido. Su obra acaba de rebasar las seis décadas. Mi relación con ella, como lector, lleva alrededor de treinta y cinco años. Se inició, como quedó anotado más arriba, a través de la perplejidad.

Creo que Juan Rulfo ha derramado
su influencia mucho más por el norte de México
que por el resto del país

Acababa de terminar la secundaria y me hallaba en esa etapa mágica en que la literatura comienza a ejercer su mágica seducción sobre la mente, que exige un nuevo libro apenas se ha llegado a la página final del anterior. Nadie me lo recomendó. Mis maestros de literatura, que se limitaban a seguir un programa mediocre, jamás mencionaron el nombre de Juan Rulfo. Tal vez me atrajo el título al visitar una librería. Acaso fue la portada de Pedro Páramo en la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica: un dibujo garabateado sobre un fondo amarillo cuyas líneas se enroscaban y empalmaban para crear una figura fantasmal. Lo compré y lo llevé a casa. No recuerdo si lo comencé a leer ese mismo día o un tiempo después, pero las que sí se quedaron grabadas en mi memoria para siempre fueron las palabras iniciales de la novela: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo». La escena completa de Juan Preciado entablando con el arriero Abundio una conversación misteriosa, enigmática. Y enseguida, al concluir el primer fragmento, la perplejidad: ¿de qué se trata esto? ¿Quiénes son estos personajes? ¿Por qué no sigue la historia? ¿Quién es la que está hablando ahora?
     Con el paso de los años y con nuevas lecturas comprendí que mi primera experiencia en el interior de las páginas de la única novela de Rulfo fue todo menos novelística. Fue, más bien, algo semejante a una lectura poética: no comprendí la historia, me perdí infinidad de veces entre fragmento y fragmento, no sabía a cabalidad de qué me estaba hablando el autor, y sin embargo sabía —intuía— que me hallaba ante algo grandioso, artístico, donde el ritmo de las palabras, su cadencia, su sonido, imantaban mi mirada al grado de no permitirle despegarse de las líneas a pesar de que las imágenes, los diálogos y las escenas se reborujaban en mi cerebro hasta plasmar en él un garabato muy parecido al dibujo de la portada. Recuerdo que al llegar al final, «se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras», cerré el volumen y sentí que había realizado una hazaña: algo así como encontrar la salida de un laberinto tras sufrir interminables instantes de angustia entre sus corredores. Perplejo, pero salí. Poco después, un amigo con muchas más lecturas que yo me preguntó si me había gustado Pedro Páramo. Al responderle que creía que sí, pero que no sabía si la había entendido, dijo: «No hay nada que entender. Todos están muertos. Eso es lo chingón».        
     No fui un lector precoz, como puede advertirse, y mi trato con la literatura mejoró de modo muy paulatino durante la adolescencia. Leía sin conocimiento, sin dirección y casi sin recomendaciones, pero convencido de que con el tiempo podría orientarme entre los libros. Ya en la preparatoria, de vez en vez entraba en la biblioteca —siempre sola— a recorrer los estantes por si había algún título que me atrajera. Fue en una de esas ocasiones cuando me topé con un pequeño volumen firmado por el mismo autor de Pedro Páramo: El llano en llamas. Lo dudé un poco, acaso recordando la perplejidad en que me dejara el primer acercamiento al autor. No obstante, en los meses transcurridos había aumentado mi acervo literario, lo que me decidió a llevarlo a una mesa. Lo abrí. Inicié la lectura y la encontré más sencilla, fluida, comprensible. Una historia que hablaba de los campesinos defraudados por el gobierno durante el reparto de tierras prometido por la Revolución. Al terminar el fragmento la historia dio un giro: ya se trataba de otra cosa. No me sorprendí, había leído Pedro Páramo y sabía que así se las gastaba el autor: solía descoyuntar la línea argumental sin aviso, como poniendo a prueba a los lectores. Ya regresaremos al tema del reparto, pensé. Sin embargo, en cada capítulo de la novela el escenario, los personajes y la trama cambiaban por completo. A medio libro volví a sentirme perplejo. Lo dejé para retomarlo más tarde. El maestro de Literatura Hispanoamericana me vio salir de la biblioteca y me preguntó qué estaba leyendo. A un autor rarísimo, le dije. Juan Rulfo. Me preguntó si leía Pedro Páramo. No, ésa ya la había leído antes, ahora estaba con otra novela de él, El llano en llamas. Pero no conecta ninguno de los capítulos, al menos hasta lo que llevo, unos tratan de algo y otros de cosas distintas, le dije. Sonrió. Luego soltó la carcajada. Me sentí ridículo, y la sensación se fue recrudeciendo en mi interior mientras el maestro me explicaba las diferencias entre una novela y un libro de cuentos, diferencias que, según él, debía haber aprendido desde la secundaria. Cuando regresé a la biblioteca para concluir la lectura del libro la sensación de ridículo me acompañaba y, a pesar de que las historias cortas del autor me impactaron por su fuerza, siguió conmigo durante varios años más, cada vez que pensaba en mi primer acercamiento a los cuentos de Juan Rulfo.
     Quizá las dos experiencias referidas influyeron para que con los años volviera una y otra vez a recorrer las páginas de los dos libros de Rulfo. Tal vez volví a ellos porque durante mis estudios de Letras entendí que se trata de las cumbres más altas de la literatura mexicana. Uno de mis maestros decía que, así como la historia universal se divide en «antes de Cristo» y «después de Cristo», nuestra literatura se divide en «antes de Rulfo» y «después de Rulfo». O acaso siempre releo El llano en llamas y Pedro Páramo porque simplemente no soy capaz de evitarlo: el hechizo de su lenguaje es tan poderoso que me hace sucumbir de nuevo sin remedio. En mi vida de lector con ningún otro título he sostenido tratos tan constantes como con estos dos.
     Recuerdo, por ejemplo, una lectura con cuaderno y pluma al lado, no sólo para anotar las frases más poéticas, sino para dejar registradas mis observaciones acerca de la manera en que inician y concluyen los fragmentos de Pedro Páramo, apuntes que me llevaron a reflexionar sobre la idea de este libro como «la novela de un cuentista». Había escuchado o leído la frase expresada con intenciones peyorativas refiriéndose a una obra de otro autor, para calificarla de insuficiente o de que no mostraba los alcances necesarios para ser calificada de «novela». Por supuesto, quien la había dicho era un crítico de esos que consideran a la novela el «género mayor», cosa con la que no coincido. Por eso leí de ese modo Pedro Páramo, y encontré que, a causa de las estrategias narrativas, de la fuerza del arranque de cada uno de sus fragmentos, de la contundencia en el cierre de los mismos, de la economía de su lenguaje, de la manera en que en ella se hace de la «sustracción» una técnica encaminada a la búsqueda del arte, de la experimentación como recurso para conseguir el máximo de precisión, a causa de todo ello se podría decir con certeza que la mayor obra de la literatura mexicana del siglo xx es «la novela de un cuentista».
     Hubo un momento, de seguro tras una nueva relectura, en que empecé a preguntarme por los orígenes de los relatos de Juan Rulfo. Sabía, porque varios comentaristas lo señalan, que el autor había volcado en las páginas muchas de sus experiencias y rasgos autobiográficos, como el asesinato de su padre y sus sueños de desquite en el cuento «Diles que no me maten» o en «El hombre». O como la atmósfera en que vivió su región de origen durante la Guerra Cristera. O como la pintura del paisaje del sur de Jalisco. Sí. Pero, ¿de dónde venía el lenguaje de Rulfo?, ¿de dónde sus técnicas y estructuras?, ¿cuál había sido su aprendizaje literario? Entonces, orientado por algunos de sus biógrafos, emprendí la caza de sus precursores. No fue difícil, por lo menos en lo que a los mexicanos se refiere. Es evidente que Cartucho, de Nellie Campobello, fue fundamental para la concepción de Pedro Páramo. Otra «novela de cuentista» o, si se quiere, una novela conformada por múltiples cuentos cortos. También, basta leerla para darse uno cuenta, El resplandor, de Mauricio Magdaleno, tuvo que haber «golpeado» a nuestro novelista. Los relatos —o tal vez tan sólo los consejos— de Efrén Hernández, por su amistad cercana, tuvieron que influir también mucho en él.
     Sin embargo, la búsqueda, el rastreo de sus lecturas de autores extranjeros fue más difícil y más interesante. Siguiendo las páginas de Un extraño en la Tierra, de Juan Asencio, biografía no autorizada (carajo, ¿quién tendría que «autorizar» la biografía de un hombre público?), di con los dos autores que, desde mi punto de vista como lector —no como especialista—, influyeron en Juan Rulfo acaso más que cualquier otro. No Faulkner ni Hansum, como muchas veces escuché decir, aunque la narrativa de nuestro autor tiene rasgos de ambos, sino el francés Jean Giono y el suizo Charles-Ferdinand Ramuz. Tras fatigar durante meses las librerías de viejo de la Ciudad de México, encontré en Donceles una novela de cada autor en ediciones de los años cuarenta (ya después encontraría otros títulos).
     Cumbres de espanto, de Ramuz, fue un hallazgo estremecedor: desde las páginas iniciales me encontré inmerso en una atmósfera rulfiana, es decir, sentía que estaba leyendo algo de Rulfo, o por lo menos muy cercano a él. No importaba que se tratara de una historia distinta, de otro país, de otro lenguaje, otro ritmo, la atmósfera era tan misteriosa y opresiva como en Pedro Páramo, los giros poéticos eran similares, la visión del mundo del autor muy semejante: desolada, melancólica, llena de una nostalgia ontológica irremediable. Después supe que no fue Cumbres de espanto, sino Derboranza, la que más había impactado al narrador jalisciense, pero no me importó tanto: había encontrado a uno de sus autores clave y el parentesco era innegable.
     De Jean Giono, el primer libro con que me topé se titula Batallas en la montaña. Si bien la semejanza entre esta novela y la obra de Rulfo resultaba mucho más tenue, en determinada página tuve un encuentro iluminador. La historia narra una inundación en un valle rodeado de montañas; los habitantes del valle, al ver cómo el agua comienza a subir, huyen hacia lo alto desesperados por salvar la vida. Una pastora presencia la llegada a lo alto de un hombre de traje que viene en shock y lo interroga. ¿Por dónde ascendió?, lo cuestiona. ¿Vino a campo traviesa o pasó por las aldeas? El hombre, con cara de loco, no responde. Entonces la pastora le pregunta: «¿No oyó ladrar a los perros? Si oyó ladrar a los perros es que pasó por las aldeas. ¿No oyó ladrar a los perros?». Según Juan Asencio, Rulfo admiraba principalmente una novela breve de Giono titulada Ese bello seno redondo es una colina, que conseguí después junto con otros títulos del francés, pero resulta evidente que el jalisciense conocía muy bien la primera, y toda la obra de Jean Giono, por lo menos la que había sido traducida al español.
     La biografía Un extraño en la Tierra, de Juan Asencio, es la que más me ha gustado de las que he leído, aunque sólo gozó de una edición, tal vez por ser no autorizada (¿por quién?). Me gusta porque en ella se muestra a un Juan Rulfo muy humano, es decir, con sus muchos defectos y virtudes, entrañable, fuerte y débil a la vez, y porque, a través de sus conversaciones con el autor, se puede trazar un mapa más o menos preciso de sus lecturas, de sus aficiones, de su alimento como escritor.      Además, el título me parece un verdadero acierto y me recuerda algo que mencionó el recién desaparecido Ricardo Piglia durante una conversación de sobremesa. Al preguntarle cuál había sido su reacción después de leer Pedro Páramo por vez primera, Piglia me miró divertido y contó que él y otros amigos aspirantes a escritores habían leído el libro muy jóvenes, y que cuando lo comentaron lo único que pudieron decir fue: «Che, este tipo es un extraterrestre». Me gustó la respuesta, sobre todo viniendo de un argentino, porque en lo personal siempre he pensado lo mismo de Jorge Luis Borges.
     Después de varios años de trato continuo con la obra narrativa de Juan Rulfo, mis emociones de lector se estabilizaron y dejaron atrás la perplejidad y aquella sensación juvenil de ridículo que me provocó haber confundido su libro de cuentos con una novela. Entonces lo que comenzó a dominar fue el cariño, primero, y la admiración absoluta después. Al convertirme en escritor, tanto El llano en llamas como Pedro Páramo me acompañaban mentalmente siempre en el momento de empuñar la pluma, al grado de que me fue señalada sin reparos su influencia. A veces alguien me pregunta si no me molesta que la señalen. Respondo que no, pero que tampoco me parece que sea nada extraordinario, pues estoy convencido de que la narrativa rulfiana, de una u otra manera, ha influido en casi todos los narradores mexicanos contemporáneos. Al ser el centro de nuestro canon doméstico, resulta ineludible.
     Esa influencia, esa fuerza gravitacional que nos hace girar a todos alrededor de la obra de Juan Rulfo, puede no ser tan evidente en muchos autores, pero en otros es bastante visible. Durante años se dijo que la obra de escritores como Jesús Gardea y Daniel Sada no habría sido posible sin El llano en llamas y Pedro Páramo. Estoy de acuerdo. En varias conversaciones, Daniel Sada incluso aventuró que el autor jalisciense bien podría haber sido un narrador norteño que había equivocado su lugar de nacimiento. Lo decía en son de broma, pero en serio. Luego añadía que, si bien sus asuntos y temas correspondían a la historia del occidente de México, sus ambientes, sus atmósferas, el carácter y el lenguaje de sus personajes (más el ritmo y la parquedad que los términos en sí) eran muy semejantes a los de las geografías norteñas. En lo particular, por un tiempo creí que Daniel hacía esos comentarios llevado por el cariño que sentía hacia la obra de Rulfo, a quien consideraba, más que un maestro a secas, uno de sus maestros. Sin embargo, ahora estoy convencido de que tenía razón.
     Creo que Juan Rulfo ha derramado su influencia mucho más por el norte de México que por el resto del país. Y que esa influencia resulta fácil de detectar —más allá de los homenajes directos que hasta ahora han hecho Élmer Mendoza, en Cóbraselo caro, y Cristina Rivera Garza, en Había mucha neblina o humo o no sé qué— en infinidad de novelas y relatos de autores que van desde los mencionados Gardea y Sada, que empezaron a publicar en los años ochenta, a narradores jóvenes como Antonio Ramos Revillas y Luis Felipe Lomelí, que se hallan en plena producción. ¿Dónde puede localizarse esa influencia? En cualquier aspecto, desde el fraseo, los juegos de ritmos, los ambientes, la visión desolada del mundo, el uso de las técnicas. Por supuesto, la narrativa del jalisciense irradia a todos en todas las latitudes de la lengua española. Quien lo dude sólo tiene que abrir las páginas de una novela como En el lejero, del colombiano Evelio Rosero, para comprobarlo.
     En lo personal, el trato constante con los dos libros narrativos de Juan Rulfo me ha otorgado muchas satisfacciones y bastantes frutos. Volviendo a sus páginas siempre me topo con hallazgos nuevos y, además, cada nueva lectura me hace comprender más a fondo el arte literario en general. Aún ahora, procuro leer Pedro Páramo y El llano en llamas por lo menos una vez cada año, aprovechando que se pueden despachar de una sentada. Como en los matrimonios viejos, aunque de pronto me parece que los conozco demasiado, al regresar a ellos me doy cuenta de que todavía guardan secretos que tardaré en desentrañar. En cuanto a las emociones o sensaciones, después de pasar por la perplejidad inicial, por el ridículo, por el cariño y la admiración, desde hace tiempo me he instalado en el orgullo que me despierta contar entre nuestras letras mexicanas con dos obras maestras tan contundentes y ser compatriota de un escritor como Juan Rulfo, por extraño que sea para esta Tierra, por extraterrestre que parezca cuando lo leemos.